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Déjame que te muestre algunas cosas, cosas que deberías ver, cosas que ocurren antes que el accidente de coche que tiene lugar en la plaza del Rey, mientras Mark y Neville aún se encuentran perdidos en la zona pija de Castle Hill buscando Motton Road y el hotel donde han quedado con el campeón mundial de dominó, cosas que ocurren mientras, pasado el túnel que cruza la montaña sobre la que puede gozarse de una magnífica vista del pueblo, Patrick Flanagan y Zack Thurston ayudan a Duck Motton y su ayudante a colocar a la mujer del Nissan en una camilla.

Dolores Fletcher está tumbada en la cama y, pese a que la temperatura es buena, está tapada con las sábanas y la manta hasta la barbilla. Ahora tiene los ojos cerrados, pero hace muy poco que se ha dormido. El Doctor Morrison le ha dado un sedante y ahora les está explicando a sus hermanas Sandra y Eliza lo que tendrán que hacer cuando se despierte. Dolores Fletcher vive frente a los juzgados, así que no debe extrañarte ver a Carrie tan pronto aquí. Ha subido en cuanto el coche conducido por Russell T. Dinner se ha llevado a Jason Fletcher en el asiento trasero.

Dolores sufrió una crisis de ansiedad durante el juicio. Carrie comprende el dolor que siente la mujer, porque Jason es su único hijo y le quiere más que a todas las cosas del universo. Él es su vida.

Y ahora la va a pasar entre rejas.

Carrie piensa que debe ser muy duro para Dolores, si ya es duro para ella misma. Ella ama a Jason Fletcher. Le comprende. Es el sedante de Jason. Con ella, Jason es una persona que ningún otro habitante de Castle Hill reconocería. Y ella se siente llena cuando está con él.

Ahora le falta.

Hay un hueco en su estómago. Las lágrimas vertidas esa tarde son producto de ese ciego amor, y han sido todas verdaderas. Se siente vacía y sucia. Piensa que tal vez hay algo más que ella podría haber hecho para salvarle, aunque internamente sabe que no. Todo estaba en contra de Jason.

Por culpa de Brad Blueman.

Ese hijo de la gran puta.

—Creo que ya puedo irme —dice el doctor Morrison. Es un hombre de unos setenta años, de pelo canoso y ojos verdes que, aún en esa senectud, son hermosos como esmeraldas. Viste un traje marrón, chapado a la antigua, con una camisa a rayas verdes y negras. Hace rato que se quitó la corbata y la guardó en su maletín de médico.

—Muchas gracias, doctor.

Carrie oye la voz de Sandra al despedirse del doctor Morrison como si estuviera bajo el agua, metida en una burbuja. O en otro planeta.

—Si sufre una recaída, o se levanta agitada, he dejado calmantes en la mesita de noche. Y cualquier cosa, llamadme.

Un momento después, el doctor se ha ido. Carrie se dirige a la cocina, como en sueños. La seguimos porque ella y lo que pueda hacer ella es más interesante que ver dormir y respirar a la señora Fletcher, ¿no crees? Carrie abre un armario, podemos comprobar que se desenvuelve en esa casa como si fuera la suya propia, lo cual es fácil de entender, vista la relación que mantiene con Jason y con su madre, y saca un vaso. Esto nos hace recordar a Elvira Tuckson. Fue la primera persona a la que visitamos hoy y cuando la dejamos estaba subiendo las escaleras hacia su maloliente segundo piso con un vaso en la mano.

Evidentemente, Carrie quiere el vaso para darle un uso normal y racional. Abre el grifo, lo llena de agua y bebe. Después, deja el vaso en la pila y sale de la cocina. En el camino de vuelta al dormitorio donde descansa la madre de su chico, se detiene. Mira hacia la puerta que se encuentra a su derecha con los ojos enjuagados en lágrimas. Es la puerta de la habitación de Jason. Sintiendo que la embargan recuerdos y que empieza a llenarse de tristeza, coge el pomo y abre la puerta.

La habitación está como siempre la ha visto y tal y como la recuerda. Hay ropa por el suelo, todo está lleno de pósters y pegatinas, libros y papeles. Carrie entra en la habitación y se sienta en la cama en la que tantas otras veces ha estado sentada y tumbada, desnuda y vestida. Sin preocuparse de quitarse las botas, Carrie se tumba en la cama y mira hacia arriba. En el techo hay un póster que se conoce de memoria. Arnold Schwarzenegger montado en una Harley, con una escopeta en la mano. Terminator 2, el juicio final. No es nada personal, dice. Si pillara a Brad Blueman vería si era o no personal.

Su orgasmo más fuerte lo había tenido en esa misma cama, tumbada boca arriba, con Jason encima. Un momento estaba mirando a Arnold Schwarzenegger y jadeando al oído de Jason, y al momento siguiente se había estremecido, todos los pelos de su cuerpo se le habían erizado, cualquier roce con su piel multiplicaba su sensación por siete. Algo había estallado allí abajo, y se había abrazado a Jason, que mientras tanto se movía delante y atrás y la besaba en el cuello. Había clavado sus uñas en la espalda de Jason, no adrede, sino porque aquello estaba siendo maravilloso. No era una mera explosión de placer, como las que con Jason eran cosa habitual y se agradecían. Había sido la bomba atómica del placer.

Había gritado.

Ella nunca gritaba mientras hacían el amor. Salvo aquel día. Porque había sido… fantástico. Después se habían quedado tumbados en la cama, abrazados, ella con la cabeza sobre el pecho de él, temblorosa y sintiendo escalofríos. Jason se reía, y le besaba en la cabeza. Le oía latir el corazón. Él se había quedado a media faena, pero para ella era imposible continuar, así, en ese estado. Su cuerpo se había relajado de tal manera que mover la mano ya significaba una tarea de titanes.

Pero a Jason no le había importado. Porque Jason disfrutaba mirándola, viendo como jadeaba aún después de cinco minutos. Le miraba con una sonrisa y ella se sonrojaba.

Carrie aparta la vista de Terminator y se gira para tumbarse sobre el perfil, de cara a la mesita de noche de Jason. Sobre ella hay un despertador con grandes números luminosos y rojos, un vaso vacío —esa era una de las pequeñas manías de Jason, antes de irse a dormir se colocaba al alcance de la mano un vaso lleno de agua para poder beber si le entraba sed en la noche— y un par de discos. Lee los títulos. La banda sonora de El último mohicano y el último de ACDC.

Alarga la mano y abre el primer cajón. Jason nunca le dejaba abrir sus cajones. Tampoco ella lo intentaba de veras. Sabía que, si algún día lo necesitara de verdad, Jason le invitaría a abrirlos. Nunca habían tenido nada que ocultar.

Encima de todo, dos cajas de preservativos. Una normal, la otra de sabores. Les gustaban los de sabores. Venían bien para practicar sexo oral dejando buen sabor de boca. Es obvio el uso que podía darle ella, pero también era bueno para Jason, porque podían hacerlo y el sabor se quedaba en el sexo de ella, de manera que luego él podía… bueno, eso es algo que todos sabemos.

Carrie aparta a un lado ambas cajas y, sin levantarse de la cama, tantea en el interior del cajón. Saca una pequeña caja de madera, sin distintivos ni pegatinas por fuera. Frunce el ceño. Por un momento, duda si debería o no abrirla, y aunque nosotros deseamos que lo haga, porque queremos saber qué contiene, como ya te advertí al principio, no podemos intervenir.

Ella duda. Jason se enfadaría si ella rebuscara sin su permiso. Por un momento, su brazo va a devolver la caja a su sitio, pero luego se dice que no tienen nada que esconder, y abre la caja. Lo primero que ve es una goma para el pelo de color rojo, con una pequeña imperfección en forma de uve de color verde.

La boca de Carrie se abre mostrando todos sus dientes y su asombro. Recuerda esa goma. Sabe de quién es esa goma. Aunque hace más de dos años que no la ve. Porque esa goma era suya. Y la llevaba puesta el primer día que ella y Jason se liaron. Hacía menos de una semana que se conocían, y habían hablado como mucho quince minutos en total. Había una fiesta en un solar que hay por la zona pija de Castle Hill, un solar que se encuentra antes de llegar al Mirador, donde se pensaba construir un complejo de chalets, piscina, campo de golf y de tenis, etc. Algo le debió salir mal a la compañía que llevaba el proyecto, pero el caso es que nunca se llegó a construir dicho complejo.

Se quedó en solar, un lugar lleno de cascotes, cristales y basura de toda clase donde muchos críos de entre trece y veinte años se reunían para beber alcohol antes de salir de fiesta. Un botellón.

Allí coincidieron Carrie y Jason. Estaban con sus respectivos grupos de amigos, todos con bolsas de plástico que contenían diferentes botellas, con vasos de plástico y hielos. Carrie puede hasta recordar lo que bebían ambos. Ron con cola él. Malibú con piña ella.

Empezaron a hablar por casualidad, porque él estaba preparando un cubata y ella fue a pedir un vaso. Él se lo dio. Y después le preguntó cómo le habían salido los exámenes. Ella contestó que muy mal, que probablemente le quedara una. Él se echó a reír, y ella se molestó, creyendo que se burlaba de ella.

Carrie lo recuerda todo como si hubiera sucedido ayer o hace unas horas. Y nosotros podemos comprobar que las lágrimas vuelven a resbalar por sus mejillas y empapan las sábanas.

—No, no, no me río de ti —le había dicho él, bebiendo un trago y haciendo un gesto— lo he cargado demasiado —y se echó más refresco—. Me río porque tú crees que te han salido mal porque suspendes una. Para mi suspender una es el paraíso. Creo que me quedan seis.

—¿Seis? —había preguntado ella, extrañada.

Él había asentido. Y se habían quedado hablando y bebiendo juntos. Y para cuando todos empezaron a irse de fiesta, a los bares, ya estaban bastante bebidos y, de repente, los labios de ambos estaban fundidos en un beso. Se tambaleaban. Y poco más tarde estaban en el mirador, haciendo el amor.

Aunque, para lo que fue aquel día, sería más correcto decir que practicaron sexo.

Tres veces.

Sin ninguna satisfacción especial para ninguno de los dos. Y después, tumbados allí, entre los arbustos, a medio vestir, bajo la luz de la luna llena y un cielo totalmente claro y estrellado, él le había preguntado qué iba a pasar después. Y ella había dicho que probablemente nada, que cuando se levantaran por la mañana, no habría nada y todo seguiría igual que antes.

Y así fue. Pero cuando se levantaron para irse del mirador, ella sintió su pelo suelto, por entonces más largo, y se giró para buscar su goma por el suelo. Era roja y con una imperfección en forma de uve de color verde. Le pidió ayuda a Jason, pero él no se molestó en buscar. Esperó de pie, con los brazos cruzados, diciendo «vamos, venga, sólo es una puñetera goma de pelo» hasta que se fueron.

Todo ese tiempo la había tenido él. La sábana junto a la cara de Carrie está ya totalmente empapada por las lágrimas, pero ella no puede dejar de llorar. Se abraza a una almohada, que pronto estará también empapada, recordando los inicios de su relación con Jason, los dos meses que siguieron, casi sin hablarse, hasta que volvieron a coincidir, en la cola de un concierto, en la capital. Y volvieron a hablar, y al día siguiente, ella decidió llamarle, y quedaron, y…

Carrie llora y llora. El llanto da sueño. Empieza a quedarse dormida, y no hace nada por evitarlo. Está triste y cansada y necesita descansar. Debería llamar a su madre para decirle que está en casa de los Fletcher, pero no lo hace. Además, sus padres siempre han odiado a Jason y en ese momento no le apetece hablar con ellos. Y se está empezando a quedar dormida, con la almohada ya mojada tapándole la cara, con la goma roja con una imperfección verde en forma de uve en la mano izquierda.

Cae en la inconsciencia.

Será mejor que salgamos de aquí y dejemos dormir a Carrie. Te aseguro que cuando despierte, va a creer que sigue soñando. Salgamos del piso de los Fletcher y bajemos a la plaza de la Constitución. Si miras hacia la entrada de los juzgados verás salir al juez Parkinson acompañado de una mujer. Van charlando, y por su lenguaje corporal podemos atrevernos a adivinar que es su mujer. Tal vez estén teniendo una conversación harto interesante, hasta, ¿quién sabe?, quizás una conversación trascendental, de las que marcan la vida de uno. Tal vez no, y simplemente estén hablando de comprar una nueva lavadora, o un nuevo aspirador. O tal vez, el juez esté narrándole con todo lujo de detalles a su esposa cómo ha ido el juicio de Jason.

En todo caso, nunca lo sabremos, porque no nos detenemos a escuchar.

Más allá vemos a Brad Blueman, nuestro intrépido reportero, que está pensando en el titular que ha de entregarle a Andy Probst, su jefe, dueño del Journal, antes de medianoche. En su mente, ya tiene el artículo escrito, y él mismo sabe que no es ningún artículo fantástico, que no le dará el Pulitzer, pero que seguramente agradará a sus lectores. Narra el juicio y posterior condena de Jason Fletcher. Menciona la rabieta y posterior crisis de la madre del chaval, los improperios recibidos contra su persona… todo narrado en una excelente primera persona totalmente subjetiva y muy propia de la novela. Más que de la información.

La foto con la que quiere ilustrar el artículo muestra al agente Rusell empujando a Jason hacia el coche de policía tras el juicio.

Le suena el teléfono, y Brad responde al instante. Al otro lado de la línea se encuentra el padre de Kieran Probst, ese chico tan malo que ha empujado a Paula al suelo.

—¡Andy! —saluda, enérgico. No es para menos, porque Brad se siente mejor que nunca. No podemos oír a su interlocutor, pero nos basta ver la cara de Brad Blueman para saber que no está recibiendo noticias agradables—. ¿Qué es eso de que mañana no voy en primera plana?

Uh, problema. A Brad le encanta ser la estrella del equipo, acaparar la atención, ya conocemos sus sueños de grandeza, sus deseos de salir de este «asqueroso» pueblecillo de mierda con una noticia tan grande que haga estremecer a todo el país. Desea ganar el Pulitzer, desea ser reconocido y recordado, tal vez que hagan una película sobre él. Quién sabe, podría llegar a escribir un libro. Un best seller, tal vez. E iría de tienda en tienda, de ciudad en ciudad y de país en país, firmando ejemplares de su libro a fans enfervorecidos y que aullarían de placer por tan sólo tocarle.

Ser la estrella.

Y para eso, hay que mantenerse en primera plana. Esta discusión ya la han tenido Andy y él muchas otras veces.

—¿Cómo que hay algo nuevo? ¡Pero joder, Andy! Este es un asunto grande…

Podemos imaginarnos lo que dice su jefe. Que es un asunto grande, de acuerdo, pero que también hay que tener en cuenta que ya ha disminuido su tamaño. La gente se impresionó con las fotos del incendio, y ya todos saben que ese chico recibirá un castigo y una condena. ¡Por dios, lo contamos hoy mismo, así que el artículo que aún has de entregar, es predecible! No es carne de portada.

—Joder, Andy! ¡Pues haber enviado a otro a hacer esta mierda!

Blueman y sus sueños de grandeza. Y su jefe recordándole que Brad había exigido la noticia para sí solo y eso estaba teniendo. Pero hay otras cosas de que informar, y mañana la primera plana será otra cosa.

O lo entiendes o no. Las cosas son así, y punto. Brad cuelga el teléfono y resopla. Ahora, el artículo sobre Jason Fletcher se le antoja inútil y estúpido y ya no tiene ni pizca de ganas de empezar a escribir.

—¿Señor Blueman?

Brad se gira. Vemos que algo más allá, un hombre de rasgos asiáticos se acerca a él vestido con unos informales pantalones vaqueros y una camiseta negra de manga corta. Su nombre es Ken Jackson. Su cara no nos suena, no es alguien que hayamos visto antes, pero sí que hemos oído su nombre. Trabaja como policía en el turno de noche y hoy aún le queda toda la tarde por delante antes de entrar al trabajo. O eso cree él. Lo cierto es que cuando la ciudad se descontrole todo eso dejará de tener sentido. Le tiende la mano a Brad.

—Ken Jackson. Soy policía.

—Sé quien es. Le he visto en muchas ocasiones, y tengo buen ojo para los nombres.

—Quiero felicitarle por el reportaje sobre el incendio en la granja de los Meyer. De no ser por sus fotografías jamás habríamos pillado a ese cabrón.

Brad asiente, agradecido. Después, Ken se da la vuelta y se aleja. Brad le observa, sonriente, y sabemos que vuelve a pensar en el artículo.

Que le hayan reconocido por la calle ha alimentado su ego.

Que le hayan felicitado por su trabajo ha alimentado su ego.

Con fuerzas renovadas, Brad Blueman está dispuesto a ponerse manos a la obra. Tal vez no sea una primera plana, pero por dios que cuando la gente lo lea, sentirá que acaba de leer un buen artículo. Un artículo puramente Brad Blueman.

El Cuarto Jinete
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