Capítulo 29

Bantor y diez hombres pasaron al galope por la puerta principal, dirigiéndose hacia el sur. Todos estaban agotados después de una noche sin dormir, pero nadie se quejó. Todos tenían cuentas que ajustar con Ariamus, y Bantor no tuvo problemas en encontrar voluntarios. Cada hombre contaba con un caballo de repuesto y llevaba su arco en bandolera.

Después de que Bantor acabara con la resistencia de la puerta, la ciudad había enloquecido, todos los habitantes salieron a las calles, aclamando y felicitando a sus liberadores y, en general, metiéndose en medio. Perdió casi una hora buscando entre los muertos y heridos que rodeaban las torres, persiguiendo a Ariamus. Bantor incluso habló con los prisioneros, los heridos y los que se habían rendido, y les preguntó por Ariamus, pero nadie sabía el paradero del antiguo capitán de la guardia; éste había desaparecido como un demonio de la noche cuando llega el alba.

Cuando se enteró de que nadie había visto a Ariamus, ni vivo ni muerto, Bantor comprendió que había huido, saltando la muralla. Poco más de una hora después de terminada la última escaramuza, Bantor estaba en el patio de la casa de Eskkar rodeado del pandemónium de los soldados y pobladores emocionados que festejaban la liberación.

—Se dirigirá hacia el sur —afirmó Eskkar, alzando la voz por encima del tumulto—. No querrá arriesgarse a cruzarse con nadie que baje por la ruta del norte, y menos si va con alguno de los egipcios. Querrá cruzar el río lo antes posible. Llévate cuantos hombres necesites y sal en su busca.

—Lo encontraré —dijo Bantor.

Ya había estado reflexionando sobre lo que Ariamus debía estar pensando, y había llegado a la misma conclusión. Moviéndose entre la multitud, Bantor encontró a Klexor sentado en el suelo, con las piernas estiradas, la espalda recostada sobre la pared de la casa y bebiendo vino directamente de la jarra.

—Salimos en busca de Ariamus. Encuentra a nueve hombres que puedan cabalgar y ven a recogerme al establo.

Los ojos de Klexor se abrieron por la sorpresa, pero dejó la jarra. La oportunidad de saldar deudas con Ariamus le hizo olvidar toda idea de descanso y jolgorio.

Bantor maldijo el tiempo perdido en buscar caballos, sacar a los hombres de sus celebraciones y abrirse paso entre las multitudes jubilosas que llenaban las calles.

A pie, Ariamus iría hacia el sur, siguiendo el río. Allí había muchas granjas, y en alguna de ellas habría uno o dos caballos de tiro escondidos. Una vez a caballo, Ariamus desaparecería, cruzando posiblemente el río en dirección oeste. Esperaría que lo persiguieran, pero tal vez no con tanta premura, y no provistos de monturas de refresco.

Una vez fuera del perímetro de la ciudad, los quedos sonidos del campo los envolvieron. Al principio, Bantor no se preocupó de buscar huellas. Ariamus habría seguido los interminables e interconectados canales, desplazándose más lentamente por las acequias, pero sin dejar un rastro evidente. En cambio, Bantor siguió la ruta principal hacia el sur durante un kilómetro y medio, hasta que las granjas comenzaron a espaciarse, antes de dirigirse con sus hombres hacia el río.

Bantor espació a sus hombres por la vera del río, en busca de huellas, mientras se dirigían hacia el sur, tomando el río como límite y examinando el terreno tratando de hallar cualquier señal que revelara a un grupo de hombres entrando en el río. Detuvo a cuanto confuso y asustado granjero se cruzó en su camino. ¿Alguien había visto a algún fugitivo escapando de Akkad? ¿Alguien había perdido sus caballos? Nadie había visto a un grupo de hombres a pie, pero todos los granjeros querían saber qué había sucedido en Akkad. Salvo por el breve anuncio del regreso de Eskkar, Bantor se negó a responder cualquier pregunta sobre lo que había sucedido con Korthac y sus hombres. Todo llevaba su tiempo, y Bantor se volvía más y más impaciente, mientras buscaba con sus hombres rastros por las rutas más probables.

—¡Bantor! Por aquí —gritó Klexor. Su grito resonó por el medio kilómetro de campos de trigo y centeno que los separaba. Bantor dio media vuelta con su caballo, lo azuzó y emprendió el galope entre los sembrados hasta que se unió a su lugarteniente en la cima de una colina.

Para entonces ya habían recorrido unos cinco kilómetros desde Akkad. Un poco más adelante, una granja de buen tamaño se erguía entre un grupo de palmeras, cerca de un ancho canal que llevaba agua desde el río. Pequeñas columnas de humo se elevaban desde tres de las estructuras. Bantor vio que a una de ellas le faltaba el tejado y adivinó lo que había sucedido.

Hizo una seña con su arco para indicarles el camino a sus hombres. Con precaución, convergieron en la granja, con las armas dispuestas; Bantor no quería que volvieran a tenderle una emboscada. Al acercarse, Bantor vio las huellas de un grupo de hombres por primera vez; el barro húmedo mostraba que habían salido del canal. Se acercaron a la granja, pero no vieron a nadie, ni granjero, ni esposa, ni niños, ni siquiera perros.

Con los arcos tensos y las flechas preparadas, cubrieron los últimos cien pasos, y se detuvieron al encontrar el primer cadáver. Era un muchacho joven, una flecha le brotaba de la espalda, caído cuando intentaba huir por los sembrados. Entonces Bantor supo que la granja estaría desierta, a excepción de los muertos. Envió a sus hombres a recorrer los alrededores de la granja en busca de huellas.

—Por aquí…, de hombres y caballos que se dirigen hacia el sur, capitán. —Klexor desmontó, puso una rodilla en tierra y estudió el suelo con atención—. Parece que son ocho o diez hombres, pero sólo veo las huellas de dos caballos.

—¿Hace cuánto tiempo?

—No mucho. Tal vez una hora. Menos de dos. Se están moviendo deprisa, siguiendo a los caballos.

Bantor pensó en lo sucedido. El rastro de los caballos iba hacia el suroeste, alejándose un poco del río. Eso quería decir que Ariamus conducía a sus hombres. Sólo él sería lo suficientemente listo para alejarlos del río, sabedor de que era posible que hubieran enviado botes hacia el sur y el norte, para prevenir de lo sucedido en Akkad y para alertar a todos los villorrios para que persiguieran a cualquier fugitivo. Así pues, Ariamus estaría montando uno de los caballos, al mando del grupo de fugitivos; si había algún egipcio entre ellos, necesitarían a alguien que conociera los alrededores.

—Sigue el rastro, Klexor —dijo Bantor.

Dieron de beber a sus monturas en el canal y luego continuaron la persecución siguiendo las huellas recientes. Esos renegados, desesperados por caballos, comida y armas, matarían a cualquiera que se cruzara en su camino. Si conseguían más caballos, el grupo se dispersaría y Ariamus podría escapar.

Bantor se lanzó a un trote veloz, sus hombres desplegados, con un claro rastro que seguir. El sol recorría el firmamento mientras la mañana se preparaba para dar paso al mediodía. Forzaron la marcha de sus caballos, cambiando con frecuencia sus monturas, pero siempre estudiando el terreno para asegurarse de no caer en una emboscada. Las huellas eran cada vez más recientes. Bantor alzó la vista al sol. Los alcanzarían promediada la tarde, pensó.

—Aquí hay huellas frescas —dijo Klexor, deteniendo a los hombres y desmontando para examinarlas. Sus dedos marcaron el contorno de una pezuña en la tierra y sintió cómo la tierra se endurecía con esa forma—. No están mucho más adelante.

Siguieron avanzando; había menos granjas a medida que se alejaban del río. La tierra era más oscura, los pastos más escasos, con más piedras y canales que los retrasaban. Pero las huellas de pezuñas y pisadas se volvían más frescas a cada paso, y Klexor ya no necesitaba desmontar para interpretarlas. Cabalgaron hasta que los caballos necesitaron recambio y descansaron mientras Bantor hablaba con sus hombres.

—Cuando los alcancemos, yo iré con Naram-tanni en persecución de Ariamus y quienquiera que tenga el otro caballo. —Naram-tanni era un excelente arquero. Bantor creyó que ésa sería toda la ayuda que necesitaría—. Klexor, tú te encargas del resto de los hombres. Mata a todos los egipcios.

No mucho después, Bantor y sus soldados llegaron a la cima de una colina y divisaron a sus enemigos a más de un kilómetro y medio de distancia; caminaban con las cabezas gachas por la fatiga, unos cien pasos detrás de los dos jinetes. Bantor resopló satisfecho. Mantuvo el paso constante, sin forzar a los caballos, esperando hasta que se dieran cuenta de su presencia y utilizando ese tiempo para examinar la situación. Hasta donde podía ver, sólo dos de los fugitivos llevaban arcos, y ambos iban a pie.

Los acadios acortaron la distancia a poco más de un kilómetro antes de que nadie se diera la vuelta y los viera. Los fugitivos se echaron a correr, mientras que los dos jinetes, después de observar por un momento, salieron al galope.

Bantor mantuvo a sus hombres al trote y, por un momento, la distancia entre los dos grupos se incrementó. Pero los hombres a pie no podían mantener ese ritmo y el grupo comenzó a disminuir su velocidad, con los hombres más débiles rezagados respecto a los más resistentes. Bantor estaba satisfecho. Había aprendido de Eskkar esa táctica de los guerreros de Alur Meriki. Si hubiera atacado enseguida a los hombres, se habrían agrupado para resistir. En cambio, si pensaban que podían escapar, seguirían corriendo, agotándose al mismo tiempo que se asustaban cada vez más.

Los hombres de Bantor se desplegaron en una amplia línea de unos cien pasos de ancho. El más rezagado de los fugitivos tropezó y cayó. Se puso de pie y continuó tambaleándose, pero sin poder mantener el ritmo. Se volvió hacia sus atacantes, espada en mano.

Los jinetes de Bantor se aproximaron. Sus grandes arcos no podían ser usados con eficacia desde las monturas, pero aun así podían dispararlos, aunque sin tensarlos por completo y sin poder apuntar con exactitud. Sin embargo, a tan poca distancia eso no importaba. Una lluvia de flechas partió hacia el hombre de Korthac, que cayó con el cuerpo erizado de flechas.

Otro rezagado murió de la misma manera. En ese momento los egipcios se dieron cuenta de que no podían escapar. Los últimos seis se detuvieron y se volvieron para enfrentarse a sus enemigos.

—¡Acaba con ellos, Klexor! —gritó Bantor. Después, con Naram-tanni, cada uno con un caballo de repuesto, trazaron una curva alrededor de los fugitivos y siguieron al galope.

Puesto que dos de los egipcios llevaban arcos, Klexor decidió no correr riesgos. Dio nuevas órdenes, la línea de acadios se compactó, y desmontaron a unos cien pasos de los egipcios. Tres de los hombres de Klexor se ocuparon de los caballos y los controlaron, mientras que el resto comenzó a disparar.

Los egipcios, agotados de correr durante todo el día y no acostumbrados a los arcos pesados, no acertaban con la distancia. Un arquero enemigo cayó con la primera lluvia de flechas. Otro tomó el arma del caído, pero los cinco arqueros de Klexor lanzaban una andanada tras otra contra ellos. Ambos arqueros enemigos cayeron derribados a la tercera ráfaga. La siguiente derribó a otros dos. Un egipcio se suicidó, dejándose caer sobre su espada antes que ser capturado. Los últimos tres, uno de ellos herido, se lanzaron contra sus atacantes y murieron: las flechas los alcanzaron mucho antes de que pudieran acortar la distancia.

Bantor y Naram-tanni se desentendieron de la pelea que se desarrollaba a sus espaldas. Siguieron avanzando, a galope tendido, tras los dos jinetes, ahora casi fuera del alcance de la vista. La distancia comenzó a acortarse. Los caballos de Bantor podían no estar tan descansados como los de Ariamus, pero las mejores monturas siempre terminaban en Akkad, y esos animales demostraron ser de mejor calidad que los robados. Cuando el caballo de Bantor comenzó a cansarse, lo hizo avanzar al paso y se pasó al segundo animal sin desmontar; entonces abandonó al caballo cansado para que lo recuperaran los hombres de Klexor y se lanzó al galope.

La distancia se había acortado a menos de trescientos pasos cuando uno de los caballos de los fugitivos tropezó y cayó a tierra. El jinete, distraído mirando a sus perseguidores, también cayó, golpeándose. Bantor vio la oscura piel del hombre y salió al galope.

—Mata al egipcio, Naram-tanni —dijo Bantor mientras pasaba al jinete caído y galopaba en persecución de Ariamus.

Naram-tanni detuvo su caballo a unos cien pasos de distancia, preparó una flecha y esperó, observando la situación. El egipcio parecía capaz y estar preparado, y Naram-tanni no quería desperdiciar flechas en un blanco esquivo. Decidió esperar: Klexor y el resto de los hombres llegarían pronto.

El egipcio desenvainó su espada y esperó, aguardando a que Naram-tanni avanzara. Pasados unos instantes, se dio cuenta de que el jinete no lo atacaba. De repente salió a la carrera, dirigiéndose directamente hacia el arquero que iba acaballo.

Antes de que el egipcio pudiera franquear la mitad de la distancia que los separaba, Naram-tanni dio media vuelta con su caballo y se alejó al trote, mirando para asegurarse de que se mantenía a distancia de él.

Agotado por la carrera, el egipcio se detuvo y esperó. Naram-tanni acercó su caballo hasta que la distancia fue nuevamente de cien pasos. Se detuvo y lo observó. Naram-tanni tenía tiempo de sobra, y el egipcio no iba a marcharse. Un sonido de los cascos se escuchó en la pradera y Klexor y otros dos hombres se acercaron, cada uno con un caballo de relevo.

—Los otros bandidos están todos muertos —dijo Klexor cuando llegó junto a Naram-tanni—. Cojamos a éste con vida.

—No creo que vaya a entregar su espada —dijo Naram-tanni.

—Hiérelo —ordenó Klexor, al tiempo que preparaba su arco—. Eso le hará cambiar de opinión.

Algo dubitativo, Naram-tanni desmontó. Le dio las riendas a Klexor y comenzó a avanzar.

El egipcio, decidido a vender cara su vida, volvió a atacar alzando su espada y gritando algo incomprensible.

Naram-tanni esperó hasta que el hombre estuvo a una docena de pasos antes de disparar. Su flecha buscó las piernas del hombre, pero el egipcio dio un salto al costado y el dardo pasó silbando. Sin embargo, sin dejarle que pudiera recuperar el paso, partió una flecha de Klexor, lanzada antes de que el egipcio pudiera acortar la distancia que lo separaba de Naram-tanni.

Herido en la pierna, el egipcio cayó. Se esforzó por ponerse en pie, pero la pierna no le respondió. Antes de que pudiera recuperarse, Naram-tanni, espada en mano, se le acercó. Con un golpe salvaje, Naram-tanni arrancó el arma de manos del egipcio.

Con la espada de Naram-tanni directamente sobre su pecho, el hombre, agotado y herido, se rindió. Naram-tanni mantuvo inmóvil al prisionero hasta que llegó Klexor.

—¿Cómo te llamas, egipcio? —Klexor puso su espada en la garganta del hombre, mientras Naram-tanni envainaba su arma, tomaba las riendas y se acercaba al prisionero. Empujó al egipcio y comenzó a atarle las manos por delante.

—Te he preguntado que cómo te llamas —repitió Klexor, presionando la espada contra el pecho del hombre lo suficiente para que sangrara y se le aflojara la lengua.

—Hathor, jefe de una treintena al servicio de Korthac.

—Hablas bien nuestra lengua, perro egipcio —dijo Klexor felicitándolo—. Y pronto habrás de ver a Korthac.

—¿Korthac está vivo? Pensábamos…

—Ah, está vivo. El señor Eskkar le partió la nariz, lo dejó medio ciego y le quebró una pierna. —Klexor rió cuando vio que el prisionero no le creía—. Él solo. Pelearon de hombre a hombre en las estancias superiores. A tu Korthac no le fue bien en la contienda.

Por primera vez, Klexor vio la derrota en el rostro del egipcio. Para entonces, el resto de los hombres los habían alcanzado.

—Sácale la flecha de la pierna y véndalo. Después móntalo a caballo. Puede que Eskkar quiera hablar con él. Así que asegúrate de que permanezca con vida.

Tomando su arco, Naram-tanni montó a caballo.

—Iré tras Bantor. Puede que necesite ayuda.

Klexor sonrió.

—Espérame.

***

Bantor avanzó sin pausa, observando cuidadosamente el terreno que tenía delante. Un mal paso, una pierna quebrada, y Ariamus podía escapar. La distancia ahora se acortó rápidamente, y el cansado caballo de Ariamus tropezaba con más y más frecuencia. Bantor vio que Ariamus miraba hacia atrás cada pocos pasos.

Cuando la distancia se acortó a menos de cien pasos, Ariamus se dio por vencido. Detuvo su agotado caballo y desenvainó su espada.

—Bien, ¿dónde está Eskkar? —gritó—. ¿Tenía miedo de enfrentarse conmigo? ¿O lo ha matado el egipcio?

A veinte pasos, Bantor detuvo su caballo y también desenvainó su espada; observó el vendaje ensangrentado en el brazo izquierdo de Ariamus.

—Eskkar está bien y te envía saludos. Me ha pedido que te llevara con vida, pero creo que preferiré matarte yo mismo.

—Aquí estoy, Bantor, esperándote. ¿O también tienes miedo? Ni siquiera tu esposa tenía miedo. Ella se puso de rodillas rápidamente, suplicante.

—Tu caballo está acabado, Ariamus. Lucharé contigo a pie. Si ganas, puedes quedarte con mi caballo antes de que lleguen mis hombres. En caso contrario, esperaré y te derribaremos como a un chacal, a flechazos.

Ariamus miró a su alrededor. No le gustaba la oferta, pero no tenía elección. Los hombres de Bantor no podían estar muy lejos. Se bajó del caballo. En un arranque de furia, Ariamus golpeó al sudado animal con la parte plana de su espada, y el sorprendido animal se alejó unos pasos antes de volver a detenerse, con las patas separadas y resoplando por la nariz.

Bantor dejó caer el arco y desmontó. Soltó las riendas y se acercó hasta el antiguo capitán de la guardia.

—Eres aún más estúpido que Eskkar —dijo Ariamus, mostrando los dientes en una sonrisa feroz—. No hubo día en el que pudieras derrotarme con una espada. —Con un grito de furia, Ariamus acortó la distancia blandiéndola en alto para engañarlo, para luego bajar el filo hacia las piernas de Bantor.

Bantor dio un paso hacia un lado, dejando que la espada de Ariamus pasara a un palmo de distancia, y respondió con un golpe.

El impacto del bronce contra el bronce se oyó por la pradera, asustando a una bandada de pájaros, que salió volando. Ariamus peleaba con la desesperación de un animal herido que intenta escapar de una trampa, decidido a deshacerse de su oponente; sabía que el resto de los hombres de Bantor estaban cerca. Si no hubiera estado herido, podría haberle ido mejor, pero Bantor detuvo cada golpe: conocía todos los trucos. Como todos los lugartenientes acadios en el asedio había practicado con Eskkar y otros guerreros durante meses.

En el momento en que se dio cuenta de que Ariamus se cansaba, Bantor lanzó una estocada abierta, lo que dejaba una apertura para su oponente. Pero cuando la otra espada brilló en dirección a su estómago, Bantor se hizo a un lado y golpeó, apuntando no al cuerpo de su enemigo, sino a su brazo armado.

Con un borbollón de sangre, el filo se hundió en el hueso del antebrazo. Ariamus gritó, y el arma cayó de sus dedos imposibilitados. Bantor no se detuvo. Otro golpe hirió a Ariamus en la rodilla, haciéndolo caer. Un mazazo sobre la clavícula se la destrozó. Luego una estocada baja al lado derecho le perforó el pulmón. Ariamus, sangrando por la boca, cayó de espaldas, los ojos desorbitados, incapaz, siquiera, de gritar de dolor.

De pie sobre su oponente, Bantor le escupió en el rostro. Apartó su espada y cogió la de Ariamus.

—Esto es por Annok-sur. Y por mí. —Cogiendo la empuñadura con ambas manos, Bantor alzó el arma y luego la dejó caer con todas sus fuerzas, hundiendo la punta en el bajo vientre del hombre, atravesándolo y clavándola en tierra. Esto hizo que Ariamus lanzara un prolongado grito que se repitió como un eco por la desierta campiña.

Bantor dejó la espada y observó mientras el antiguo capitán de la guardia de la villa de Orak moría desangrándose, retorciéndose de agonía, aferrándose a su propia espada con las manos cubiertas de sangre.