10
En el punto donde la carretera 108 cruza por debajo de la montaña a través de un túnel directo a Castle Hill los soldados han colocado sus camiones formando una barricada. Algo más atrás han montado un campamento, todo en un tiempo realmente admirable. También han levantado vallas metálicas formando un cuadrado perfecto de quince metros por lado. Lo llaman «recinto de contención». A Patrick Flanagan le parece una puta celda en medio del bosque.
El agente Flanagan está de pie junto a la verja, mirando fijamente al soldado que hace guardia delante de la única puerta que tiene el recinto y que, obviamente, está cerrada por fuera. Les han metido ahí después de requisarles los teléfonos móviles y, en el caso del agente Flanagan, su arma reglamentaria. El teniente Harrelson no se ha dignado a contarles absolutamente nada.
—¿Qué crees que está pasando?
Patrick mira a la derecha. Duck Motton se ha situado junto a él. Tiene un cigarrillo en los labios. Por lo que Patrick sabe, Duck Motton había dejado de fumar hacía dos meses.
—No tengo ni la menor idea. Pero debe de ser grave.
—Ese cabrón ha dicho que es una amenaza biológica.
Patrick asiente. Duck da una larga calada y después lanza la colilla a través de la verja. Cae a unos centímetros de la bota del soldado de guardia, que está de espaldas a ellos.
—Ni siquiera nos miran —dice Patrick, alzando la voz— ¡Nos tratan como si fuéramos animales!
Duck le pone la mano en el hombro y tira de él, con suavidad. Los dos hombres se alejan de la verja y se sientan junto a Gabriel, el joven sanitario.
—He estado pensando una cosa, Patrick —dice Duck— si realmente hubiera algún tipo de peligro biológico, ¿no crees que todos estos tipos llevarían trajes de astronauta y máscaras antigás?
Patrick no había pensado en ello. Pero tiene mucha lógica. Vuelve a mirar el despliegue del que han hecho gala los soldados. En algún momento, han llegado otros seis camiones cargados de soldados que ahora se despliegan tomando posiciones en la barricada.
—¿Entonces? —pregunta— ¿Qué está pasando?
—No tengo ni idea —responde Duck— pero sea lo que sea, debe de ser grave. Ya has visto que se toman esto lo suficientemente en serio como para disparar por la espalda a Zack Thurston. Y tú mismo puedes ver el despliegue.
—Van a dejarles morir. Podrían avisarles, intentar algo… pero los muy cabrones van a dejar que todo el mundo muera en el pueblo.
Duck asiente. Patrick Flanagan se siente inútil. La gente a la que ha jurado proteger y servir ha sido dada por muerta y él no puede hacer nada por impedirlo.
—Yo tengo mi móvil.
Duck y Patrick se giran para mirar a Gabriel asombrados. El joven les hace un gesto para que disimulen, y Duck aparta la vista.
—¿No te lo han quitado?
—Siempre llevo dos móviles encima. Y cuando vi lo que estaba pasando, me guardé uno de ellos en el calzoncillo. Cuando les di el otro, ni siquiera me registraron.
Patrick Flanagan sonríe, satisfecho. Siente ganas de abrazar a ese chico.
—Gabriel, eres la leche —dice Duck.
—Desde luego que lo eres —asegura Patrick, que mira hacia los soldados que se encuentran más allá de la verja—. Tendréis que cubrirme. Me tumbaré como si fuera a echar una cabezada. Vosotros sentaos delante.
Duck y Gabriel asienten con la cabeza. El chico le entrega el teléfono con disimulo. Es un Nokia y está a tope de batería. Patrick sonríe.
—Tenemos dos llamadas que hacer —susurra—. La primera, a Dennis Sloat. La segunda, al New York Times.
—Dales duro, colega —murmura Duck, agarrando a Gabriel por encima de los hombros y sentándose, por delante de Patrick, ocultándole de la mirada de los soldados.
Patrick piensa darles todo lo duro que pueda. Tumbado en el suelo, con el móvil debajo de su cabeza, Patrick marca el teléfono del jefe de policía.