Capítulo 27

Drakis vio cómo Enkidu y sus hombres usaban las dos planchas de madera que sacaron del carro para trabar la rueda de éste, medio atravesado en la entrada, creando una barrera efectiva contra cualquiera que intentara entrar.

Satisfecho de que el carro no pudiera ser apartado a un lado fácilmente, Enkidu se volvió hacia él.

—¿Estás herido, Drakis?

—No, sólo sin aliento. ¿Puedes defender la base de la torre?

—Sí, por ahora. No podrán forzar la entrada con facilidad, si nuestros arqueros pueden cubrirnos desde arriba, desde la torre. Déjame cinco hombres y lleva al resto arriba.

—¿Serán suficientes para defender la posición?

—Más hombres sería incómodo —dijo Enkidu—. Y hemos encontrado algunas lanzas en un rincón.

Las lanzas podían ser incluso más efectivas que las flechas en un combate en un espacio reducido. Tras perder unos instantes preciosos para palmear afectuosamente a Enkidu en el hombro, Drakis se volvió hacia los escalones, mientras los hombres de Enkidu continuaban bloqueando y empujando, intentando encajar el carro aún más en la entrada de la torre. La rueda delantera estaba ahora casi completamente dentro de la entrada. Enkidu tenía razón. Incluso con muchos hombres, el carro no sería fácil de mover, especialmente si se defendía. Dos hombres estaban ya dispuestos con sus arcos, de pie a cada lado de la barricada, en busca de blancos. Otro había regresado con una brazada de lanzas que estaban reclinadas contra uno de los muros, listas para ser utilizadas.

—No los dejéis entrar, Enkidu. Avisa si necesitas ayuda.

Dejando cinco hombres con Enkidu, Drakis condujo a los demás escaleras arriba, advirtiéndoles que mantuvieran la cabeza baja cuando salieran a descubierto. Para su sorpresa, la oscuridad de la noche había dado paso a las primeras luces del alba y al mirar hacia el este pudo ver los rayos solares abriéndose camino por el firmamento, con el sol apenas por debajo del horizonte.

Las calles, a sus pies, permanecían oscuras, protegidas del naciente sol por la muralla y la torre. Una flecha le pasó siseando por encima de la cabeza. En la cima de la torre, Tarok, el segundo al mando de Drakis y veterano experimentado, había organizado a los hombres, y todos estaban agachados detrás del parapeto que daba hacia la torre opuesta.

—Hemos perdido dos hombres, Drakis. Uno ha muerto, el otro tiene una flecha en el brazo. Inutilizado. Pero hemos matado a cinco o seis de los suyos. Deben de ser los egipcios de Korthac. —Tarok lanzó una rápida ojeada sobre el parapeto, y luego volvió a dirigirse a su jefe—: ¿Qué está sucediendo abajo?

—Hemos bloqueado la entrada con un carro. Enkidu defenderá el acceso a la torre si podemos apoyarlo desde aquí arriba.

—Ya casi estamos listos para comenzar —dijo Tarok—. He esperado a que amaneciera, para poder verlos mejor. Serán blancos fáciles. Tú continúa vigilando a los de allí abajo.

Drakis miró hacia el este. Un brillo rosáceo iluminaba el horizonte, y el borde del sol se desplegaría en cualquier momento. Hizo una pausa para contar a sus hombres. Contándose él, tenía quince arqueros capaces.

En voz baja, Tarok explicó a los recién llegados lo que planeaba hacer. Entonces organizó a los hombres en dos grupos de siete, con las flechas listas, esperando la orden de atacar. Tarok preparó una flecha y se colocó con el primer grupo.

—Ahora —dijo Tarok. El primer grupo se puso de pie como un solo hombre, eligió sus blancos y disparó, agachándose tan pronto como lanzaron las flechas. En el mismo momento, el segundo grupo se puso de pie, las flechas ya prestas sobre los tensos arcos y los blancos ya elegidos antes de disparar.

La primera lluvia de flechas había causado confusión entre los hombres de la otra torre. Ahora la segunda, cuidadosamente dirigida contra cualquier blanco que se asomara, blancos que estaban a menos de treinta pasos de distancia, surcó el espacio sobre la puerta.

Drakis tenía bajo su mando a la mayoría de los mejores arqueros de Akkad, casi tan buenos como Mitrac y sus elegidos. Los arqueros de Drakis no tenían problemas en acertar con sus flechas en las cabezas de los enemigos a tan corta distancia, incluso con luz escasa. Escrutó por encima del parapeto. La primera lluvia podía no haber acertado en ningún blanco, pero la segunda mató a dos o tres enemigos. Nuevamente, el primer grupo se puso de pie, preparadas las flechas, pero no hallaron a nadie contra quien disparar.

Los soldados de Korthac podían ser bravos guerreros, podían incluso utilizar los mismos arcos que portaban los hombres de Drakis, pero los egipcios no habían practicado durante horas, a diario, durante meses. Hoy se enfrentaban a arqueros entrenados para lanzar flechas de forma coordinada, con fuertes músculos capaces de mantener el arco tenso y contar hasta cincuenta, si era necesario. Y lo que era más importante, los meses de entrenamiento habían logrado que los acadios estuvieran orgullosos de su habilidad, y no se acobardarían ante unos cuantos extranjeros con arcos.

Drakis vio que algo se movía en la otra torre y escuchó el chasquido de los arcos en el momento en que dejaban que siete flechas cruzaran el espacio entre ambas torres.

Los arqueros volvieron a agacharse y prepararon otra flecha. El segundo grupo tomó su posición sin decir una palabra, en busca de blancos. Pero no había blanco alguno, y Drakis lanzó un suspiro de alivio. Tal vez esto no fuera tan difícil.

—Tarok, ¿puedes mantener la torre vigilada con la mitad de los hombres? Necesito al resto para controlar la entrada y la puerta.

—Sí, por ahora. Si necesito ayuda…

—La tendrás —terminó Drakis. En un momento, puso a sus hombres en movimiento, dirigiéndolos hacia el fondo del parapeto, desde donde podía observar la plaza. Puesto que allí estarían expuestos al ataque desde la otra torre, dependerían de la protección que los hombres de Tarok pudieran ofrecerles. A Drakis no le agradaba luchar en estas condiciones, con un lado desprotegido, pero al menos los cubrían a los de la torre.

Mientras Drakis buscaba enemigos a sus pies, una flecha dio en la pared a unos centímetros de distancia de su cabeza. Debajo de él, un grupo de arqueros y hombres con espadas se reunían, aprestándose a atacar su posición, juntándose casi en el mismo lugar que Drakis había utilizado para lanzar su asalto.

—Tenemos que detenerlos, hay que impedir que fuercen el acceso en la entrada inferior —dijo Drakis, mientras alineaba a sus hombres a cada lado—. Apuntad primero a los arqueros. —Tomando su arco y preparando una flecha, lanzó una mirada hacia la otra torre.

—¡Ahora!

Se pusieron al mismo tiempo de pie y soltaron ocho flechas hacia los bandidos reunidos abajo. Algunos respondieron. Unas pocas flechas golpearon contra la pared, pero la mayoría huyó. Les llevaría uno o dos disparos calcular la distancia, y Drakis, como todo arquero, sabía lo difícil que era disparar hacia arriba. Sus hombres ignoraron el contraataque y continuaron disparando contra los guerreros enemigos, lanzando flechas con tanta velocidad como les era posible e intentando matar a cualquiera que tuviera un arco. Bajo un fuego tan rápido, los expuestos hombres de abajo se desperdigaron: algunos corrieron calle abajo, otros se ocultaron en casas o detrás de lo primero que encontraron.

Los acadios dispararon unas flechas más contra cualquier cosa que se moviera. Finalmente, Drakis no vio nada contra lo que disparar y bajó el arco mientras examinaba la plaza. No veía a nadie, pero sabía que su enemigo estaba reuniéndose fuera de su vista. Si hubiera capturado ambas torres, sus arqueros podrían haber barrido la calle con sus flechas. Nuevamente maldijo a los hados que no le habían permitido llegar antes. Con todo, agradeció a los dioses que fueran sólo bandidos los que habían defendido esa torre y no los guerreros del desierto de Korthac.

Se preguntó por Eskkar. A lo lejos, podía escuchar los aullidos y gritos de batalla que se elevaban y volvían a descender, la mayoría provenientes de la zona de los cuarteles. Con suerte, Bantor y sus hombres ya estarían en la ciudad. Si las cosas no le iban bien a Bantor, Drakis y sus hombres se encontrarían atrapados allí, sin posibilidad de escape. Apretó la mano sobre su arco. Pronto se enteraría. Ahora no había nada que Drakis pudiera hacer, excepto esperar el próximo ataque.

***

Takany vio que Ariamus y Hathor salían del patio y se alegró de deshacerse de ambos hombres. Si Ariamus sobrevivía a esa noche, si Hathor no lo mataba, Takany se juró ser él mismo quien los matara a los dos. Incluso si Hathor mataba a Ariamus, Takany decidió que también quería a Hathor muerto. Ese hombre ya había cuestionado sus decisiones con anterioridad, y ahora quería abandonar a Korthac. Takany sabía una cosa: había que defender la puerta. Sin el control de la puerta, no podrían impedir que entraran más tropas a Akkad. Ese Eskkar podía tener cientos de hombres fuera, esperando a que se abrieran las puertas.

Sacudiendo la cabeza, apartó a ambos hombres de sus pensamientos. En cambio, maldijo a los malvados demonios que habían atacado la casa por la noche, sorprendiendo a todos dormidos o distraídos en sus puestos. Esos acadios eran demasiado cobardes para desafiarlos a la luz del día, cuando sus hombres podían acabar con ellos con facilidad.

Mirando a su alrededor, Takany vio que los hombres que quedaban aún andaban buscando las armas y ajustándose las sandalias. Para satisfacción suya, con la cantidad de hombres en el patio reducida a la mitad, la situación mejoró. Los veinte guerreros que quedaban sabían lo que tenían que hacer. Pronto recuperarían la casa. Takany sabía que debía actuar con celeridad, antes de que algo le sucediera a Korthac, aunque en su fuero interno había empezado a pensar en su vida sin él.

Si esos mequetrefes habían matado a Korthac, Takany se haría cargo de Akkad, pensó maldiciendo a sus habitantes por el ataque. Mataría a tantos habitantes que ninguno de ellos se atrevería a volver a ponerse en pie.

Tras dejar a un puñado de soldados custodiando la puerta de la cocina para impedir que se escaparan por allí, Takany dispuso a sus hombres, haciendo avanzar al frente a quienes tenían escudos. Los lanceros los seguían detrás, y seis o siete arqueros formarían la retaguardia. Hathor se había llevado a la mayor parte de los arqueros. Éstos no serían de gran utilidad dentro de la casa.

—Una vez que comencemos —gritó Takany, yendo y viniendo frente a sus hombres—, no debe haber dudas. Dirigíos directamente al rellano y matad a quienes se crucen en vuestro camino. —Tomó aliento y, alzando su escudo, gritó—: ¡Ahora!

Seis hombres cogieron la mesa del patio. Se habían ubicado a unos pasos de la puerta. La levantaron y cargaron contra ésta, usándola como ariete y golpeando con todas sus fuerzas. La pesada mesa, construida con sólidos tablones, partió parte del marco con el primer golpe. Takany oyó gritos en el interior. Sabían lo que se avecinaba.

—¡Bien! —gritó Takany—. Volved a golpear.

Los hombres se lanzaron otra vez contra la puerta y el crujido de la madera se sumó a los demás ruidos. Al tercer golpe la puerta se abrió, partiendo la barra que la trababa y desplazando a un lado una mesa que los defensores habían puesto contra ella.

Las flechas volaron a través de la puerta partida. Uno de los hombres más cercanos a la puerta cayó de rodillas, con una flecha en el pecho. El resto de los hombres de Takany retrocedió.

—¡Escudos, poned los escudos delante! —gritó Takany.

Otros hombres avanzaron llevando escudos y espadas, listos a enfrentarse al peligro que sabían que esperaba al otro lado. Unos pocos llevaban los pesados arcos acadios. Una vez dentro, si podían hacer uso de sus armas, causarían estragos entre los defensores, atrapados en el rellano de la escalera.

—¡Al ataque!

Los hombres se lanzaron hacia delante, un ariete humano que arrancó del marco lo que quedaba de la puerta al entrar corriendo. Las flechas dieron en la cabeza de los dos primeros hombres que cruzaron la puerta, lo cual hizo que los egipcios titubearan apenas un momento. Sabían que el método más veloz para acabar con la batalla era entrar a la carrera y matar a todos, así que los egipcios ignoraron sus bajas.

De pie, fuera, Takany se aseguró de que el último de sus guerreros hubiera entrado antes de cruzar él la puerta. Alzando su escudo, Takany siguió a los guerreros, gritando para que avanzaran.

—¡Matadlos a todos! —rugió—. ¡Acercaos y acabad con ellos!

Sus hombres se hicieron eco de su grito, y las amenazantes palabras rebotaron contra los muros:

—¡Matadlos a todos!

***

Farfullando una maldición contra la estupidez de Takany, Hathor avanzó hacia la puerta del patio, empujando al último de los rezagados de aquellos a quienes había ordenado que fueran hacia la entrada principal. El muy tonto se había arrodillado para ajustarse la sandalia.

—Deja eso, pedazo de idiota —le ordenó Hathor, obligándolo a que saliera corriendo. Había enviado más de veinticinco hombres, más que suficientes para retomar la torre. A diferencia de Takany, Hathor estaba convencido de que Eskkar y sus hombres eran muchos menos de los supuestos «cientos» que Takany temía que estuvieran acechando al otro lado de la puerta. De ser así, Eskkar no se habría dejado atrapar dentro de la casa de Korthac. Con seguridad, Eskkar había entrado en la ciudad con unos pocos hombres esperando conseguir ayuda de sus habitantes.

Para cuando Hathor echó a correr, la mayoría de sus hombres ya habían desaparecido por la calle. Quiso alcanzarlos antes de que algo saliera mal. Doblando una esquina, Hathor y el soldado casi tropezaron con el cadáver de uno de sus hombres, que yacía en mitad de la calle.

Hathor aminoró el paso un momento y observó al muerto, pero un grito hizo que alzara la vista y viera a otros soldados suyos derribar a un acadio, cayendo ambos contra el muro de una casa.

—Mira, ha matado a uno de nuestros…

—Olvídalo —ordenó Hathor—. Vamos a la puerta. —Empujó con una mano al soldado para que siguiera y desenvainó su espada con la otra mientras se acercaba a los cuerpos. El egipcio caído parecía muerto o inconsciente, pero el peso de su cuerpo todavía aprisionaba a su sorprendido atacante. Hathor alzó su espada, pero alguien detrás de él dio un grito. Dándose la vuelta, vio a una mujer joven, cuchillo en mano, correr a su encuentro. Desequilibrado, intentó golpearla con su espada en la cabeza, pero ella esquivó el golpe y, pasando por delante de él, se arrojó sobre los cuerpos caídos, intentando proteger a su hombre. Se le había caído el cuchillo de la mano al abalanzarse sobre los cuerpos y ahora tanteaba el suelo, tratando de recuperarlo.

Aunque sorprendido por su coraje, a Hathor no le importó. Ambos morirían. Dio un paso y alzó la espada. Al hacerlo, la mujer lo miró, con los ojos desorbitados de miedo.

—En-hedu —dijo él, reconociendo a la talabartera de la calle de Korthac. Incluso recordaba su nombre.

—Hathor, ¡no! —Ella alzó el brazo para protegerse, a la vez que lo miraba a los ojos.

Decir su nombre no la salvaría. La espada cayó, pero en el último momento desvió la hoja, clavándola en el suelo a un dedo de distancia de la oreja de la muchacha, lanzando polvo de la calle sobre su rostro y sus cabellos. Se miraron durante un largo instante.

Hathor rompió el hechizo:

—¡Vuélvete a tu casa, tonta! —Esas palabras lo sorprendieron tanto como a En-hedu, que lo miró desconcertada y boquiabierta.

Luego una piedra, lanzada por alguien de la multitud, pasó por encima de su cabeza y se estrelló contra la pared. Unos pobladores se aproximaron gritando maldiciones y amenazas. Otra piedra dio contra la pared. No tenía más tiempo que perder. Maldiciéndose por ser un débil sentimental, salió a la carrera, en dirección a la torre.

Detrás de él oyó gritar a la multitud, que veía cómo el egipcio salía corriendo.

Aturdida, En-hedu lo observó partir, con el corazón aún latiendo agitado por el miedo. Sabía lo cerca de la muerte que había estado. Un hombre y una mujer se le acercaron y la ayudaron a levantarse. Le temblaban las piernas y apenas podía mantenerse en pie. Juntos apartaron al egipcio muerto, el que Tammuz había matado. En-hedu abrazó a Tammuz. Más gente se sumó al grupo y dos hombres ayudaron a Tammuz. La sangre corría por la sien de su amo. Una mujer los llamó desde la puerta de la casa más cercana y, en un instante, En-hedu y Tammuz se encontraron dentro del fresco recinto. Para Tammuz y En-hedu, la batalla había terminado.

***

Dentro de la casa de Eskkar, Mitrac disparaba flechas con la rapidez con que sus dedos podían sacarlas del carcaj y preparar el arco. El enemigo había irrumpido y los había empujado hacia el rellano de la escalera. Grond se encontraba en apuros en la base de la escalera. Una flecha se clavó en la puerta, después de pasarle a Mitrac cerca de la cara, y otra dio a uno de sus arqueros, más abajo. Mitrac oyó gritar a su hombre cuando caía escaleras abajo. Pero, forzado a subir, su espalda contra la puerta de los aposentos de Eskkar, Mitrac no tenía dónde ocultarse.

Sabía que su única oportunidad era matar a todos los arqueros egipcios antes de que lo mataran a él. Así pues Mitrac eligió cuidadosamente sus blancos, seleccionando primero a los arqueros enemigos, asegurándose de que no lanzaran flechas contra él, pero disparando tan rápido que él y sus dos hombres restantes parecían ser una docena. A pesar del apremio, las palabras de Eskkar siempre resonaban en sus pensamientos:

—Dispara contra los jefes, Mitrac, y sus seguidores perderán el entusiasmo.

Otra sombra bloqueó la entrada de la casa por un momento. Mitrac alzó la mirada justo cuando la entrada se despejaba. Un guerrero solitario, alto como Eskkar, estaba de pie detrás de los atacantes gritando con voz sonora y alentándolos, ordenándoles que avanzaran en su ataque.

Sin dudarlo, Mitrac cambió de blanco y, de apuntar al lancero que estaba a punto de matar, apuntó al jefe enemigo. El guerrero llevaba un escudo en alto, justo debajo de sus ojos. Sin pensarlo dos veces, la flecha salió del arco vibrante, y pasó un palmo por encima de la cabeza del afortunado lancero y por debajo del escudo alzado antes de clavarse en el vientre del hombre, junto a su cadera.

Antes de que la flecha hubiera dado en el blanco, Mitrac ya había dispuesto la siguiente, y mataba a un hombre con una lanza que intentaba ensartar a Grond a los pies de la escalera. Mitrac no vio al lugarteniente egipcio trastabillar contra el marco de la puerta y dejar caer su espada para arrancarse la flecha clavada en su vientre.

***

Con un grito de dolor y rabia, Takany se dobló en dos, intentando tirar de la pesada flecha que le mordía y le quemaba las entrañas, como si alguien le hubiera clavado una brasa ardiente en lo profundo del cuerpo. Se tambaleó desde la puerta hacia el patio, luego tropezó y cayó, rozando la flecha en el suelo, lo que le provocó otra punzada de dolor por todo el cuerpo. La agonía se apoderó de él, y gritó pidiendo ayuda, pero sus palabras desaparecieron en la confusión, mientras dentro de la casa sus hombres seguían peleando para poder subir las escaleras, la mayoría sin darse cuenta de que su jefe había resultado herido.

La boca le supo a tierra al tratar de llenar de aire sus pulmones. El dolor aumentó y le invadió un fuerte mareo. Tenía las manos cubiertas con su propia sangre, caliente como si brotara del fuego. Los dioses del abismo habían convocado a su espíritu, exigiendo su presencia. Takany sabía que estaba muriendo en un lugar extranjero, después de todas las guerras y todos los años de lucha, muriendo con el sabor extraño de una extraña tierra en la boca.

Abrió la boca para decir algo, pero ya no podía controlar la voz. A pesar de la creciente claridad de la mañana, sus ojos se resistían a ver. Dejó de moverse, aturdido de repente, y se sintió como cayendo desde una gran altura. Lo único que pudo hacer fue alzar la vista hacia el cielo, incapaz siquiera de parpadear, mirando cómo el amanecer se extendía sobre la ciudad. Sintió que la sangre le empapaba las manos y el estómago, que se le acumulaba entre las piernas, que la sangre de su vida se le derramaba en la tierra. Ése fue su último pensamiento.

***

Takany murió sin que sus hombres se dieran cuenta, peleando como estaban contra los pocos acadios que todavía se mantenían entre ellos y la puerta. Percibían que su resistencia se debilitaba y que sólo quedaban en las escaleras dos arqueros. La lluvia de flechas casi había terminado, puesto que los acadios habían prácticamente agotado sus carcajes. Paso a paso, los egipcios pugnaban por subir las escaleras, sintiendo que la victoria se encontraba al alcance de sus manos.

De repente, la puerta de detrás de los arqueros se abrió y un rectángulo de tenue luz iluminó el recinto. Los ojos de todos se alzaron para ver quién entraba. Una mirada bastó para responder el interrogante. Un guerrero alto y salpicado de sangre que sostenía dos espadas que brillaban en la creciente luz hizo su aparición, pasando por detrás de los arqueros y apuntando a los egipcios con una larga espada de jinete.

—¡Korthac ha muerto! —rugió el guerrero, inundando la habitación con aquellas palabras. La lucha se detuvo por un momento, lo suficiente para que el guerrero repitiera sus palabras—: ¡Korthac ha muerto!

Todos los egipcios se encogieron ante la voz, sabiendo que un mal presagio inundaba el recinto.

—Korthac ha muerto, y ahora moriréis vosotros.

No todos los egipcios comprendieron las palabras, pero todos reconocieron el nombre de Korthac y todos entendieron la verdad del mensaje. Korthac tenía que estar muerto, o él, y no ese demonio bárbaro, habría estado de pie frente a ellos.

El guerrero aulló algo ininteligible y a continuación saltó del rellano de la escalera prácticamente en medio de los egipcios, atacándolos con una furia que hizo que dos hombres fueran derribados en apenas un momento. Los acadios, ya sin flechas y a punto de ser derrotados, se sintieron renacer y comenzaron su propio contraataque. Descorazonados, los egipcios retrocedieron. Los dioses de la batalla se habían vuelto en su contra. Nadie quería enfrentarse a la muerte cierta que esperaba a quien se atreviera a desafiar a aquel oponente sediento de guerra.

En unos momentos, la habitación común quedó desierta, a medida que los egipcios se amontonaban y se empujaban pugnando por salir hacia el patio. El último hombre apenas había tenido tiempo de salir cuando alguien cogió la mesa que había caído a un lado tras forzar la puerta y la puso contra ella, bloqueando la entrada.

En el patio, menos de una docena de hombres de Korthac permanecían con vida, además de un número similar de hombres de Ariamus. Habían visto a Eskkar salir solo de la casa de Korthac, proclamando la muerte de su jefe. Un puñado de arqueros enloquecidos los habían expulsado de la casa, disparando flechas a un ritmo tal que parecían el doble de los que en realidad eran.

Los egipcios se gritaban unos a otros, en medio de la confusión. Entretanto, el nombre de Eskkar se dejaba oír por la ciudad, vitoreado por cientos de voces, un cántico incesante que llenaba las calles y se repetía como un eco por los tejados, rompiéndoles los nervios. Takany, en un charco de sangre, yacía muerto a sus pies, con una flecha clavada en el estómago. Hathor y Ariamus habían salido rumbo a la puerta de la ciudad. Nebibi estaba en los cuarteles. La mayoría de los oficiales estaban muertos.

Sin nadie que diera órdenes, los egipcios comenzaron a pelear entre sí. Algunos querían volver a atacar la casa, otros querían sumarse a Hathor en la puerta de la ciudad. Los más de ellos querían escapar. La muerte de Korthac los paralizaba. Korthac había sobrevivido a cien batallas. Si él podía caer muerto, ¿quién sería el próximo? Sin un jefe, comenzaron a dirigirse hacia la muralla y en un momento todos habían comenzado a correr. Corrieron por el patio hasta la calle, en dirección a las puertas de la ciudad. Antes de haber dado una docena de pasos, se toparon con Bantor y sus hombres, que avanzaban en dirección contraria.

***

La calle en la que se encontraba la casa de Eskkar resonó con los gritos de batalla de los acadios. Bantor condujo a sus hombres por la calle, con la espada ensangrentada brillando bajo el sol matinal; sus hombres, excitados, detrás de él. Los acadios que cargaban en primera línea no tuvieron tiempo de preparar los arcos; en cambio, sacaron las espadas de sus fundas y atacaron a los sorprendidos egipcios antes de que éstos pudieran formar una línea. Por un momento, el ataque de Bantor se hizo más lento, al tiempo que el bronce chocaba contra el bronce y los hombres maldecían mientras peleaban. Los hombres de Korthac aún eran más numerosos que sus atacantes.

Bantor, que peleaba encarnizadamente con un grueso egipcio, alzó la voz:

—¡Arqueros! ¡Apuntad a los rostros! —El arquero que estaba detrás de Bantor pudo finalmente hacer uso de su arco. La flecha casi le arranca la oreja a Bantor, pero el egipcio gritó cuando el dardo le entró por la boca y, herido, trastabilló hacia atrás.

Con un grito de satisfacción, Bantor avanzó.

—¡Apuntad a los rostros! ¡Matadlos a todos!

Otra flecha hizo blanco, luego otra. Las flechas lanzadas con rapidez y a corta distancia derribaban a los egipcios, mientras que Bantor y un puñado de hombres protegían a los arqueros del asalto. Las flechas, muchas de ellas dirigidas a los rostros de sus enemigos, hicieron que éstos perdieran el deseo de pelear.

Incapaces de acercarse a los arqueros, algunos de los hombres de Korthac abandonaron la lucha y comenzaron a retirarse por la calle. Prácticamente la mitad estaban heridos o muertos. El resto se desorganizó, dio media vuelta y salió a la carrera hacia el patio de la casa de Eskkar. Algunos pasaron de largo delante de la puerta de Eskkar, desapareciendo de la vista en una serpenteante callejuela, pero otros se lanzaron dentro, buscando protegerse. Antes de poder cerrar la puerta, una flecha derribó al último de los egipcios, ya herido, y el cuerpo muerto quedó bloqueando la entrada.

Bantor, con su rostro salpicado de sangre, empujó con su hombro la puerta a la vez que los egipcios supervivientes intentaban cerrarla. En un instante, el resto de los hombres de Bantor añadieron su peso y forzaron la puerta. Bantor entró tambaleándose, agachándose frente a un mandoble que le lanzaron y cayendo de rodillas. Antes de que su atacante pudiera recuperarse, Bantor había hundido su espada en el estómago de su contrincante.

Los arcos quedaron a un lado cuando los acadios consiguieron entrar, y las espadas entrechocaron unas contra otras. Superados en número por primera vez, los egipcios se resistieron, conocedores de su destino si eran derrotados; por un momento, detuvieron el avance de Bantor, y el chocar del metal se alzó por todo el patio.

—¡Eskkar! ¡Annok-sur! —aulló Bantor; sus palabras resonaban contra los muros de la construcción. Quería que los que estaban en la casa supieran que habían llegado refuerzos—. ¡Eskkar! —volvió a gritar, mientras redoblaba sus esfuerzos contra quienes se le oponían.

Las flechas comenzaron a derribar por la espalda a los seguidores de Korthac. La mayoría de los egipcios luchó hasta el fin, pero los que habían sido reclutados por Ariamus no tenían agallas para semejante lucha cuerpo a cuerpo. Huyeron, tirando sus armas e intentando desesperadamente saltar los muros del patio. Ansiosos por escapar, echaron a correr a través de callejas e incluso casas, en busca de cualquier atajo, siempre que los apartara de la lucha.

Bantor mató al último egipcio que se le enfrentaba. Mirando a su alrededor en el patio, sus ojos buscaban a Ariamus entre los muertos.

—¡Ariamus! —gritó—. ¿Dónde estás?

***

—Debe de ser Bantor —dijo Eskkar. El ruido de los hombres batallando en la calle se escuchaba con claridad incluso dentro de la casa—. Echad la mesa a un lado.

Con la ayuda de Mitrac, Eskkar desmanteló la improvisada barricada erigida hacía apenas unos momentos, mientras los dos arqueros supervivientes aguardaban listos detrás de ellos. Grond intentó ponerse al lado de Eskkar, pero se dejó caer en el suelo, debilitado por sus heridas. Mitrac preparó su arco a la vez que Eskkar levantaba su espada y, luego agachándose, apartó la mesa.

Una mirada bastó para que Eskkar supiera todo lo que necesitaba saber. El patio estaba repleto de hombres peleando. Algunos lanzaban gritos de guerra y otros de dolor por sus heridas, pero ahora más de la mitad de los combatientes lanzaban gritos de guerra acadios. Comenzó a avanzar, pero Mitrac lo agarró de la túnica.

—No, quédate aquí —dijo Mitrac, apartando a Eskkar de la puerta. Aquél permaneció del otro lado de la entrada y lanzó una flecha a la espalda de un egipcio que estaba de pie a unos pasos de distancia. Los otros dos arqueros se colocaron detrás de él, a los lados, y añadieron sus flechas, disparando por encima de la cabeza de Mitrac. De pie y con la espada preparada, Eskkar observaba mientras Mitrac y sus arqueros comenzaban la carnicería final, eligiendo los tres sus blancos cuidadosamente. Con cada tiro moría un enemigo, las flechas derribaban a quien todavía siguiera en pie.

Una voz se alzó por sobre el clamor.

—¡Eskkar! ¡Annok-sur!

Eskkar vio a Bantor dirigiendo el ataque, derribando con su espada a quien se le cruzaba en el camino. Unos pocos flechazos más desde la entrada y los egipcios salieron en desbandada, incapaces de soportar a los guerreros delante y a los arqueros detrás. El último de los enemigos salió corriendo, desesperado por escalar el muro del fondo antes de que una flecha lo derribara. Unos pocos intentaron resistir desde las habitaciones que había frente a la casa de Eskkar. Pero, sin puertas sólidas, las habitaciones de los soldados suministraban un refugio precario. Más hombres de Bantor aprestaron sus arcos y comenzaron a disparar a través de puertas y ventanas.

Abrumados por el número de enemigos, los pocos egipcios murieron o dejaron caer sus espadas, pidiendo clemencia, sus gritos de piedad apenas audibles bajo el rugido de los hombres victoriosos. Unos pocos regresaron corriendo a sus habitaciones, desesperados por reagruparse, pero la mayoría cayó de rodillas pidiendo clemencia, rogando que no los mataran, cualquier cosa con tal de evitar la muerte a manos de sus oponentes.

Eskkar salió al patio, Mitrac al lado, con una flecha lista en su arco, sus ojos en busca de enemigos. El patio aparecía cubierto de cuerpos, la mayoría de ellos con una flecha clavada en el cuerpo. Casi todos parecían ser egipcios. Bantor, con el pecho respirando agitadamente y los ojos salvajes por la locura de la batalla, finalmente reconoció a su jefe.

Bantor se quedó allí, con el brazo derecho ensangrentado y el rostro y el pecho también salpicados de sangre. Pero su sonrisa contradecía a la sangre, y alzó su espada en alto mientras sus hombres pasaban a su lado para acercarse a Eskkar. Su júbilo se transformó en un rugido ensordecedor cuando vieron a su capitán.

Terminada la lucha, por lo menos en la casa de Eskkar, los hombres, sucios, cubiertos de sangre y agotados, se miraron unos a otros bajo la brillante luz de la mañana. Sus voces se transformaron en un canto que aumentó de volumen, mientras los hombres vitoreaban: «¡Eskkar! ¡Eskkar! ¡Eskkar!», a voz en cuello. El cántico continuó hasta tal punto que Eskkar pensó que nunca terminaría. La mitad de la ciudad tenía que oírlos, y sabrían ahora que Korthac había sido derrotado.

Había que atender a los heridos y la lucha aún no había concluido. Eskkar vio a Klexor, que acababa de llegar a la casa y lo apartó de los soldados jubilosos.

—Ocúpate de esto —le ordenó Eskkar—. Organiza a los hombres y asegura el patio.

Sin perder en ningún momento la sonrisa, Klexor asintió y comenzó a aullar sus órdenes.

Eskkar cogió a Bantor por el brazo y lo condujo dentro de la casa. Mitrac ya estaba allí, curando las heridas de Grond. Cubierto de sangre, la mayor parte propia, el guardaespaldas de Eskkar parecía a punto de desmoronarse. La lucha había tenido lugar por toda la habitación. Los restos de la gran mesa estaban esparcidos por el piso y uno de los bancos había sido destruido. Pero Eskkar encontró uno intacto y lo enderezó mientras Mitrac y Bantor alzaban a Grond y lo recostaban sobre el mismo. La escasa luz era suficiente para distinguir al menos tres heridas.

—Busca a las mujeres y a los sanadores —dijo Eskkar—. Tienen que estar cerca. Que vengan de inmediato. —Se dirigió a uno de los hombres de Bantor—: Quédate aquí y cuida de la escalera. Trella y Annok-sur están arriba.

Bantor, con la espada ensangrentada en la mano, se aproximó.

—Annok-sur, ¿dónde está? ¿Está…?

—Está arriba, con Trella, custodiando a Korthac. Está bien, sólo un golpe en la cabeza —dijo Eskkar—. ¿Has encontrado a Ariamus?

—¿No está muerto? —La voz de Bantor se endureció y su cuerpo se puso rígido, desprendiendo la fatiga de sus hombros. Dejó de avanzar hacia la escalera—. Dile a Annok-sur que regresaré. Me llevaré a algunos hombres y empezaré a perseguir a Ariamus.

Los ojos de Eskkar se entrecerraron al escuchar el tono de voz de Bantor.

—No, Ariamus puede esperar. ¿Qué ha pasado con Drakis? ¿Sigue defendiendo las torres?

Bantor dudó, luego sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—Ve con tus hombres a la puerta principal —le ordenó Eskkar con voz firme—. Drakis puede necesitarte. Si alguno de esos egipcios escapa… —Vio que Bantor dudaba, y sacudió la cabeza—. Ariamus está herido. En una hora toda la ciudad lo estará buscando. Drakis te necesita ahora.

—¿No puedes ir tú?

—No, yo me quedo aquí. —Con Korthac en el piso superior y la casa tomada, Eskkar sabía que los soldados se dirigirían a donde él estaba, esperando recibir órdenes. Además, no quería dejar a Trella y a su hijo. Había dejado a Trella sola durante semanas; no tenía intención de volver a dejarla, y menos para dar caza a un grupo de extranjeros cazafortunas cuya causa estaba perdida.

—¡Malditos sean los dioses! —dijo Bantor con furia en la voz—. Iré a la puerta principal. Pero juro que Ariamus no se me escapará esta vez. —Bantor llamó a Klexor a gritos. Juntaron a sus hombres, casi una veintena, y salieron trotando por la calle en dirección a la puerta principal de la ciudad.

Mientras Eskkar se dirigía hacia las escaleras, Ventor, el sanador, entraba en la casa, con los ojos desorbitados al ver tanta carnicería y muerte. Su asustado aprendiz miraba nervioso a todas partes, siguiéndolo con cautela, llevando la caja de instrumentos de su maestro. Eskkar tomó a Ventor por el brazo y lo condujo escaleras arriba.

—Que tu aprendiz se ocupe de Grond. Tú atiende a Trella. Está arriba, herida.

Eskkar cogió la caja de instrumentos del aprendiz y con su otra mano llevó al sanador escaleras arriba, hacia la habitación de trabajo.

—¡Annok-sur! —gritó Eskkar, rompiendo con el sonido de su voz el silencio de la habitación—. Soy Eskkar. Abre la puerta.

Oyó la barra y luego el ruido al caer al piso. La puerta se abrió. La lámpara seguía ardiendo, pero el sol daba luz más que suficiente. El bebé había dejado de llorar, acunado y alimentándose en los brazos ensangrentados de su madre. Korthac yacía en donde Eskkar lo había dejado, todavía inconsciente. Annok-sur parecía débil, pero todavía mantenía el cuchillo de Eskkar sobre el cuerpo desmayado. Hizo un gesto de asentimiento a Eskkar y se acercó a los pies de la cama, para mantener un ojo sobre el egipcio.

Trella alzó su mirada hasta cruzarse con la de él. Parecía tener problemas para centrar la mirada, pero reconoció a Eskkar y sonrió.

—Ahora estás a salvo, Trella —le dijo, arrodillándose junto a la cama y tomándola de la mano—. Korthac ha sido hecho prisionero y sus hombres están siendo exterminados.

Ella asintió y su cuerpo pareció relajarse. Se formaron lágrimas en las comisuras de sus ojos.

—Quédate conmigo, Eskkar.

—No volveré a dejarte, Trella. Lo juro. Ahora dejemos que Ventor te atienda.

—¿Bantor está vivo? —preguntó Annok-sur, inclinándose hacia delante con ambas manos en la cabeza, sosteniendo todavía el ensangrentado cuchillo.

—Muy vivo —dijo Eskkar—. Ha salido en persecución de Ariamus.

—Mira a tu hijo, Eskkar —dijo Trella, llamándolo a su lado.

Ventor se acercó al otro lado de la cama.

—Deme al niño un momento, señora Trella. —Cogió con cuidado al niño en brazos y se lo entregó a Annok-sur. Ella le dio el cuchillo a Eskkar y luego estrechó al infante contra su pecho.

—Que Ventor te cure la herida, Trella —dijo Eskkar, acariciándole los cabellos.

Ella asintió y reclinó la cabeza en la cama.

—Mira a tu hijo.

Eskkar dio un paso hacia Annok-sur y observó al niño por un instante. El niño, las mejillas rojas y los ojos cerrados, se veía muy pequeño.

—Tiene muy buen aspecto, Trella —dijo Eskkar, sin saber qué decir.

Un quejido desde el suelo hizo que volviera su atención a Korthac, que seguía allí, inmóvil. Eskkar se agachó y agarró al hombre inconsciente de los hombros y lo arrastró desde el dormitorio y por el cuarto de trabajo hasta llegar a las escaleras. El soldado al que Eskkar había ordenado montar guardia todavía estaba al pie de las escaleras. En ese momento, dos de los sirvientes de la casa entraron por lo que quedaba de la puerta, moviéndose con prisa entre los cadáveres, los ojos muy abiertos ante tanta sangre y muerte.

—Sacad esta basura de mi casa —dijo Eskkar, dejando que Korthac cayera sobre el rellano.

Eskkar resistió la tentación de empujar a Korthac escaleras abajo. La caída podría matarlo y ésa sería una muerte demasiado sencilla.

—Que lo custodien tres hombres. Que permanezcan a un brazo de distancia del egipcio. Si les da algún problema o alguien trata de rescatarlo, matadlo.

El soldado asintió.

Eskkar llamó a los sirvientes y les dijo que trajeran mantas limpias, agua y todo lo que creyeran que Trella y Annok-sur pudieran necesitar. Se volvió hacia dentro, cerrando la puerta para amortiguar los ruidos del patio.

Annok-sur ni siquiera alzó la vista cuando regresó, simplemente se balanceaba, intentando calmar al bebé. Ventor había apartado la sábana de las caderas de Trella y se inclinaba para examinar la herida, manteniendo el rostro a centímetros del tajo todavía sangrante.

—Me temo que necesitará cambiar las sábanas cuando termine, señor Eskkar —dijo el anciano—. Debe de haber perdido mucha sangre durante el alumbramiento.

Otra mujer, una de las sirvientas, entró al cuarto, pero salió casi de inmediato cuando Ventor le pidió vendas y agua fresca.

Eskkar permaneció de pie, sin saber qué hacer. Quería preguntarle a Ventor si Trella viviría, pero sabía que no debía interrumpir al sanador con preguntas; el hombre se lo diría en cuanto lo supiera. El bebé comenzó a llorar y Annok-sur le susurró para calmarlo. Ventor comenzó a limpiar la sangre del costado de Trella, y Eskkar vio la herida causada por el cuchillo de Korthac. Tenía un corte por encima de la cadera.

La sirviente regresó con agua y vendas. Ventor lavó la herida, luego limpió la sangre del cuerpo de Trella antes de apretar un lienzo contra el corte.

—Todavía está sangrando por el parto, pero no mucho. La herida no es un corte demasiado profundo; no podrá caminar durante unos días, pero creo que se recuperará.

Eskkar lanzó un largo suspiro de alivio. Su esposa viviría. Eso era lo único que importaba.

La atención de Ventor calmó a Trella casi tanto como sus palabras. Cerró los ojos y pareció caer en un sueño liviano. El sanador trabajaba velozmente. Cortó una parte limpia de la sábana y la usó para vendar la herida de Trella. Luego lavó el resto de la sangre de su cuerpo.

Eskkar le entregó la segunda sábana y Ventor la cubrió delicadamente con ella, dejando sólo la cabeza y los hombros al descubierto.

—Necesita descansar unas horas —dijo Ventor—. Sabremos más entonces. Ahora iré a atender a los demás heridos. —Se puso de pie, se dirigió a Annok-sur y observó al pequeño—. El bebé parece saludable, aunque algo pequeño.

—El niño está bien, Eskkar —dijo Annok-sur, ignorando las palabras de Ventor—. Y también Trella. La herida no es profunda, aunque ha perdido mucha sangre.

Eskkar suspiró aliviado. Trella viviría y tenía un hijo. Había capturado a Korthac, derrotado a sus hombres y recuperado Akkad. Eskkar empezó a temblar, tanto como reacción por su preocupación por Trella como por la batalla. De pronto, sintió que le flaqueaban las piernas.

Annok-sur reconoció las señales. Haciendo un gesto de dolor por el esfuerzo, alzó al bebé hasta la altura de sus hombros.

—Salgamos, Eskkar. Aquí no puedes hacer nada. Déjala que descanse unos momentos, para que recupere fuerzas.

Echando una última mirada a Trella, Eskkar siguió a Annok-sur fuera del dormitorio, mirando por encima del hombro el pequeño rostro de su hijo. Por primera vez Eskkar sintió una oleada de orgullo. Había tenido un hijo, Sargón, quien llevaría no sólo el nombre de Eskkar, sino el de sus descendientes, aquellos que habrían de venir, a lo largo de los siglos. Esa idea le sorprendió. Para Eskkar el futuro siempre había sido como mucho los dos días que tenía por delante, pero ahora se extendía ante él, con el niño mostrándole el camino. De alguna manera, todo eso parecía más importante que la derrota de Korthac.