Capítulo 16
Pasaron cinco días más sin novedades, y ya había transcurrido una quincena desde la fiesta de Ishtar. El sol de la tarde había descendido sobre el horizonte, y En-hedu decidió guardar su mercadería una hora antes de lo habitual. Ese día, como todos los otros días y semanas anteriores, poco había ocurrido fuera de lo común. Los negocios siempre disminuían al caer la tarde, cuando la gente, cansada después de un día de trabajo, se preocupaba más de la cena que en comprar chucherías. Ella sólo había vendido un cinturón en todo el día, y eso antes del mediodía, a un comerciante al que se le había roto el suyo.
Había llegado a la calle con las primeras luces, justo a tiempo para ver a Korthac dirigirse al río, un poco más temprano de lo habitual. Pero volvió al mediodía, a su hora de siempre, a comer en privado. Korthac se había mudado a su nueva vivienda hacía dos semanas, unos pocos días después de la fiesta de Ishtar. Su nueva residencia consistía en tres pequeñas casas linderas, todas unidas, con la casa central algo más grande.
En-hedu había comenzado a vender sus productos en la calle de Korthac dos días antes de que tomara posesión de su nueva casa. Para cuando el egipcio se mudó, ella se había convertido en sólo otra mujer vendiendo mercaderías, exhibidas a pocos pasos de la esposa del granjero que vendía verduras. Al menos media docena de carros se ubicaban a diario en la calle, a veces bloqueando el tránsito mientras los vendedores movían y cambiaban de lugar sus artículos o los dueños se dedicaban un rato a cotillear.
Después de tantos días en su puesto, En-hedu conocía el nombre de cada uno de los diecisiete egipcios y hablaba con ellos cuando pasaban por allí, pero sólo si su señor estaba ausente. Pronto aprendió a no llamar la atención, y menos si Korthac andaba cerca. Nadie se atrevería a cruzar la calle ni tampoco a contestar a su saludo.
La única excepción a la regla era Hathor. Era un hombre serio que rara vez sonreía y ejercía de asistente principal de Korthac. O actuaba como guardaespaldas ocasional, dependiendo de la necesidad. Cuando Korthac salía de la casa, Hathor se hacía cargo y se pasaba el tiempo yendo de casa en casa, controlando a sus hombres y manteniendo el orden. Eso lo llevaba a la calle y, de vez en cuando, sonreía o saludaba con un gesto a En-hedu al pasar. En dos ocasiones le había comprado algo. Un cinturón una vez y una muñequera la otra. Había realizado otras compras para la casa, a veces en la calle, pero con más frecuencia en el mercado, donde había una mejor selección de productos.
Para su sorpresa, había aprendido muy bien el idioma local e incluso se animó a preguntarle por sus otros artículos. En-hedu trató de animarlo a conversar, pero él nunca se quedaba mucho tiempo ni hablaba mucho. A veces la saludaba con una inclinación de cabeza cuando pasaba, a menos que Korthac lo acompañara.
El jefe egipcio seguía tan elusivo como siempre. Después de la comida de mediodía, Korthac solía regresar a los muelles. Los botes que habían emprendido el viaje hacia Akkad al amanecer solían arribar por la tarde, y el comercio podía ser intenso hasta casi la noche. Ese día, sin embargo, Korthac se quedó en la casa. Después, hacia media tarde, dos hombres a quienes nunca había visto llegaron a la casa de Korthac. Los guardianes los reconocieron y entraron a la casa sin ser detenidos. Los extranjeros, hombres de aspecto duro y túnicas sucias, permanecieron menos de una hora y luego partieron, dirigiéndose hacia el río.
Mientras tanto, varios de los hombres de Korthac comenzaron a pasar de una casa a otra, y entonces la actitud de los guardias cambió. Los que estaban apostados en la puerta parecían mas tensos, y las rápidas sonrisas que a veces le dedicaban desaparecieron. Eso aumentó el interés de En-hedu aún más que la visita de los extranjeros. Cambió de idea respecto a marcharse un poco antes y comenzó a trabajar en otro cinturón, utilizando una pequeña aguja de bronce para el diseño sobre el blando cuero. El sencillo dibujo le ocupaba las manos mientras le permitía observar la calle en busca de cualquier cosa fuera de lo común.
***
—¿Dices que Ariamus ya está listo para cruzar el río?
—Sentado en un pequeño taburete, las palabras de Korthac sonaron duras en la pequeña cámara sin ventanas que utilizaba cuando deseaba absoluta privacidad.
—Sí, señor —respondió Rihat, sentado de piernas cruzadas en el suelo, frente a Korthac—. Todos los hombres están en sus puestos, ocultos en las colinas al otro lado del Tigris. Ariamus dijo que comunicara que podemos atacar hoy o esperar a mañana, si hace falta más tiempo.
—No, atacaremos hoy al atardecer, como teníamos planeado. ¿Estás seguro de que nadie ha visto a nuestras fuerzas?
—Nadie que haya quedado vivo, señor. —Rihat se relamió—. Ariamus ha sido muy cuidadoso. Viajamos la mayor parte de la noche y después nos ocultamos en las colinas. Sólo vimos a unos pastores cuidando a sus rebaños.
Korthac observó a Rihat detenidamente. Lugarteniente de Ariamus, Rihat parecía inteligente, aunque se mostraba nervioso ahora que veía a Korthac cara a cara. Tampoco es que eso significara nada. Korthac sabía que ponía incómodos a los hombres. Aquel hombre mostraba la fatiga de varios días de difícil viaje. Con el rostro cubierto de sudor, tomó otro buen trago de agua de su copa. Miró a Korthac y a Hathor, el único presente con ellos en la habitación.
—Escúchame con atención —dijo Korthac, vocalizando claramente—. Dile que cruzarán hoy, una hora antes de la caída del sol. —Mantuvo sus ojos fijos en Rihat, en busca de cualquier indicio de falta de atención o miedo—. Después se acercarán a la ciudad desde el sur y esperarán mi señal.
—Sí, señor. Takany y Nebibi nos lo explicaron todo. Se aseguraron de que todo estuviera preparado antes de enviarme.
Tanto Takany como Nebibi conocían el castigo por no obedecer exactamente las órdenes dadas. Korthac estaba más preocupado por Ariamus y sus hombres. Ellos representaban el factor desconocido y, si fracasaban, Korthac podía quedar atrapado en la ciudad.
—Señor, ¿quiere que regrese con Rihat, para asegurarme de que los hombres estén listos?
Hathor hizo la sugerencia con suficiente humildad, y Korthac consideró la pregunta por un instante antes de responder.
—No, te necesito aquí, Hathor. Rihat puede transmitir mis órdenes palabra por palabra a Takany y Ariamus. ¿No es así, Rihat?
El tono de voz de Korthac rezumaba amenaza y Rihat bajó los ojos al suelo.
—Sí, señor —respondió por fin cuando el silencio entre ambos se prolongó—. Como usted diga.
—Bien. —Korthac se permitió incluso una leve sonrisa para animar al hombre—. Serás recompensado cuando la ciudad sea nuestra. Ahora, regresa con Takany y diles que se aseguren de cruzar el Tigris sin ser vistos. Luego continuarán hasta la puerta del río y esperarán mi señal. No deben retrasarse.
Korthac hizo un gesto a Hathor, quien se levantó y tendió la mano a Rihat, ayudándolo a ponerse de pie. Los dos hombres salieron de la habitación, donde Korthac se quedó a solas con sus pensamientos. Seguro que fue Takany quien había sugerido esperar otro día. Querría que sus hombres descansaran. Sin duda, estaban todos exhaustos después de cuatro días de marcha forzada, en su mayor parte por la noche, para llegar a las afueras de Akkad sin ser vistos.
Sin embargo, Korthac sabía que alguien habría visto algo, y el rumor del paso de sus hombres llegaría, seguramente, por la mañana. Además, cuanto más tuvieran que esperar sus hombres más probable era que algo saliera mal, o que Takany y Ariamus discutieran sobre alguna cosa y corriera la sangre. Y en ese momento Korthac sabía que necesitaba a Ariamus y a sus jinetes más que a Takany, un tosco guerrero completamente fiel a su amo.
Hathor volvió a la habitación y se quedó en la puerta.
—Rihat y su compañero están ya de regreso, señor.
—Llama a Simut. Es hora de prepararse.
Hathor se marchó y volvió al cabo de unos minutos con Simut, otro guardaespaldas de Korthac que había mostrado su valor en muchas batallas a lo largo de los años.
—Busca a tus tres hombres, Simut —ordenó Korthac—. ¿Sabes qué hay que hacer?
Korthac había repasado las instrucciones con el soldado varias veces, así que no había necesidad de volver sobre los detalles.
—Asegúrate de que tienes tiempo suficiente para encontrar a Gatus y matarlo.
Simut asintió.
—Entiendo, señor. Morirá en la calle de regreso a su casa.
Habían revisado el plan para Gatus durante una semana. El capitán de la guardia terminaría sus funciones en los barracones o en el concejo; luego visitaría su taberna favorita para tomarse una jarra de cerveza y después regresaría a su casa antes de la caída del sol.
—Si algo sale mal, Simut —dijo Korthac—, si se da la alarma, tendrás que matarlo antes de salir de la taberna. Ese hombre debe morir, sin importar cuántos hombres pierdas.
—Sí señor, no le fallaré.
De todos los hombres de la ciudad, sólo Gatus tenía la experiencia y la presencia suficientes para actuar de centro aglutinador de la resistencia. Con todos los otros oficiales superiores fuera de Akkad, el resto de los soldados y los habitantes de la ciudad lo buscarían a él como jefe. Por tanto, el viejo soldado tendría que morir primero, para descorazonar a los soldados y al pueblo.
—Entonces serás bien recompensado cuando tengamos la ciudad. —Korthac se volvió hacia Hathor—. ¿Tú mantendrás abierta la puerta de la casa de Trella?
La casa de Trella, con su muralla y los soldados apostados dentro, sería fácil de defender, si se les avisaba con tiempo. Y Trella sería otra voz de la resistencia. Korthac prefería capturarla viva, de ser posible, pero, viva o muerta, la casa debía ser tomada antes de que se convirtiera en un lugar de resistencia para los habitantes de la ciudad.
Korthac había encargado esa peligrosa misión a Hathor. Éste sabía pensar y pelear, y era consciente de la importancia de hacerse con la casa.
—En cuanto Takany entre por el río, me uniré a ti en la casa, Hathor. Mantén la puerta abierta hasta que llegue.
—Sí, señor. La puerta permanecerá abierta.
—Entonces, esta noche, seremos los señores de Akkad —dijo Korthac. Miró a sus hombres. Ninguno mostraba signos de duda o miedo. Ya habían peleado junto a Korthac y éste siempre los había llevado a la victoria. Comprendían el plan y no tenían preguntas. Estaban listos—. Preparad a vuestros hombres —ordenó Korthac—. Es la hora.
***
En-hedu hizo como que no se daba cuenta de los movimientos de los hombres de Korthac, y siguió ofreciendo sus mercaderías a todos los transeúntes, siguiéndolos una docena de pasos por la calle, una excusa de lo más conveniente para moverse y observar la situación. El sol había empezado a ponerse en las colinas de occidente cuando vio que Hathor salía de la casa de Korthac acompañado de cuatro hombres; dos de ellos cargaban mantas enrolladas bajo sus brazos. A En-hedu eso le pareció extraño; nunca había visto a Hathor ir a ninguna parte con más de un guardia. Ella lo llamó, pero o bien él no la oyó o no tenía tiempo para conversar.
A aquella hora los negocios en los muelles estarían llegando a su fin, y seguro que no llegarían más botes tan próxima ya la caída del sol. En-hedu seguía pensando en lo que podía significar todo aquello, cuando Simut, otro de los guardaespaldas de Korthac, salió de la casa acompañado de tres hombres más. Otra vez, dos de ellos llevaban grandes fardos.
No estaba segura de lo que significaban esos movimientos, si es que significaban algo, pero sabía que debía avisar a Tammuz. En-hedu comenzó a guardar sus artículos de cuero expuestos sobre la gastada manta del carro. La manta también servía para transportarlos, y en unos pocos momentos se pareció a los bultos que llevaban los hombres de Korthac, sólo que un poco más corto. Utilizando dos correas de cuero desparejas, ató los extremos de la manta para cerrarla.
Su mente, sin embargo, continuaba funcionando. Habían pasado semanas sin que sucediera nada fuera de lo ordinario. Había demasiados egipcios por todas partes y su cambio de actitud la preocupaba.
Para cuando terminó de empacar sus mercaderías, escuchó algunas voces que hablaban en egipcio y, alzando la vista, vio a Korthac salir de la casa, acompañado por dos de sus hombres. Una vez más, uno de los seguidores de Korthac llevaba lo que parecía ser un bulto pesado, esta vez un poco más grande que el que llevaban los otros hombres.
En-hedu en ningún momento alzó la vista, ni siquiera cuando Korthac pasó a menos de un brazo de distancia de su carro. Vio sus pies a través de su cabello enredado y esperó hasta que desapareciera por la calle. La visión del taciturno egipcio la preocupaba. Se sintió tentada de dejar el carro, pero un carro abandonado podía llamar la atención. Lo mejor era guardarlo como hacía todas las noches, llevándolo por la calle hasta la casa de Ninbanda, donde estaría seguro. Pero antes de que pudiera comenzar a mover el carro, un cuarto grupo de egipcios salió a la calle.
Mirando sus pies, contó hasta cinco hombres. El número la sorprendió. Eso significaba que la casa ahora estaba vacía, con lo que hubiera dentro sin vigilar. En las seis semanas en las que En-hedu había observado las casas, Korthac nunca había dejado menos de la mitad de sus hombres dentro, cuidando su propiedad.
Este último grupo, sin embargo, no se dirigió al río. Fueron calle arriba, hacia el centro de Akkad. Observó sus espaldas por un momento; luego apoyó el cuerpo contra el carro, el cual, a regañadientes, comenzó a moverse con un chirrido de maderas contra maderas. En-hedu, ahora alarmada, usó toda su fuerza para mantener el carro en movimiento, sin importarle quiénes tuvieran que apartarse de su chirriante paso. Cuando llegó a la choza de Ninbanda, no se detuvo, sólo empujó el carro contra la puerta de la entrada mientras llamaba a la mujer para que lo guardara. En-hedu se dirigió deprisa por otra calle hacia la taberna.
Algo no iba bien. Se vio a sí misma corriendo, apretando el pesado bulto de mercaderías contra su pecho y esquivando a los pobladores cansados que regresaban del trabajo a sus casas. Respirando agitadamente, se volvió hacia la calleja que conducía a la taberna de Tammuz, esquivó a dos hombres que trataron de saludarla, empujó la puerta entreabierta y entró corriendo.
Kuri alzó la vista ante el ruido, pero ella no hizo caso de su habitual sonrisa.
—¿Dónde está Tammuz? ¿Está aquí? —Dejó caer el fardo, preocupada por que Tammuz estuviera vigilando la casa, o que hubiera incluso seguido al grupo de Hathor o de Simut.
Pero Tammuz salió de la recámara. Había escuchado el portazo y su voz excitada.
—En-hedu, ¿qué…? —Una mirada a la mujer lo silenció.
Ella lo empujó hasta el dormitorio y cerró la puerta. Manteniendo la voz baja, describió lo que había visto.
—Esos fardos… ¿cómo eran de grandes?
En-hedu extendió sus brazos.
—Los bultos que los hombres de Korthac llevaban eran más largos y gruesos.
—Mmm, no tan largos como para ser arcos. —Tammuz abrió los ojos—. ¿Espadas? ¿Podrían ser espadas?
—Sí, supongo…, aunque no oí ningún ruido metálico.
Maldiciendo en voz baja, Tammuz se puso el cinturón. Por la costumbre, En-hedu le ayudó a ajustárselo, y su miedo fue creciendo al verlo sacar el cuchillo de su funda.
—Voy a la casa de Eskkar a prevenir a Trella —le dijo—. Quédate aquí con Kuri.
Salió a la sala y luego de la taberna, moviéndose a la carrera.
En-hedu permaneció de pie, estupefacta. ¿Qué podía hacer Tammuz con un solo brazo sano y un cuchillo? Si hubiera problemas, él…
Ella entró en la sala. Uno de los clientes la vio y le pidió otra cerveza y algo para comer. En-hedu lo miró sin comprender, y luego vio a su compañero. Éste llevaba un cuchillo al cinto.
—Necesito que me prestes eso —dijo, moviéndose tan rápido que cogió el cuchillo de cobre con manchas de óxido verdosas del cinto del hombre antes de que éste cayera en la cuenta de lo que ella pretendía—. Kuri, quédate aquí. —Ella escondió el cuchillo en su vestido, apretándolo contra su cuerpo por el mango, sosteniéndolo por fuera con firmeza, y corrió en busca de Tammuz, haciendo caso omiso de las voces que la llamaban.
La gente llenaba las calles. Muchos ya habían cenado y estaban deseosos de algunas horas de tranquilidad antes de ir a dormir. Fruncían el ceño cuando En-hedu los empujaba y chocaba contra ellos al pasar, siguiendo el camino que ella sabía que Tammuz tomaría para ir a casa de Eskkar. El sol se hundía en el horizonte. Ya se apagaban los colores del día, reemplazados por las sombras grises que comenzaban a cubrirlo todo.
A esa hora del día le llevaría un tiempo llegar a la casa de Eskkar, y ella se apresuró todo lo que pudo, respirando agitadamente mientras se abría paso entre los caminantes. Para su sorpresa, antes de haber cruzado tres calles vio a Tammuz caminando a unos pocos pasos delante de ella. Aliviada, aminoró la marcha. Para mayor sorpresa, él se desvió de la calle que llevaba a la casa de Eskkar. Se preguntó qué podría haberle hecho cambiar de dirección. A una docena de pasos detrás de él, abrió la boca para gritar su nombre cuando…
—¡GATUS! —gritó Tammuz—. ¡CUIDADO!
El grito dejó a todos paralizados en la calle, pero sólo por un instante. Luego el sordo chocar del bronce contra el bronce destruyó la tranquilidad nocturna. Tammuz se lanzó hacia delante, sacando el cuchillo. En-hedu salió a la carrera, temerosa de lo que podía encontrar.
Una voz exclamó algo en egipcio, y ella oyó el grito de dolor de un hombre mientras llegaba a la intersección en donde Tammuz había gritado. Con apenas suficiente luz para ver, En-hedu reconoció a Gatus, su espalda contra la pared y la espada en la mano, que peleaba contra Simut y sus hombres. Un hombre, guardaespaldas de Gatus, yacía retorciéndose en el suelo, sangrando, sin que nadie prestara atención a sus gritos de auxilio.
Gatus, enfrentándose a tres hombres, estaba a punto de ser vencido cuando Tammuz se deslizó detrás de uno de los hombres de Simut y lo apuñaló con fuerza por la espalda. El hombre gritó, y En-hedu vio la sangre que le brotaba a través de la túnica. Simut vio el golpe, y tiró un mandoble hacia Tammuz, que lo esquivó. Aprovechando la oportunidad, Gatus pasó al otro lado, y golpeó al más próximo de sus atacantes. El golpe de Gatus lo hizo recular, lo que proporcionó al viejo soldado la oportunidad de agacharse y escapar. Pero antes de que pudiera hacerlo, el otro egipcio se lanzó contra Gatus e hirió al capitán de la guardia en el costado. Gatus le devolvió el golpe con el pomo de su espada con fuerza suficiente para empujar al hombre contra su compañero. Entonces Gatus, apretándose el costado, dio media vuelta y se alejó por la calle, perdiéndose en las sombras.
Entretanto, Simut se volvió hacia Tammuz para acabar con el joven que había malogrado la emboscada. Alzó la espada y avanzó hacia Tammuz, intentando herirlo en la cabeza. Tammuz se hizo a un lado mientras extraía el cuchillo de la espalda de su víctima. La espada de Simut no lo hirió, pero el egipcio había peleado demasiadas veces como para jugarse la vida en un solo golpe. Moviéndose con habilidad, Simut, tras fallar el golpe oblicuo lanzado a la cabeza de Tammuz, dirigió la espada contra su pecho. Tammuz, cuyo cuchillo no estaba a la altura del arma de su atacante, se retorció intentando evitar el golpe, pero perdió el punto de apoyo y tropezó.
Incapaz de equilibrar su peso, Tammuz cayó con fuerza sobre su brazo débil. Simut, con un gruñido de satisfacción, alzó su espada y lanzó un golpe descendente.
Antes de que el golpe pudiera ganar fuerza, el gesto asesino de Simut se convirtió en un silbido de dolor. En-hedu, llegando a la carrera, había sacado el cuchillo de su vestido y lo había hundido con toda su fuerza en la espalda de Simut un palmo por encima del cinturón, notando cómo se introducía hasta la empuñadura.
La puñalada dejó al egipcio paralizado. Por un momento permaneció de pie; luego, con un gruñido de dolor, volvió la espada contra su atacante, herido mortalmente pero todavía capaz de golpear. Antes de que Simut pudiera golpear, Tammuz se lanzó desde el suelo con su cuchillo y se lo clavó en las costillas.
Con una maldición incomprensible, el hombre cayó al suelo, pero golpeó ligeramente a En-hedu con la espada, aunque no con el filo, antes de que se le cayera de la mano. En-hedu sacó el cuchillo del cuerpo de Simut, notando cómo le corría la sangre caliente por el brazo, y se acercó a Tammuz para ayudarle a ponerse de pie. Gatus había escapado y sus otros dos atacantes habían salido en su persecución. Media docena de curiosos, asombrados y silenciosos, miraban boquiabiertos en la oscuridad a los tres hombres muertos o agonizantes frente a ellos.
Tammuz echó un vistazo a su alrededor, guardó el ensangrentado cuchillo en su funda y tomó a En-hedu de la mano. En un momento, también ellos desaparecieron corriendo entre las sombras, dejando a los asustados y sorprendidos habitantes preguntándose qué era lo que acababan de presenciar.
Cruzándose con paseantes distraídos, Tammuz guió a En-hedu por una calle, y luego cambió de dirección en otra. En-hedu miró hacia atrás, pero no vio nada. Después redujeron el paso a una marcha rápida. Nadie se fijó en ellos. A una manzana de distancia, el jaleo no se había oído.
—Tenemos que ir a casa de Eskkar —susurró Tammuz—. Trella necesita…
—¿Y Gatus? —En-hedu se percató de que todavía tenía el cuchillo en la mano. Lo guardó en el escote de su vestido, y se estremeció cuando la sangre aún caliente goteó entre sus pechos. Tuvo que esforzarse en apartar de su mente la imagen del rostro de Simut mostrando una mezcla de dolor y odio—. Lo he visto correr calle arriba, los egipcios lo perseguían.
—No podemos hacer nada por él —dijo Tammuz, moviéndose más rápidamente ahora que había recuperado el aliento—. O ha escapado o a estas alturas ya lo habrán atrapado. Tenemos que advertir a Trella.
En-hedu se dio cuenta de que habían regresado por donde habían venido y se acercaban a la casa de Eskkar. La calle daba vueltas y giraba, pero quedaba sólo un cruce entre ellos y su destino. Cuando ya divisaban la casa de Eskkar, se oyeron ruidos violentos que surgían de la puerta. Vieron a media docena de hombres peleando en el patio de la entrada. Tammuz comenzó a adelantarse, pero se detuvo cuando un grupo de egipcios lo empujó por detrás, haciendo que Tammuz y En-hedu se apartaran. Tammuz cubrió a En-hedu con su cuerpo y la mantuvo contra la pared. Ambos miraron horrorizados cómo docenas de soldados extranjeros, espada en mano, atacaban la casa de Eskkar. Antes de que Tammuz o En-hedu pudieran recuperarse del estupor y la sorpresa, los egipcios que les adelantaron corriendo habían arrollado a los acadios que defendían la casa de Eskkar.
***
Anteriormente, cuando Korthac dejó la casa poco antes del anochecer, pasó frente a la mujer que sus hombres llamaban En-hedu sin mirarla ni a ella ni a los otros vendedores. Acompañado sólo de dos de sus guardias, inspeccionaba con su mirada la calle en busca de cualquier señal de peligro, pero no vio nada fuera de lo ordinario. Como ya no se le consideraba un extraño, se abrió camino por las retorcidas callejas casi sin ser visto por la gente de Akkad. Los pocos que le miraron no percibieron el largo cuchillo que llevaba oculto bajo la túnica.
El mercado estaba casi desierto cuando Korthac lo cruzó y se dirigió hacia la puerta del río. En su camino se encontró con varios de los soldados de Akkad, la mayoría de ellos sin armas, y ninguno de ellos le prestó la más mínima atención. Korthac ya conocía su rutina. Habrían terminado sus obligaciones del día y cenado en los barracones. Ahora irían a sus tabernas favoritas a disfrutar de unas horas de esparcimiento antes de irse a la cama a dormir una noche más.
Al llegar a la puerta trasera de Akkad, Korthac la encontró entornada. Aunque ambas puertas debían haber estado cerradas a la caída del sol, la puerta del río con frecuencia permanecía abierta unas horas más. Los guardias habían cerrado una hoja, pero la otra seguía abierta. La gente continuaba entrando y saliendo, algunos yendo hasta el río a bañarse, mientras otros caminaban por la orilla, paseando o realizando negocios de índole personal.
Ardía una fogata al lado de la puerta, junto a un puñado de antorchas. Korthac vio a uno de sus otros cuatro hombres sentado contra la pared, pasando tan desapercibido como cualquier mendigo. El hombre alzó la mano derecha a modo de saludo y Korthac asintió. Esa señal significaba que todos los hombres estaban listos y en sus puestos. Korthac se fijó en que sólo dos guardias permanecían controlando el acceso, asegurándose de que no entraran extraños al anochecer.
La creciente oscuridad lo hacía difícil, pero Korthac contó a no menos de siete soldados junto a la puerta. Habitualmente un grupo de diez aseguraba la entrada, pero el número variaba y había noches en las que apenas cinco hombres atendían la guardia. Sin prisa, subió los escalones hacia el lado derecho del parapeto. Uno de sus guardaespaldas lo siguió, el que llevaba el fardo más largo, mientras que el otro se quedó abajo.
Arriba tres soldados montaban guardia, mirando hacia los muelles y a quienes entraban y salían. El jefe de la puerta se acercó a Korthac. Las órdenes estipulaban que solamente los soldados podían estar en la muralla, pero se podían hacer excepciones, sobre todo con un rico mercader que quisiera ver el río y al que no le preocupara deshacerse de unas pocas monedas.
—Saludos, honorable Korthac —dijo el hombre—, ¿en qué puedo ayudarlo esta noche?
Korthac había subido aquella escalera al menos una vez al día en las últimas semanas, para ofrecer, según explicaba, sus oraciones al dios del río. Cada rezo, siempre breve, terminaba con una moneda de cobre para el centinela.
—Saludos a ti y a tus hombres —respondió Korthac con una sonrisa—. Esta noche tengo que hacer una ofrenda especial a Enki, el dios del río, para agradecerle el envío favorable que me ha entregado hoy. —Korthac hizo un gesto a su guardaespaldas, quien se quitó el fardo que cargaba sobre el hombro y luego se volvió hacia el guardia—. ¿Podrías ayudar a mi sirviente con la ofrenda?
Los otros dos guardias, curiosos ante el nuevo ritual, se acercaron, mientras el guardaespaldas se arrodillaba para abrir el fardo. Korthac se puso detrás de ellos, con la mano en su puñal. Cuando abrieron el fardo, Korthac atacó, moviéndose tan rápido que apuñaló a los dos guardias antes de que pudieran reaccionar, y sólo se pudo escuchar el sonido de sus gemidos. El jefe de la guardia murió al mismo tiempo, con una mirada de sorpresa en el rostro, cuando el guardaespaldas de Korthac sacó una espada del fardo y se la hundió en el estómago. El hombre murió sin siquiera desenvainar su espada y, lo que era más importante, sin dar la alarma.
Poniendo a un lado los cuerpos, Korthac se agachó y tomó un arco corto, de jinete, de manos de su guardaespaldas. Bastó un momento para preparar una flecha, pero no hubo necesidad de usarla. Los guardias del otro lado de la puerta habían muerto, atacados por sus egipcios, quienes se habían acercado a los escalones mientras su líder los subía. Algunos de los muertos había gritado, pero no había habido ruido de armas. Sin embargo, algunos ciudadanos miraban sorprendidos preguntándose qué había sucedido, demasiado confundidos para entender lo que habían presenciado.
Korthac no se preocupó de ellos. Lo único que importaba era que no hubiera sonado la alarma, y a esas alturas uno de sus hombres tenía la trompeta a buen recaudo. Había más egipcios custodiando las dos calles que partían desde la puerta, listos para detener a cualquier mensajero que se dirigiera a las barracas de los soldados para ponerlos sobre aviso. Korthac se inclinó por encima de la pared y agitó el arco. No podía ver lejos en la oscuridad, pero sabía que sus hombres aguardaban lo bastante cerca como para advertir la señal y que se la transmitirían a los hombres de Takany y Ariamus. Mirando hacia el pozo de la puerta, vio al resto de los hombres ocupar sus puestos junto a la entrada, para asegurarse de que nadie intentara cerrar la puerta.
Desde la oscuridad, oyó el ruido de muchas sandalias acercándose y miró hacia atrás, hacia el lado del río. En el momento en que vio a sus hombres corriendo hacia la puerta, Korthac bajó los escalones. Takany y Nebibi condujeron al primer grupo de hombres sin detenerse. Cincuenta egipcios y un número igual de reclutas lo siguieron, todos a la carrera hacia el cuartel.
Ariamus, que conducía a otros cuarenta hombres, los siguió, haciendo una pequeña pausa para que Korthac y sus seis guardaespaldas egipcios lo alcanzaran. Korthac se había acomodado su espada y colocado un casco de bronce, ambos tomados del mismo fardo que ocultaba las espadas y el arco. Los invasores marcharon al trote, lo suficientemente rápidos para avanzar veloces, pero no para agotar a los hombres.
Las fuerzas de casi cincuenta hombres de Korthac se dirigieron directamente a la casa de Eskkar. Korthac tenía que hacerse con ella y sus habitantes sin demasiado esfuerzo. Había visto que la casa estaba sólidamente construida. Con el suficiente tiempo para prepararse, incluso un pequeño grupo de hombres podía resistir durante un tiempo. Su contingente tenía una mayor distancia que recorrer que Takany y los que se dirigían al cuartel, que estaba más cerca del río que la casa de Eskkar. Hathor estaría allí, con órdenes de esperar todo lo posible antes de atacar, para dejar que su líder llegara a tiempo.
La alarma sonó cuando aún les quedaba otra calle por atravesar. Korthac salió a la carrera, sus hombres apresurándose detrás. Giró por la calle de Eskkar. Una antorcha ardía junto a la puerta, y vio a un grupo de hombres peleando. Hathor y sus hombres tenían orden de mantener la puerta abierta. Se alzó un clamor desde detrás de la puerta del patio, otra trompeta dando la alarma en la oscuridad, por encima del ruido y la confusión. El ruido del bronce contra el bronce hizo saber a todos que la lucha continuaba, y dentro del cuartel de Eskkar los soldados buscaban sus armas y corrían hacia la puerta.
Dos de los hombres de Hathor murieron en la lucha, pero mantuvieron la puerta abierta lo suficiente para que los hombres de Korthac llegaran. Korthac se detuvo y les ordenó entrar. Ariamus fue el primero, saltando a través de la abertura, dando su grito de guerra. Korthac dejó pasar a una docena de hombres y luego los siguió, custodiado por los mismos dos guardaespaldas que lo habían ayudado a matar a los soldados en la puerta del río.
Otra antorcha ardía en el patio, iluminando los cadáveres desperdigados. Dos más de los hombres de Ariamus habían muerto al abrirse paso. El resto de los egipcios de Korthac formaron un grupo en torno a él. Korthac se apresuró por el muro hasta la casa. Ariamus había ordenado forzar la entrada si fuera necesario, y dos de sus hombres llevaban martillos y arietes con tal propósito. Si fuera necesario, meterían los arietes entre las tablas de madera y despedazarían la puerta.
Korthac vio que no serían necesarias las herramientas. La gruesa puerta estaba abierta. Se oían ruidos de pelea provenientes del interior de la casa, aunque éstos habían cesado cuando él alcanzó la entrada.
Ariamus, con la espada ensangrentada, lo recibió al cruzar el umbral.
—Están en las habitaciones superiores. Tendremos que forzar la puerta. —Dos hombres sacaron martillos de sus fardos y corrieron hacia las escaleras.
—Tal vez no. Traed otra antorcha. —Pasando por encima del cadáver de un soldado, Korthac entró y subió los escalones, para detenerse justo en el rellano. Golpeó la puerta con la punta de su espada—. Señora Trella —gritó—, dígales a sus hombres que abran la puerta. De otro modo tendremos que derribarla y matar a todos los ocupantes.
Le respondieron unos gritos y, del otro lado de la puerta, oyó que unos hombres discutían.
—Soldados de Akkad, la casa ha sido tomada. —Korthac esperó un momento, mientras que las voces de los hombres, maldiciendo, se escuchaban a través de la puerta—. Señora Trella, dígales a sus hombres que se rindan. Sus soldados están todos muertos, y más hombres míos han capturado el cuartel. No recibirán ayuda alguna. Si no quiere que mueran sus partidarios, abra la puerta.
Dejó que la discusión continuara unos momentos. No tenían alternativa. Tan pronto como se dieran cuenta de que nadie los rescataría, se rendirían. Los hombres de Korthac llenaban el patio, algunos ocupados ya en saquear los cuartos de los soldados. Detrás de la puerta, los defensores continuaban discutiendo, alzando la voz. Algunos querían resistir, otros hablar.
—Abra la puerta ahora, Trella. Necesitará mi protección para usted y su hijo.
—¿Dejará con vida a los soldados? —Su pregunta se oyó por encima de la discusión, que se acalló al sonido de su voz.
Korthac no detectó pánico en su voz, sólo aceptación de lo inevitable.
—Sí, como esclavos. Eso o la muerte.
No tenían alternativa y no le llevó mucho tiempo a Trella convencer a los guardias. Oyó el sonido de la mesa arrastrada por el suelo y, en un momento, la barra que retiraban de la puerta. Ésta se abrió y se pudo ver a Annok-sur de pie. A sus espaldas, cuatro hombres con las espadas preparadas. Korthac vio a otro hombre, herido, apoyado contra la pared.
—Dígales que bajen las espadas y salgan. Usted y la señora Trella permanecerán ahí.
—Dejad las espadas y obedecedle. —La voz de la señora Trella se oyó por detrás de los hombres.
No parecía temerosa, pero él pronto la haría cambiar.
Los soldados se miraron entre sí y luego dejaron caer al suelo las espadas, rindiéndose.
—Átalos, Ariamus. Necesitaremos buenos esclavos. —Korthac había sido sincero. Unas pocas semanas trabajando como esclavos bajo el látigo los dejarían más que dispuestos a sumarse a sus fuerzas. Con Eskkar muerto y olvidado, los guerreros entrenados se le unirían voluntariamente.
Korthac observó mientras Ariamus y sus hombres ataban las manos a los soldados, empujándolos escaleras abajo, junto con el resto de los prisioneros. En unos instantes, sólo quedaron en el cuarto Trella y Annok-sur.
—Le enviaré a sus sirvientes, Trella. Si quiere que sigan vivos, usted permanecerá en su cuarto.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Trella.
Desoyendo su pregunta, dio órdenes de registrar las habitaciones superiores y retirar todas las armas. Korthac dejó a seis de sus hombres vigilando a Trella, diciéndoles en egipcio que la mataran si alguien intentaba rescatarla.
Yendo a la planta baja, se encontró con Ariamus y Hathor, que estaban esperándolo.
—Acaba de llegar un mensajero de Takany —dijo Hathor, todavía sosteniendo una espada que goteaba sangre—. Ha tomado el cuartel y requisado todas las armas. Pero quedan hombres defendiendo la puerta principal.
Hathor había obrado bien, asegurando la entrada al cuartel de Eskkar. Con la captura por parte de Takany de los barracones de los soldados, el objetivo más difícil había sido alcanzado. La única resistencia real sólo podía provenir del cuartel. Con él tomado, la batalla había concluido. El principal objetivo de Korthac había sido asegurarse de capturar a Trella viva y sin daño, con el fin de poder utilizarla para obligar a los habitantes a obedecerle.
—Ariamus, deja a veinte de tus hombres aquí —dijo Korthac—. Llévate al resto y protege la puerta del río. Asegúrate de que ningún caballo abandone la ciudad. Vigila también los botes en el río. —Korthac se volvió hacia Hathor—. Lleva a tus hombres a la puerta principal. Retén a los soldados que queden atrapados allí. Pon arqueros en las murallas, para asegurarnos de que nadie salga de la ciudad. Cuando Takany llegue, llevaremos a nuestros hombres a la puerta principal y terminaremos con los restos de la resistencia. Después, podremos comenzar a cazar a cualquiera que haya escapado. Cuando salga el sol, la ciudad será mía.
***
Sin saber muy bien qué hacer, Tammuz y En-hedu permanecieron junto a otra docena de transeúntes e, incluso después de terminada la pelea, se quedaron viendo lo que sucedía. Junto a unas pocas docenas de aturdidos ciudadanos de Akkad, Tammuz y En-hedu habían visto a Korthac tomar la casa de Eskkar. Cualquier aviso que Tammuz pudiera haber dado habría llegado demasiado tarde. Para cuando hubiera convencido a cualquiera del peligro, los hombres de Korthac ya habrían atacado.
Justo cuando Tammuz decidió que lo mejor sería regresar a la taberna, unos hombres armados salieron de casa de Eskkar.
Tammuz y En-hedu, como todos los asustados pobladores, se apretujaron contra las paredes o en las casas cercanas mientras marchaban los egipcios de fieros rostros, muchos todavía con sangre en sus espadas. Después de que pasaran los invasores, con En-hedu aún agarrada a su brazo izquierdo, Tammuz los siguió, manteniéndose a cierta distancia. Cuando llegaron al área abierta frente a la puerta principal, él y En-hedu pudieron ver que los arqueros que estaban en las torres se habían negado a rendirse. Mientras miraban, las flechas volaban contra los invasores, empujándolos hacia el fondo de la calle.
—Espera aquí —dijo Tammuz, empujando a En-hedu hacia un portal. Él se deslizó tan cerca de la retaguardia de los egipcios como se atrevió. Escuchó a Hathor y a Korthac hablando, junto con otro hombre al que llamaban Takany, quien parecía ser el segundo de Korthac. Los tres hombres hablaron brevemente, siempre en egipcio, por lo que Tammuz no tenía ni idea de lo que decían.
Cuando Korthac terminó, Hathor volvió deprisa hacia la calle de la casa de Eskkar. Tammuz observó mientras Korthac y Takany apostaban a sus hombres para asegurarse de que ningún refuerzo pudiera llegar a la puerta o a las torres, y para impedir que los soldados que había dentro de ellas escaparan. Después Korthac se quedó allí esperando.
Al poco tiempo, Hathor regresó junto con una docena de hombres que portaban antorchas y escoltaban a la señora Trella, atadas las manos con una correa de cuero y acompañada de dos sonrientes egipcios que la sujetaban de los brazos mientras le metían prisa. La llevaron directamente a donde Korthac esperaba. Habló con ella, luego la abofeteó antes de agarrarla por las muñecas y retorcérselas hasta que ella lloró.
Satisfecho con la reacción de Trella, Korthac la empujó en brazos de Hathor.
—Llévala a la puerta —ordenó Korthac, hablando en acadio, para asegurarse de que Trella entendiera sus palabras—. Si los soldados no se rinden, mátala.
Sorprendido por la forma en que trataban a Trella, Tammuz vio cómo Hathor conducía a la señora Trella hacia el espacio abierto bajo la puerta.
—Soldados de Akkad —gritó Hathor, con una voz tan poderosa que resonaba en toda la zona—, si no dejáis vuestras armas y os rendís, la señora Trella morirá, y luego mataremos a todos los que ocupan las torres.
Tammuz vio a Hathor de pie al lado de Trella, un blanco fácil para la mayoría de los arqueros en la torre. Pero todos sabían lo que le sucedería a Trella si una flecha lo derribaba. Hathor esperó unos momentos y luego repitió:
—Por última vez…, rendíos ahora, y viviréis. —Empujó a Trella—. Dígaselo.
—Soldados, descended de las torres. —La voz de Trella llegó fácilmente a las murallas—. No os resistáis. Salvad vuestras vidas.
Tammuz sacudió la cabeza. Nunca había pensado que algo así pudiera suceder.
—Korthac es demasiado listo para salir a descubierto, donde una flecha podría derribarlo —dijo En-hedu viendo el espectáculo. Había desoído la orden de Tammuz de permanecer detrás y se había acercado a su lado—. Deja que sea Hathor quien corra el riesgo de morir.
—Esto está muy mal —dijo Tammuz—. Los guardias tendrán que rendirse.
—Deberíamos regresar a la taberna —susurró En-hedu—. Aquí no podemos hacer nada. Puede que empiecen a matar a todos los que estén en la calle.
—En cuanto vea qué sucede. Quiero asegurarme.
Se oyeron gritos desde las torres, pero el debate no duró mucho. Los veinte o treinta hombres, divididos entre las torres y cercados por unas tropas al menos cinco veces superiores en número, no tenían otra alternativa que rendirse. Sin armas, sin comida y sin agua, no podían resistir. A petición de Trella, depusieron las armas y bajaron de las torres.
Para entonces Tammuz había visto suficiente. Con toda la resistencia eliminada, comenzaría el terror.
—Salgamos de aquí antes de que comiencen los saqueos.
Apremió a En-hedu mientras empuñaba el cuchillo con fuerza a un lado. Pero no encontraron a ninguno de los hombres de Korthac, y pronto llegaron al establecimiento de Tammuz, oscuro como todas las casas de la calle. Nadie prendería la más mínima lámpara esa noche, temerosos de llamar la atención de sus nuevos amos.
Kuri, preocupado, les franqueó el acceso a la taberna, espada en mano, y puso la barra en la puerta después de que entraran. Sólo un leve brillo de las llamas del fogón iluminaba débilmente la estancia.
Tammuz miró hacia la sala, pero no vio a nadie.
—Los eché a todos y les dije que no volvieran hasta mañana —dijo Kuri—. Estarán bien ocupados, robando todo lo que puedan en medio de la confusión. —Usando un pedazo de loza, cogió una brasa de lo que quedaba del fuego y la llevó hasta el cuarto de Tammuz, donde prendió una lámpara de aceite.
Sopló en ella con suavidad, hasta que apareció una leve llama, lo suficiente para revelar la presencia de quien los esperaba.
—¿Qué está sucediendo allí fuera? —Gatus yacía en la cama de Tammuz, apretándose el costado con una mano, con la voz débil y traspasada de dolor. Su espada, aún ensangrentada, yacía al alcance de su mano.
En-hedu se abrió paso entre los hombres. Alzó la lámpara y la acercó a Gatus.
—Sostén la lámpara, Tammuz, mientras le miro la herida. —En-hedu le levantó la ropa, le apartó la mano y le examinó el corte que tenía justo encima de la cadera. Había atendido suficientes cortes y magulladuras en la talabartería, aunque nada tan profundo como aquello—. Sigue sangrando. Tiene el brazo y el costado heridos. El filo debió de atravesarle el brazo.
—Un brazo no es un buen escudo —dijo Gatus, dolorido—. Tú sólo véndamelo. Tengo que ir… en busca de mis hombres.
—No puedes ir a ninguna parte, Gatus —repuso Tammuz con una voz que sonó ronca en la pequeña habitación—. Trella ha sido capturada, el cuartel y las puertas, tomados. Todos los soldados han sido hechos prisioneros, excepto los que han muerto. Korthac se ha adueñado de Akkad.
—¡Korthac! Ese perro egipcio…
—Para el amanecer, la mitad de los hombres de Korthac te estarán buscando. Simut debe de haber dado órdenes de matarte. Pero fuimos nosotros quienes lo matamos a él y a uno de sus hombres. Los egipcios querrán vengarse. Te querrán a ti, o tu cadáver.
—Así que fuiste tú. Gracias por aquel golpe, Tammuz —dijo Gatus—. ¿Fue Kuri quien te enseñó a pelear?
—Agradéceselo también a En-hedu. Ella nos salvó a ambos.
Gatus miró confundido a En-hedu, por lo que Tammuz le relató la pelea y le describió la muerte de Simut mientras En-hedu limpiaba las heridas del soldado.
—Puede quedarse aquí —dijo Kuri—. Quiero decir…, está sangrando mucho.
—Buscarán en todas partes, también aquí —dijo Tammuz—. Tenemos que buscar otro lugar.
—Lo esconderemos aquí, en el tejado —dijo En-hedu. Cortó un pedazo de lienzo por la mitad y se volvió hacia Kuri—: Ayudadme a levantarlo.
Cogieron a Gatus de los hombros, lo suficiente para que ella pudiera pasar la venda por debajo. Utilizó otro pedazo de lino para hacer más grueso el vendaje y lo ató con fuerza alrededor de la cintura. Después le vendó el brazo.
Enderezándose, miró a los dos hombres.
—También buscarán aquí, pero no se subirán al tejado. Podemos distraer a cualquiera que venga a registrar si es necesario, y asegurarnos de que no revisen con mucho cuidado. Puede quedarse ahí escondido todo el día o, por lo menos, hasta que hayan venido y se marchen de nuevo.
—¿Todo el día al sol? Se asará…
—Le daremos una manta para que se cubra —dijo—. Y un poco de agua. Con suerte, no lo encontrarán allí arriba. Después de que hayan registrado, podremos bajarlo. —En-hedu miró a Gatus—. Necesita un curandero, pero eso tendrá que esperar al menos hasta mañana por la noche.
—He estado al sol antes —afirmó, mirándolos uno a uno en la tenue luz—. Un día más no va a matarme. —Se atragantó al reírse de sus propias palabras.
El tejado sobre sus cabezas, la parte sólida, tenía un espacio plano los suficientemente grande como para que dos personas se tumbaran. Pero lo que parecía el final del tejado era en verdad una falsa pared que ocultaba un pequeño nicho donde Tammuz, al igual que el dueño anterior, había tenido ocasión de esconder, por un tiempo, mercaderías robadas. Habría que apretujar a Gatus en el escondrijo, pero estaría fuera de la vista y bien escondido.
—Tendremos que subirlo antes del amanecer, para que nadie lo vea —dijo Tammuz—. Si lo encuentran…
—Tú y En-hedu debéis iros a un lugar seguro —propuso Kuri—. Salid de la ciudad. Yo me quedaré aquí con Gatus.
—No, no nos iremos —dijo En-hedu con voz decidida—. ¿Por qué íbamos a abandonar nuestro negocio? Sería sospechoso. Para nosotros no cambia nada quién gobierne Akkad. Nosotros deberemos decirles a todos que nos alegra que Korthac haya tomado la ciudad.
Tammuz la miró fijamente. Nunca había escuchado semejante dureza en su voz.
—No sabemos cuántos hombres tiene Korthac. Pueden saquear y violar a todos en la ciudad antes de irse.
—No van a irse a ningún lado —dijo ella, hablando con convicción—. Korthac habría atacado hace varias semanas si hubiera querido sólo saquear y huir.
—Si se quedan…, habrá violaciones…, las mujeres…, no habrá ningún lugar seguro. —Tammuz la miró, su rostro lleno de preocupación.
Ella acarició el brazo de Tammuz.
—Así que mejor nos quedamos aquí.
—No dejaré que te hagan daño esos hombres, En-hedu. Te juro…
—Tenemos nuestros cuchillos —dijo ella—, si hiciera falta.
—Y mi vieja espada —dijo Kuri, palmeando su cinturón.
Se miraron unos a otros en la tenue luz. En-hedu alzó los brazos y puso las manos sobre los hombros de los dos amigos.
—Está decidido entonces. Nos quedamos y esperamos el regreso de Eskkar. Y sobreviviremos.
***
Mucho antes de la medianoche, las últimas escaramuzas por Akkad habían terminado. Korthac se sentía lo suficientemente seguro como para apostar la mitad de sus hombres en las puertas y dejar que el resto durmiera un poco. La lucha más intensa había tenido lugar en el cuartel. Algunos soldados se las habían ingeniado para sacar los arcos, y Takany había perdido una docena de egipcios y casi veinte de los seguidores de Ariamus habían muerto.
Tomar el cuartel les había asegurado la ciudad y capturar a Trella había hecho que la victoria fuera completa. La mayoría de los soldados de Akkad estaban en las tiendas de vinos y en las tabernas, y habían cogido a los demás por sorpresa. Tan importante como los hombres, el cuartel capturado contenía casi todas las armas de los soldados: los arcos, las espadas, los cuchillos y las hachas necesarias para defender la ciudad. Con los barracones y la casa de Eskkar ocupada, el resto de los soldados se había dirigido a la puerta principal, intentando reunir allí sus fuerzas.
Durante un tiempo, los soldados bloquearon las entradas a las torres, pero, sin nadie que los dirigiera, no tuvieron otra opción que rendirse. Unos pocos se descolgaron por la muralla y escaparon a través de los campos, pero Korthac no se preocupó por ellos: Ariamus enviaría hombres en su persecución por la mañana.
El amanecer trajo una nueva era a Akkad. Nadie salió de sus casas, acurrucados de miedo en su interior, mientras que los hombres de Korthac merodeaban por las calles, robando en los negocios y en casas al azar, emborrachándose y violando a las mujeres. Después de permitir que el saqueo tuviera lugar durante la mayor parte de la mañana, como recompensa a sus hombres, Korthac impartió órdenes a sus egipcios y pronto tuvieron a los habitantes de la ciudad y a los rufianes de Ariamus bajo control.
Las ejecuciones comenzaron antes del mediodía. Cualquiera que hubiera insultado a Korthac durante su estancia en la ciudad murió, así como cualquiera que hubiera hablado en contra del nuevo líder. Los nobles y los principales mercaderes, convocados en el mercado bajo amenaza de muerte para ellos y sus familias, juraron lealtad, de rodillas, a Korthac. Éste promulgó una serie de órdenes, la primera de las cuales establecía que todos tenían que entregar cualquier arma que tuvieran en su posesión, de inmediato.
Cualquiera que fuera poseedor o portara una espada o un arco sería ajusticiado inmediatamente, junto con su familia. Cualquiera que hablara de Eskkar o Trella perdería la lengua. El proceso de enseñar a los ciudadanos de Eskkar su nuevo lugar en el mundo de Korthac había comenzado.
Korthac volvió a la casa de Eskkar a media tarde, cansado y hambriento. La larga noche y la agitada mañana lo habían agotado, pero todavía quedaba una tarea por concluir. Acompañado de Ariamus, subió las escaleras hasta los aposentos de Trella. Sus guardias se hicieron a un lado cuando él entró a la habitación. Annok-sur y Trella se levantaron de la cama en cuanto él entró, Annok-sur con el brazo alrededor de los hombros de Trella. La habitación parecía caldeada y el olor a miedo y a sangre persistía en las paredes.
—Confío en que se encuentre bien, señora Trella —Korthac mantuvo la voz en un tono cordial y sonrió ante su turbación.
—¿Qué es lo que quiere…, honorable Korthac? ¿Por qué ha…?
—Sea lo que sea, lo tendré, señora Trella, y usted no volverá a interrogarme sobre nada. Ahora me pertenece, igual que Akkad. Sígame.
Pasó hacia el otro cuarto. Sus hombres habían vuelto a poner la gran mesa en su sitio, y él permaneció de pie a su lado. Trella se acercó, dando un paso hacia el cuarto de trabajo, con Annok-sur ligeramente detrás de ella.
—Ven. Arrodíllate ante tu nuevo amo.
Trella dudó.
—Honorable Korthac…
Moviéndose rápidamente, cogió a Trella por los cabellos y la arrastró hasta la mesa. La empujó contra ella y luego le abofeteó el rostro.
—Eres mi esclava, Trella, por todo el tiempo que decida dejarte vivir, y te dirigirás a mí como «señor». ¿Has entendido?
Ella se llevó la mano a la mejilla y asintió.
—Sí…, señor.
Annok-sur entró en el cuarto de trabajo, pero Korthac se volvió hacia ella.
—No te he ordenado que te movieras. —Se dirigió a Ariamus—: Mátala si sale del dormitorio.
—Quédate dentro, Annok-sur —dijo Trella—, no salgas…
Korthac se volvió hacia ella:
—Ya no das órdenes a nadie. —La golpeó nuevamente, más fuerte esta vez; la sangre brotó de su boca y ella cayó de rodillas tanto por la fuerza del golpe como por la orden de que así lo hiciera—. Si vuelves a hablar sin que se te pida, si no obedeces hasta la última de mis órdenes, te arrancaré el hijo de tu vientre y lo echaré al fuego.
Sonrió mientras ella se erguía, aunque todavía de rodillas. Por un momento estuvo tentado de que ella lo complaciera en aquel mismo momento. Sería una humillación adecuada, en una habitación llena de extraños. Pero esas cosas podían esperar, y él estaba demasiado cansado para disfrutarlo de manera apropiada. Además, cada día que pasara aumentaría su vergüenza.
—Mantenedla en estas habitaciones. La puerta ha de quedar abierta. Que no vea a nadie, que no hable con nadie. Si se queja u os causa problemas, matad a sus sirvientes delante de ella; uno por uno, empezando por Annok-sur.
Cuando bajó la mirada hacia ella, vio la pequeña cinta de cuero que le colgaba del cuello. La cogió, sacando la moneda de oro de entre sus pechos.
—Ya no necesitarás más oro, señora Trella. —Con un tirón, cortó el cuero; luego alzó la moneda hasta sus ojos. Era una moneda común, con la marca de Nicar y una muesca. Korthac lanzó la moneda a uno de sus hombres. Le satisfizo quitársela. Obviamente la moneda significaba algo especial para ella y, ahora, también la había perdido. Aprendería pronto que nada tenía, que no era nada.
Alargó la mano y pasó los dedos por los cabellos de Trella, disfrutando de su textura. Gradualmente apretó el puño hasta que le hizo levantar la cabeza, apartando el pelo de su rostro, los ojos desencajados por el dolor. Cuando ella comenzó a gemir, relajó la mano y luego apartó gentilmente los mechones de pelo de sus ojos. Sí, le daría mucho placer antes de que terminara con ella.
***
Trella estaba sentada en la cama, intentando pensar. En menos de un día, Korthac se había apoderado de Akkad y establecido su posición como líder de la ciudad. Había matado, capturado o forzado a ocultarse a los poderosos arqueros de Akkad. Ella se había convertido en prisionera, peor, en esclava, sólo que esta vez tenía un hijo que nacería en el plazo de unas semanas. Las últimas noticias que tenía de Eskkar habían llegado tres días antes, informándola de nuevo de que pensaba permanecer en el norte un poco más.
Apretó con furia los puños, rabiosa con su marido por tomarse sus placeres en Bisitun, mientras que Akkad y ella caían en manos de Korthac. ¿Cómo se atrevía a dejarla así? Él tendría que haber regresado hacía semanas para protegerla. Ella quería…, no, ella necesitaba a Eskkar, lo necesitaba para que los salvara a ella y al hijo que iba a tener. La idea de que él pudiera abandonarla a su suerte, darles la espalda a ella y a Akkad, la asustó. Pensó en la nueva mujer, y la imagen hizo que su furia aumentara. Tal vez él eligiera una nueva vida con su nueva concubina, tal vez eligiera evitar la lucha y continuar su vida en el norte. Esa imagen la torturó durante un interminable momento, hasta que recuperó el control de sus emociones.
«No», concluyó. Eskkar no la abandonaría. Aunque no fuera por otro motivo que su código de honor bárbaro, él regresaría a destruir a Korthac por lo que había hecho. Si es que estaba vivo. Trella sacudió la cabeza. Si él estaba muerto, no habría ninguna esperanza de escapar al destino que Korthac planeaba para ella y para el niño. Ella tenía que creer que él seguía vivo, que volvería a por ella. Tenía que aferrarse a esa idea.
—Tenemos que avisar a Eskkar. —Susurró Trella a Annok-sur, que estaba sentada a su lado—. Él tiene que saber cuán poderosa es la fuerza que Korthac ha reunido.
—No olvides que Bantor tiene que estar al llegar. Juntos los dos…
—Korthac no tiene miedo de Eskkar ni de Bantor, Annok-sur. ¿Has visto la cantidad de hombres que tiene? Conté tantos como pude cuando me llevaron a la puerta. Debe de tener por lo menos ciento cincuenta, tal vez doscientos. Más que suficientes para controlar la ciudad y detener cualquier alzamiento en su contra. Sólo Eskkar puede alentar a la gente a resistir.
—Suponiendo que todavía esté vivo —dijo Annok-sur.
—Tiene que estar vivo, o lo habremos perdido todo —replicó Trella—. Además, ¿cómo podrían matarlo en Bisitun, custodiado por Grond y rodeado de sus hombres?
—Tanto Korthac como Ariamus dijeron que Eskkar estaba muerto.
—¿Les crees? No dieron prueba alguna.
Su propia pregunta hizo que Trella se detuviera a pensar. La cabeza de Eskkar sería la prueba, o una docena de testigos de su muerte. Ella se tranquilizó, tratando de recordar las palabras exactas del egipcio y comparándolas con las que había oído vanagloriarse a Ariamus. Korthac había asegurado que sus hombres habían acabado con Eskkar en las calles de Bisitun, pero Ariamus había dicho que Eskkar y sus hombres habían muerto en una pelea. Esa leve diferencia podía no significar mucho, pero ella necesitaba algo que le diera esperanzas.
—Korthac sabe que Bantor está a punto de regresar —dijo Trella; su mente empezaba a pensar con más claridad—. Ariamus se ha apoderado de todos los caballos que ha encontrado y se ha marchado hacia el sur. Se encontrará con los hombres de Bantor en el camino, mucho antes de que lleguen.
—Bantor tiene muchos hombres, hombres adiestrados. No será tan fácil derrotarlos.
Trella sacudió la cabeza.
—No, Korthac debe de tener algún plan en mente. Si las fuerzas de Bantor son derrotadas, o incluso rechazadas, Korthac podrá dedicar toda su atención al norte. Está derrotando a las fuerzas de Eskkar poco a poco. Ése es su plan. —Tomó la mano de Annok-sur—. Temo por tu esposo.
—Ariamus verá que matar a Bantor es más difícil de lo que piensa. Bantor lo odia desde que…, desde tiempo atrás, cuando era capitán de la guardia. —Annok-sur rodeó a Trella con el brazo—. Y Eskkar tampoco es fácil de detener.
—Quería que Eskkar estuviera aquí, pero ahora… es mejor que se quede en el norte. Podría estar a salvo allí.
Ambas mujeres permanecieron en silencio un momento. Sus esperanzas de vida dependían de que sus esposos vivieran lo suficiente para rescatarlas.
—¿Hay algo que podamos hacer, Trella? Quiero decir, ¿podríamos matar a Korthac?
—Aunque pudiéramos, sus egipcios nos cortarían en pedazos y luego masacrarían a la mitad de la ciudad. Y yo he visto su rostro. Él usará cualquier pretexto para golpearme, y está buscando una excusa para matarte, porque quiere mantenerme asustada. No debes darle ninguna razón. No importa lo que me haga, quédate quieta. No lo provoques. Necesito que sigas viva. Prométemelo.
—Sabes lo que te hará. Querrá mostrarles a todos en Akkad que ahora le perteneces y que no eres nada salvo su esclava.
Trella se tocó el rostro hinchado; todavía sentía el ardor en la mejilla en la que Korthac la había golpeado.
—Haremos lo que Korthac quiera. Tenemos que seguir vivas, al menos por ahora. Dentro de unos días, si vemos que no hay esperanzas, entonces intentaré matarlo.
—Él utilizará al niño para controlarte.
—El niño tendrá que morir. Lo sé. Él no querrá ningún recuerdo vivo de Eskkar ni de mí. —Sacudió la cabeza ante esa idea—. Seré yo quien mate al niño, si es necesario. —Trella tomó la mano de Annok-sur.
—Tú también morirás. Con seguridad sabe qué papel has cumplido en la obtención de información. Tan pronto como se sienta seguro, entonces ya no nos necesitará. —Trella se encogió de hombros—. Tengo el cuchillo del parto, Trella, si fuera menester. Aunque preferiría cortarle el cuello a él.
En medio de la confusión, Trella había visto que Annok-sur deslizaba el pequeño cuchillo dentro de la lámpara. Pero el pequeño utensilio, un obsequio de Drusala para cortar el cordón umbilical, tenía un filo no más largo que un dedo de Trella.
—No es una gran arma contra Korthac —dijo Trella—, aunque podría servirnos para terminar con nuestras vidas. Guarda bien el cuchillo, Annok-sur. Tal vez tengamos que usarlo contra nosotras. Hasta ese día, obedeceremos a nuestro nuevo amo. Debemos permanecer vivas, por el niño, si no por otra cosa, y darle a Eskkar tiempo para juntar sus fuerzas. Mientras obedezcamos a Korthac al instante, mientras crea que le somos de utilidad, nos dejará seguir con vida un poco más.
—Entonces, nos arrastraremos ante el egipcio.
—Nos arrastraremos, Annok-sur. —Por costumbre, Trella buscó la moneda que había llevado al cuello desde que Eskkar se la diera. Su moneda de la libertad, la había llamado él. Ahora no estaba, otro la tenía, desaparecida como su libertad—. Nos arrastraremos, y esperaremos.