15
Richard Jewel se encontraba mal. Sentía náuseas y dolor en el estómago, como retortijones. Conocía lo suficiente su cuerpo como para saber que era la necesidad de alcohol. Y también se conocía lo suficiente como para saber que, a esas alturas de la vida, ya nada le calmaba la necesidad de alcohol salvo el alcohol. Hubo un tiempo en que el tabaco le ayudaba, incluso el trabajar, pero ese tiempo había quedado atrás hacía mucho. Ahora lo único que le aliviaba, y no siempre y no del todo, era el sexo.
El Chester era el mejor lugar del mundo. Unía las dos cosas bajo el mismo techo.
Richard había empezado a beber a los doce años. Su padre era un alcohólico que pegaba a su madre de cuando en cuando, aunque nunca le había puesto un dedo encima a él. Richard le había visto borracho en multitud de ocasiones, y en muchas se había avergonzado de él, pero nada de eso logró evitar que él siguiera sus pasos. No todos, porque Richard Jewel siempre había sido un caballero con las mujeres.
A los dieciocho, ya bebía todos los días. Él pensaba que le hacía parecer mucho más duro, y tal vez fuera así, porque el resto de chicos del pueblo le seguían en todas sus locuras. Sólo que Richard no tenía freno ni límites. Bebía hasta caer inconsciente o vomitar en cualquier lado. Estaba tan acostumbrado a despertarse en sitios extraños que ni siquiera se molestaba en preguntarse cómo había llegado hasta allí. Era joven, vivía una vida salvaje y rebelde y pensaba que siempre podría ser así.
Por aquella época, ese lado salvaje y rebelde aún atraía a algunas chicas. Francine Newcomb, por ejemplo, se había dejado arrastrar por esa imagen de vividor capaz de cualquier cosa y había vivido con Richard una noche de pasión, o menos, incluso, un polvo de pasión sobre el césped del Mirador. Al día siguiente, Richard ni siquiera recordaría la cara de la chica, mucho menos su nombre. La historia de ella, bueno, ella sí recordaba el nombre de él, y cuando se enteró de que estaba embarazada, les dijo a sus padres quien era el padre de la criatura. Sus padres, chapados a la antigua, y por tanto terriblemente humillados y enfadados con su hija menor de edad, pero también perfectos conocedores del pueblo y sus habitantes, prohibieron a su hija ningún tipo de contacto con Richard Jewel, la aislaron y enviaron con su abuela hasta que nació el niño, y Francine Newcomb jamás se acercó al que, ya por entonces era el borracho oficial y había perdido todo su toque rebelde y salvaje.
Richard había salido de la sala de agentes y entrado en la cocina después de que Mark le acusara en frente de todo el mundo de haberles abandonado a él y a una niña pequeña, a una muerte segura. No tenía sentido discutir y tratar de convencerle de que, de todas formas, habían evadido esa muerte, porque incluso Richard sabía que había actuado mal y como un cobarde.
Había abierto el grifo y metido la cabeza debajo, abriendo la boca para beber agua, pero el agua le hizo sentir casi peor. Sentía ganas de vomitar, así que salió de la cocina en busca del cuarto de baño. Pero no sabía dónde estaba, así que, cuando encontró las escaleras que llevaban a las celdas, no lo pensó dos veces y bajó. Normalmente, salvo que hubiera alguien en ellas, las celdas estaban abiertas todo el tiempo. Richard entró en una de ellas y vomitó en el retrete.
Después, limpiándose la boca con la manga, se sentó en el catre y miró a su alrededor. Había despertado en ese mismo lugar en muchas ocasiones, pero nunca antes hasta esa tarde en que Castle Hill se fue a la mierda había hecho balance de su vida y llegado a la conclusión de que había seguido caminos erróneos. Richard fijó la vista en su pierna derecha, que se movía arriba y abajo a toda velocidad, en un irrefrenable tic, y rompió a llorar.
Richard aún lloraba cuando en la parte de arriba Aidan Lambert disparó a Candy en la cabeza, cargándose una de las bisagras de la puerta de paso. Aún lloraba cuando el resto de sus compañeros huían hacia el garaje, y aún lloraba cuando los muertos lograron entrar en la comisaría.
Richard levanta la cabeza de golpe al oír los gruñidos y gritos en el piso de arriba. Se pone en pie, como si tuviera un resorte en el trasero, y corre hacia la salida. Alcanza la escalera justo cuando un hombre, vestido de militar y con el brazo izquierdo cercenado a la altura del codo, empuja la puerta de arriba con su cuerpo y cae rodando las escaleras. Richard lanza un grito y mira hacia arriba. Los zombis han entrado en la comisaría, y un grupo de ellos siguen al soldado manco en dirección a las celdas. Richard se da la vuelta y corre de regreso hacia la celda. El soldado manco se levanta de nuevo al llegar abajo, pero una de sus piernas está doblada en una posición extraña, y cada vez que intenta avanzar cae hacia delante. Pronto se ve sobrepasado por el resto de zombis que corren hacia Richard.
Richard entra en la celda y empuja la puerta para cerrarla. Escucha el sonido metálico que indica que la puerta está asegurada y se lanza hacia atrás en el mismo momento en que varios brazos se cuelan entre los barrotes intentando agarrarle. Los dedos de una mujer le rozan la camisa y le arrancan un botón, pero no logran detenerle. Richard cae al suelo y se golpea la cabeza contra el retrete. Se levanta de un salto y se pega a la pared.
Frente a él, casi veinte muertos se agolpan contra la celda y extienden sus manos a través de los barrotes. Richard ve sus manos abrirse y cerrarse, sus bocas llenas de sangre que braman suplicando un poco de su carne, las heridas que deberían hacer que todas esas personas no volvieran a levantarse. Todos están ensangrentados y empapados por la lluvia que ha caído sobre ellos, tan inclemente como su ansia de carne.
Richard nota que le tiembla todo el cuerpo y que la necesidad de alcohol ha sido relegada por el momento. Debido al miedo. Aún no lo piensa, pero lo hará de un momento a otro. Su situación es de lo más trágica. Se encuentra encerrado en una celda, a salvo de los muertos, pero sin ningún tipo de comida con la que resistir. Ni bebida.
Y puede que la necesidad haya desaparecido, pero él sabe que volverá. Lo sabe tan bien como sabe que esos seres jamás se marcharán. No mientras él siga vivo y le tengan tan cerca, incapaces de pensar que nunca lograrán atravesar esos barrotes para cogerle.