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Paula está sentada en la sala de agentes. Ve a las dos mujeres, la que está tumbada en el colchón con aspecto de estar realmente enferma, y la otra, sentada a su lado y agarrando a la enferma de la mano. También ve a Andy Probst gritando por la ventana, haciendo gestos para que toda esa gente que está en el exterior se fije en él. Paula sabe que Andy es el padre de Kieran Probst, pero a Paula no le parece que Andy sea tan malo como Kieran. Se pregunta si la madre de Kieran es mala. Porque los niños se parecen a los padres, al menos eso le dice siempre su padre, que le dice que ella es igualita a su madre. A Paula eso le gusta, porque le encanta su madre. Le parece la mujer más guapa del planeta. Y la más lista. Se pregunta dónde está.
Paula cierra los ojos y se tapa los oídos con las manos. No quiere oír los gritos que da Andy Probst. Pero sobre todo, no quiere oír esos gritos espeluznantes que lanzan los que están fuera. Porque le recuerdan a animales de los que uno no querría cruzarse en un bosque. Lobos, o algo peor. Algo monstruoso, del tipo de cosas que podrían esconderse en un armario por la noche.
Su padre siempre le dice que cuando tenga miedo piense en cosas bonitas. Paula lo intenta, pero es que los gritos se cuelan incluso a través de sus manos. Le llegan amortiguados, pero los oye. Igual que oye a Andy insultándoles y gritándoles que vayan a por él.
Paula intenta no pensar en ello, pero es complicado. Su padre lo hace ver fácil, pero es un adulto. Y los adultos, Paula lo sabe como sabe que dos y dos son cuatro, no entienden del todo los problemas de los niños.