12

Mark alcanza la azotea y sube. La niña ya está allí arriba, mirándole con sus grandes ojos abiertos de par en par. Mark no cree haber visto nunca tanto terror en una mirada. Se acerca a ella y le agarra la mano. Se da cuenta de que ella está tratando de aguantar las lágrimas.

—Tengo miedo, Mark.

—Yo también, Paula. Tenemos que buscar una forma de salir de aquí.

—¿Cómo? —pregunta ella, volviendo la cabeza hacia él. Una gota de agua se estrella contra su mejilla. Mark alza la vista y ve que las nubes están empezando a cubrir el cielo. No tienen formas, no le habrían valido a Neville para su colección.

—No lo sé. Parece que va a empezar a llover.

—A mi mamá no le gusta que esté fuera de casa si llueve —dice la niña, con voz triste—. Quiero ver a mi mamá.

Una lágrima solitaria resbala por la mejilla de Paula y se junta a la gota de lluvia. Mark se la limpia con el dedo índice.

—Mi reloj no funciona —murmura Mark, mirándolo. El cristal está agrietado y las agujas detenidas. Debe haberle dado algún golpe.

—Son y media pasadas.

Mark mira a Paula. La niña tiene un reloj con la cara de Mickey Mouse en la esfera y dibujos de colores en las correas de plástico. Le revuelve el pelo y se agacha junto a ella. Cada segundo que pasa caen más gotas de lluvia. Es cuestión de minutos que empiece a llover en serio. Mark se acerca al borde de la azotea y mira hacia la calle principal. Ve manchas de sangre en varios lugares, una pierna cercenada a la altura de la rodilla junto a una alcantarilla y, a lo lejos, alguna de esas cosas corriendo en otra dirección. Mark rodea la azotea hasta la escalera de incendios. Baja hasta un callejón en el que hay varios contenedores de basura. A Mark no le agrada demasiado la idea de volver a bajar por la escalera hasta la calle, tan cerca de aquellas criaturas, pero no ve qué pueden ganar quedando allí arriba.

—Yo bajaré primero —le dice a Paula—. Tú ven detrás de mí. Llegaremos a la calle y buscaremos otro lugar en que meternos que no tenga monstruos y donde estemos a salvo. Pero tendremos que correr, ¿vale?

Paula asiente, y él le compensa con una sonrisa.

Mark empieza a bajar la escalera. Cuando llega a la altura de la habitación que antes dejaron atrás, se detiene. No se oye ningún ruido. Mark respira hondo y se estira hacia allí. Tiene un mal presentimiento, empieza a creer que no va a salir vivo de todo eso. Sin embargo, no puede resistir el impulso. Sus dedos agarran el borde de la ventana, y Mark duda. Si esas cosas siguen ahí y se lanzan contra él, todo habrá acabado. No le daría tiempo a volver a la escalera o a apartarse.

Echa un vistazo hacia abajo. Están en un segundo piso. Podría sobrevivir a la caída, pero también podría romperse un tobillo o una pierna y quedar a merced de esas cosas.

Empieza a llover. Cae con fuerza y el agua les cala la ropa en unos instantes.

—Ten cuidado, no vayas a resbalar ahora. Asegúrate de que estás bien agarrada a cada escalón antes de moverte.

Paula asiente moviendo la cabeza arriba y abajo con decisión.

Hace un esfuerzo y coloca un pie en el borde de la ventana. Después, haciendo fuerza con la mano para agarrarse a la ventana, lleva todo su cuerpo hasta allí y mira la habitación. Está vacía. La puerta está en el suelo.

Mark suspira. Oye un ruido a su espalda, y al mirar, ve a Paula descendiendo por la escalera. Le mira y frunce el ceño. Mark asegura su posición en la ventana y extiende la mano hacia ella.

Un momento después, ambos están en la habitación. Mark se acerca a la cama, con ánimo de sentarse, pero después ve una mancha blanca y reseca en las sábanas y recuerda en qué clase de sitio está. Con un leve sentimiento de repugnancia, y aguantando el cansancio, decide no sentarse.

—Creí que íbamos a bajar a la calle —dice Paula.

Mark se lleva un dedo a la boca, para indicarle que hable en voz baja. Está pendiente de cualquier sonido que pueda oír. Está preparado para salir corriendo si escucha uno sólo de esos gritos.

—Eso íbamos a hacer.

Paula pone cara de agotamiento y se deja caer en el suelo, resoplando. Estornuda, y Mark le sonríe. Está empapada y tiembla de frío.

—Voy a salir de la habitación —dice Mark.

Paula le mira con una mueca de terror y niega con la cabeza.

—¿Y si todavía están ahí abajo?

Mark no lo cree, pero sabe que es posible.

—No lo sé —responde—. Eso voy a averiguar. Quiero que te quedes en la puerta vigilando el pasillo. Si ves que aparece la criatura, grita y métete en el baño. Y cierras con cerrojo.

Claro que, viendo lo que le han hecho a la puerta de la habitación, Mark duda que un simple cerrojo de un cuarto de baño pudiera resistir mucho tiempo. Una parte de su cabeza le dice que salga de allí, que no se meta en la boca del lobo, que huir es la mejor opción. Otra parte de su cabeza piensa en la escopeta de Bulldog. Esa parte es la misma que le ha hecho regresar a la habitación.

—¿Y tú? —pregunta ella, aterrada—. No quiero estar sola…

—No te voy a dejar sola, Paula. Volveré antes de que te dé tiempo a decir Guatemala.

—Guatemala —repite ella.

—Joder. Antes de que te dé tiempo a decirlo quinientas veces —responde él, sonriendo. Y por un instante, ella está a punto de sonreír también.

—Yo voy contigo.

—No, espérame en la puerta. Cuando haya encontrado algo, te llamaré.

—¿Y si vuelven? Yo quiero estar contigo.

—Paula… —Mark se agacha junto a ella y le acaricia el cabello mojado, que tiene completamente pegado a la cabeza— Paula, cariño, tienes que…

—No… no me dejes sola…

—Pero Paula, aquí estás más segura que… de hecho, deberías volver arriba, a la azotea. Si a mí me pasa algo, allí podrías…

Pero la niña no le escucha. Se aferra a él y niega con la cabeza mientras empieza a llorar. Mark apoya su mano en la espalda de la niña y deja que se calme. Llevar una niña con él puede suponer una carga pero a Mark ni se le ha pasado por la cabeza la idea de abandonarla. Cuando la niña se ha descargado un poco, le coge la mano con fuerza y se levanta. Ella se pone también en pie, a su lado. Mark le sonríe.

—Yo… tengo miedo y no quiero estar sola… quiero irme con mi mamá…

—Nos vamos de aquí, ¿vale? Los dos juntos.

La idea parece agradarle más que quedarse en la puerta vigilando. Mark comprende esa situación porque lo ha sufrido muchas veces cuando era pequeño. Temía a la oscuridad, y su madre tenía que dejar luces encendidas para que él pudiera dormirse. Pero él prefería que fuera su madre la que se quedara allí con él. Porque con su madre cerca no tenía miedo, y con las luces, la oscuridad seguía dándole miedo, pareciéndole aterradora. La oscuridad parecía reírse en su rostro y a veces incluso podía oírla advirtiéndole que los monstruos que se ocultaban dentro de ella irían a por él en cuanto se apagaran las luces. Con la compañía de un adulto, el miedo desaparecía.

Al final, había resultado que los monstruos podían aparecer también a la luz del día.

Con cuidado de no hacer ruido, Mark se asoma al pasillo y mira hacia ambos lados. No hay nadie, y todas las puertas están cerradas, excepto la que da a la escalera por la que subieron, que está abierta.

Salen al pasillo y se acercan a esa puerta. En la escalera tampoco hay nada, así que, moviéndose deprisa más por miedo que por ganas, bajan hasta el piso de abajo. Mark ve que la puerta tras la que se ocultó Richard Jewel pende de una sola de sus bisagras y está rota en varios puntos. Mira dentro, pero no ve signos de lucha. Hay una ventana abierta al fondo. Se asoman al bar. La puerta de la calle está abierta, y en el exterior la lluvia cae con fuerza. El bar está vacío, a excepción de los cadáveres. No ve a Bulldog.

—Voy a mirar detrás de la barra. Quédate aquí. Si ves el menor movimiento en la calle, corre.

Mark rodea la barra y al cruzarla, está a punto de gritar. Bulldog está tirado en el suelo. Bueno, más bien sus restos, porque al parecer se voló la cabeza y no hay nada más allá del cuello. Mark tiene que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no vomitar al comprobar que eso blanco que hay junto a su pie es un diente.

Intentando no pensar, Mark se agacha y le quita la escopeta de la mano. Recuerda que Bulldog se había metido un montón de cartuchos en los bolsillos. Se los quita y empieza a guardárselos en sus propios bolsillos. Estoy saqueando a un muerto. Ni siquiera debería estar aquí. Tendría que haberme retirado cuando me dieron la oportunidad. Podría dedicarme a dar conferencias. O retirarme y comprar una casa en Florida.

Mark se levanta y enseña la escopeta a Paula, con orgullo.

—Mira lo que he encontrado —dice, sin mencionar que junto al arma había un cuerpo sin cabeza y con los sesos esparcidos por el suelo—. Nos ayudará a salir de esta.

Paula abre la boca para decir algo, pero la única respuesta que recibe Mark es un alarido furioso. Al girar el cuerpo, sintiendo que se le erizan todos los pelos del cuerpo, ve a un adolescente con el pelo teñido de rubio y las raíces negras, vestido con una camiseta que dice I love NY en letras blancas sobre fondo negro. A ese adolescente le han arrancado a mordiscos parte de la cara y de su oreja izquierda sólo se ve el lóbulo. Corre hacia ellos desde la calle, cruza el agujero donde antes estuvo la puerta y se lanza sobre la barra, aullando y abriendo la boca.

Mientras Mark se gira, con la escopeta en sus manos, no se da cuenta de que él también está gritando. El adolescente salta por encima de la barra hacia él, derribando botellas y copas. Mark le apunta con la escopeta. Tiene tiempo de pensar en las balas. Si la escopeta está descargada, será el final.

Ahora se decide todo.

El adolescente cae sobre Mark y le derriba. Mark se golpea el hombro contra la pared. Varias botellas de Ron y Whisky caen sobre ellos. Una de ellas le da en la frente, abriéndole una brecha. Si la botella hubiera estado más llena, le habría matado. Mark tiene al chico agarrado por la solapa con la mano derecha. La izquierda aún sujeta la escopeta. Sus caras están separadas por cinco centímetros de aire, pero cada vez que el adolescente lanza una dentellada y se sacude, tratando de morderle, la distancia se reduce. El hedor que sale de su boca le recuerda al olor que produce el pescado podrido.

El adolescente trata de arañarle, de arrancarle algo de carne, Mark le esquiva y logra poner la escopeta de forma que apunte a la cara del chico. Por dios, que esté cargada.

—Que te follen.

Aprieta el gatillo. El disparo volatiliza la cara del adolescente, cuyo cuerpo cae hacia un lado.

Mark lo mira, aún sordo por el disparo que ha hecho cerca de su cara, y piensa que ha tenido suerte. El problema es que ahora oye muchos gritos más. Y pasos. Y todos parecen correr hacia el Chester.

El Cuarto Jinete
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