Prólogo

Año 3157 a. C., en el extremo este del gran desierto al sur de Mesopotamia

Con la cabeza caída, el rostro a escasos centímetros de los recalentados terrones de tierra endurecida, Korthac trepaba por la escarpa con dificultad. Tenía la piel de manos y rodillas llena de arañazos debido al largo ascenso, y mientras pugnaba por dar otro paso cuesta arriba, cada roce con las piedras abrasadas por el sol le quemaba la carne. Cierra los ojos, aunque sólo sea un momento. Sufrió otro mareo, y entonces las voces que resonaban en su interior se hicieron más insistentes y seductoras. ¡Descansa! Que otro encabece la marcha..

Apretando los dientes, siguió a gatas, luchando contra aquellas voces tanto como contra la escarpada colina y el sol inmisericorde. Korthac no podía mostrarse débil delante de sus hombres. El desierto podría matarlo, pero no lo derrotaría. Encontraría agua en la cima, y viviría. Aferrándose a esa idea, continuó arrastrándose hacia la cumbre.

Agua. Sobre todo luchaba contra la necesidad de beber, obligándose a hacer caso omiso de su lengua hinchada y su garganta reseca. Agua. Korthac se imaginaba arroyos de agua clara y burbujeante a la sombra de umbríos sicómoros y sauces. Se esforzó por apartar aquella imagen de sus pensamientos y se concentró en arrastrarse cuesta arriba la largura de un brazo. La visión y las voces no dejaban de venírsele a la mente. Tenía que encontrar agua o el desierto lo derrotaría y los reclamaría a él y a todos sus seguidores. Y eso no podía ser.

Poco más arriba, la cima del risco lo llamaba. Korthac se movía con precaución, asegurándose de que sus piernas temblorosas no lo traicionaran. En dos ocasiones durante la última hora había oído los gritos agónicos de los hombres que se habían precipitado hasta el suelo del desierto. Si perdía su posición y comenzaba a deslizarse cuesta abajo, no sabía si le quedarían fuerzas para detener la caída.

La sed lo empujaba a seguir. La fortuna les había salvado a él y a sus partidarios varias veces en los últimos dos meses, pero ni siquiera los dioses podían mantener a un hombre con vida en el desierto sin agua. Se negaba a creer que el destino lo llevara a morir de aquella manera, perseguido y congregado en aquella tierra desolada como un miserable esclavo, enloquecido por la sed antes de que los dioses de la muerte le reclamaran el cuerpo.

La noche anterior, pocas horas después de la caída del sol, Korthac y sus hombres alcanzaron la base de la meseta que habían avistado por primera vez tres días antes. Los restos de su ejército otrora poderoso cayeron de bruces y durmieron hasta el amanecer. Cuando se despertaron por la mañana, dos hombres no pudieron ponerse de pie.

Korthac desoyó sus súplicas. «Matadlos». Había dado la misma orden casi todas las mañanas durante las últimas dos semanas. Los que estaban más cerca desenvainaron sus cuchillos y los hundieron en el pecho de los indefensos hombres. Los demás no necesitaron de otro acicate. Se agolparon en torno a los dos hombres agonizantes y cortaron a las víctimas en pedazos, abriéndose paso a empujones para hacerse con un trozo de carne fresca, valiosa tanto para calmar la sed con la sangre como para nutrirse. Cuando terminó el feroz ritual, sólo los huesos partidos, chupada la médula, quedaron sobre la arena manchada de rojo. Incluso los cráneos habían sido partidos y extraídos los cerebros. Después, menos de ochenta hombres comenzaron a escalar la empinada y traicionera pendiente.

Korthac comió con los demás, de rodillas y metiéndose la carne ensangrentada en la boca todo lo rápido que podía. Ese hecho ya no les impresionaba ni a él ni a sus hombres. Los fuertes se alimentaban de los débiles para conseguir el sustento de un día más. Pero ni siquiera un cadáver reciente poseía tanta agua como para mantener a tantos hombres en el desierto. Llevaban tres días sin agua, desde que una breve tormenta había salpicado las arenas y llenado algunos huecos en las rocas con su precioso líquido. Si no encontraban agua en la cima de la meseta, todos estarían muertos a la caída del sol.

Su mano estirada no halló donde agarrarse, y Korthac se dio cuenta de que había llegado al final de su ascenso. Impulsándose hasta la cumbre, rodó sobre su espalda, respirando con dificultad, indiferente al sol cegador. Cuando oyó el sonido que hacían sus seguidores al avanzar restregándose por la tierra, se obligó a ponerse primero de rodillas, y luego de pie. Sus hombres no lo verían arrastrándose por el suelo.

Haciendo visera con la mano, miró a su alrededor. El paisaje había cambiado. Por primera vez en varias semanas, vio que una pedregosa mezcla de tierra y arcilla, con malezas y arbustos moteando el terreno, reemplazaba las infinitas arenas. Hacia el este, sus ojos encontraron lo que esperaban hallar, una línea verde a unas dos millas de distancia que sólo podían ser árboles. Y donde crecían los árboles, corría el agua. Los dioses lo habían favorecido una vez más. Sobreviviría para ir en busca de su destino.

Korthac se volvió al borde del risco y con voz ronca dio las nuevas a sus hombres. Al hacerlo, posó la vista en el desierto, sorprendido de verlo tan distante. Habían escalado más de seis mil metros para llegar a la cima de aquella elevación.

Con la mano sobre la daga, se aseguró de que los primeros cuatro hombres que alcanzaron la cumbre llevaran consigo sus bultos, pequeños sacos atados a la espalda. Sólo entonces se tranquilizó, contando y evaluando a cada uno de sus guerreros, para ver si alguno de ellos estaba demasiado débil para seguir. Pero la visión en la lejanía de la línea de árboles había proporcionado a los hombres un renovado vigor. Sucios, manchados de sangre y arena, la piel quemada, casi negra, después de semanas bajo el sol implacable, más que hombres parecían demonios.

Cuando el último de ellos llegó a la cima, Korthac terminó el recuento. Setenta y cuatro hombres habían sobrevivido a la travesía por el desierto, menos de la mitad de los que habían sobrevivido a la batalla y escapado con su líder hacia aquella desolación. Ahora nada podría detenerlos. Korthac encabezó la marcha, con sus hombres dando traspiés a sus espaldas. Se dirigieron hacia el este, la misma dirección hacia la que habían corrido, caminado y se habían arrastrado durante los últimos dos meses.

A medio camino de los árboles, Korthac vislumbró una villa y cambió de rumbo. Al llegar a los límites del pequeño grupo de chozas de barro, el terreno dio lugar a un campo de cebada que ofrecía su denso aroma al viento. Abriendo un sendero a través de los altos sembrados, alcanzó a distinguir el embarrado canal que llevaba el agua hasta los cultivos.

Korthac se echó a correr y sus hombres fueron detrás de él como buenamente pudieron. Llegó al borde de la acequia y se lanzó a ella para dar grandes tragos de agua de la turbia corriente. Sus hombres cayeron a su alrededor salpicando, arrastrándose y empujando hasta que también ellos sumieron la cara en el agua. Korthac bebió hasta que no tuvo más remedio que tomar aire, luego volvió a hundir el rostro en las oscuras aguas. Sólo se detuvo cuando su estómago protestó.

Disgustado consigo mismo por mostrar tamaña debilidad, Korthac se puso de pie, observó el flujo del agua y se apartó de sus hombres hasta llegar a una parte del canal aún no contaminada por sus seguidores. Se arrodilló y volvió a beber, pero sólo unos tragos, capaz ya de controlarse. Después se lavó la cara y las manos, y se echó agua fresca sobre el cuerpo, limpiándose la mayor parte de la tierra y la sangre que lo habían cubierto durante días.

Cuando Korthac se puso de pie, se sintió refrescado, incluso sin hambre, merced a tener el estómago lleno. Él y sus hombres se aprovisionarían de todo lo necesario en la villa y descansarían allí hasta que recuperaran sus fuerzas.

Bajó por la orilla del canal, dando órdenes a sus lugartenientes, obligando a todos a salir del agua antes de que algún idiota bebiera hasta morir. Chapoteando por el dique, Korthac se dirigió a las chozas. Le parecía extraño que nadie hubiera advertido su acercamiento, que ningún granjero estuviera trabajando en el campo. Justo antes de llegar a la primera de las estructuras de barro, oyó un grito, un agudo grito de agonía que se elevó por encima de un fondo de risas; la mezcla de sonidos venía de un poco más adelante. Entrando a la villa, contó alrededor de una docena de chozas y tiendas desperdigadas. Seguramente menos de cincuenta personas, todas esforzándose por mantenerse con vida en aquel lugar pedregoso al borde del gran desierto.

Los gritos, que guiaban sus pasos, aumentaron en intensidad. En el corazón de la aldea halló a una multitud congregada, con la atención dirigida hacia algo que no podía ver. Un muchacho que bailaba con excitación reparó en la llegada de Korthac y dio un grito al tiempo que señalaba con el brazo. Todos se dieron la vuelta, y Korthac vio el miedo y la sorpresa en sus rostros mientras observaban cómo los hoscos guerreros se les acercaban con las manos en las armas. Cuando vieron a aquel grupo de harapientos, se elevó un murmullo, y la multitud les abrió paso. Korthac caminó entre ellos, hasta llegar al centro; entonces se detuvo, con sus hombres agolpándose a sus espaldas.

Cinco hombres yacían estacados en el suelo, desnudos sobre la tierra. Dos habían muerto, tenían sangre acumulada en el cuello; su agonía terminó cuando les cortaron la garganta. Media docena de hombres y mujeres se arrodillaban alrededor de los que seguían con vida, con palos, piedras o cuchillos en las manos. Korthac observó que uno de los presos, un hombre de gran tamaño, cabellos oscuros y barba entrecana, sólo tenía rasguños y magulladuras en el rostro y en el pecho. Korthac pensó que sería el jefe: reservado para el final, de modo que viera morir a sus partidarios y apreciar mejor el tormento que se le avecinaba.

—¿Qué lugar es éste? —silenció a la multitud la voz ronca de Korthac. Apenas había alzado la voz, pero todos reconocieron la autoridad en su tono—. ¿Qué lugar es éste?

Uno de los hombres arrodillados se puso de pie y dijo algo, pero Korthac no pudo sacar nada en claro de lo que balbuceaba. Korthac volvió a intentarlo en todos los idiomas que conocía, pero con el mismo resultado.

—Se llama Magabad.

Korthac apenas comprendió las palabras, y miró a su alrededor para ver quién había hablado. Para su sorpresa, las palabras provenían del hombre barbado extendido en la tierra, el líder de los prisioneros. Alzando la cabeza ensangrentada y empapada en sudor, el hombre trató de mirar a Korthac a los ojos.

—¿Entiendes el idioma de Egipto?

—Unas pocas palabras, señor…, que aprendí de los hombres que estaban a mi mando.

—¿Y tú quién eres? —Korthac se esforzaba por comprender lo que el hombre decía.

—Mi nombre es Ariamus. Yo era… —La voz del hombre se quebró, y no pudo seguir hablando.

Korthac se volvió hacia sus lugartenientes.

—Soltadlo.

Como ninguno de los pobladores entendía el idioma extranjero, permanecieron de pie, silenciosos, durante el intercambio de palabras. Pero cuando los hombres de Korthac se abrieron paso y comenzaron a liberar a Ariamus, la multitud protestó con un griterío de sonidos ininteligibles que nada significaban para Korthac. Uno de los granjeros se colocó frente a Korthac, alzando la voz y gesticulando. El rostro del campesino se veía furioso a la vez que movía agitadamente las manos, y el resto se unió en apoyo de su portavoz, gritando todos a la vez.

Korthac extrajo el cuchillo del cinto a la velocidad del rayo y se lo hundió al campesino en el estómago. Casi tan rápidamente, lo sacó y luego empujó al hombre al suelo con la otra mano. El hombre, agonizante, se apretó el vientre y se desangró en la tierra, mostrando en su rostro tanto sorpresa como dolor.

Los guerreros de Korthac se movieron entre la multitud, ahora silenciosa, apartándola a empujones. La docena, poco más o menos, de hombres adultos, rodeados de sus mujeres y niños, no tenían la más mínima oportunidad contra los más de setenta hombres de Korthac, aun cuando estuvieran debilitados por la terrible experiencia en la árida tierra baldía. Los pocos cuchillos que les quedaban a sus hombres hicieron que la multitud se echara hacia atrás. Ninguno de los hombres de Korthac tenía espada. Incluso él se había deshecho de la suya semanas atrás, pues su peso parecía haber aumentado con el calor del desierto.

Unos cuantos pobladores se volvieron y se dieron a la fuga. Korthac frunció el entrecejo. Si seguían corriendo, escaparían. A sus hombres ya no les quedaban fuerzas para perseguirlos.

El lugarteniente terminó de liberar a Ariamus, y luego le obligó a arrodillarse a los pies de Korthac.

—Agua, señor —musitó Ariamus, bajando la frente hasta tocar el suelo.

—¿Por qué debería darte agua? ¿Eres tú el jefe de estos cautivos?

—Sí, señor. Por favor, señor, no hemos comido ni bebido nada desde ayer.

Korthac pensó en el hambre que él tenía y en el riguroso camino que habían recorrido.

—¿Me servirás…, Ariamus? Si te perdono la vida, ¿obedeceréis mis órdenes tú y tus hombres? —Su voz resonó por la villa y Korthac sintió que el poder y la determinación volvían a él—. Sírveme con fidelidad o muere.

—Lo que digas…, señor. Pero dame agua.

Korthac miró a quienes lo rodeaban. Los rostros de aquellos hombres sólo mostraban miedo y sumisión, eran los primeros en aquella nueva tierra sometidos a su dominio. Se volvió a sus lugartenientes:

—Reunid a los pobladores. Que traigan comida y agua. —Caminó hacia la mayor de las chozas cercanas, incapaz de resistirse ni un instante más a su sombreado interior—. Y traedme a ése —dijo señalando a Ariamus, todavía arrodillado en tierra—. Tenemos mucho que discutir.

***

Quince días después, el horror de la marcha por el desierto casi se había borrado de la memoria. Korthac había recuperado mucho del peso perdido y casi todas sus fuerzas. Las sangrantes heridas de sus manos y rodillas se habían cerrado y luego cicatrizado. Del cinturón que le ceñía la cintura colgaba una espada de bronce de buena hechura, tomada de uno de los campesinos, quien a su vez se la había quitado a Ariamus. La oscura melena de Korthac, recortada y peinada con esmero por una de las mujeres del pueblo, le caía hasta los hombros.

Delgado pero con la fuerte musculatura y la resistencia de un atleta, Korthac sabía que tenía que mantenerse en forma y ser más fuerte y más hábil con todas las armas que los hombres a su mando. Ellos debían temer su cólera tanto como respetar su inteligencia. Y así había de ser siempre.

El día siguiente a su llegada a la aldea, Korthac se impuso un régimen de vida. Cada mañana se entrenaba con las espadas de madera que los resentidos pobladores tallaron para él y sus hombres. Luego pasaba tres horas junto a Ariamus, aprendiendo los dialectos principales de la Tierra Entre los Ríos, como llamaban los habitantes a los territorios que ocupaban.

Después, Korthac cabalgaba durante dos horas, fortaleciendo sus muslos y su espalda mientras obligaba al único caballo de la villa a subir y bajar por las empinadas y rocosas laderas hasta que recuperó el dominio del animal. Mientras él cabalgaba, sus lugartenientes mantenían a Ariamus ocupado; se encargaban del nuevo recluta, apremiándolo a aprender el dialecto del norte de Egipto. Sus espadas de madera tenían otra función: asegurarse de que el alumno estudiara con diligencia.

Cuando caía la oscuridad, Korthac volvía a sus lecciones de idioma con Ariamus. Hablaban largo y tendido hasta entrada la noche. Korthac aprendió no sólo el idioma y sus sutilezas, sino también las costumbres y creencias de las gentes de aquella nueva tierra. Esa noche, una hora antes de la caída del sol, Korthac se sentó a descansar en una pequeña estera bajo un álamo, apoyando la espalda en el delgado tronco. Ariamus se sentaba, a escasos dos metros, cruzado de piernas sobre la tierra. Dos de los hombres de Korthac estaban en cuclillas unos pasos detrás de Ariamus.

Korthac había aprendido mucho de Ariamus, mucho más de lo que tenía intención de revelar. No le había llevado mucho tiempo descubrir sus debilidades: su sed de oro, mujeres y poder. Pero Korthac no confiaba en nadie, y por eso sus hombres permanecían cerca. No le agradaba la idea de que Ariamus cambiara repentinamente de opinión, al menos mientras no le hubiera entregado toda la información útil que poseía.

—Bueno, Ariamus, cuéntame más cosas de esa gran villa de Orak.

—Ya te he dicho todo lo que sé, señor. Me duele la cabeza de intentar recordar qué más podría contarte. —Miró a Korthac, observó el entrecejo fruncido, y rápidamente continuó hablando—: Señor, Orak está a unos trescientos cincuenta kilómetros de este lugar, después de cruzar tanto el Éufrates como el Tigris. Hace unas semanas repelieron a una tremenda horda de bárbaros. Orak es ahora la villa más poderosa de la tierra. Dicen que pronto todas las villas de la comarca se someterán a Orak.

—¿Y su jefe?, ¿ese tal Eskkar?

—Un bárbaro ignorante, señor. Un idiota expulsado por su propia gente, sin duda con buenos motivos. Apenas sabía hablar el idioma cuando llegó a Orak, y se bebía su paga en cuanto la recibía. Era el menor de mis lugartenientes cuando yo estaba a cargo de la guardia de Orak. Si no hubiera sido por su habilidad con los caballos, no habría sido más que un simple soldado.

—Y sin embargo ahora me dices que está al mando de tres mil personas en Orak, mientras que tú casi mueres aquí en el barro. ¿Acaso eso no te parece… extraño?

Ariamus torció el gesto y apretó el puño, incómodo por que se le recordara lo bajo que había caído.

—Eskkar tomó a una bruja por esposa. Una esclava joven del sur que pertenecía a una de las principales familias de Orak. Ella lo embrujó. Dicen que ella gobierna en Orak a través de él.

Korthac no creía en encantamientos, pero la mayoría de sus hombres sí, así que dejó pasar el comentario. Cuando estuvo en Egipto, las supersticiones de allí le fueron de gran ayuda, y con cualesquiera que fueran las tontas creencias que tuvieran en aquellas tierras sucedería lo mismo.

—¿Lanzó también un hechizo a los hombres de Orak para convertirlos en guerreros? ¿O tal vez esos bárbaros que tú temías tanto eran unos luchadores tan enclenques que se dejaron vencer por una aldea de agricultores y tenderos?

—Los bárbaros son feroces guerreros, señor, y nadie se les enfrenta. Pero los pobladores construyeron una muralla de barro alrededor de Orak, y los bárbaros no pudieron cruzarla. La muralla los salvó, no Eskkar.

Korthac observó cómo enrojecía Ariamus cuando mencionaba a los bárbaros; al parecer eran tribus salvajes de jinetes nómadas provenientes de las remotas estepas. Aunque Korthac le había sonsacado toda la historia hacía más de una semana, seguía hurgando en la memoria de Ariamus, en busca de más detalles o de cualquier conato de engaño. Cada nueva versión proporcionaba a Korthac nuevos datos sobre los que reflexionar.

Una vez más, Ariamus contó cómo un pequeño grupo de estos jinetes nómadas les habían tendido una emboscada a él y a su banda, matando a la mayoría y llevándose el botín que habían acumulado y los caballos. Ariamus y un puñado de hombres se las habían ingeniado para escapar a pie, dirigiéndose hacia el oeste. Habían corrido y caminado durante más de una semana hasta que llegaron a este miserable conjunto de chozas llamado Magabad. Ariamus había tomado el control de la villa, pero no contaba con hombres suficientes, y después de dos días de indignidades, los aldeanos se sublevaron durante la noche. Mataron a dos de sus opresores mientras dormían y capturaron al resto, para someterlos a torturas. Si Korthac hubiera llegado una hora más tarde, Ariamus habría muerto bajo el cuchillo, junto con todos sus hombres.

—Tú dices que ese Eskkar fue uno de esos fieros bárbaros tan odiados por la gente de Orak. Y pese a todo, aunque dices que él no hizo nada, los habitantes de Orak lo nombraron su soberano. Vuestras costumbres para elegir a los líderes son muy diferentes de las de Egipto.

Ante ese sarcasmo, Ariamus se mordió el labio, sin duda tentado de responder con algún exabrupto.

—No, señor, no es que no hiciera nada. Eskkar sabe pelear, y tiene alguna habilidad con la espada.

Korthac se preguntó qué otras habilidades poseía el tal Eskkar. Tampoco importaba mucho.

—Puesto que tú lo conoces tan bien, vuelve a describirlo, Ariamus. Déjame verlo a través de tus palabras, antes de que lo conozca en persona.

Dejando su copa de vino vacía, Ariamus se pasó la lengua por los labios.

—Es un vulgar bárbaro, señor, uno del pueblo de los jinetes. Suelen ser más altos y más fuertes que quienes crecimos en estas tierras. El cabalgar todo el día mantiene a cualquier hombre en forma. Eskkar es más alto incluso que la mayoría de su gente, a mí me saca al menos una cuarta, y es casi igual de fuerte.

Para los egipcios la fortaleza de Ariamus sería notoria, así que Eskkar debía de ser de una estatura considerable, lo que lo convertiría en un guerrero excepcional, al menos para aquella gente.

—Continúa. Muéstrame su rostro.

Ariamus cerró los ojos un momento.

—Tiene el pelo desgreñado, de un castaño oscuro, casi negro, que casi nunca se recoge. Esconde el rostro la mayor parte del tiempo. Ojos marrones y apenas barba. Una delgada cicatriz, probablemente de cuchillo, le cruza la mejilla izquierda, comenzando debajo del ojo. Todavía tiene todos los dientes, o al menos los tenía la última vez que lo vi. Habla despacio y con un fuerte acento. Cuando lo conocí, creí que era corto de entendederas. —Ariamus se encogió de hombros—. Un bárbaro vulgar y corriente, señor. Todavía no puedo creer que haya sobrevivido al ataque de los bárbaros.

A pesar de las despectivas palabras de Ariamus, Korthac sabía que no podía ser de aquel modo. Hacía falta algo más que una espada para estar al mando, y los hombres corrientes no son líderes de grandes poblaciones.

—Pero ahora esos bárbaros se han marchado, los campos están devastados y los bandidos como tú recorren la campiña.

Korthac sonrió a Ariamus. Una vez que aprendiera cuál era su lugar, Ariamus sería un excelente sirviente. Más importante aún, sus torpes habilidades y sus brutales deseos se ajustaban perfectamente a las necesidades de Korthac. Había llegado el momento de decirle a aquel hombre el papel que iba a desempeñar en el plan de Korthac.

—Tú eres un guerrero experimentado, Ariamus, y yo necesito a alguien que, como tú, conozca esta tierra y sus gentes. Tú puedes ayudarme a mí y a la vez vengarte de Orak. Y conseguir mucho oro, así como un lugar de honor en mi ciudad. —Korthac se fijó en el brillo de interés que agrandó las pupilas de los ojos de Ariamus ante la mención del oro.

Ariamus parecía confundido.

—¿Tu ciudad, señor?

—Sí, mi ciudad. Orak será mi ciudad cuando me haga cargo de ella. Mis hombres son fuertes y experimentados soldados. Han peleado en muchas batallas y sobrevivido el cruce del gran desierto. Primero gobernaré Orak, y después todas estas tierras, de la misma manera que reiné sobre las ciudades y villas de Egipto. Tú me ayudarás y, como sirviente mío que eres, tendrás más poder del que nunca has soñado. ¿O acaso ya has olvidado tu juramento de lealtad a mi persona?

Ariamus echó una ojeada al par de hombres que, cerca de él, miraban y escuchaban en silencio.

—No tienes suficientes hombres para conquistar Orak.

—No subestimes a mis guerreros del desierto. Son los más fuertes de quienes pelearon para mí en Egipto, y cada uno de ellos vale por dos o tres de los tuyos.

—Así y todo, Orak cuenta con cientos de hombres para defenderla, señor —dijo Ariamus, sacudiendo la cabeza—. Tú no tienes suficientes hombres.

—No, todavía no. Pero tú los encontrarás para mí, y me ayudarás a dirigirlos. Esos hombres preferirán seguir a uno de los suyos, por lo menos al principio. Por eso necesito a alguien de estas tierras que sepa pelear y capitanear hombres. El tesoro que acarreé por el desierto servirá para pagar a mis nuevos guerreros, hasta que toda la riqueza de Orak me pertenezca. Si en estas tierras hay tantos conflictos y tanto caos como aseguras, pronto tendremos hombres más que suficientes.

En el desierto, los partidarios de Korthac se habían turnado para llevar los cuatro sacos toscos que contenían amatista, cornalina, jade, ónice, cristal de cuarzo, esmeraldas y otras piedras sagradas robadas a ricos mercaderes o en los templos de los dioses egipcios. Sus hombres se habían desprendido de sus armas, de su oro, incluso de su ropa, pero Korthac no permitió que abandonaran lo que quedaba de los tesoros capturados. Le rogaron que les dejara enterrarlo, pero Korthac mató a uno que se había negado a llevar la carga y después todos le obedecieron. Sabía que lo necesitaría si conseguían cruzar el desierto.

Korthac reconoció la duda en el rostro de Ariamus.

—No creas que cargaré contra los muros de Orak como esos bárbaros ignorantes. No, yo tomaré Orak desde dentro. Una noche de sangre me dará el poder. Y tú me ayudarás.

—¿Qué puedo hacer yo, señor? —Ariamus se inclinó hacia delante; la ambición y el deseo de venganza contra Orak competían con su habitual cautela—. Quiero decir…, señor…, ¿cómo puedo yo…?

—Podrás y harás como yo te ordene, Ariamus. Me ayudarás a alcanzar mi destino, que es regir estas tierras. Si la villa es tan rica y próspera como tú dices, sus recursos alcanzarán para mí y para mis hombres con todo lo que necesitamos. Pronto todas las otras villas corriente arriba y abajo de los dos ríos caerán bajo mi dominio. Construiré un gran imperio, comenzando por Orak.

Quedaba suficiente luz para que Korthac pudiera ver un resto de duda en los ojos del hombre. Sonrió al más nuevo de sus seguidores.

—Y tú, Ariamus, tú tendrás más riquezas y poder como mi lugarteniente de lo que jamás pudieras haber obtenido tú solo. En mi nombre, estarás al mando de cientos de guerreros y disfrutarás de las mujeres más selectas de Orak y alrededores. ¿O acaso no te interesa lo que te ofrezco?

—Me interesa, señor —respondió Ariamus—. Seré tu lugarteniente.

Korthac sonrió. Tal como esperaba, la codicia de Ariamus se había sobrepuesto a cualquier duda. Por riquezas y poder, ese hombre haría cualquier cosa.

A diferencia de la mayoría de los hombres, a Korthac no le interesaban ni el oro ni las piedras preciosas, meras herramientas para subyugar a los hombres. Sólo el poder, el poder de dominar, de mandar sobre sus vidas o sus muertes, significaba algo para Korthac. Ese destino lo había guiado incluso antes de convertirse en adulto, y no iba a rechazarlo ahora.

—Mañana dejaremos este lugar y comenzaremos nuestra marcha hacia el este. Llevaremos a algunos aldeanos como esclavos, para que carguen con la comida y el agua. Permitiré que tú y tus hombres matéis al resto, como venganza por haberte capturado. Además, es mejor que nadie sepa de dónde hemos venido. En el viaje te explicaré lo que voy a hacer para apoderarme de Orak. —Korthac cambió de tema con un gesto de su mano—. Pero ahora cuéntame más sobre Eskkar, ese vagabundo convertido en líder poderoso. Debo conocer cómo es mi enemigo.

—Señor, te he dicho todo lo que alcanzo a recordar.

—Estoy seguro de que recuerdas mucho más, Ariamus. ¿O acaso necesitas algún aliciente? —Korthac sonrió nuevamente y se reclinó una vez más contra el árbol—. Tómate tu tiempo y comienza por el principio. Cuéntame cómo llegaste a Orak, qué hacías y cómo te convertiste en capitán de la guardia.

Korthac ya había escuchado la historia varias veces, pero cada repetición agregaba alguna cosa, algún detalle más que lo ayudaba a entender mejor aquella tierra y a sus gentes. Pidió que le trajeran cerveza, la única bebida alcohólica que aquella aldea miserable podía ofrecer. Una mujer apareció con una jarra y dos copas de madera. Arrodillándose, llenó su copa, y luego hizo lo mismo con Ariamus antes de regresar a las sombras.

Observó cómo Ariamus se quedaba mirando su copa. El hombre quería beber, pero había aprendido modales y cuál era su sitio durante las últimas semanas. Sólo después de que su nuevo amo hubiera tomado un trago, bebería el hombre de su copa. Korthac bebió un trago del amargo licor de cebada, y luego esperó a que Ariamus bebiera, tragando ruidosamente hasta que bajó la copa vacía.

—Ahora, Ariamus, háblame otra vez de ese bárbaro y de la joven esclava que lo embrujó. Ellos están en mi camino…, en nuestro camino ahora. Así que cuéntamelo todo, cada pequeña historia que recuerdes, sobre Eskkar y su esposa-bruja.