Capítulo 6
Al caer la tarde, Eskkar se reunió con sus lugartenientes y con los quince hombres elegidos para el ataque inicial. Habían tenido que esperar hasta que todos los granjeros se retiraran del campamento. Los soldados, cuidadosamente seleccionados, recibieron sus instrucciones y Eskkar utilizó las pocas horas antes de la caída del sol para asegurarse de que Sisuthros y los hombres supieran exactamente lo que tenían que hacer. Sólo después de que Eskkar estuvo satisfecho se reunieron en torno al fuego para la comida nocturna. Sin embargo, Eskkar continuó revisando los detalles del ataque durante la cena, hablando con cada hombre, asegurándose de que cada uno supiera su función. Finalmente, incluso Eskkar no pudo hallar falta en nada. Se retiró para tratar de dormir un poco, dejando dicho que lo despertaran cuando los hombres estuvieran listos.
El sueño llegó lentamente. Eskkar nunca había enviado a sus hombres a un ataque, nunca había delegado esa orden en otros. Siempre había conducido él esas incursiones. Enviar a otros a afrontar riesgos mientras él permanecía a salvo en el campamento le parecía poco varonil. Pero sabía que no podía arriesgar su propia vida en un ataque tan pequeño, así como sabía también que Sisuthros podía dirigir fácilmente a los hombres.
A medianoche, Grond despertó a Eskkar de un sueño inquieto. Sisuthros y sus hombres estaban preparados, cada uno de pie junto a su caballo. Eskkar tomó a Sisuthros por el hombro y luego se hizo a un lado mientras su lugarteniente dirigió a los primeros dos hombres fuera del campamento. El resto de los hombres se fue alejando, de dos en dos, después de contar lentamente hasta cien, para que los caballos no se pusieran nerviosos en la oscuridad y no comenzaran a relinchar o a hacer ruidos que pudieran alertar a cualquier oído atento en Bisitun. Eskkar sabía que los caballos hacían cosas extrañas de noche, que se asustaban por una sombra, la luna o incluso la brisa.
Cada hombre caminaría junto a su caballo media milla antes de montar y esperar a los demás hombres. Cuando todos los jinetes estuvieran reunidos, irían al paso con sus monturas durante otra milla antes de torcer hacia el norte.
El último de ellos desapareció en la noche, y nada le quedó a Eskkar por hacer, salvo esperar. No creía que Ninazu fuera a lanzar un ataque esa noche, pero Eskkar quería que sus hombres permanecieran alertas y preparados, por si acaso.
La luna había salido tarde y progresaba en su paso por el cielo estrellado. Los exploradores estacionados entre el campamento y la villa llegaban a intervalos regulares, todos informando de que no había actividad alguna por parte de los defensores de Bisitun. Eskkar caminaba de un lado a otro, controlando a sus hombres al pasar, urgiéndolos a permanecer vigilantes. El tiempo parecía demorar el paso de la luna por la noche, y él pensó que la mañana no llegaría nunca.
Unos momentos antes del amanecer, se escuchó el sonido de los cascos de unos caballos, provenientes del sur. Aunque se los esperaba, los centinelas dieron la voz. Sisuthros se anunció en voz alta, y los caballos comenzaron a avanzar despacio hasta quedarse a unos cien pasos del campamento. Eskkar dio la orden y los soldados encendieron antorchas que revelaron a un sonriente Sisuthros conduciendo a su caballo de regreso al campamento.
Cuando Sisuthros y los demás entraron, Eskkar lo cogió por el brazo y se lo llevó a un aparte.
—¿Ha salido todo bien? Desde aquí no hemos oído nada.
La sonrisa de Sisuthros se convirtió en carcajada.
—Sí, capitán, todo ha salido bien. No se han enterado de nada. Si hubiéramos tenido más hombres, podríamos haber entrado por la fuerza desde el río. Apuesto a que no se darán cuenta de nada hasta que salga el sol.
—¿Quieres decir que no han visto nada? ¿Y los hombres? ¿Ha salido todo de acuerdo a lo planeado? —En esos momentos, todos rodeaban ya a Sisuthros y a los suyos, que se acercaron riendo y pavoneándose, satisfechos de sí mismos y de la sencillez de su misión—. Cuéntanos qué ha sucedido.
—Hemos ido a pie con los caballos hasta quedar fuera del alcance de su oído, y entonces hemos cabalgado hacia la parte norte del río. —Los hombres se empujaban unos a otros para poder escuchar las palabras de Sisuthros, todos ansiosos por ser los primeros en enterarse de la primera acción contra Bisitun—. He enviado al resto de los jinetes, con todos los caballos, río abajo, al otro lado de la villa, y les he dicho que pasaran lejos del campamento. Mis hombres y yo nos hemos subido a los botes sin problemas.
Los exploradores habían encontrado una granja, pocas millas río arriba, que contaba con dos botes, probablemente utilizados para pescar, pero cada uno lo suficientemente grande como para llevar varios hombres. Sin duda, en ese momento el sorprendido granjero se preguntaría quién le había robado sus embarcaciones.
—Hemos dejado que los botes se fueran río abajo —continuó Sisuthros—. Justo antes de llegar a Bisitun, cuatro hombres de cada bote se han deslizado al agua y se han aferrado a sus bordes.
Sisuthros había elegido sólo nadadores fuertes para esa escaramuza, hombres capaces de mantenerse contra la fuerte corriente del río y ponerse a resguardo, si hubiera necesidad.
—Nos hemos deslizado entre los botes hasta la parte posterior de la villa —continuó Sisuthros—. Hemos desatado o cortado las sogas que amarraban todos los botes y los hemos empujado hasta la corriente. No nos ha llevado mucho tiempo, y nosotros nos hemos quedado en los botes para huir con los hombres, en caso de que alguien diera la voz de alarma.
—No hemos oído ningún grito, Sisuthros —dijo Eskkar.
—Nadie ha dado la alarma. Podíamos ver a los centinelas recorriendo la empalizada, pero no han visto nada y nadie ha dado la voz de alarma. El ruido de la corriente debe de haber amortiguado nuestros ruidos.
—¿Tan descuidados eran los centinelas? —Eskkar no podía creerlo—. ¿De verdad que no os han visto?
—No. Nos hemos asegurado de que la corriente se llevara todos los botes río abajo. Entonces, con nuestros hombres una vez más agarrados a los bordes, los hemos seguido, cerciorándonos de que ninguna de las embarcaciones quedara varada. Una milla río abajo, hemos encontrado a nuestros hombres y caballos esperando, y hemos emprendido la vuelta.
—¡Bien hecho, Sisuthros! ¿Estás seguro de que os habéis deshecho de todos los botes?
—Completamente. ¡Hemos dado gracias al dios del río, en nombre de los dioses y granjeros afortunados que vivan río abajo!
Todos rieron. Sisuthros tuvo que repetir su historia más pormenorizadamente, y sus hombres añadieron más detalles. Para cuando hubo terminado, las antorchas se habían apagado y el sol se elevaba sobre el horizonte. Eskkar, con una sonrisa en el rostro por primera vez en muchas horas, ordenó a sus hombres que comieran algo y descansaran, mientras él se sentaba sobre el parapeto y observaba la villa.
Hasta ahora, el plan que había diseñado en Dilgarth continuaba progresando sin obstáculos. Cuando se enteró del tamaño de las fuerzas de Ninazu, supo que, aunque pudiera tomar la villa en un asalto frontal, perdería demasiados hombres en la batalla. No, sabía que necesitaba capturar Bisitun rápidamente y con un mínimo de bajas de sus valiosos hombres. Además, necesitaba la villa y a sus habitantes tan intactos como fuera posible. Ahora, en menos de dos días y gracias al sabotaje bien ejecutado de Sisuthros, Eskkar había dejado a los hombres de Ninazu atrapados en la villa.
Ahora daría comienzo la siguiente parte del plan. Ninazu y sus hombres tendrían mucho de qué preocuparse. Habían visto de primera mano una fuerza disciplinada, verdaderos soldados que podían levantar un campamento fortificado en menos de un día. La amenaza de refuerzos pronto conseguiría que algunos de ellos empezaran a pensar en emprender la huida.
Sin los botes, el rápido escape por el río se le había reducido a Ninazu grandemente. En esta época del año, un caballo fuerte y un buen jinete que pudiera nadar si fuera menester podían cruzar el río. Pero el jinete no podría llevar demasiado peso, y Eskkar estaba dispuesto a apostar que si diez hombres fuertes se animaban, tres o cuatro de ellos se ahogarían.
Así que Ninazu tendría que pelear o huir, antes de que sus hombres comenzaran a escapar. Eskkar tampoco quería que huyeran. Él no quería que se dedicaran a saquear arriba y abajo del río durante las próximas semanas, ni que los acadios perdieran el tiempo en su persecución. Quería que la mayoría de los bandidos muriera y convertir en esclavos a los que quedaran para reconstruir Bisitun.
La villa brillaba bajo la luz matinal, mientras el sol se elevaba en el cielo, y Eskkar creyó ver menos defensores en la muralla que el día anterior. Todos en Bisitun se habrían enterado ya de la pérdida de los botes, y la preocupación, si no el miedo o pánico, comenzaría a cobrarse lo suyo. Algunos estarían pensando en la huida. Cuanto más pensaran en escapar, menos dispuestos estarían a luchar. Eskkar decidió presionar un poco más.
Volvió al campamento y se encontró a Grond esperando a unos pasos detrás de él.
—Grond, ordena a los hombres que monten. Envía a diez jinetes y a diez arqueros a cada lado del campamento. Si cualquiera en la villa intenta escapar, asegúrate de que tenga que pelear para conseguirlo. No quiero que nadie entre ni salga de Bisitun.
Grond transmitió las órdenes a Hamati y a los otros hombres. Les llevó sólo unos minutos a los cuarenta hombres comer algo y partir. Cuando alcanzaran sus puestos, cada grupo bloquearía cualquier intento de escape de cualquiera, a pie o montado, por la puerta trasera de Bisitun, en busca de la seguridad del río.
Por supuesto, si los defensores salían al ataque por alguno de los flancos, entonces cambiaría la situación. Pero ya habían hablado sobre esa posibilidad. Era posible que las fuerzas de los bandidos pudieran avasallar a veinte hombres, pero les llevaría un rato y, con tiempo suficiente, el resto de los acadios del campamento principal podría alcanzarlos y acorralarlos contra el río.
Eskkar pensaba que lo más probable era que los cien hombres salieran juntos por la puerta principal e intentaran abrirse paso a través del campamento o rodeándolo. Ahora contaba con treinta y dos guerreros solamente, además de los escribientes, los muchachos y los escuderos que permanecían defendiendo el campamento. Eskkar había extendido sus tropas hasta el límite, pero necesitaba actuar como si llevara ventaja. En cuanto los hombres del campamento terminaron de comer, se dirigieron a sus puestos con sus armas. Con los hombres en su sitio, volvió hasta el parapeto a observar la empalizada.
Una vez más, el hombre de los brazaletes de plata se encontraba en ella, de pie, observando a los acadios y, lo más seguro, trazando sus planes. Sin duda, la pérdida de los botes había cambiado la situación para Ninazu y, ahora, el terreno frente a la empalizada, con sus casas derruidas, era una ventaja para Eskkar. Los hombres a caballo sólo tendrían un paso directo a través del camino principal, lo que los enviaría directos a su campamento, o a lo largo de la orilla del río, donde encontrarían arqueros y jinetes. Ninazu vería todo eso, al igual que sus hombres, y comenzaría a preocuparse.
Durante días, Ninazu les había asegurado a sus hombres que podían derrotar fácilmente a los hombres de Eskkar desde detrás de la empalizada. En cambio, los bandidos podían prever una dura batalla si intentaban escapar. Más aún, la peor de las preocupaciones sería saber que, en dos o tres días más, un fuerte contingente reforzaría a los sitiadores.
Grond volvió a su lado.
—Todos los hombres están en sus puestos, capitán. Sisuthros y Hamati están durmiendo un poco, pero el resto de los hombres están descansando en sus puestos.
—Vigila las murallas, Grond. Si deciden salir todos, los guardias de los muros serán lentamente reemplazados por pobladores. Estarán nerviosos y asustados. Eso tal vez nos ponga sobre aviso.
—¿Piensas que intentarán huir?
Eskkar pensó en ello.
—Su hermano era bastante valiente. No creo que Ninazu entregue Bisitun sin presentar batalla. Además, nos ve dividir nuestras fuerzas, y eso le hará preguntarse qué hacer cuando caiga la noche. Si piensa que hemos debilitado nuestras fuerzas aquí, tal vez caiga en nuestra trampa. —Una vez más, Eskkar revisó sus ideas—. Todavía creo que atacará esta noche, con un gran grupo, nuestro campamento.
Miró a su guardaespaldas, que continuaba de pie con la duda escrita en el rostro.
—Ya lo sé, Grond, yo también tengo mis dudas. Pero si no hace nada y aparecen cien hombres más, estará atrapado. Sus hombres escaparán si él no hace nada. —Eskkar se encogió de hombros—. Bueno, eso es lo que yo haría. Pero no soy él, así que tendremos que esperar a ver qué sucede.
—¿Estás seguro de que podremos resistirlos aquí si envía a todos en contra nuestra?
—Son bandidos, Grond, no guerreros de Alur Meriki. No tienen un clan ni una familia por los que pelear, ni un código de honor al que atenerse. Están juntos sólo por su codicia. Si treinta de nosotros no podemos vencerlos… —Sacudió la cabeza y se encaminó hacia la retaguardia del campamento.
Las horas del día se alargaban, una tras otra, mientras Eskkar caminaba de un lado a otro. Los hombres realizaban sus guardias, las fogatas elevaban los humos a los cielos y cualquiera que no estuviera de guardia estaba descansando contra el parapeto, observando la villa.
Los destacamentos a cada lado de Bisitun presentaron su informe, pero dijeron no haber visto a nadie intentando cruzar el río o escapar por sus orillas. Sisuthros, después de su descanso, declaró que ésa era una buena señal: si no estaban intentando escapar, entonces estarían preparándose para luchar.
A medida que avanzaba la tarde, Eskkar, Sisuthros, Hamati y Grond volvieron a reunirse y comenzaron a preparar el trabajo de esa noche. Revisaron todo durante unas dos horas, pensando en lo que podría salir mal, qué circunstancia maligna podía entorpecer sus planes, qué es lo que harían si el plan fracasaba e incluso qué harían en caso de ser derrotados.
Los soldados comenzaron los fuegos nocturnos y se prepararon la comida antes de que Eskkar y sus lugartenientes hubieran terminado. Al menos los hombres continuaban alimentándose bien, gracias a su generosidad con los granjeros locales. Con la cena terminada, Eskkar y sus lugartenientes se reunieron con los otros oficiales. Los treinta hombres que se quedaran en el campamento serían los que correrían mayor riesgo, y Eskkar quería que supieran qué era lo que él esperaba de cada uno de ellos. Todos los lugartenientes repasaron el plan, esta vez junto a sus hombres.
Eskkar los miró, en busca de señales de confusión, pero no vio más que confianza. Nadie mostró miedo ni dudó de su habilidad para rechazar un ataque. Los hombres creían en él, creían en su suerte, si no en otra cosa. Finalmente, llegó el momento de partir.
—Ten cuidado, Sisuthros. Y buena caza para todos.
Grond había realizado todos los preparativos y, junto con Eskkar, salió del campamento. Se tomaron su tiempo avanzando por el paisaje a oscuras, dando una gran vuelta por detrás, para evitar que cualquier reflejo accidental de la luz de la luna los descubriera frente a los ojos afilados de los centinelas de la empalizada. Eskkar no quería tropezarse y torcerse un tobillo en la oscuridad. Finalmente, se sumaron a los hombres que custodiaban el lado sur del río.
El pequeño campamento contaba con una sola fogata, que iluminaba la oscuridad entre el lugar y la villa. Los hombres se sentaban bien apartados de la fogata, esperando la llegada de Eskkar. Habían pasado la tarde practicando con sus arcos, lo que habían estado haciendo a diario desde antes y durante el asedio de Akkad, y hablando sobre con qué situaciones podrían encontrarse y cómo las resolverían. Cada uno de los arqueros podía apuntar y lanzar una flecha a un blanco cada tres segundos. Y algunos eran todavía más veloces. Ahora esperaban, confiados en su destreza y en sus jefes.
Grond los había arengado horas antes, pero en cuanto se les sumó Eskkar volvieron a repasar los preparativos. Estos hombres estaban deseosos, ansiosos por pasar a la ofensiva, y dispuestos a afrontar riesgos. Cinco de ellos ya pertenecían al clan del Halcón y los otros siete, en su mayoría guerreros con experiencia, querían demostrar que eran dignos de semejante honor. Mitrac esperaba, recostado sobre su arco, junto a dos hombres a quienes consideraba sus mejores arqueros, hombres que habían peleado junto a Hamati en Dilgarth. Incluso Eskkar se sintió satisfecho al ver que todos sabían cuál era su papel.
La medianoche había pasado sin novedad. Eskkar no podía hacer nada para que el tiempo pasara más rápido, ni podía ponerse a dar vueltas. Si el ataque de Ninazu tenía lugar, entonces sería probable que aconteciera cuando la luna comenzara a ocultarse, unas dos horas antes del alba. Demasiado excitados y nerviosos para descansar o dormir, Eskkar y sus hombres simplemente esperaban. La mayoría estaban tumbados boca arriba y contemplaban el astro plateado en su paso por el cielo nocturno. Finalmente la luna comenzó a ponerse. Había llegado la hora.
Eskkar se sentó en el suelo, tamborileando sus dedos contra la pierna, un mal hábito adquirido durante el asedio de Akkad. No le gustaba que nadie supiera que estaba nervioso, y detuvo el tamborileo en cuanto se dio cuenta de que lo estaba haciendo. Excepto por el leve crujido de las llamas, Eskkar no oía nada. Pasó otra hora, y aún no había indicios de actividad. Quería comenzar a moverse, pero no se animaba a correr el riesgo. Cualquier ruido inusual podía detener el ataque de Ninazu. Si Ninazu en verdad planeaba atacar esa noche tendría que estar comenzando.
Sus dudas aumentaban a cada instante, y Eskkar estaba pensando que se había equivocado cuando un grito se elevó desde el campamento de los acadios. Un momento después alguien lanzó una antorcha hacia lo alto, la señal de Sisuthros para indicar que había comenzado el ataque. Los gritos se escuchaban a lo largo del oscuro terreno.
Sin tener que dar órdenes, Eskkar comenzó a avanzar con sus hombres, intentando hacer el menor ruido posible. Dieron un rodeo para evitar la fogata. En una única fila, se movieron rápidamente hacia el extremo sur de la villa, cada hombre siguiendo al que tenía delante. Mitrac abría la marcha. Había estudiado el terreno durante el día, y ahora Eskkar y los demás lo seguían. Detrás de Mitrac iban sus dos arqueros, seguidos de Eskkar, Grond y el resto de los hombres.
El tiempo pasaba veloz, y pronto estuvieron cerca de la villa, en donde ésta estaba más próxima al río. Cuando Mitrac se detuvo, menos de cien pasos los separaban de la empalizada. Se habían acuclillado entre los escombros, y esperaban que nadie estuviera mirando atentamente hacia ese lado de la villa. Mitrac y sus arqueros escogidos desaparecieron en la oscuridad.
Se seguían escuchando ruidos provenientes del frente de la villa, aunque Eskkar no podía discernir qué significaban. Una de dos, o sus hombres en el campamento habían sido derrotados y muertos o ya habían rechazado a los hombres de Ninazu. Fuera cual fuese el resultado, Eskkar ya se la había jugado, y no tenían demasiado tiempo. Esperaba que cualquier centinela que custodiara este lado de la villa estuviera distraído, con la atención puesta en los eventos que tenían lugar al otro extremo, junto a la puerta principal.
Pasaron preciosos momentos sin movimiento o actividad alguna por parte de Mitrac. Eskkar no pudo controlar su paciencia. Detestaba tener que contenerse cuando todos sus instintos le urgían a atacar. Comenzó a avanzar y en ese momento uno de los hombres de Mitrac llegó a su lado.
—¡Vamos! —susurró—. Mitrac ha matado al centinela.
Eskkar y el resto siguieron avanzando. Agachados, se acercaron hasta la base de la empalizada, a la que llegaron en unos instantes. A diferencia de Akkad, Bisitun no contaba con un foso que añadiera altura a la empalizada de madera. Nadie había dado la voz de alarma, pero podían ser descubiertos en cualquier momento.
Alcanzaron la base de la empalizada, y se arrimaron contra los toscos maderos. Grond y otro hombre sacaron las sogas que cargaban enrolladas, en bandolera. Cada extremo de la soga había sido atado a un pequeño bloque de madera, lo suficientemente ancho para asegurar la cuerda en el extremo superior de la empalizada. Mitrac ya la había escalado, ayudado por su compañero, y ahora estaba de pie en la cima de la barrera.
Grond lanzó las dos sogas y Mitrac ajustó los bloques de madera entre las planchas. Los dos arqueros comenzaron a trepar; los troncos crujían bajo su peso, aunque esperaban que no lo bastante como para llamar la atención.
Eskkar casi no podía contenerse. Los ruidos de la lucha habían aumentado en dirección a la puerta principal. O tal vez los defensores estuvieran vitoreando su triunfo. De uno u otro modo, Eskkar ya no podía aguantar sin hacer nada. Si Sisuthros no había resistido en el campamento, si no había rechazado a los hombres de Ninazu…; no, era demasiado tarde para preocuparse de todo eso.
En el instante en que los dos arqueros desaparecieron en lo alto, Eskkar tomó una de las sogas y comenzó a trepar. Grond lo empujaba desde abajo y la áspera madera de la empalizada le permitía no resbalar, los troncos verticales crujían algo más fuerte bajo su mayor peso. Alcanzó el tope y uno de los arqueros que aguardaban allí lo ayudó a pasar.
Eskkar puso una rodilla en tierra y miró a su alrededor, hasta que vio a Mitrac arrodillado sobre la valla, a unos metros de distancia. Los cuerpos de dos hombres yacían frente a él, pero ya las flechas habían sido arrancadas o cortadas de los cuerpos. La silueta de una flecha brotando de un cadáver era muy sencilla de identificar, incluso de noche. Eskkar se acercó al arquero.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Eskkar en voz baja.
—Dos centinelas más adelante, pero miran hacia la entrada de la villa —susurró Mitrac. Sostenía su arco en ángulo, con una flecha lista en la cuerda—. Miran hacia la puerta principal.
Mientas Eskkar miraba en esa dirección, vio unas llamas elevarse a lo alto. Agachado, no podía distinguir el frente de la villa. De pronto, una flecha llameante cruzó el cielo y cayó por encima de la muralla. Gruñó de satisfacción frente a la señal. Sisuthros y sus hombres no sólo habían defendido el campamento, sino que habían rechazado a los atacantes y comenzado un contraataque con flechas incendiarias.
Usando el negro aceite que Drakis había traído de Akkad, los hombres de Sisuthros habían preparado un centenar de flechas incendiarias envolviendo trozos de algodón alrededor de las flechas, atándolos con hilos de lino y empapándolo todo en aceite. Cuando las acercaban al fuego, el algodón estallaba en llamas, una llama tan feroz que ni siquiera el vuelo de la flecha a través del aire podía extinguirla.
La empalizada que quedaba ahora a sus espaldas crujió nuevamente, y Eskkar se volvió para ver a Grond pasando por encima de la muralla, el último en realizar el ascenso. Eskkar miró hacia la villa que tenía a sus pies. La muralla interior se elevaba a sólo diez pies del suelo, e incluso con la escasa luz de las estrellas podía ver una callejuela que parecía dirigirse hacia el frente de la villa. Le llegó un olor a matadero y pudo ver los corrales para los animales. Algunas casas estaban edificadas apoyadas contra la empalizada.
La villa permanecía casi oculta por la oscuridad, iluminada aquí y allá por antorchas o fuegos de vigilancia, pero el alba se acercaba y ya el cielo al este parecía algo menos oscuro. Mientras observaba, los pobladores comenzaron a salir de sus casas, despertados por el ruido, hablando excitados y todos mirando en dirección a la puerta principal.
Eso podía cambiar en cualquier momento, y Eskkar tenía que retirar a sus soldados de encima de la empalizada. Se volvió hacia Grond.
—Que bajen los hombres. —Moviéndose mientras hablaba, Eskkar se agarró al borde del camino de ronda que discurría a lo largo de la parte alta de la empalizada y se dejó caer al suelo. Sus hombres lo siguieron, todos excepto Mitrac, quien llamó en voz baja a sus dos arqueros. Eskkar hizo una breve pausa para ver cómo los tres arqueros se ponían de pie, tensaban sus arcos y lanzaban sus flechas hacia los centinelas que custodiaban más adelante la empalizada.
Escuchó un breve quejido, seguido por el ruido de un cuerpo estrellándose contra el suelo, pero nada más, ni grito ni alarma. Mitrac, seguido de sus dos hombres, se desplazaba lentamente por el camino de ronda. Cualquiera que echara una mirada casual los tomaría por centinelas. Ignorando la empalizada por el momento, Eskkar comenzó a avanzar, moviéndose con autoridad, seguido por Grond y otros once hombres más. En unos pocos metros, ya tendrían que abrirse paso entre los primeros pobladores confusos.
Nada los distinguía de los hombres de Ninazu. En la oscuridad parecían un grupo más de seguidores de Ninazu dirigiéndose a la puerta principal. Eskkar vio que uno de los hombres abría la boca sorprendido mientras se apartaba de ellos, pero éste no dijo nada, y en un momento ya todos se habían adelantado. La calleja se dividía en dos y Eskkar no sabía qué dirección tomar, así que agarró al primer poblador que encontró, un hombre viejo cuyos cabellos blancos brillaban bajo la pálida luz.
Cuando la mano de Eskkar apretó el brazo del viejo, éste se quedó rígido, indefenso, tanto por el miedo repentino frente a estos hombres como por la fuerza de Eskkar.
—¿Cuál es el camino más rápido a la puerta principal?
El hombre abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Eskkar repitió la pregunta, sacudiendo al hombre al hacerlo.
—¿Cuál es el camino?
El hombre señaló hacia la izquierda y Eskkar siguió agarrando al hombre a la vez que continuaba su marcha, arrastrando consigo al involuntario guía. La calleja giró hacia la izquierda y volvió a dividirse, pero esta vez Eskkar sólo tuvo que mirar al hombre y éste les señaló el camino. Unos pasos más y Eskkar pudo ver su destino. Aflojó un poco la tensión sobre el brazo del hombre.
—Vuelve a tu casa y mantente en silencio o te cortaré el cuello. —Empujó al hombre a un lado y aceleró su marcha.
El fuego se elevaba desde el exterior de la empalizada, y vio además dos fogatas encendidas a cada lado de la puerta. Las flechas de Sisuthros habrían comenzado incendios en diferentes lugares, y ahora sus hombres, disparando desde la oscuridad, estarían haciendo blanco en los defensores que intentaran apagar las llamas.
Los hombres de Ninazu se habían recuperado de la sorpresa. Los hombres corrían hacia las murallas y se escuchaban gritos pidiendo agua por doquier. Una docena de pobladores, obligados a trabajar, cargaban baldes de agua desde un pozo para apagar las flechas clavadas en la puerta.
Eskkar no prestó atención a nada de eso, escudriñando con la vista hasta hallar lo que quería. Una casa con techo bajo, orientada hacia el espacio abierto de detrás de la puerta. El paso hacia la casa permanecía bloqueado, pero cuando Eskkar se acercaba, preparado para forzar la entrada si llegaba el caso, la puerta se abrió. Una mujer mayor, vestida apenas con una túnica, se chocó con él; obviamente intentaba ver a qué se debía esa conmoción. En cambio, Eskkar la empujó hacia dentro, cerrándole la boca con la mano para mantenerla en silencio, aunque ella parecía demasiado asustada como para gritar.
Dentro, dos mujeres más y algunos niños se habían despertado, asustados por los ruidos del combate, que ahora se escuchaban en toda la villa. Grond los llevó a todos a un rincón de la choza.
—Mantened la boca cerrada si queréis seguir vivos —les ordenó.
Entretanto, Eskkar remontó la débil escalera que subía hacia el tejado. Las antorchas y la valla incendiada iluminaban la escena que tenía delante. Se arrodilló, observando toda la situación.
La empalizada exterior ardía por tres lugares y, si no había agua cerca, el fuego pronto sería imposible de detener. Los pobladores corrían con baldes de agua y los vaciaban sobre la empalizada. En el suelo, caídos junto a la puerta principal, había una docena de hombres, dos de ellos con flechas todavía clavadas en el cuerpo. Los hombres de Ninazu se esforzaban por combatir el fuego y a los atacantes simultáneamente, mientras que otros buscaban a más pobladores para traer agua.
Eskkar vio que muchos hombres llevaban armas y andaban por allí discutiendo y haciendo gestos de frustración. Obviamente, Ninazu no había perdido muchos hombres en su ataque al campamento. Eskkar sospechó que la mayoría de los bandidos habían dado media vuelta y regresado en cuanto se dieron cuenta de que sus enemigos los estaban esperando. Trató de identificar a los jefes, aquellos que intentaban volver a poner orden entre la masa de hombres confusos y asustados.
Grond le tocó el hombro. Todos los soldados habían trepado al tejado y estaban de rodillas detrás de él, incluyendo a Mitrac y a sus dos hombres. Cada acadio tenía un arco, excepto Eskkar y Grond, que sólo tenían espada. Eskkar se volvió hacia Mitrac.
—Allí, fíjate, a la derecha de la puerta. Y aquel en el pozo, y aquellos dos en la muralla.
Mitrac asintió mientras Eskkar le señalaba los primeros blancos. Entonces se hizo cargo de la situación, poniéndose delante de Eskkar y acercándose todavía más al borde del tejado. Eskkar se retiró un poco más y bloqueó con una madera el agujero de acceso al tejado. No quería que nadie subiera a sus espaldas. Se oyó el sonido de las flechas al rozar en la madera cuando los doce arqueros de Eskkar se pusieron de pie, tensos los arcos, y la voz baja de Mitrac preparó a sus hombres para la primera descarga. A continuación, Mitrac se acercó una flecha al oído y disparó.
Incluso después de todos estos meses, Eskkar seguía maravillado ante la habilidad de Mitrac. Parecía que apenas apuntaba, pero la flecha que desaparecía en la oscuridad lo hacía para encontrarse con su blanco, mientras que otra flecha parecía saltar del carcaj a la cuerda del arco. Los otros hombres también tiraban con destreza e inmediatamente comenzaron a oírse los gritos. A los defensores les llevaría unos instantes darse cuenta de que estaban siendo atacados y para entonces muchos de sus jefes habrían caído antes de que pudieran volverse para ubicar a sus atacantes.
Los hombres que Mitrac había elegido para este ataque habían demostrado ser los mejores arqueros de la tropa, y ahora, a pesar de estar muy juntos unos a otros, lanzaban sus flechas contra sus enemigos a una velocidad que los hacía parecer el doble en número.
El tejado otorgaba a los hombres de Eskkar blancos fáciles, y los fuegos que ardían junto a la puerta brindaban luz en abundancia para sus disparos. Para los defensores, las flechas parecían provenir de la oscuridad, y a una distancia tan corta, poco más de cuarenta pasos, las pesadas flechas de punta de bronce en forma de hoja daban en el blanco con mortal precisión.
Antes de que un hombre pudiera contar hasta cincuenta, los arqueros acadios habían eliminado a los defensores de la zona delantera; los defensores bajaban de las murallas con dificultad y tropezando, algunos se deshacían de sus arcos y de los cubos. Por el rabillo del ojo, Eskkar tomaba nota de cada vez que el arquero más cercano disparaba. El hombre había tirado su décima flecha antes de que nadie lo avistara, y otras cuatro rondas fueron lanzadas antes de que nadie volviera un arco contra los suyos.
Eskkar no podía contar tan rápidamente, pero estimó que habían tirado unas doscientas flechas, suficientes para destrozar un pequeño grupo de hombres, por no hablar de los que estaban recuperándose de su derrota en el campamento de Sisuthros. Los bandidos escaparon en desbandada, decididos a huir de la zona de peligro.
Los defensores huían y Eskkar llamó a Grond, quien se llevó una pequeña trompeta a los labios y la hizo sonar hasta que el eco rebotó contra las murallas en medio de la oscuridad. Eskkar escuchó el sonido de respuesta por parte de los acadios del otro lado de la puerta. Sisuthros y sus hombres ahora enviaban más soldados a atacar de lleno; la trompeta era un anuncio de que la mayoría de los defensores habían abandonado los muros. Gritaron y aullaron como locos mientras cargaban, todos gritando a voz en cuello, tal y como se les había ordenado. Llevaban consigo el resto de las sogas, y pronto estarían sobre la empalizada y dentro de la villa, aunque la puerta estuviera firmemente cerrada.
Eskkar mantuvo la mirada atenta y finalmente vio lo que andaba buscando. Un relámpago de plata entre las llamas, y distinguió al líder de los defensores avanzando. Eskkar maldijo la mala suerte de que el hombre hubiera sobrevivido a las flechas de sus arqueros. Ahora tendrían que cazar y matar a Ninazu antes de que pudiera escapar por encima de la muralla en la oscuridad de la noche. No, incluso ahora, la oscuridad había comenzado a dar lugar al alba y los primeros rayos del sol ya habían comenzado a alzarse en el cielo.
—¡Grond! ¡Mitrac! ¡Venid conmigo!
Eskkar corrió hacia un lateral del tejado y se dejó caer al suelo. Grond, Mitrac y sus dos arqueros lo siguieron. Ninazu y un grupo de sus hombres avanzaban por una de las calles de la villa, ya fuera de su vista, y sin duda se dirigían hacia la puerta que daba al río. Los caballos de los bandidos estarían allí, cerca de la puerta trasera y del río.
Ninazu había decidido escapar. El jefe de los bandidos no tenía ni idea de cuántos soldados habían entrado en Bisitun, pero eso no cambiaba nada. Con todas las bajas que sus hombres habían sufrido, los acadios ahora los superaban. Y lo que era más importante, los hombres de Ninazu habían perdido la voluntad de combatir. Los bandidos sólo pensaban en escapar de la villa y salvar el pellejo. Quedarse significaba la muerte. En unas horas, los pobladores los entregarían o denunciarían a cualquiera de los hombres de Ninazu que aún estuviera en Bisitun. Sólo la huida podía salvarlos.
A Eskkar no le preocupaba que una docena de bandidos sin jefes escapara, pero un hombre como Ninazu, que podía organizar y liderar a otros, sólo le causaría más problemas si seguía suelto. Ninazu debía ser detenido antes de que escapara.
En su juventud, Eskkar creía que su fuerza y su habilidad con la espada habían hecho que los hombres lo siguieran. Ahora había aprendido. Como decía Trella, esas habilidades podían ser útiles, pero no conseguían convertir a un hombre en un verdadero líder. «Un buen líder —le había dicho— puede pensar con unos meses de antelación mientras somete a los hombres a su voluntad. Un gran líder —agregó— puede pensar con años de adelanto».
Eskkar no se consideraba un gran líder, pero sabía que no quería andar cazando a Ninazu por la campiña en los próximos meses. Así que ahora él y sus hombres corrían por la calleja, sin prestar atención a los asustados pobladores que gritaban y aullaban, aterrorizados por el fuego que encendía el cielo y temerosos de que la villa entera fuera consumida por las llamas.
Por primera vez aquella noche, Eskkar desenvainó la espada, y la alzó por encima de su cabeza mientras bajaba un hombro para despejar el camino cuando algún poblador asustado le bloqueaba el paso. Pero antes de haber avanzado mucho, Grond adelantó a Eskkar, blandiendo su espada por encima de su cabeza, mientras despejaba el camino para su capitán.
De pronto la callejuela se ensanchó al converger con otra y se encontraron de frente con Ninazu y sus seguidores. Los bandidos habían llevado la delantera, pero también habían recorrido más distancia, y allí se juntaban ambas calles. Eskkar calculó que Ninazu tenía de doce a quince hombres consigo, al menos tres veces el número de los de Eskkar. Pero estos hombres sólo tenían en mente huir. La mitad de ellos continuó corriendo, gritando aterrados, mientras los demás se volvieron, alzando sus espadas, más sorprendidos que otra cosa.
Grond derribó a los dos primeros con dos golpes rápidos. Eskkar atacó a otro. El hombre detuvo el golpe, pero la fuerza del mismo le quitó todo deseo de lucha, dio media vuelta y huyó. Eskkar y Grond continuaron corriendo, apenas disminuyendo el paso en persecución de Ninazu y sus hombres.
Esta vez las calles angostas y los pobladores eran una ventaja para Eskkar. Los asustados vecinos entorpecían el avance de Ninazu. Uno de ellos tropezó y Grond lo hirió mientras pasaba corriendo, abriendo una herida en el hombro del bandido. Otro hombre trató de meterse en una casa, pero una mujer se asomó a la puerta y se chocaron. Eskkar golpeó al hombre en la espalda, y otra vez un grito se elevó en la noche, mientras el hombre herido se tambaleaba hacia el portal. Eskkar y Grond ignoraron a sus víctimas. Los bandidos heridos serían más fáciles de capturar después.
Junto con Grond, llegaron a un área abierta en donde se juntaban dos calles. Eskkar sintió el olor del establo aun antes de escuchar a los animales relinchar asustados por los gritos y el olor del fuego. Alguien había intentado reunir a los bandidos en el corral. Tres de los hombres de Ninazu dieron media vuelta para enfrentarse a sus perseguidores, pero otros se abrieron paso hasta el corral, lanzándose a través de las delgadas maderas de la valla.
Tres o una docena de hombres no significaban nada para Eskkar. Con Grond atacaron como posesos, cada uno gritando con toda la fuerza de sus pulmones. Se lanzaron contra los bandidos. Uno alzó su espada y murió cuando el arma de Eskkar lo golpeó dos veces, la primera para apartar el arma del enemigo y la segunda, una estocada mortal antes de que el hombre pudiera recuperarse. Los otros bandidos cambiaron de idea antes de que Grond los alcanzara, uno de ellos dejó caer su espada y se lanzó de cabeza al corral.
Los gritos de los caballos hendían la noche y uno se encabritó, rompiendo el corral. El peso del caballo había aflojado los maderos y el asustado animal se había abierto camino por el espacio libre. Otro caballo sin jinete lo siguió. Después, salían otros dos animales, con jinetes aferrados a sus cuellos, cuando Eskkar llegó hasta el corral. Uno de los jinetes dirigió la espada a la cabeza de Eskkar.
Éste se echó a un lado y se agachó al tiempo que hundía la espada en la pata trasera del caballo. El caballo relinchó de miedo y dolor y luego dio media vuelta al vencérsele la pata, tropezando contra el segundo caballo y enviando a ambos jinetes al suelo. Un tercer bandido intentó cabalgar entre el espacio que quedaba libre, pero una flecha le dio justo en el pecho, y el hombre cayó del caballo hacia atrás. Eskkar volvió la cabeza un segundo. Mitrac había alcanzado a su jefe y ahora estaba a su lado en la calleja, apuntando con una nueva flecha.
Todos los caballos del establo estaban aterrados, apartándose de la entrada del corral. Una vez que se amontonaron contra el fondo, se volvieron al unísono y avanzaron. No sería sencillo montar aquellos animales aterrorizados. Eskkar intentó ver más allá de los animales. La oscuridad de la noche se había vuelto gris; en pocos instantes saldría el sol. Volvió a maldecir. No dejaría que Ninazu se escapara.
—¡Grond! ¡Mitrac! ¡Matad a los caballos! —Con estas palabras, Eskkar se puso de pie, blandió la espada por encima de la cabeza y golpeó a un caballo que, de repente, venía hacia él. El animal se apartó de Eskkar, lo suficiente para que éste se quitara de su camino a la vez que lo hería en la cabeza. El animal emitió un grito agónico y con el hombro empujó a Eskkar al suelo. Se alejó rodando, pero incluso antes de que Eskkar se hubiera puesto de pie, el caballo había recibido una flecha en el cuello, y las dos heridas habían provocado que se desbocara completamente. Cayó otro caballo, después un tercero, sus gritos casi humanos mezclándose con los ruidos de pánico de las otras bestias. Los caballos restantes dieron media vuelta dirigiéndose otra vez hacia el fondo del corral. Un animal, sin jinete, saltó la verja perimetral, asustado, rompiendo con sus pezuñas la parte superior.
Eskkar volvió a mirar hacia el corral. Con los primeros rayos de la mañana, había suficiente luz para distinguir dos siluetas, ambas intentando sostenerse en sus monturas. Otro hombre yacía inconsciente en el suelo, mientras que un cuarto se alzaba del barro, intentando ponerse de rodillas. Una de las flechas de Mitrac lo derribó, y cayó boca abajo sin emitir ningún sonido.
Otros tres hombres de Akkad llegaron gritando, espada en mano, hasta donde se encontraba Eskkar. En ese momento, entre los animales muertos o agonizantes y los hombres de Eskkar, cualquier oportunidad de escapar del corral había desaparecido.
—¡Vivo! —gritó Eskkar—. ¡Atrapadlo vivo! —Quería a Ninazu de una pieza, de ser posible, para mostrarles a los pobladores el poder de Akkad. Grond también gritó algo y la voz del joven Mitrac se alzó, recordándoles a los arqueros que apuntaran a los caballos.
El jefe de los bandidos todavía no se había dado por vencido. Junto a su compañero, cada uno aferrando las riendas de un caballo, empujaban contra el fondo del corral. En unos instantes, habían derribado dos de las barras de madera. Inmediatamente los caballos, asustados, aprovecharon la oportunidad y escaparon por la abertura. Ninazu y el último de sus seguidores se subieron a sus monturas, aferrados a los cuellos de los animales mientras azuzaban a sus bestias a través de la abertura. Pero este nuevo pasaje conducía nuevamente a una calleja estrecha, que obligaba a los caballos a doblar en ángulo agudo. Se generó más caos cuando los animales quedaron atrapados por un momento. Mitrac y sus arqueros se acercaron y dejaron volar sus flechas.
Una de las flechas, ya fuera intencional o por error, dio a uno de los fugitivos en la espalda. Las otras dos dieron en los flancos del caballo de Ninazu y el animal relinchó en agonía, se encabritó y se estrelló contra la pared de una casa. Los débiles muros de barro se derrumbaron y tanto el hombre como la bestia cayeron en la habitación entre un torbellino de polvo y barro. Para entonces, Eskkar había avanzado entre los restos del corral, esquivado a un caballo que se encabritó al verlo y empujado a otro, hasta que junto con Grond llegó a la calle lateral.
—¡Por el tejado, Grond! ¡No dejes que escape!
Grond retrocedió, envainó su espada y saltó hacia el tejado de la casa, desapareciendo pronto de la vista. Eskkar se abrió paso junto a otro caballo asustado hasta llegar a los restos de la casa semiderruida, donde el agónico caballo seguía luchando por ponerse en pie. Detrás de Eskkar, los otros enloquecidos caballos finalmente escaparon, resonando sus cascos mientras huían del olor a sangre y muerte que llenaba el corral.
Allí vio a Ninazu, de rodillas, apenas una sombra en la oscuridad, hacia el fondo de la casa, pero con el débil brillo de una espada a su lado. El bandido no tenía adónde ir, incluso en ese momento el arma de Grond brillaba en la parte superior de la escalera, la única otra salida de la casilla. Ninazu estaba atrapado.
Mitrac se acercó, al igual que otros hombres de Eskkar.
—¿Acabo con él, capitán? —Tenía una flecha en su arco.
Eskkar negó con la cabeza, pero mantuvo sus ojos en el hombre acorralado.
—Baja tu espada, Ninazu —le ordenó Eskkar—. No tienes adónde ir.
Por respuesta, Ninazu se puso de pie y se lanzó hacia la salida. Eskkar vio a Mitrac comenzar a tensar su arco y supo que no tendría tiempo. Eskkar empujó a Mitrac a un lado, a la vez que saltaba hacia el otro hombre. El arma de Ninazu brilló entre ambos. Eskkar golpeó la espada de Ninazu, pero éste se recuperó, y atacó con su arma.
La espada de Eskkar detuvo el golpe, aunque tuvo que retroceder medio paso ante la fuerza del impacto. Ninazu alzó su arma para volver a golpear, gritando al lanzarse hacia delante. Después retrocedió, perdiendo el equilibrio y agitando su espada. Grond se lanzó desde el techo hacia el suelo y cayó sobre Ninazu por la espalda; entonces le tiró del pelo con una mano mientras le agarraba el brazo armado con la otra.
Eskkar entró por la dentada abertura, apuntándole con la espada. Mientras Ninazu forcejeaba con Grond, Eskkar golpeó al bandido en el rostro con el pomo de la espada; le estrelló en la nariz la gruesa bola de bronce, dejándolo atontado. Grond arrancó la espada de los dedos flojos de Ninazu y lo volvió a golpear con su mano libre en un lado de la cabeza. Ninazu cayó como un saco de grano, inconsciente antes de tocar tierra. La lucha por Bisitun había terminado.