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Será mejor que dejemos por un instante a Mark y Neville, porque para poder entender todo lo que está sucediendo (y lo que es más importante aún, para entender lo que va a suceder) necesitamos tener una situación global previa. Así que ven conmigo, deja que yo te guíe y te mostraré todos los ángulos de esta situación. De entrada, sabemos que Castle Hill es un pueblo pequeño, el típico sitio que desaparecería arrasado por el progreso y el éxodo a las ciudades de no ser porque hacen falta manos que cultiven los alimentos y cuiden de los animales que luego se comerán en esas ciudades. Pueblos como Castle Hill sobreviven por eso, y algunos, como este en concreto, mantienen aún cierto nivel.
No deja de ser un pueblo, claro que no, y la mayoría de la gente conoce al resto de vista, incluso de nombre, algo que en una gran ciudad es imposible. Jodidamente imposible, como bien diría nuestro querido Mark Gondry. El nivel de Castle Hill se debe sobre todo a dos cosas fundamentales: la fábrica papelera, que da trabajo a un buen número de habitantes del pueblo, y la pequeña base militar construida a mediados de los ochenta. La práctica totalidad de los soldados viven en el cuartel, por lo que no se relacionan demasiado con los habitantes de Castle Hill, y cuando tienen días libres la mayoría se marcha a sus casas, sean de donde sean. Pero algunos salen por el pueblo, y oye, no lo negaremos, ingresos son ingresos y eso es bueno para el pueblo.
Ven, sígueme. Te enseñaré como van las cosas por aquí. Así después nada nos pillará por sorpresa. Quizás sea mejor que te avise. Lo que estás a punto de presenciar no es algo que se pueda ver todos los días. Y sí, imagino que habrás presenciado cosas muy interesantes, pero en Castle Hill está a punto de pasar algo realmente impresionante. Y digo REALMENTE, así, con todas las letras y en mayúsculas.
No me estoy tirando flores ni nada por el estilo, pero, de verdad, vas a ver cosas que nadie ha visto, y probablemente, algunas sean aterradoras. Las verás con tus propios ojos, y maldito sea si te miento. Eso sí, procura estar siempre detrás de mí. A mí no pueden hacerme nada, y es la única forma posible de que a ti tampoco. No debemos intervenir en los acontecimientos, aunque podremos ser testigos de excepción, lo cual tampoco está nada mal.
Ven, ya hemos llegado. Esto es el mirador. Como ves, es un paraje hermoso, sobre todo en verano, cuando las flores lo llenan todo con sus intensos colores. Te delata esa sonrisa. Sé lo que estás pensando, y sí, es cierto, las parejas vienen aquí a retozar, algunas incluso a pasar el día, cogidos de la mano y besuqueándose. Por aquí y por allí puedes observar diferentes indicios de la presencia humana en el lugar: latas oxidadas de diferentes refrescos, envoltorios de chicles, un llavero oxidado que alguien llamado Francine Newcomb perdió hace casi veintitrés años la misma noche en la que perdía su virginidad con un chico (que ahora es un hombre) llamado Richard Jewel (es el mismo llavero que luego buscaría desesperadamente sin llegar a encontrarlo el día antes de enterarse de que aquel primer arrebato sexual le había dejado embarazada con diecisiete años), una moneda, y allí, junto a aquel árbol, puedes ver un condón usado no hace más de tres días (estos seguro que no tienen problemas de embarazo). Vamos a acercarnos hasta el borde y podremos admirar las vistas. Por algo es un mirador, ¿no?
Eso que se ve a la derecha, en la cuesta del mirador, es la zona pija de Castle Hill. Ahí vive la gente con dinero. Si te fijas, son todas casas de dos o tres pisos y todas ellas poseen su piscina y su pequeño jardín. Una gozada. Como ves, hay un súbito corte cuando la ladera llega abajo. Ahí empiezan las casas normales de este condenado pueblo. La gente de por aquí llama a la parte sur del pueblo «la zona sangrienta» porque como ves, las casas son de ladrillo rojo. Hay dos o tres manzanas así.
Justo debajo de esta ladera está el túnel de entrada al pueblo. Pero desvía un poco la mirada hacia el Oeste. Allí, en la intersección entre las calles Abraham Lincoln y Kest, el edificio blanco coronado por una cúpula de acero. Eso es el cuartel de bomberos. Sí, es un poco extraño para ser un cuartel de bomberos, pero, ¿qué quieres que te diga? Yo no construí esta ciudad. Más al Oeste, en la calle Gilead, puedes ver la comisaría. Se ve desde aquí porque no hay nada construido a ninguno de sus lados, y además tiene un amplio aparcamiento que nunca, ni remotamente, está lleno. Como mucho llegan a aparcar tres coches al día.
La verdad, ser policía en Castle Hill tiene que ser como estar en el paraíso, en un día normal, me refiero, claro. Hoy, cuanto más lejos de Castle Hill te encuentres, mucho mejor. Su trabajo no suele ir más allá de tranquilizar a los borrachos, dar reprimendas a los gamberros, y poco más. En nómina hay cuatro agentes, sin contar por supuesto, al comisario. El comisario es un buen hombre. Le conoceremos más adelante. Apúntate bien el nombre, te conviene recordarlo. Si alguna vez tienes problemas, tendrás que acudir a él. Dennis Sloat. Como a él mismo le gusta decir, él es la ley en esta ciudad.
Avanza un poco más con la mirada hacia el norte. Hasta la glorieta del Rey, conocida por los chavales como Plaza «K», vete tú a saber por qué. La glorieta recibe su nombre del fundador de la ciudad, un hombre que se hacía llamar Rey y a los que pocos recuerdan ya, ni siquiera en los libros de historia. En la glorieta hay una tienda donde todos los jóvenes del pueblo han ido alguna vez a comprar revistas guarras, de esas en que las mujeres enseñan todo lo negro. Y no es que sean revistas malas, es sólo que no están bien vistas, y ya se sabe, de ahí el calificativo de guarras. Pero los jóvenes las compran, como todos hemos hecho alguna vez, y después se las esconden bajo la camiseta para que nadie vea lo que han comprado. El dueño del quiosco, Stan Marshall, es un viejo arisco y nada agradable. No es una persona muy querida. Ni siquiera su difunta mujer, que en paz descanse, le quería demasiado.
Sigue más hacia el norte. ¿Ves esa carretera que sale del bosque en dirección noroeste? Esa es la Carretera 113. Si la sigues durante casi dos kilómetros y medio llegarás a una edificación grisácea, totalmente apartada del pueblo. A pesar de ser un complejo gigantesco, resulta difícil verlo desde aquí. Es por culpa de esa colina que nos queda en medio. Bueno, hazme caso, detrás de esa colina se encuentra la base militar donde a un idiota se le resbala el maldito frasco que libera cierto virus al romperse en el suelo, iniciando los acontecimientos que vamos a presenciar hoy. Tampoco es que lo hiciera a propósito. Anoche discutió con su novia, porque ella vive en Denver y la distancia les está ahogando y ella ha conocido a alguien y ha empezado a quedar mucho con ese alguien, y a nuestro idiota eso le ha sentado especialmente mal, y cuando coge el dichoso tubo de ensayo tiene la mente en Denver y está pensando en algo totalmente distinto a las precauciones que debería tomar. Y el tubo de ensayo resbala de su mano y cae al suelo, partiéndose en mil pedazos y liberando una toxina.
¿Qué te parece Castle Hill? Parece un lugar bonito, es cierto. Tiene todo el encanto de los pueblos hermosos, con sus casas bajas, sin mucho ajetreo o problemas, sin tráfico ni polución, siempre que no desvíes la vista hacia el Oeste, hacia la fábrica papelera con sus grandes chimeneas. Un buen lugar para vivir si te gusta el campo. Tendríamos que visitarlo más de cerca. Además, ya es hora de que lo hagamos, si no, después no tendremos tiempo.
Abandonamos el mirador. Le echamos una última mirada sonriente al gran roble bajo el que se encuentra un preservativo recientemente usado, puede que hasta nos preguntemos si la pareja que lo utilizó disfrutó del acto, y preferimos pensar que así fue, que fue algo agradable. Después de todo, las cosas desagradables están por llegar a Castle Hill.
El camino de salida del mirador es de tierra marrón, y la marca de neumáticos es evidente. Es el típico camino que se ha formado tras muchas idas y venidas de vehículos, tanto de dos como de cuatro ruedas. Empezamos a bajar por él, tranquilamente, pero tampoco despacio. Después de todo, tampoco tenemos todo el tiempo del mundo. La ladera por esta parte no está muy empinada, y parece que el camino se dirige al sur, alejándonos del pueblo. Es tan sólo una ilusión, tras aquellos árboles empieza a girar para encaminarse hacia el norte, hacia la zona pija, y más allá, el centro de Castle Hill. ¿Estás preparado? No creo que después tengas la posibilidad de retroceder.
Una vez el camino enfila hacia el norte, hay un centenar de metros más en que el camino es de tierra y piedra, para después, sin previo aviso y de sopetón, convertirse en un camino asfaltado, estrecho, pero asfaltado. Ha ocurrido tan de golpe que tenemos que mirar atrás para asegurarnos de que en realidad ha pasado. Ya divisamos las primeras casas, los primeros chalets de la gente rica que se ha comprado una casita en este pueblo para veranear. Así es la mayoría de los casos. La mayor parte de estas casas está cerrada durante tres estaciones del año, esperando, envejeciendo, hasta que en verano —y muchas veces ni siquiera el verano entero— sus dueños vienen y vuelven a resucitarla, llenándola de vida. Ahora nos encontramos en primavera, así que no debemos asustarnos si nos encontramos con persianas bajadas, jardines descuidados y casas sombrías.
La intuición no falla. Las casas que pasan a nuestro lado mientras recorremos la carretera están cerradas a cal y canto. Mira, en aquella esquina hay una con las persianas subidas. Sí, es la casa de Elvira Tuckson, una anciana ricachona que vive permanentemente en Castle Hill. Algunos la conocen como Nosferatu, pero son las malas lenguas. Hay muchos rumores acerca de Elvira Nosferatu Tuckson. Tras la muerte de su esposo, dicen, se sumió en una extraña depresión, y uno podía encontrársela merodeando por las noches cerca del cementerio, con el rostro pálido (esto tiene explicación, y es que Elvira es una mujer de piel excepcionalmente clara) y una mueca de angustia y pesar que producía verdadero pavor.
Entremos. Tenemos suerte de ser quienes somos, porque nos podemos colar a través de la puerta y observar qué hace en estos momentos Elvira. Nada más entrar en su casa percibimos un olor muy desagradable que en el exterior no se apreciaba. Observamos que las paredes tienen la pintura desconchada y hace mucho que nadie limpia el suelo. Hay pelusas de grandes dimensiones en torno a inmensos montones de libros y periódicos, que llenan el suelo. Parecen esos matojos redondos que solían verse en las películas del Oeste rodando por las calles desiertas. Esos matojos tienen un nombre, pero nunca consigo acordarme… si te acuerdas tú, no te olvides de decírmelo. Pero no hay ni rastro de la mujer que vive en esta casa.
Avanzamos por el pasillo, y llegamos hasta la cocina. Nos asomamos. Si el pasillo nos parecía descuidado, esto nos parece asqueroso. Las paredes están casi grises de suciedad, y por todos los sitios hay platos sucios y algunos con comida medio podrida. De hecho, sobre un cacho de tarta de chocolate hay una cucaracha moviendo grácilmente sus antenas. El fregadero está a rebosar de platos, vasos y cubiertos. El suelo tampoco está mucho mejor. De hecho, cerca de una silla caída hay una mancha de color amarillento que es muy sospechosa, y cuando menos, asquerosa y repugnante.
Salimos de la cocina y seguimos avanzando por el pasillo hasta llegar a las escaleras. Al fondo está el salón, pero advertimos que no hay nadie entre el desorden reinante. El suelo del salón está aún más copado de montones de libros, periódicos y ropa vieja. No hay más opciones, Elvira debe estar arriba, así que empezamos a subir.
La escalera cruje bajo nuestros fantasmales pies, y al mirar hacia abajo vemos grietas en más de un escalón. La sensación que daba la casa desde fuera era hermosa, parecía casi nueva. Por dentro, esto es un cuchitril. El vestíbulo del segundo piso es una pequeña estancia con tres puertas. El suelo, otrora parqué, está levantado en varios puntos. No hay ningún cuadro ni fotografía en las paredes. Las puertas no tienen ninguna marca, así que nos encaminamos a la que más cerca nos queda.
Al otro lado, mientras la puerta es empujada por una de nuestras manos, vemos un cuarto de baño digno de una película de terror de serie B sobre hoteles embrujados. La versión cutre del motel de Norman Bates. Hay telas de araña por las esquinas, todo está mugriento. Por la bañera pasea una cucaracha, seguramente en busca de algo que llevarse al buche. El espejo está agrietado y ennegrecido.
Y huele mal. Espera, sé que dan ganas de irse, pero ya te dije que no podrías retroceder una vez comenzado el viaje. Mientras salimos del cuarto de baño, pensamos que tal vez el mal olor no provenga sólo del cuarto de baño, que tal vez ya estuviera presente pero nosotros sólo lo hayamos percibido una vez visto aquel lugar. Tal vez Elvira Nosferatu Tuckson esté muerta, descuartizada en algún lugar de esta casa. Tal vez un loco psicótico se coló en su casa, de la misma manera en que nosotros lo hemos hecho, y asiendo su hacha con las dos manos, hundiera el filo de la hoja en el cráneo de Elvira, salpicándolo todo del rojo intenso de la sangre, sin dar siquiera tiempo a la vieja mujer a dar un grito. Después, el loco podría haber descuartizado el cuerpo y ocultarlo, como en esa vieja película de fantasmas, tras una de las paredes. Eso, sin duda, aclararía el mal olor.
Pero también podría ser que la propia Elvira fuera la asesina. Esa afición suya de deambular por ahí por las noches podría esconder una vena asesina. Ya sabes, por las noches busca su presa, y una vez la encuentra, digamos, chicos jóvenes que caminan solos de vuelta a casa, les rapta de alguna manera, les lleva hasta su hogar en la zona más pija de Castle Hill, y acaba con su inocente vida de una forma brusca y sanguinolenta.
Con los pelos de los brazos erizados y sintiendo un poco de temor, extendemos la mano hacia la segunda de las puertas, pero, un segundo antes de que logremos asir el pomo de la puerta, esta gira y se aleja de nosotros, descubriendo lo que hay más allá, que es el maltrecho y envejecido cuerpo de Elvira, que pasa junto a nosotros sin percibir que estamos allí. Esto tira por los suelos nuestra teoría de un psicópata que hubiera acabado con la vieja, y observando el lento y pesado caminar de la mujer, y sus viejos, flacos y huesudos brazos, nos cuesta imaginarla como asesina de niños.
La seguimos, mientras ella baja los escalones de uno en uno. Para ella somos invisibles, como para todos los demás en este lugar. Esa es nuestra ventaja como espectadores de la acción, lo que nos permite también mantenernos al margen de los hechos. Es muy importante que comprendas eso, porque cualquier cosa que hagas o que hagamos para cambiar el rumbo de los acontecimientos no surtirá efecto. Ver pero no tocar, esa es la regla, como si fuéramos espectadores de una película en vivo, o estuviéramos en realidad leyendo un buen libro de los que hacen que te imagines las cosas de verdad. Estoy seguro de que a lo largo de tu estancia en Castle Hill verás muchas cosas que te disgusten pero no podrás cambiar nada de ello. Acéptalo. Es lo único que puedes hacer.
Elvira se dirige hacia la cocina. A pesar de que todo se halla en penumbra, ella no enciende la luz, y sin embargo, sortea todos los obstáculos que pueblan el suelo, como montones de periódicos y revistas. Se dirige a la encimera y abre uno de los armarios. Es notable que aquí, en el piso de abajo, el olor no es tan desagradable. Elvira saca un vaso, y vuelve a girarse hacia donde estamos nosotros. Su rostro surcado de arrugas y pecas está contraído por una mueca de agrio resentimiento y mal humor que ha regido su vida. Lleva los labios estirados en algo que pretende ser una sonrisa, pero que más parece el gesto que el lobo feroz le haría a Caperucita Roja antes de devorarla. Tiene los dientes ennegrecidos, pero, por suerte, sus colmillos son normales, nada que se parezca a lo que esperaríamos del verdadero Nosferatu.
Elvira, con el vaso en la mano, empieza a subir de nuevo los escalones. Lo hace subiendo primero el pie izquierdo, después igualando la altura con el pie derecho. Después, el pie izquierdo sube un nuevo escalón, y lo vuelve a igualar con el derecho. No apoya la mano en la barandilla, que, como observamos, está recubierta por una capa de polvo de algo más de un centímetro.
Observamos que su bata es de color azul y tiene varios agujeros. Es el tipo de prenda vieja que sólo encontramos en los vertederos. ¿Has estado alguna vez en un vertedero? Yo sí, una vez. A ti, como buen explorador de lugares y acontecimientos increíbles, te hubiera gustado estar. Fue hace un par de años, en un pueblecito llamado Dopek. En el vertedero se escondía un fugitivo de la justicia, y la redada que hicieron para cazarle fue digna de mención. Murieron doce policías, y al final, aquel pobre diablo acabó cayendo también, pero no fue fácil, qué va. Llevaba una herida de bala en el costado derecho y otra en la pierna, y aún así, consiguió desembarazarse de un par de polis. Era un cabrón fuerte, con decirte que medía casi dos metros y era culturista, deberías poder imaginártelo. Trató de esconderse tras un montón de chatarra, pero Lincoln Kired, el brazo derecho del sheriff de Dopek, le vio, y tras acomodarse en una buena posición, acribilló el lugar y a aquel hijo de puta.
Mierda, ¿has visto qué hora es? Como sigamos a este paso nos vamos a perder la mitad de las cosas emocionantes. Recuerda además que hemos dejado en modo «pause» a Mark y Neville en el desvío hacia el túnel que lleva a Castle Hill. Dejemos a Elvira y su vaso, dejemos el mal olor de este antro, y aún es más, dejemos la zona pija de Castle Hill. Así no acabaremos nunca, no. Si tenemos tiempo, volveremos luego.