Capítulo 22
Mientras Eskkar y sus hombres se deslizaban por la oscuridad y se acercaban a la muralla norte de Akkad, se negó a considerar las innumerables cosas que podrían salir mal. Tenía que entrar en Akkad. Si podía lograr eso, la parte más difícil del plan quedaría atrás.
Para escalar la muralla, Eskkar había llevado consigo a Grond, Mitrac, Alexar y dos de los mejores arqueros de Mitrac, los mismos que lo habían seguido en el ascenso de la empalizada de Bisitun. Mitrac, con su excelente vista, guiaba al grupo por el foso. Se arrastraron en silencio por el espacio vacío, agachados lo más posible para reducir sus siluetas.
Unos cien pasos detrás, Drakis aguardaba, fuera de la vista y con suerte fuera del alcance del oído, con veintiocho soldados. Ellos se acercarían a la muralla sólo cuando Eskkar y su grupo hubieran llegado arriba. Bantor se había dirigido con el resto de los hombres hacia la puerta del río, listo para apoyar al puñado de hombres que ya había marchado con Yavtar.
Eskkar apartó todo de su pensamiento excepto la necesidad de moverse sin hacer ruido y sin tropezar con ningún obstáculo invisible en la oscuridad. No veían centinelas por encima del muro, pero seguramente allí estaban.
Con su grupo de hombres, Eskkar llegó a la base de la pared, en el lugar exacto en donde Alur Meriki había lanzado su ataque nocturno hacía unos meses. Eskkar los condujo fuera del foso y, uno por uno, se dispersaron a lo largo del muro, apretados contra su rugosa superficie todo lo que les era posible.
Excepto los tres arqueros con sus arcos, ni Eskkar, ni Alexar ni Grond llevaban ninguna arma que pudiera hacer ruido contra la muralla y delatarlos. Sus espadas y cuchillos habían sido envueltos en una manta que cargaba Alexar. Eskkar llevaba una escala y Grond dos rollos de soga alrededor del cuello. La escala y las sogas eran de la granja de Rebba.
Habían llegado hasta allí sin ver a nadie, siguiendo la orilla del río desde la casa de Rebba antes de acortar camino por los sembrados. Ahora Eskkar y sus hombres estaban arrodillados en tierra, helados por la inmovilidad, cuando escucharon los pasos del centinela por encima de sus cabezas. El tiempo transcurría mientras esperaban oyendo el paso del centinela que caminaba en lo alto del parapeto. Pasó yendo y viniendo varias veces, y luego el sonido se desvaneció. Eskkar no sabía decir si el guardia había seguido caminando o simplemente se había parado a estirar las piernas, sin duda sentándose de espaldas a la muralla.
Sólo Mitrac, que esperaba en el centro del foso cubierto con un manto oscuro, podía ver al centinela. Eskkar y los demás esperaban, apretados contra la pared. Mientras no hicieran ruido, no serían descubiertos. El guardia tendría que asomarse por encima del muro para ver lo que ocurría abajo.
Eskkar oyó de nuevo los pasos del centinela que regresaba, caminando despacio, hasta que otra vez más sus pasos se perdieron. Ellos siguieron esperando, y Eskkar miraba hacia el foso, a la espera de la señal de Mitrac. En el cielo, una luna creciente había comenzado a descender, pero todavía iluminaría un poco hasta casi la llegada del alba.
La mano de Grond apretó con fuerza, de repente, el brazo de Eskkar.
—La señal, capitán.
Eskkar se maldijo. No había visto a Mitrac dar la señal, pero ya no importaba.
—Deprisa entonces. Ya va cayendo la luna.
Grond cogió la escala oculta a sus pies y la reclinó contra la pared, intentando no hacer ningún ruido. Eskkar la tomó de un lado, Alexar del otro, y entre ambos la sostuvieron con fuerza contra la muralla de varios metros de altura. Eskkar había medido la escala antes de partir y tenía unos tres metros. Los hombres de Rebba la usaban para cosechar frutas de los árboles. Los soldados habían elegido la escala más firme y, luego, habían ajustado y reforzado los peldaños; un peldaño partido podía arruinar el intento de escalar la muralla.
Bajo el peso de Grond, la escala se hundió un poco en el suelo arenoso y Eskkar se apoyó contra ella con toda su fuerza para evitar que se torciera. Grond subió los peldaños hasta que llegó a lo más alto y luego alzó los brazos.
Volviendo hacia arriba la cabeza, Eskkar vio que los dedos de Grond estaban todavía a un brazo de distancia de la parte superior de la muralla. Grond sencillamente flexionó las rodillas, cuidando de no perder el equilibrio, y luego se enderezó de golpe. Por un momento, Eskkar pensó que el hombre había errado y que caería sobre ellos. Pero Grond se aferró con una mano en la cima, y luego con la otra. Permaneció colgado por un momento antes de subirse. Una vez que apoyó un codo sobre la muralla, pudo subir el cuerpo y pasar una pierna por encima de la pared.
Grond desapareció de la vista. Nadie había dado la alarma, y Eskkar suspiró aliviado. Dejó la escalera y dio un paso atrás, mirando la muralla en ambas direcciones. No oyó ruidos ni gritos. Grond no llevaba armas, nada salvo sus manos, pero Eskkar no dudaba cuál sería el resultado si se encontraba con un centinela.
El leve raspar de un arco tenso hizo que se diera la vuelta. Mitrac se había acercado y unido al resto en la base del muro, con su arco listo. Los tres arqueros pusieron rodilla en tierra, las flechas apuntando hacia lo alto de la muralla.
Grond los llamó en un susurro, y Alexar se enderezó y lanzó la primera soga por encima de la muralla. Mientras Eskkar observaba, la cuerda y Grond desaparecieron. Un momento después un extremo de la soga descendió por los ladrillos de barro. La gruesa soga de fibra, con nudos atados a un brazo de distancia el uno del otro, haría más fácil la escalada. La cabeza de Grond reapareció y agitó su mano.
Al instante, Mitrac guardó su flecha en el carcaj, salió del foso y subió por la escala. Entregó su arco y su carcaj a Eskkar, quien los tomó con una mano mientras apoyaba su peso contra la escalera. El joven arquero se movió con facilidad escala arriba, luego tomó la soga y trepó los últimos centímetros.
La soga hacía un ruido al rozar contra la pared, lo suficientemente alto para Eskkar, pero leve para no ser percibido desde arriba. En cuanto Mitrac llegó a la cima, el siguiente arquero comenzó a escalar, tomando el arco y el carcaj en una mano. Al llegar a la parte más alta de la escala, hizo una pausa y entregó su arma, luego se agachó y tomó la de Mitrac de manos de Eskkar y la entregó por encima de la muralla. Cuando el arquero comenzó a trepar por la cuerda, resbaló. Por un momento permaneció colgado, los pies arañando la muralla en busca de apoyo, hasta que Grond se inclinó y cogió la mano del hombre y lo ayudó a subir. El tercer arquero ya había comenzado a trepar la escala; faltó poco para que al entregárselo cuando se disponía a coger la cuerda, le metiera a Eskkar en el ojo la punta de su arco.
Finalmente llegó el turno de Eskkar, mientras Alexar sostenía la escala. Eskkar trepó por la cuerda y agradeció la ayuda de Grond cuando su amigo estiró la mano y lo agarró por debajo del brazo. Una vez encima del muro, Eskkar no vio a nadie, salvo a Grond.
Los arqueros habían desaparecido a lo largo del parapeto, siguiendo las órdenes de Mitrac de eliminar a todos los centinelas mientras Grond y Eskkar recogían la cuerda. Llamaron en voz baja y Alexar lanzó el extremo de la segunda cuerda. Atada al otro extremo, estaba la manta con las armas; éstas fueron rápidamente subidas. Las espadas y los cuchillos de los hombres habían sido cuidadosamente envueltos, así como el arco y el carcaj de Alexar.
Sólo Alexar faltaba por subir. Bajó la escalera, demasiado inestable para ser usada sin sostén, y la apoyó contra la base de la pared; luego enrolló la primera cuerda en torno a su cintura. Un momento después, Eskkar y Grond lo subieron por la pared, hasta que estuvo a su lado del parapeto.
La primera parte del plan había tenido éxito. Seis hombres habían escalado la muralla y nadie los había descubierto.
Los ojos de Eskkar observaron el parapeto mientras Grond desataba y distribuía las armas, los tres hombres agachados contra la pared. Alexar tomó su arco y desapareció escalera abajo, hacia la oscuridad, para vigilar la calleja, dejando sólo a Grond y a Eskkar en el parapeto. Eskkar respiró dando gracias a los dioses y luego movió su espada por encima de la pared, agitándola de un lado a otro. La luz de la luna sería suficiente para que Drakis viera la señal.
Entretanto, Grond aseguró la segunda cuerda a una viga de madera a una docena de pasos de la primera y lanzó el otro extremo sobre la pared. Eskkar observó a ambos lados del parapeto, pero no vio a nadie. Volviéndose hacia el foso, vio cómo Drakis apremiaba a sus hombres y comenzaba a enviarlos por el foso, de diez en diez. Se alinearon cinco en cada cuerda y comenzaron a escalar el muro. Eskkar se mordía los labios ante cada ruido, seguro de que serían descubiertos en cualquier momento.
La cabeza del primer soldado apareció por encima de la muralla y Eskkar tiró de él con todas sus fuerzas, hasta casi caer ambos del parapeto con el impulso. Pero haciendo fuerza entre los dos, el siguiente hombre pasó con más facilidad y menos ruido.
Eskkar se tomó un momento para asegurarse de que estaba bien orientado y que nadie deambulara por el callejón. Para su tranquilidad, seguía desierto. Susurró algo al soldado, para asegurarse de que el hombre sabía adónde enviar a los demás cuando escalaran la pared. Antes de que Eskkar dejara el parapeto, miró hacia el foso, pero apenas pudo ver a los hombres de Drakis deslizándose por el espacio abierto frente a la muralla. Volviéndose hacia la ciudad, sólo oyó silencio. El centinela ya debería estar muerto por una de las flechas de Mitrac, o habría vuelto a hacer su ronda.
Apartándose del borde de la pared, Eskkar descendió los escalones del parapeto y entró en la ciudad de Akkad. Cruzó el espacio a los pies de la muralla. Durante el asedio, esta área medía unos treinta pasos de ancho, pero desde la expulsión de Alur Meriki, los pobladores habían reconstruido o extendido sus casas, acercándose cada vez más a la muralla. Menos de una docena de pasos quedaban libres a los pies del parapeto. Allí terminaba la calle de los carniceros. Su olor familiar le recordó cómo habían emboscado a Alur Meriki exactamente en ese lugar, masacrando a sus orgullosos guerreros como ovejas atrapadas en un corral.
Eskkar fue hasta el final de la calle y esperó a que sus hombres lo alcanzaran. Forzó la vista en la oscuridad y aguzó el oído. Después Grond llegó a su lado, con otros tres hombres. Mirando hacia la muralla, Eskkar apenas podía distinguir las sombras en movimiento mientras trepaban por ella. A sus oídos, parecían una tropilla de caballos, pero hasta ese momento nadie había dado la alarma.
Mitrac regresó, junto con sus dos arqueros, al tiempo que Drakis, respirando con agitación, bajaba la escalera para unirse a ellos.
Eskkar puso a Drakis una mano en el hombro.
—¿Sabes lo que hay que hacer, Drakis? Espera aquí hasta que todos los hombres estén contigo. Entonces, ve hasta la puerta tan rápido como te sea posible.
—Sí, capitán —replicó en un susurro—. Allí estaré.
—Buena cacería, entonces. —Eskkar le dio un apretón en el brazo y dio media vuelta, seguido de Grond, Mitrac y cinco del clan del Halcón, todos arqueros experimentados. Eskkar resistió la tentación de apresurarse, obligándose a marchar a paso regular. Eran ocho hombres, no tantos como hubiera querido, pero Bantor y Drakis necesitarían a todos sus hombres. Además, si Eskkar tenía que pelear para entrar en la casa, seguramente Trella estaría muerta antes de que pudiera llegar hasta ella.
Tenían que cruzar varias calles de camino a su meta. Miró la luna, que se ocultaba. Pronto llegaría el alba. La luz de la luna casi había desaparecido.
Finalmente Eskkar llegó a la calle donde él vivía. Varias estructuras espaciosas bordeaban ambos lados de la calle, casi todas ocultas detrás de paredes irregulares, de la altura de un hombre, que formaban el pasaje. Su casa, con mucho la más grande, se erguía sobre las otras, casi en medio de la calle. Un leve brillo emanaba del cuarto superior, y se preguntó quién custodiaría su cuarto de trabajo.
Mitrac lo tocó en el hombro y Eskkar dejó que el maestro arquero pasara. Los ojos de Mitrac veían sin dificultad por la noche, y tenía la habilidad del cazador de moverse sin ruidos. Pasaron unos momentos hasta que regresó junto a Eskkar.
—Hay dos de ellos, capitán. Uno, reclinado contra la pared. Creo que la puerta está abierta, pero no estoy seguro.
La puerta debería haber estado cerrada, pero, por supuesto, los bandidos se habían vuelto descuidados.
—Rápido entonces, Mitrac. Que tus hombres tomen posiciones.
Miró mientras el arquero avanzaba por la calle, por el lado opuesto a la casa de Eskkar, y luego caminaba lentamente por ese lado de la calle. Casi no podía verlo avanzar en la oscuridad. El arquero desapareció de la vista, oculto en un portal. Otros dos arqueros siguieron sus pasos, uno tras otro. Tan pronto como el último hombre ocupó su puesto, Eskkar se volvió hacia los demás.
—Grond y yo empezaremos aquí. Vosotros tres esperad hasta que estemos en la puerta. Aseguraos de que nadie venga detrás de nosotros.
Eskkar se volvió hacia la esquina y comenzó a moverse hacia la casa, con Grond a su lado.
Caminaban despacio, hablando en voz alta entre sí, tambaleándose cada pocos pasos como si hubieran bebido demasiada cerveza. Eskkar quería llamar la atención lo más posible sobre sí, para mantener a los centinelas mirándolos a ellos y no a las figuras en sombras del otro lado de la calle.
Al oírlos, los guardias se enderezaron pero no desenvainaron las espadas. No tenían motivo. En los últimos días, los habitantes de Akkad habían aprendido cuál era su lugar. Además, detrás de esos centinelas, en las dos casas que formaban la residencia de Eskkar, más de veinte de los guerreros del desierto de Korthac se hallaban descansando. Rebba había dicho que había visto por lo menos ese número de ellos.
Al aproximarse, Eskkar vio que la puerta estaba, de hecho, entreabierta. Una puerta cerrada y trabada hubiera sido otro problema. Supuso que habría más hombres en el patio, probablemente descansando junto a la mesa, ayudados por un ocasional trago de vino. El resto de los hombres de Korthac estaría descansando dentro, pero la guardia nocturna terminaría pronto y estos guardias estarían deseosos de poder dormir un poco.
Eskkar se detuvo a unos diez pasos de los guardias. Justo en ese momento un grito ahogado llegó a sus oídos. Por la dirección, supuso que los hombres de Bantor habían llegado a la puerta del río. Con suerte, los guardias no sabrían qué significaba. Antes de que los hombres pudieran reaccionar, Eskkar se volvió hacia Grond, elevando la voz:
—¿Has oído eso? Parecen gritos de mujeres. Tal vez deberías ir a ver si hay sitio para dos más.
—¡No! Deberíamos regresar antes de que nos encuentre Ariamus. Ya tenemos bastantes problemas.
Los gritos distantes se desvanecieron, y los dos guardias parecían confundidos. Uno dio un paso hacia ellos, pero el otro se volvió en dirección al ruido.
—Creo que voy a vomitar —dijo Eskkar en voz alta, y puso una rodilla en tierra, a pocos pasos ya de los centinelas.
—Déjame que te ayude —dijo Grond, arrastrando las palabras y agachándose a su lado. Nada más agacharse, tres flechas volaron desde la oscuridad y acabaron con los hombres de Korthac. Uno de ellos lanzó un grito ahogado, pero Eskkar sofocó el ruido con una carcajada. Avanzó con Grond hasta los hombres, atrapándolos antes de que cayeran. Ninguno de los guardias tenía un arma en la mano, lo que hizo más sencillo tumbarlos sin ruido en el suelo.
Se oyó en el patio el ruido de un banco que se arrastraba y Eskkar comenzó otra vez a hablar, alzando la voz para tapar los sonidos de Mitrac y sus dos arqueros, que pasaban junto a él.
—Tal vez deberíamos despertar a Korthac y avisarle. Eso estaría bien, vamos a preguntarle. —Las palabras no significaban nada, pero el nombre de Korthac tal vez detuviera un momento a los guardias de dentro.
Con un brazo sobre el hombro de Grond, Eskkar empujó la puerta hacia dentro, manteniendo el otro brazo extendido para asegurarse de que permaneciera completamente abierta mientras entraba tambaleante en el patio haciéndose el borracho.
—¿Quién eres? —se escuchó una voz desde la oscuridad, hablando con un fuerte acento.
—Venimos de parte de Ariamus —dijo Eskkar arrastrando las palabras como si hubiera bebido demasiado vino.
—Vete de aquí, borracha basura acadia. Vuelve al amanecer.
Las palabras, dichas con fuerte acento, provenían de una gran mesa colocada entre los dos edificios. Al menos no la habían movido.
—Nos ha enviado Ariamus —dijo Eskkar humildemente, inclinando la cabeza—. Tenemos un mensaje para Korthac. —Levantando la vista, vio unos leves destellos de luz provenientes del piso superior, de ambas habitaciones.
—Pero no nos acordamos de lo que era —rió Grond, y palmeó a Eskkar en la espalda.
Adelantándose al hablar, Eskkar vio a los guardias, dos sombras oscuras sentadas a la mesa, uno con los pies sobre la misma, el otro reclinándose con ambas manos detrás de su cabeza. El blanco de sus ojos brillaba leve bajo la tenue luz. Mirando en torno al jardín, no vio a nadie más.
Eskkar se apartó de la puerta y se acercó hacia la casa principal.
—¿Ya se ha despertado Korthac? Tenemos un mensaje…
Los sonidos de muchas voces gritando a voz en cuello lo interrumpieron. Esta vez Eskkar se dio cuenta de que el ruido venía del oeste, no de la puerta del río. Eso quería decir que Bantor había entrado en la ciudad y llegado a los cuarteles. Los dos hombres de la mesa habían comenzado a moverse, uno dejando caer la copa con agua, pero ya se estaban muriendo: tres flechas les brotaban del cuerpo mientras Mitrac y sus hombres entraban por la puerta.
Sin embargo, uno de los egipcios logró gritar cuando fue herido, lo suficiente como para dar la alarma. Eskkar se desentendió de los centinelas moribundos, seguro de que las flechas de Mitrac acabarían con ellos o con cualquiera que saliera de los cuartos de los soldados. En cambio, echó a correr y de tres grandes zancadas se puso en la entrada principal y lanzó el peso de su cuerpo contra la puerta.
Pero ésta, construida justamente para resistir un ataque de esa naturaleza, lo detuvo y Eskkar rebotó, lastimándose el hombro izquierdo con el impacto. Había esperado que la puerta no estuviera trancada o asegurada. A su izquierda oyó otro ruido fuerte, al lanzarse Grond contra la entrada de la cocina. Pero esa puerta también estaba cerrada y, en vez de una entrada rápida, lo único que habían conseguido era despertar a los que dormían en su interior.