Capítulo 31

Hathor se despertó al dolor, dolor que le invadía todo el cuerpo. Había comenzado el día anterior con la flecha de la pierna, cuya enorme punta le desgarró el músculo por encima de la rodilla antes de clavársele en el hueso, pero afortunadamente no llegó a dar en la gran arteria. Se había desvanecido por un momento cuando lo agarraron y le arrancaron la flecha. Cuando Hathor volvió en sí, se encontró con que lo habían vendado con un pedazo de túnica de uno de los muertos. Unas manos toscas lo montaron a caballo. Mareado por la herida, se aferró a las crines del caballo con ambas manos, esforzándose por mantenerse sobre el animal. Si pensaban que no podía montar, lo atarían a horcajadas del animal y el dolor sería aún peor.

Un hombre sostenía las riendas mientras otro cabalgaba a su lado por si Hathor se caía. Avanzaban a paso lento, riendo y conversando entre ellos, todos excepto el líder, llamado Bantor, quien iba más adelante, en silencio. Otro caballo llevaba el cadáver de Ariamus, el único cuerpo que los acadios se habían molestado en llevarse.

Ese Bantor tenía, aparentemente, algún asunto pendiente contra el traidor Ariamus. Si duda el cuerpo de Ariamus sería exhibido junto al de Korthac. Los cuerpos de los hombres de Hathor permanecían en donde habían caído, alimento para animales y aves carroñeras.

Pensar en Korthac hizo que Hathor se enfureciera. Había visto al grupo de soldados acadios trotando por la calle para atacar la puerta principal, seguidos de cientos de los habitantes de la ciudad. Una ojeada a la multitud lo había detenido. Hathor ya casi había vuelto a tomar la puerta, pero los cientos de furiosos ciudadanos que llevaban todo tipo de armas y corrían en apoyo de sus liberadores le hizo saber que sus esfuerzos habían fracasado. Los ruidos de la batalla desde la otra torre hicieron que Hathor mirara hacia allí y viera que más acadios la habían tomado.

Ariamus había visto lo mismo y había llegado a la misma conclusión con mayor rapidez: todo estaba perdido. El escurridizo bandido había desertado primero y había escapado hacia la muralla del sur; sólo pensaba en huir. En aquel momento un escalofrío de miedo se había apoderado de Hathor, la primera vez que, en muchos años de luchas, tuvo miedo, mientras pensaba en su destino.

Ariamus tal vez pudiera escapar: podía confundirse entre sus paisanos. Pero los egipcios, que llevaban en sus facciones y en su voz la señal de occidente, no tenían dónde ocultarse. Hathor sabía que su única esperanza era salir corriendo.

Dándose cuenta de eso, Hathor dio media vuelta y corrió detrás de Ariamus, maldiciéndose por ser un cobarde y por abandonar a sus hombres y negarse a pelear hasta el fin. Sin una palabra de protesta, el puñado de hombres que rodeaban a Hathor lo siguió. Korthac, aunque estuviera vivo, había perdido la ciudad, y ya todos lo sabían. Ahora tenían que salvarse ellos.

Ariamus había escapado por las callejuelas del fondo, alejándose del enfrentamiento. Sus espadas les flanqueaban el paso, hasta que llegaron a una parte sin vigilancia de la pared sur. Treparon al parapeto y se descolgaron del otro lado de la muralla. Después corrieron tanto y tan rápido como les fue posible.

En una hora habían logrado recorrer más de cinco kilómetros y llegado a la campiña sin que les afectara el caos que dejaban atrás. Continuaron avanzando y, a cada paso, Hathor se sentía más confiado. Cuando Ariamus los condujo a la granja, éste gritó que todos debían morir, para que nadie diera la alarma. Los hombres de Hathor, sin siquiera echar una mirada a su líder, obedecieron al acadio, masacrando en instantes a la familia. Sin embargo, después de que se aseguraran dos caballos de trabajo, Ariamus le dio las riendas de uno de los animales a Hathor.

Una vez montados, Hathor creyó que estarían a salvo. Ariamus sabía escapar y esconderse. Pasarían días antes de que los problemas en Akkad se resolvieran, antes de que alguien se molestara en salir en su busca.

Hathor recordó la sorpresa que lo invadió cuando se dio la vuelta y vio a los jinetes persiguiéndolos. De alguna manera, a pesar de la confusión y la batalla en Akkad, los malditos soldados se las habían ingeniado para encontrar hombres y caballos, organizar la persecución y seguirles el rastro.

Menos de una hora después de haber avistado a sus perseguidores, los acadios los habían alcanzado. Con desprecio, habían rechazado su intento de morir peleando. La flecha le había dejado sin fuerzas, y antes de que Hathor pudiera matarse siquiera, lo habían capturado.

Por lo que había oído hablar a los jinetes que lo rodeaban, el tal Eskkar había atrapado a Korthac con la misma facilidad. Los bárbaros habían entrado en la casa de Korthac, habían rodeado a sus egipcios y lo habían hecho prisionero. A Hathor le seguía resultando difícil de creer que su astuto líder hubiera sido derrotado, no sólo derrotado, sino capturado vivo. Sin embargo, mientras se aferraba a su montura, lentamente se dio cuenta de que lo que sus captores decían debía de ser cierto. Esos hombres avanzaban muy tranquilos, sin preocuparse de peligro alguno; debían de haber tomado Akkad y matado a todos los que se les habían opuesto.

La facilidad con la que habían matado a sus hombres todavía irritaba a Hathor. Los acadios no habían perdido un solo hombre, no habían recibido heridas, habían acabado con sus egipcios y lo habían hecho prisionero. Bantor había matado personalmente a Ariamus casi sin esforzarse y luego había permanecido de pie junto a su víctima para verlo agonizar. Hathor sabía que Ariamus manejaba la espada mejor que muchos y, sin embargo, el líder de esos hombres, solo, había desafiado, sin dudarlo, a Ariamus. Y este Bantor, según Ariamus, se suponía que era el menos capaz de los lugartenientes de Eskkar. Hathor casi había llorado de vergüenza; pero la sola idea de humillarse aún más frente a esos guerreros hizo que contuviera el llanto.

Se detuvieron dos veces durante el regreso. Un fornido soldado llamado Klexor revisó el vendaje de Hathor en ambas ocasiones y le dio agua, un gesto que preocupó a Hathor incluso mientras la bebía, incapaz de resistir su necesidad de ahogar la sed.

Para cuando llegaron a Akkad, el sol había comenzado a ocultarse tras el horizonte, marcando el fin de un largo día de enfrentamientos y carreras. Hathor, más débil con cada paso que daba su caballo, recordó haber cruzado las calles y callejuelas iluminadas con antorchas y llenas de celebrantes. La gente gritaba y vitoreaba la presencia de Bantor y sus jinetes. Los gritos se convirtieron en un rugido de aprobación cuando uno de los soldados alzó la cabeza de Ariamus para que todos lo vieran, boquiabierto bajo la luz de las antorchas.

Algunos acadios incluso reconocieron a Hathor y le echaron maldiciones. Los hombres de Bantor los mantuvieron a distancia y los soldados lo condujeron a la casa de Korthac. Cuando los soldados lo bajaron del caballo, Hathor no podía mantenerse en pie, y cayó a tierra, indefenso. Riendo, los soldados lo alzaron y lo llevaron a uno de los barracones frente a la casa principal. Hathor, avergonzado y debilitado por la pérdida de sangre, se había derrumbado, agradecido por el fin de la dolorosa cabalgata. Seguía teniendo las manos atadas, por lo que los soldados lo dejaron caer al suelo y se fueron a continuar con las celebraciones. Los festejos se prolongaron a lo largo de la noche, mientras Hathor yacía en tierra, luchando contra el dolor de la pierna y pensando en la tortura que lo esperaba.

Cuando despertó, inseguro de si se había quedado dormido o se había desmayado de dolor, un bostezante centinela lo custodiaba, su silueta recortada contra una fogata que se extinguía en el patio. Moviendo la cabeza, Hathor alcanzó a ver una porción del cielo nocturno y se dio cuenta de que el amanecer se aproximaba. Al principio no podía creer que hubiera dormido casi toda la noche, pero la herida debía de haberlo agotado más de lo que creía. El alba que se acercaba explicaba el silencio que rodeaba la casa y la ciudad; los habitantes debían de haber celebrado su liberación hasta muy entrada la noche, antes de regresar a sus lechos; aparte del esporádico crepitar de los leños, Hathor no oía nada.

El cielo comenzó a aclarar, y los pensamientos sobre lo que traería el día le quitaron el sueño completamente. Ése sería el último día de su vida. En unas horas daría comienzo la tortura. Ese día moriría. La risa, las burlas de los curiosos le llenarían los oídos mientras ellos disfrutaban del espectáculo de su tormento. Hathor se esforzaría por ser valiente, pero sabía que un hombre herido rara vez mantiene su coraje y su fuerza. El dolor que le impondrían se sumaría al que ya le quemaba la pierna, y pronto se encontraría implorando clemencia. La tortura aumentaría, hasta que él les rogara que lo mataran. No lo harían, por supuesto, y eso haría que el dolor y la humillación fueran intolerables.

La fogata del patio se apagó, pero momentos más tarde los primeros rayos del sol terminaron con lo que quedaba de la noche. Hathor tragó saliva, su garganta seca otra vez, mientras se preparaba para lo que se le avecinaba. La casa comenzó a despertar, la gente iba de un lado a otro. Oyó a alguien quejarse, un sonido bajo que apenas pudo detectar. Pugnó por sentarse, hasta que pudo apoyar finalmente la espalda contra la pared y mirar hacia el soldado que lo vigilaba. El murmullo continuó, y Hathor comprendió que había estado oyéndolo desde hacía un buen rato.

—¿Quién es ése? —le preguntó al guardia con la voz raspándole la garganta.

El guardia, que estaba sentado mirándolo sin expresión, sonrió.

—Ése es Korthac, tu jefe. Está en el otro cuarto. Sois los últimos dos egipcios vivos en Akkad.

Esas palabras le hicieron temblar. Si Korthac ya era incapaz de controlar su dolor, Hathor, también, muy pronto, estaría rogando que lo mataran. Se preguntó quién de los dos gritaría más fuerte.

***

Cuando Eskkar despertó, el sol de la mañana ya había ascendido por el horizonte. Había dormido a ratos durante la noche, a pesar del cansancio de su cuerpo. La tensión de los últimos días no podía ser borrada en una sola noche. Los ciudadanos y los soldados que estaban de celebración habían llenado las calles, gritando, bebiendo y cantando durante gran parte de la noche. Los sonidos inusuales lo habían perturbado. La mitad de la noche había transcurrido hacía tiempo antes de que Eskkar cayera finalmente en un sueño profundo. Después durmió hasta que salió el sol y se despertó con el llanto de un niño.

No había querido molestar a Trella y al niño; había dormido en el otro cuarto, sobre una manta. Trella y el bebé durmieron juntos, ambos bajo la mirada vigilante de Drusala, quien al parecer estuvo despierta toda la noche. Como le había explicado a Eskkar, Sargón había llegado antes de tiempo y había que vigilarlo constantemente.

Entró en la habitación bostezando y encontró a Trella amamantando al bebé. Le pasó el brazo por los hombros, y se estremeció cuando ella se recostó contra él y le acarició la mejilla.

—Tienes un aspecto terrible, esposo mío —le dijo, con voz todavía débil—. La cara…

Korthac le había golpeado con los puños, dejándole la cara hinchada y cubierta de magulladuras. Imaginaba el aspecto que debía de tener.

—Tú estás preciosa, esposa mía —le respondió. Ella le sonrió, como siempre hacía cuando él le decía que era bella—. ¿Cómo van tus dolores?

—Mejor. Pero me siento muy débil, como si pudiera dormir todo el día. —Acercó el niño a su pecho—. Pero Sargón tiene otras ideas.

—Ya veo.

Annok-sur llegó, vendada la cabeza, con el desayuno para ambos.

—Gatus te está buscando, Eskkar —le informó, mientras dejaba la bandeja sobre la cama—. Quiere saber si piensas dormir todo el día. Deberías comer algo ahora, antes de que acapare todo tu tiempo.

—Será mejor que vaya a ver qué quiere —contestó Eskkar—. Regresaré en cuanto pueda. —Tomó un trozo de pan y una copa con cerveza aguada y bajó. Cuando llegó al patio, la copa ya estaba vacía.

Eskkar halló a Gatus sentado a la cabecera de la mesa, trabajando. Al parecer, el capitán de la guardia había llegado a su puesto mucho antes del amanecer.

—Ya era hora de que despertaras y te pusieras a trabajar —dijo Gatus—. Tienes un aspecto espantoso. ¿Cómo te sientes?

Eskkar se sentó y se sirvió de la jarra con agua sobre la mesa.

—No muy mal. Podría dormir un poco más, pero ya habrá tiempo para ello. ¿Qué ha sucedido durante la noche?

—Puse a Klexor al mando de las murallas, puertas y embarcaderos —dijo Gatus—. Se asegurará de que nadie salga de la ciudad sin nuestro permiso. Alexar partió con veinte hombres y otros tantos caballos y está patrullando las murallas, en busca de cualquiera que haya escapado. Mitrac está yendo casa por casa, registrando la ciudad y asegurándose de que nadie siga escondido bajo la cama de alguna vieja.

—Tendremos que ascenderlos a capitanes, entonces —dijo Eskkar.

—Ya lo he hecho. Les dije que se lo confirmarías cuando te despertaras.

«Por lo menos, una tarea menos que realizar», pensó Eskkar para sí con una sonrisa.

—Acabo de enviar a Bantor a los barracones —continuó Gatus—. Está a cargo de los prisioneros, los que los custodian y los caballos. Está trabajando con Rebba y los otros nobles para asegurarse de que los muertos sean enterrados. Una pena que haya tenido que quemar a los egipcios en los barracones. Podríamos haber utilizado ese edificio.

—¿Cómo está? —Bantor había regresado la noche anterior, con el cadáver de Ariamus. No había dicho mucho, salvo un breve informe con el número de egipcios muertos, antes de irse con Annok-sur. Habían cerrado la puerta de su cuarto y no habían salido en toda la noche.

—Mejor que cuando regresó —dijo Gatus—. Por el aspecto de su rostro, se diría que con él se podían partir piedras. Cualquiera habría pensado que matar a Ariamus lo alegraría.

Eskkar sabía la historia de Annok-sur y sólo los dioses sabían qué otras canalladas había llevado a cabo Ariamus bajo la protección de Korthac.

—¿Y los heridos? —Eskkar miró a su alrededor. Los cuartos de los soldados albergaban a la mayoría de los heridos, a excepción de algunos que estaban en casas cercanas. Incluso ahora, más de media docena de hombres vendados descansaban en el patio, la mayoría de ellos observando a Eskkar.

—Ventor está con ellos —dijo Gatus—. Ha llegado hace poco. Hará lo que pueda. Algunos van a morir. Esos egipcios eran aguerridos.

—Korthac entrenó bien a sus asesinos —dijo Eskkar, pensando que si los egipcios habían sido la mitad de hábiles que su amo habrían sido, en verdad, guerreros formidables.

—Sólo una cosa queda por hacer —dijo Gatus terminando su informe—. Y aquí llegan —añadió, con un tono de desagrado en la voz.

Eskkar alzó la vista y vio a Corio y a Rebba entrar en el patio. El brazo derecho de Corio pendía de un cabestrillo y un gran moratón le cubría el lado izquierdo del rostro. Rebba parecía viejo y cansado, pero sonreía cálidamente a todos.

—Buenos días, señor Eskkar —dijo Corio, hablando primero y en voz alta—. Una vez más, permíteme agradecer a los dioses que hayas vuelto. Te hemos echado mucho de menos.

—Los dioses nos han favorecido, noble Corio —respondió, sonriendo ante las obviamente falsas palabras del arquitecto. Corio creía en los dioses tanto como Eskkar.

—Hemos venido en busca Korthac, el usurpador —dijo Rebba—. Nos hemos reunido en la casa de Nicar con los otros nobles. Nicar todavía no puede levantarse, pero envía su agradecimiento y sus saludos, así como los demás.

—¿Y Korthac…? —Eskkar miró a Rebba.

—A menos que quieras tener el placer de matarlo —dijo Corio—, va a morir torturado en el mercado, para que pague por sus crímenes contra todos nosotros.

Eskkar sabía que los nobles y los mercaderes ricos habían sufrido mucho en los últimos días y habían perdido la mayor parte del oro que habían acumulado. Afortunadamente, Korthac había guardado gran parte del botín en la casa. Así y todo, tardarían semanas en repartirlo, y esta vez Eskkar tendría que ser el árbitro de la distribución.

—Llevaos a Korthac cuando queráis —dijo, haciendo un gesto a los guardias que custodiaban al egipcio.

—También necesitaremos a tus soldados para arrestar a los otros —interrumpió Corio—, los hombres que se unieron a Korthac y que voluntariamente siguieron sus planes.

—¿Y qué va a suceder con ellos?

—Van a morir con su líder, ¡malditos sean todos! —respondió Corio—. Merecen que se los torture, pero me daré por satisfecho con verlos muertos.

Eskkar nunca había visto al maestro constructor con semejante sed de sangre.

—¿Y Nicar, Rebba y tú estáis todos de acuerdo?

Rebba asintió.

—Pasamos la mayor parte del día de ayer argumentando sobre su destino. Cinco van a morir y sus propiedades serán confiscadas. A otros siete se les confiscarán sus propiedades y luego serán exiliados de Akkad.

«Más sangre que derramar», pensó Eskkar. Para esa decisión, sin embargo, no había prisa.

—Gatus, que tus hombres apresen a estos… doce hombres. Envíalos a los barracones y dile a Bantor que los vigile bien.

Se volvió hacia Corio y dijo.

—En unos días, cuando Trella esté recuperada, revisaremos los cargos contra estos prisioneros.

Ambos hombres comenzaron a protestar, pero Eskkar los interrumpió:

—No hay necesidad de castigarlos inmediatamente. Mejor dejarlos que se preocupen por su destino, mientras nos aseguramos de que cada uno reciba lo que merece. Recordad, Trella estaba aquí y escuchó todo lo que dijo Korthac. Ella sabrá qué castigo merece cada cual.

Eskkar se puso de pie frente a Gatus, que permaneció inexpresivo durante la discusión.

—Detén a esos doce. Después ocúpate de Korthac y asegúrate de que llegue al mercado. Cuanto antes comience su viaje hacia el infierno, mejor.

—¿Y qué hay del otro, ese Hathor?

—También él —dijo Eskkar—. Todos los egipcios merecen la tortura.

Gatus se puso de pie.

—Vamos, Corio. Cuanto antes atrapemos a los hombres de tu lista, más felices estaremos ambos.

Eskkar dejó la mesa y se acercó a ver a Korthac. El hombre tenía peor aspecto que el día anterior. Korthac lo miró fijamente, pero no dijo nada. Eskkar miró a Hathor, pero no tenía nada que decirle al lugarteniente egipcio. Ni lo conocía ni se había enfrentado a él durante la lucha. En cualquier caso, había huido con Ariamus y eso sólo ya era suficiente para condenarlo.

Cuando se separó de Hathor, Mitrac y unos pocos del clan del Halcón entraron en el patio. Rodearon a Eskkar, ansiosos de noticias e igualmente ansiosos de relatar sus logros. Eskkar habló con ellos durante un tiempo, respondiendo preguntas, riendo y escuchando los últimos rumores de la calle.

Lo dejaron allí, riendo todavía, hombres orgullosos que sabían que habían obtenido una gran victoria. Ignorando las otras actividades a su alrededor, Eskkar se aseó en el pozo y luego fue hasta la cocina en busca de algo de comer. Le había vuelto el apetito, algo que sabía que era una buena señal. Se reclinó contra la pared, dejando paso libre al cocinero, mientras masticaba algo de pan y una salchicha, disfrutando el momento de tranquilidad.

—Señor, la señora Trella pregunta por usted.

Se volvió y vio a Drusala, que hacía una reverencia.

—¿Está todo bien?

—Sí, señor, pero ha preguntado si podía ir a verla.

Tras limpiarse los dedos en la túnica, subió las escaleras con Drusala detrás de él. Pero ella se detuvo en el rellano de la escalera y cerró la puerta en cuanto él entró. Sorprendido, Eskkar cruzó el cuarto de trabajo, desierto, y entró en el dormitorio.

Annok-sur lo esperaba allí, junto con otra mujer, una muchacha joven cuyo sencillo rostro estaba marcado por una nariz quebrada. Eskkar tuvo que mirarla un instante antes de reconocerla: era la muchacha que Trella había rescatado y llevado a la casa unos días antes de que él partiera para Bisitun.

Trella estaba sentada en la cama, con el bebé dormido a su lado.

—Eskkar, tenemos que pedirte un favor, un gran favor. —Ella mantuvo la voz baja para no despertar al niño.

Que Trella dijera «tenemos» lo previno de que algo inusual se acercaba. Miró más atentamente a la muchacha, esforzándose en recordar su nombre.

—Ésta es En-hedu —continuó Trella—, y pronto será la esposa de Tammuz. En concreto, tan pronto como la liberemos de su servidumbre.

En-hedu hizo una profunda reverencia, pero no dijo nada. Cuando alzó el rostro, Eskkar vio la preocupación en su rostro.

—Tammuz… Gatus me contó que había tomado mujer.

—Entregué a En-hedu a Tammuz hace más de un mes. Ella lo ha estado ayudando todo este tiempo. Ambos arriesgaron sus vidas intentando averiguar algo sobre Korthac. Ayudaron a ocultar a Gatus y ella y Tammuz han peleado en las batallas contra Korthac.

—Entonces tienes mi agradecimiento, En-hedu —afirmó Eskkar, inclinando su cabeza en dirección a la muchacha.

—Ya te lo contaré todo, esposo —dijo Trella—, pero ahora En-hedu desea pedirte un favor.

En-hedu volvió a hacer una reverencia mientras retorcía nerviosa las manos.

—Señor, por favor, ¿podría perdonarle la vida al egipcio Hathor? Me salvó la vida, y también la de Tammuz. Habríamos muerto si no nos hubiera perdonado.

—Hathor morirá con Korthac —sentenció Eskkar, con voz sorprendida—. Era uno de los lugartenientes de Korthac… y escapó con Ariamus.

—Hathor vino del desierto con Korthac, es cierto —reconoció Annok-sur—, pero no lo vi matar ni herir a nadie aquí en Akkad.

—Por favor, señor —intervino En-hedu rápidamente—. Sus hombres pudieron habernos matado a Tammuz y a mí. Hathor se lo impidió. ¿No puedes perdonarle la vida por eso?

—¿Qué dice Tammuz? —preguntó Eskkar—. ¿Quiere que este hombre viva?

—Sí, señor Eskkar —dijo En-hedu—, pero no pedirá por la vida de Hathor. Les es demasiado leal a usted y a la señora Trella.

—¡Quién sabe cuantas maldades habrá cometido Hathor al servicio de Korthac! Puede que…

Trella bajó la mirada y la voz de Eskkar se apagó. Sin decir nada, ella le recordó a otro que había hecho cosas en el pasado, cosas que era mejor olvidar.

—Nadie ha acusado a Hathor de maldades —dijo Annok-sur, llenando el silencio.

—Nadie todavía —replicó Eskkar—. Hoy, en el mercado, estoy seguro de que muchos acudirán a enfrentársele. —Sacudió la cabeza—. Así y todo, no tengo problemas con él. Puede pasar el resto de su vida como esclavo, trabajando en la muralla.

—Cuando Korthac se divirtió a costa mía —confesó Trella—, Hathor fue el único que apartó la vista. No se complació en mi sufrimiento.

Sus palabras le indicaron que ella quería que Hathor viviera, y no como esclavo.

—Tal vez haya otra manera —continuó Trella—. Tal vez puedas utilizarlo.

—¿Utilizarlo?

—Siempre dices que necesitas hombres que puedan mandar. Hathor es de ese tipo. Incluso Korthac pensaba así. Sin Korthac y con el resto de los egipcios muertos, Hathor no tiene a quién recurrir. En Akkad, todos los hombres estarán en su contra. Un hombre así podría serte útil, Eskkar, si te aseguras su lealtad.

Eskkar miró a las mujeres. Annok-sur asintió levemente para mostrar su aprobación; los labios de En-hedu temblaron mientras lo miraba, temerosa de una explosión de ira.

Trella acarició al pequeño Sargón, pasando un dedo por su mejilla para luego alzar la vista hacia Eskkar.

—Piénsalo, esposo. No hay prisa en matarlo.

Como siempre, ella le daba tiempo para decidir, para pensar las cosas por sí mismo.

—Lo pensaré —respondió—. ¿Algo más?

—No, nada. Tú harás lo que sea mejor. —Las palabras sonaban humildes, pero él vio un brillo en sus ojos—. Aunque tal vez sería bueno que tú hablaras con él —continuo Trella—. ¿No podrías hacer que lo trajeran?

—¿Aquí? ¿Ahora? —Lamentó sus palabras en el momento de decirlas. Conocía bien a Trella. Una vez que se decidía, siempre actuaba con rapidez.

—Puedo ir a buscarlo, señor Eskkar —dijo Annok-sur.

Ahora la mujer de Bantor lo llamaba «señor».

—No, yo lo traeré. —Eskkar necesitaba tiempo para pensar y, con seguridad, no iba a ganar allí ninguna discusión, y menos con las tres unidas en su contra. Sacudiendo la cabeza, dio media vuelta y salió del cuarto mientras se preguntaba de qué hablarían en su ausencia.

En el patio, la mesa de mando estaba desierta. Sabía que Gatus había ido con los miembros del concejo a buscar a los traidores.

Eskkar se encaminó hacia los guardias. Hizo un gesto a quien custodiaba a Hathor y agachó la cabeza para entrar al recinto.

Hathor lo miró al entrar, pero no dijo nada.

—¿Sabes quién soy?

—Eres el señor Eskkar. Te vi ayer cuando me trajeron.

El hombre hablaba con un fuerte acento, pero Eskkar no tenía problemas para entenderlo.

—¿Estás listo para morir, Hathor?

—Tan listo como cualquiera, señor. —Se enderezó un poco contra la pared—. Me hubiera matado antes que ser capturado, pero tus hombres me atraparon antes de poder dejarme caer sobre mi espada.

Eskkar lanzó un gruñido: así que todo eso podría haberse evitado si los hombres de Bantor no hubieran sido tan eficientes. Miró fijamente a Hathor. A pesar de las firmes palabras del egipcio, Eskkar vio que sus manos temblaban, traicionando su temor. Ningún hombre quiere morir solo, rodeado de enemigos y extraños. Un guerrero espera morir en la batalla, y con frecuencia así lo desea; mejor terminar así que en una agonía prolongada por la enfermedad o la vejez, solo, tal vez mendigando en las calles.

Otro antiguo recuerdo le vino a la memoria: una vez, muchos años antes, cuando Eskkar estuvo atado y ensangrentado en una cueva, con la muerte pellizcándole el cuello, asustado y, así y todo, demasiado orgulloso como para pedir clemencia, mientras un grupo de mujeres decidía su destino. Las mujeres lo habían perdonado, y ahora las mujeres querían que perdonara a aquel hombre. Tal vez Eskkar tuviera una deuda con las diosas, una deuda pendiente. Ishtar, la diosa de la tierra, era, después de todo, una mujer.

—Guardia, agua para el prisionero. —Eskkar usó ese tiempo para pensar.

El guardia regresó con una bota llena de agua. Eskkar la tomó de sus manos, maldiciendo sus recuerdos; debía sentir odio, no piedad, por el egipcio. Le entregó la bota al sorprendido Hathor y dejó que bebiera, la mayor parte del agua cayendo por su pecho mientras el hombre sostenía torpemente el recipiente con las manos atadas.

Eskkar se volvió al guardia, todavía de pie en la entrada.

—Llévalo al cuarto de trabajo. Y lávale primero la sangre de las manos y la cara.

Ignorando la mirada de sorpresa del soldado, Eskkar volvió al piso superior. Se sentó a la mesa y esperó. Annok-sur llamó a Drusala para que cuidara del bebé; la partera cerró la puerta del cuarto después de que Trella y En-hedu se reunieran con Eskkar en el cuarto de trabajo. Las dos mujeres ayudaron a Trella a sentarse junto a su esposo y permanecieron de pie detrás de él.

Hicieron falta dos hombres para subir a Hathor, y para cuando estuvo frente a Eskkar, una capa de sudor le cubría el rostro. Al menos le habían limpiado casi toda la sangre.

—Sentadlo en un banco —ordenó Eskkar—. Luego marchaos.

—Señor, uno de nosotros debería quedarse, en caso…

—Yo lo vigilaré —dijo Eskkar interrumpiendo al guardia. Se puso de pie y pasó al otro lado de la mesa para sentarse en la cabecera, entre Hathor y las mujeres, y jugueteó con el cuchillo que llevaba en la cintura.

Trella esperó hasta que los guardias se hubieron marchado y cerrado la puerta.

—¿Te acuerdas de mí? —Una vez más, su voz tenía un tono de mando, por muy débil que se sintiera.

Hathor asintió, mirando al esposo y a la esposa alternativamente.

—Háblame de Korthac —pidió Trella—, cuéntame qué hizo en Egipto.

La pregunta tomó a Hathor por sorpresa.

—¿Por qué quieres… saber de Korthac?

—No puede importarte ahora responder a mis preguntas. —Trella mantuvo la voz calmada, como si no se tratara más que de una educada petición a un invitado.

Eskkar no dijo nada, sólo miró al hombre. Si Hathor se regaba a hablar, entonces iría al mercado a sufrir junto a su jefe.

Hathor bajó la mirada.

—Supongo que ya no importa…, señora Trella.

«Entonces —pensó Eskkar— el egipcio no es un idiota completo».

La historia de Hathor irrumpió entrecortada. Los años de saquear la comarca, juntar fuerzas, dos ejércitos poderosos enfrentados por el control de la tierra de Egipto. Las conquistas, las batallas, las poblaciones ocupadas y destruidas, la tierra arrasada, el conflicto final con la derrota de Korthac que lo empujó al desierto con los últimos hombres que le quedaban, todos afortunados de haber escapado con vida.

Para su sorpresa, Eskkar se encontró escuchando con interés. Cuando el hombre terminó su relato, Eskkar tenía un asunto que aclarar.

—Háblame de la batalla aquí en Akkad.

Hathor hizo un ruido que podía haber sido una carcajada.

—Fuisteis demasiado listos para Korthac. Sabía que no tenías hombres suficientes, pero nunca pensó que dividirías tus pocas fuerzas para entrar y provocar un levantamiento en la ciudad. Ni que Akkad se rebelaría para ayudarle.

—Mis hombres tampoco estaban muy convencidos de mi plan —dijo Eskkar, recordando las discusiones en la granja de Rebba.

—Tus hombres te siguieron, señor Eskkar. Veo que no te temen, como nosotros temíamos a Korthac. Hablas con ellos de igual a igual. Debes de ser un gran guerrero para que sean tan leales.

Eskkar miró con fijeza al hombre, inseguro de cómo responder a su cumplido.

—Continúa, Hathor, háblame de la batalla.

El egipcio comenzó relatando cómo se habían sorprendido al ser atacados en la casa, cómo no habían esperado que Eskkar llegara tan pronto, y la confusión de todos ellos; incluso habló del odio que Takany le tenía a Ariamus. Hathor siguió durante un rato, pero luego perdió la voz. Intentó continuar, pero Eskkar lo detuvo con un gesto de la mano.

—Suficiente por ahora. —Después se acercó aún más al hombre indefenso—. ¿Te gustaría vivir, Hathor?

—¿Como esclavo? No, mejor morir y que todo termine.

—Podrías cambiar de idea cuando comience la tortura, pero yo te propongo otra cosa. Mi esposa me ha pedido que te perdone la vida. —Una expresión de sorpresa alteró el rostro del egipcio—. Y esta muchacha, En-hedu, me lo ha pedido también con Trella. ¿Conoces a En-hedu?

—Sí, la conozco: la vendedora de enfrente de la casa de Korthac. —Sus ojos se abrieron desmesurados al entender—. ¿Era ella una de las…, de las espías de Trella?

—¿Por qué no los mataste a ella y al muchacho?

—Ella estaba dispuesta a morir para proteger a su hombre. Yo pensé…, ella siempre me había tratado bien. —Se encogió de hombros, alzando las manos atadas—. Pensé que ya habían muerto demasiados hombres y mujeres indefensos. Ganáramos o perdiéramos, sus muertes no habrían alterado nada.

—Sí, ha habido suficientes muertes —corroboró Eskkar—. Ahora ha llegado el tiempo de construir. La tierra debe ser liberada de bandidos, y la gente, protegida de los clanes de la gente de las estepas. Necesito hombres que me ayuden a construir, Hathor, así como a pelear contra mis enemigos. Hombres leales.

Hathor no miró a Eskkar, sino a En-hedu, incapaz de hablar.

—Si no, cuando te recuperes de tu herida —dijo Trella—, podemos darte un caballo y dejarte partir. Si quieres puedes volver a Egipto. La elección es tuya.

—¿Me perdonáis la vida?

Eskkar asintió.

—Una vida por otra. La tuya por la de En-hedu y Tammuz. No abusaste de Trella, y nadie te ha acusado de asesinato ni de violación. Si lo hubieras hecho…, sería diferente.

—No tengo nada por lo que volver a Egipto. —Alzó su mirada primero hacia Trella y luego hacia Eskkar—. El juramento que hice a Korthac termina con su muerte. Si aceptas mi juramento, te serviré con fidelidad, señor. Lo juro.

Eskkar pensó que el egipcio era sincero en sus palabras. Miró a Trella, que asintió. Eskkar sacó su daga del cinto y cortó la cuerda que ataba las manos de Hathor.

—Lo llevaré abajo, señor Eskkar —dijo Annok-sur, pasándole el brazo por los hombros—, y llamaré al sanador para que le vea la herida.

Se escuchó un golpe en la puerta y Gatus entró a la habitación.

—Tengo a tres de los hombres que Corio ha denunciado —anunció Gatus—. Los otros… —Su mirada delató la sorpresa al ver al prisionero.

—Ah, Gatus, qué bien que hayas regresado —lo interrumpió Eskkar, disfrutando de la expresión de confusión en la cara del viejo soldado, que miraba a Hathor, con las manos libres, reclinado sobre Annok-sur para mantenerse de pie—. Tengo algo que contarte.