Capítulo 1
Año 3157 a. C. en la ciudad de Akkad (Orak), en la ribera oriental del río Tigris
El señor Eskkar de Akkad tiró con fuerza de las riendas de su inquieto caballo, tan impaciente como su amo por comenzar la largamente esperada campaña. Había planeado estar en camino poco después de la salida del sol. Sin embargo, un caballo perdido, luego las ataduras rotas de unos fardos y finalmente dos soldados aún demasiado mareados tras una noche de haber bebido demasiado le habían impedido salir temprano. Finalmente sus avergonzados lugartenientes dieron señales de estar listos.
Eskkar apretó los dientes mientras tiraba del freno, hacía girar al animal y daba los primeros pasos para reclamar los alrededores de las bandas de forajidos. Se oyeron unos cuantos vítores provenientes del pequeño grupo de acadios que se tomaron la molestia de contemplar su marcha, pero la mayoría lo hizo en silencio. Hacía menos de dos meses que cada uno de ellos había elevado su nombre a los dioses, aclamándolo como soberano de Akkad por haber salvado sus vidas y sus hogares. Pero muchos estaban ya molestos por las restricciones que había establecido para protegerlos.
Mientras guiaba a sus soldados por las puertas de la ciudad y hacia la llanura, Eskkar supo que, en aquel momento, le importaba más irse de Akkad que pacificar la campiña circundante. Con cada paso que se alejaba de la ciudad sentía disminuir sus responsabilidades y ansiaba poner su caballo al galope. Eso hubiera sido injusto con los setenta soldados, de los cuales sólo veinte iban montados, que marchaban detrás de él. Eskkar se contuvo tanto a sí mismo como a su ansioso caballo hasta que llegó a la primera de las bajas colinas aproximadamente a una milla de distancia de Akkad.
Apartó a su montura del camino y urgió al animal a trepar por la parte más escarpada de la ladera. En la cima, el caballo resopló por el esfuerzo y luego pateó la tierra, como si quisiera decir que deseaba correr por los suaves prados, y no escalar pedregosas y resbaladizas laderas. Eskkar primero examinó la irregular columna de soldados que avanzaban por debajo de él. Una pequeña fuerza para lo que había que hacer, pero era de cuanto disponía para expulsar a los merodeadores y bandidos que habían asolado la zona desde hacía casi un año, prosperando en el caos causado por la invasión bárbara. Los temidos jinetes de Alur Meriki habían seguido su marcha, pero el desorden y la anarquía marcaban su paso por toda la comarca.
Eskkar desvió la mirada hacia el río, a sólo unos cientos de pasos. El sol de media mañana se reflejaba en las lentas aguas del Tigris, confiriendo al ancho curso un raro color azul claro. Respiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire limpio que soplaba por encima de las aguas, feliz de deshacerse del olor de la ciudad, de muchos hombres y animales viviendo en estrecha proximidad. Eskkar miró en dirección a Akkad, al abrigo de la gran curva del río. Las altas puertas de madera permanecían abiertas y, elevándose por encima de una de las torres que la custodiaban, un gran estandarte ondeaba al viento. Eskkar casi no podía distinguir el león rampante bordado en él. El espíritu del león protegía ahora a la nueva ciudad, ciudad que lo había transformado de mero soldado en capitán de la guardia, en líder guerrero, proceso en el que estuvo a punto de morir.
Otro caballo se acercó a la cima de la colina y su guardaespaldas se detuvo a su lado.
—¿Ya la echa de menos, capitán? —Su lugarteniente Grond utilizó el antiguo título para dirigirse a él.
—¿Akkad? ¿Que si echo de menos el olor y el ruido? ¿Los lamentos y las quejas? No, por mí ese lugar puede venirse abajo. Pero aún no me he alejado siquiera una milla y ya estoy preocupado por Trella.
—La señora Trella estará bien protegida por los soldados —dijo Grond, pacientemente.
—Supongo que estará a salvo alrededor de un mes. —Todo eso ya lo habían discutido muchas veces en los últimos días. Gatus, su número dos y el más viejo de sus soldados, cuidaba de Trella como si fuera su propia hija. Oficialmente, Gatus estaría al mando mientras durara la ausencia de Eskkar, pero todos sabían que la verdadera autoridad de Akkad sería la señora Trella. Gatus, ocupado como siempre con el entrenamiento de los nuevos reclutas, no haría nada sin su aprobación.
Sin embargo, Eskkar se quedó mirando la ciudad, con sus muros apresuradamente construidos que habían resistido los brutales ataques y que todavía mostraban las cicatrices del reciente conflicto. La colina en la que estaban había servido como puesto de observación para los cinco mil bárbaros que habían sitiado Akkad durante casi dos meses. A unos pocos cientos de pasos detrás de él se encontraban los restos del campamento de los sitiadores. Él y sus hombres lo cruzarían en su jornada hacia el norte.
Con un tirón de las riendas, el caballo de Eskkar giró hacia el norte. Había visto los restos de la carnicería, todavía visibles a su alrededor, lo suficiente durante las últimas semanas. Círculos ennegrecidos de piedras en torno al fuego todavía contenían las cenizas que marcaban los restos de cientos de hogueras. Había huesos de animales por todas partes, movidos y desparramados por perros, pájaros y animales de carroña. Los animales se habían alimentado durante muchas semanas con los muertos en la batalla.
A esas alturas habían desaparecido los bocados más tiernos, los huesos estaban completamente limpios. Los restos humanos y animales proporcionarían bocados menos sabrosos durante unas semanas más, o hasta que llegaran las lluvias. Los habitantes de la ciudad se habían apoderado semanas atrás de todo lo que tenía algún valor. Habían rebuscado entre todo lo que los bárbaros habían abandonado, en busca de cualquier cosa que pudiera utilizarse o venderse. Más de una docena de grandes montículos marcaban las tumbas de los enemigos muertos. Las fosas comunes contenían a quienes habían sobrevivido a las batallas pero muerto a causa de las heridas, o a los muertos considerados lo suficientemente importantes como para ser llevados de regreso al campamento bárbaro y enterrados en una tumba común antes de ser cubiertos adecuadamente.
Los bárbaros que habían muerto en el asalto a la muralla sufrieron la última de las ignominias: fueron abandonados por su clan y arrojados al río por sus enemigos, para ser arrastrados adondequiera que decidiera el capricho de los dioses, recibiendo por ello un amargo destino en la eternidad. Todos sabían que, sin un entierro adecuado, los espíritus de los muertos sin sepultura vagarían bajo la tierra durante toda la eternidad, víctimas de las sombras y los demonios que vivirían de sus almas atormentadas.
—¿Cuántos años tendrán que pasar para que desaparezca todo esto?, ¿para que la hierba lo cubra todo? —preguntó Grond.
El eco de la pregunta de su guardaespaldas resonó en los pensamientos de Eskkar.
—Probablemente dos años, tal vez tres —respondió—. Los granjeros seguirán desenterrando cosas durante más tiempo aún. No se libran semejantes batallas sin dejar rastros por todas partes.
Eskkar volvió la mirada hacia la ciudad. Su ciudad. Podía distinguir las cicatrices dejadas por miles de flechas lanzadas contra las murallas. Casi dos meses después de la marcha de los bárbaros, los hombres seguían trabajando en las reparaciones de Akkad. Mucho había sido destruido, pero la ciudad y su gente habían sobrevivido. «La mayoría de ellos», pensó Eskkar con seriedad. Muchos hombres buenos y valientes habían muerto en su defensa. Encontró consuelo en saber que los cuerpos de sus soldados habían recibido las exequias pertinentes y que sus fantasmas no estarían condenados a vagar en la oscuridad.
Eskkar apartó de su mente aquellos negros pensamientos. Mejor pensar en el futuro que en el pasado.
—Será mejor que sigamos nuestro camino, Grond. Ha transcurrido la mitad del día y todavía queda mucho por recorrer.
Obligaron a sus caballos a girar en dirección contraria a Akkad y cabalgaron colina abajo. Los caballos querían estirar las patas tanto como sus amos, y ambos hombres alcanzaron pronto la retaguardia de sus soldados. Una vez allí, sin embargo, Eskkar puso su montura al paso, para ir detrás de la columna en vez de hacerlo a la cabeza, como era la costumbre habitual. Desde la retaguardia, podía observar a los hombres, ver cómo marchaban e incluso alentarlos si fuera menester. Una lección que Eskkar había aprendido muy bien en el último año de entrenamiento y pelea era que necesitaba de la lealtad de sus soldados tanto como de su habilidad.
Conscientes de que los miraba, los soldados de la retaguardia de la columna enderezaron sus espaldas y aceleraron el paso. Eskkar sabía que los nuevos reclutas lo consideraban una leyenda, el fiero guerrero que había derrotado al poderoso Alur Meriki. Los veteranos conocían la verdadera historia. Sabían exactamente cuán cerca habían estado de ser derrotados por los bárbaros. Los nuevos reclutas necesitaban dominar el oficio de soldado. «Más vale que aprendan pronto», pensó Eskkar. En el plazo de una o dos semanas podrían estar peleando para salvar la vida.
—¿Qué piensas de los hombres? —preguntó Eskkar, mirando a su compañero.
Grond había sido esclavo en una tierra lejana, hacia el oeste, antes de llegar a Akkad. Había peleado bien durante el asedio y obtenido el rango de lugarteniente, pero ahora desempeñaba el papel de guardaespaldas y amigo de Eskkar. Grande, casi tan alto como su capitán, Grond era de espaldas aún más anchas que aquél, con brazos enormes que, no hacía mucho, habían llevado a Eskkar a lugar seguro con la misma facilidad que quien carga con un niño. En los últimos meses, el antiguo esclavo había salvado la vida de Eskkar más de una vez.
Grond se tomó su tiempo antes de responder.
—Servirán, supongo. Pero debería haber traído más veteranos, capitán. Setenta no van a ser suficientes para recuperar ciento cincuenta millas de territorio rebelde, y menos con casi la mitad de los hombres recién entrenados.
Eskkar no quería empezar de nuevo la discusión, especialmente cuando él había insistido en que se quedaran los suficientes hombres con experiencia para custodiar las murallas y patrullar los territorios hacia el sur. No creía que la horda bárbara que había atacado Akkad fuera a volver, pero Eskkar respetaba mucho su habilidad guerrera y su odio por la derrota como para arriesgarse.
—Lo único que haremos será perseguir bandidos y ladrones aislados, Grond. No es como si fuéramos a enfrentarnos a guerreros endurecidos en un campo de batalla. Además, los reclutas necesitan experiencia en la batalla, y ésta es la mejor manera de que la adquieran.
Además de los soldados, la columna incluía una docena de muchachos que hacían de asistentes para quienes pudieran costearse su alimentación. Cinco cuidadores se encargaban de los quince animales de carga y de los veinte caballos y tres jóvenes, hijos de los principales comerciantes de Akkad, representaban los intereses comerciales de sus padres. Ayudaría a restablecer el comercio local en donde fuera posible. El concejo regente de Akkad también había designado a dos escribientes para ayudar a Eskkar. Ellos tomarían nota de todo lo que fuera de interés y tomarían nota de cualquier mercadería o botín que Eskkar y sus hombres adquirieran.
Él no había querido llevar escribientes, pero los ancianos habían insistido. ¿De qué otro modo, habían preguntado, podía darse cuenta de todo? Eskkar había mirado a Trella, sentada al otro extremo de la mesa, la vio asentir con la cabeza y, entonces, accedió. Ahora se preguntaba si contaba con suficientes soldados. Parecía una fuerza muy pequeña para restablecer el control en todas las villas y granjas al norte de Akkad.
—¿Alguna otra noticia sobre Dilgarth? —preguntó Grond, cambiando de tema.
—Ayer, antes de la caída del sol, llegó otro mercader —dijo Eskkar—. Aseguró que había visto cómo asaltaban a otros viajeros cerca de la villa. Puede que haya varias bandas de ladrones atacando y robando a los viajeros en el camino que va de aquí a Dilgarth.
La pequeña villa de Dilgarth se encontraba a más de cuarenta millas al norte de Akkad. Eskkar planeaba pasar por el lugar, camino a Bisitun, una villa mucho más grande que era su objetivo principal. Intentaría limpiar de bandidos y merodeadores el área entre Akkad y Bisitun, para proteger a los cientos de granjeros y pastores que producían la comida de la que dependían Akkad y sus comerciantes.
—Bueno, deberíamos ser capaces de acabar con un puñado de ladrones con facilidad —dijo Grond.
—Sí, después de pelear contra los bárbaros, unos pocos bandidos no deberían ser ningún problema —replicó Eskkar—. Y una vez que hayamos controlado las tierras en torno a Bisitun, la campiña debería comenzar a tranquilizarse.
—Espero que hagan buena cerveza en Bisitun —dijo Grond—. Ya tengo sed.
—La hacen —respondió Eskkar con una carcajada—. Pero no intentes tomártela toda.
Los soldados marcharon a buen paso ese primer día, contentos los hombres de estirar las piernas fuera de la ciudad y al aire libre que ya dejaba sentir el frescor del próximo que se avecinaba. Para cuando establecieron su primer campamento, Eskkar se tranquilizó lo suficiente como para sonreír y bromear con sus hombres, disfrutando de la libertad de la marcha y dejando a sus espaldas los pensamientos e intrigas de Akkad.
En el fondo, se sentía feliz de estar lejos, libre para ser él mismo sin tener que preocuparse de lo que algún mercader o comerciante pensara de él. En los últimos meses se había enfrentado a su cambio de papel. Ya no era un simple soldado defendiendo la villa, Eskkar tenía ahora que gobernar a casi tres mil personas, y todas ellas demandaban atención inmediata a sus problemas particulares. Nada, en los años de vagabundeo, lo había preparado para semejante responsabilidad. Incluso con la ayuda de Trella, el peso de tener que tomar decisiones constantemente le agotaba la paciencia. A diferencia de las preparaciones para el asedio, para el que simplemente tenía que tomar decisiones militares, ahora cada reclamo conflictivo parecía requerir infinitas horas de discusión, que invariablemente terminaban en peleas y quejas que no dejaban a ninguna de las partes satisfecha.
Eskkar pensaba que sabría desenvolverse en su nueva posición, pero en las últimas semanas había empezado a dudar y estaba cada vez más irritable e impaciente. Y eso, ahora se daba cuenta, hacía que el trato con los demás fuera más difícil. Así pues, estaba feliz de verse libre de aquella carga, aunque sólo fuera por un tiempo, y lidiar con algo a lo que estaba habituado, como limpiar la tierra de ladrones y asesinos.
Allí, en la campiña, entre sus hombres, él podía volver a ser un soldado. Esa satisfacción, combinada con el aire fresco, la comida sencilla y el cansancio de caminar y cabalgar todo el día, le permitió disfrutar de una noche de buen dormir por primera vez en semanas.
A la mañana siguiente Eskkar se despertó antes del alba, feliz de que su cuerpo recordara los viejos hábitos. Exigió que sus soldados estuvieran listos para la marcha una hora después de la salida del sol, y amenazó con dejar atrás a cualquier cosa o persona que no estuviera lista. Los hombres apenas habían tenido tiempo de comer algo, preparar los animales y guardar sus cosas antes de reemprender la marcha. Casi inmediatamente, comenzaron a oírse quejas por los pies cansados y los músculos agotados, mientras continuaban su marcha al norte, todavía siguiendo la ribera oriental del gran río Tigris.
Ese día, Eskkar se adelantó al grupo principal, acompañado por Grond y seis de sus jinetes. Se dirigieron más hacia el este, lejos del río y hacia los campos. Eskkar quería observar por sí mismo la devastación causada por los bárbaros. En todas partes las casas y los campos estaban abandonados, quemadas las cosechas. Volvía a crecer la hierba, que primero había sido quemada por los granjeros para que el enemigo que se aproximaba careciera de alimentos, y cuyos nuevos brotes sirvieron después de pasto a los rebaños de los bárbaros. Ese invierno la cosecha sería magra. Así y todo, los granjeros se consideraban afortunados. Al menos tendrían la oportunidad de sembrar a tiempo para la próxima estación las preciadas y celosamente guardadas semillas.
Mientras continuaban su cabalgata hacia el noreste, las granjas eran cada vez más pequeñas y aisladas, y se encontraban con menos gente. Muchos huían al verlos. Otros se quedaban donde estaban, con las manos apretando nerviosamente toscas armas o herramientas. Cuando se enteraban de quién era Eskkar y de que no buscaba hacerles daño, bajaban la guardia. Por esos granjeros supo que la pequeña villa de Dilgarth, apenas a doce millas de distancia, había sido, de hecho, capturada por bandidos hacía más de una semana. Los relatos del saqueo de Dilgarth empeoraban a medida que el grupo de Eskkar se cruzaba con más habitantes deambulando por los campos arrasados. Volvió a ensombrecérsele la expresión.
Envió a un jinete de vuelta a la columna principal con la orden de que les hiciera apretar el paso. Eskkar y sus hombres avanzaron tan velozmente como pudieron azuzar a sus caballos, alternando entre el paso veloz y el trote, hacia la villa de Dilgarth. El sol había pasado el mediodía cuando rodearon una curva del río y vieron la villa a menos de una milla de distancia. Mientras dejaban descansar a los caballos, un grupo de hombres armados salió sin prisas de la villa, en dirección norte.
—Parece que estaban al tanto de nuestra venida —comentó Grond—. ¿Los perseguimos?
Eskkar se puso de pie sobre los estribos y contó los lejanos jinetes, moviendo los labios en silencio. Eran doce hombres, casi el doble que ellos, y con caballos frescos.
—No, esperaremos hasta que lleguen los demás hombres. —Ahora podía decirlo sin problemas, sin tener que preocuparse de que alguien pensara que tenía miedo de pelear. Nadie dudaba de su coraje. Y daría una mejor impresión a los habitantes de Dilgarth si entraba con la tropa completa.
Pasaron otras tres horas hasta que llegaron los demás soldados, respirando agitados y quejándose de la apresurada marcha. Eskkar no les dio descanso. Entró en la villa a la cabeza de sus hombres una hora antes de la puesta del sol.
Dilgarth era una población pequeña, con menos de cuarenta chozas de barro y juncos, ninguna de ellas con piso superior. Eskkar la había visitado muchas veces en los últimos años, persiguiendo esclavos fugitivos o ladrones. Antes de la llegada de los bárbaros, más de ciento cincuenta personas vivían allí. Todos habían abandonado sus casas; la mayoría se había dirigido a Akkad, entonces conocida como Orak, aunque muchos cruzaron el río o continuaron hacia el sur. Algunos de los habitantes originales podrían haber regresado, pero la mayoría había abandonado su hogar para siempre.
Eskkar comprendía la importancia de Dilgarth. Último lugar de relevancia antes de llegar a Akkad, los campos que rodeaban Dilgarth brindaban múltiples cosechas y la tierra era casi tan fértil como la que rodeaba a Akkad. Tal vez igualmente importante, los habitantes de Dilgarth habían aprendido a trabajar su cosecha principal, el lino, una planta que se cultivaba no para alimento, sino por sus fibras delgadas y duraderas, que podían ser transformadas en telas y otros materiales.
Antes de la invasión, los granjeros y pobladores locales habían seleccionado las mejores fibras y las habían tejido en telas de buena calidad. Los mercaderes de Akkad querían saber cuándo se restablecería el abastecimiento de lino. La incursión bárbara había generado una escasez de trabajadores cualificados que pudieran transformar el lino en finas túnicas, vestidos o faldas. Dilgarth había prosperado durante años antes de que los bárbaros arrasaran la tierra. No había motivos para que no volviera a ser próspera.
Al entrar Eskkar con sus soldados, menos de una docena de hombres silenciosos los vieron llegar. Ninguno los saludó. Los pocos que miraron a Eskkar a los ojos parecían amargados o recelosos. Todos tenían sucia y deshilachada la ropa, que apenas cubría unos cuerpos delgados por la escasez de comida. Muchos tenían magulladuras en la cara y el cuerpo. Eskkar no vio ni mujeres ni niños.
Eskkar avanzó por la angosta calle hasta llegar al pequeño mercado, ubicado al otro extremo de la villa. No vio carretas con mercancías a la venta, ni fuegos para cocer acompañados del aroma de la carne asada, ni siquiera perros corriendo y ladrando incesantemente y mordisqueando los tobillos de los caballos de sus hombres. Tiempo ha, los pobladores de Dilgarth habían vivido felices y contentos. Ahora, sus escasos habitantes tenían poco más que unos andrajos para vestir sus cuerpos maltrechos. Aquellos que tenían algo más lo habían perdido, ya fuera en la masacre llevada a cabo por los bárbaros o a manos de los bandidos que acababan de marcharse.
Sin esperanzas para el futuro, estos pobladores podrían abandonar sus hogares y echarse a los caminos, tal vez dirigirse hacia Akkad. Su ciudad necesitaba mercaderes y artesanos, además de un flujo constante de lino, no más refugiados.
Pensó en todo esto mientras su caballo llegaba al pozo de la villa. Permaneció montado hasta que sus hombres, los caballos y los animales de carga ocuparon la mayor parte de la plaza. El centro de la villa apenas contaba con espacio suficiente para todos ellos, pero sus hombres esperaron pacientemente la orden que les diera permiso para dejar su carga. Espontáneamente, las palabras de Trella acudieron a su mente: «Así como te has ganado el corazón de tus soldados, deberás ganar el de aquellos a quienes quieras gobernar».
Eskkar se volvió a Sisuthros, su lugarteniente, que estaba de pie delante de los hombres, esperando órdenes.
—Sisuthros, que los hombres descansen aquí, hasta que les encuentres un lugar donde dormir. Mantén aquella parte de la plaza despejada. —Sus ojos se volvieron a Grond—. Reúne a todos los pobladores y tráelos ante mí. Quiero oír lo que les ha sucedido desde que regresaron a Dilgarth. No los alarmes, sólo hazles venir.
La orden de descanso para los soldados, en vez de enviarlos a dormir, significaba que podían descargar su equipaje y sentarse en el suelo, pero poco más. Eskkar no los quería dando vueltas, metiéndose en las casas de la gente, asustando a los habitantes más de lo que ya estaban, hasta saber exactamente qué nueva calamidad había tenido lugar en Dilgarth.
Se bajó de su montura y le dio las riendas a uno de los escuderos, mientras Sisuthros comenzó a repartir órdenes. Algunos de los soldados rompieron filas y se llevaron los caballos al tosco corral para que comieran y bebieran. Sisuthros dio más órdenes, y la mayoría de los soldados, junto con los animales y las vituallas, se acomodó a los lados de la plaza, dejando el centro vacío.
Eskkar se acercó al pozo de piedra en el centro de la plaza y quedó allí de pie, esperando. En su mente trató de comprender lo que había sucedido allí. Excepción en el campo de batalla, en donde confiaba en su instinto, ya no tomaba decisiones apresuradas. Había aprendido a usar el tiempo disponible para pensar en cada situación. Eso incluía entender qué era lo que quería lograr y qué palabras debía utilizar para conseguir su objetivo. Así que mientras esperaba de pie, imaginándose lo que había sucedido en la villa, utilizaba el tiempo para prepararse y para anticipar lo que haría después de escuchar el relato.
Para cuando Grond y unos pocos soldados terminaron de buscar en las chozas y de agrupar a todos los habitantes, Eskkar ya había ordenado sus ideas. Grond escoltó a los últimos rezagados hacia el mercado justo cuando Eskkar terminaba de contarlos. Treinta y seis personas estaban de pie frente a él. Catorce eran hombres o jovencitos en edad de trabajar la tierra. Muchas de las mujeres temblaban de miedo mientras miraban a los soldados que las rodeaban. Otras tenían un aspecto desamparado en sus rostros alicaídos. Eskkar observó con facilidad las señales de repetidas violaciones y palizas. No vio lágrimas. Días o semanas de llorar habían secado sus ojos. Las mujeres habían llegado a un punto en el que incluso la muerte podía parecer preferible.
—¿Quién habla en nombre de la villa? —preguntó, manteniendo la voz calmada. El silencio recibió sus palabras, y repitió la pregunta.
—Quienes hablaban por la villa están todos muertos, noble. —Las palabras pertenecían a una mujer mayor, de cabellos grises y encorvada de trabajar la tierra, casi invisible en medio de la multitud. Una niñita de tres o cuatro estaciones le agarraba temerosa la mano.
—¿Hay algún anciano en la villa, entonces?
—Todos muertos también, noble. —Su voz sonaba cansada, sin emoción, pero le miraba directamente a los ojos sin temor.
Eskkar escudriñó al grupo, pero todos los rostros miraban al suelo; nadie estaba dispuesto a decir nada. Sentía que se le acababa la paciencia, pero mantuvo la calma mientras caminaba hacia ellos. Ellos se apartaron de su paso hasta que estuvo frente a la vieja.
—¿Y cómo te llamas, anciana? —Eskkar mantuvo la voz baja y el tono cortés.
—Me llamo Nisaba, noble. En cuanto a estos otros, todos tienen miedo de hablar contigo, por miedo a que los maten los bandidos cuando regresen. Dijeron que volverían en cuanto tú te marcharas.
—¿Pero tú no tienes miedo, Nisaba?
—Ya han matado a mis dos hijos. Mi vida ha terminado y soy demasiado vieja para que se entretengan conmigo. Lo más que pueden hacer es matarme.
—Nadie va a matarte, Nisaba. Yo te lo prometo. Ahora estás bajo mi protección. —Le tomó la mano libre y la condujo hacia el pozo. La niña los siguió con los ojos despavoridos y apretando con fuerza la mano de la vieja—. Siéntate, anciana. —Se descolgó la espada que llevaba a la espalda y se unió a la mujer en el suelo, sentándose en la tierra frente a ella y colocando la funda sobre sus rodillas—. ¿Sabes quién soy?
Ella se tomó su tiempo para responderle, mientras se colocaba lo que quedaba de su vestido.
—Tú eres el noble Eskkar y, por ahora, el líder de Orak.
No pudo evitar una sonrisa al oírle decir «por ahora». En los últimos meses había, con frecuencia, pensado lo mismo.
—Ya no se llama Orak, Nisaba. Ahora es la ciudad de Akkad.
—Orak…, Akkad…, no hay diferencia, noble. Se llamaba Orak cuando yo era una niña y no veo la necesidad de cambiarle el nombre a las cosas.
Eskkar se atusó la delgada barba de su mentón. Trella había sugerido el cambio de nombre, de Orak a Akkad, para ayudar a que la gente se identificara con Eskkar y con un nuevo comienzo. Eskkar le había advertido que el cambio no sería tan aceptado en la campiña como lo había sido dentro de los muros de Akkad.
—Bien, anciana, ya hablaremos de eso después. Por ahora, tú eres la anciana de la villa de Dilgarth y tú hablarás en su nombre. —Alzó los ojos por encima de su cabeza para observar la reacción de los pobladores—. ¿Hay alguna otra persona que crea que deba ser anciano de la villa?
Nadie desafió su decisión.
—Nisaba, Dilgarth está bajo la protección de la ciudad de Akkad, y aquí todos obedecerán las leyes de Akkad de ahora en adelante. —Eskkar alzó la voz y se dirigió a los habitantes de Dilgarth—: Los soldados de Akkad pronto limpiarán la tierra de bandidos, y vosotros y vuestras familias estaréis a salvo en vuestras tiendas y granjas. El comercio de lino y de otras mercancías volverá a establecerse con Akkad y, como antes, se os pagará con justicia por vuestros productos. Si tenéis quejas, comunicádselas a la anciana de vuestra villa —dijo señalando a Nisaba— y ella las presentará a los soldados aquí apostados o las llevará a Akkad. Si fuera necesario, yo tomaré la decisión final. Las costumbres de Akkad se aplicarán a todos por igual y Nisaba y los soldados se ocuparán de que sean aplicadas de manera ecuánime.
Eskkar se sintió aliviado de haber dado cuenta de semejante formalidad, aunque dudaba de que muchos entendieran qué era lo que verdaderamente había dicho. Tampoco tenía demasiada importancia. En los próximos meses, todos en Dilgarth podrían apreciar la estabilidad y seguridad que Akkad podía proporcionarles. Volvió su mirada a la nueva anciana de la villa.
—Ahora, háblame de los bandidos que huyeron cuando llegamos nosotros.
La historia brotó con lentitud, mientras los lugartenientes de Eskkar se congregaban en torno a su jefe, ansiosos por escucharla. El resto de los soldados se esforzaba por escuchar las bajas palabras de Nisaba y, durante un buen rato, el único sonido que se dejó oír fue el ocasional movimiento de uno de los caballos apretujados en la plaza.
Dos meses atrás, los pobladores habían comenzado a regresar a Dilgarth después de que la migración bárbara se hubiera marchado, volviendo a sus casas de uno en uno o de dos en dos mientras comenzaban a reconstruir sus hogares y a atender sus cosechas y animales. Se alegraron cuando les llegaron nuevas sobre la derrota de los invasores y su expulsión de Akkad, y entonces regresaron más granjeros y artesanos.
Pero hacía menos de dos semanas, mientras Eskkar y sus hombres permanecían detrás de los muros de la ciudad, todavía temerosos de aventurarse al exterior, hasta que los bárbaros estuvieran a una distancia prudencial de la ciudad, una banda de unos veinte bandidos entró al galope en Dilgarth en mitad de la noche, derribando la pequeña empalizada y matando a quienes se opusieron. Por la mañana, ya habían tomado a cuantas mujeres quisieron y saqueado la villa.
Nisaba pensó que se marcharían después de unos días de placer, pero los bandoleros parecían encantados de tener a los aldeanos recolectando y preparándoles la comida mientras disfrutaban de sus mujeres e hijas. Los bandidos permanecieron en la villa; de vez en cuando algunos salían en pequeños grupos para robar a cualquier granjero que estuviera trabajando sus tierras o en busca de viajeros débiles o aislados de camino a Akkad.
Los intrusos habían sido lo suficientemente hábiles como para matar a todo aquel que hubiera intentado escapar hacia Akkad, y por eso sólo llegaban a la ciudad rumores sobre su actividad, aunque muchos viajeros habían sido asaltados y atacados en los caminos. Los bandidos se habían hecho con todos los alimentos mientras los pobladores pasaban hambre. Esa mañana, poco antes del amanecer, un jinete había llevado noticias de la llegada de Eskkar. Se habían tomado su tiempo antes de partir, esperando insolentes hasta que los soldados de Akkad hubieran sido avistados a menos de una milla de la villa.
Cuando Nisaba concluyó, la multitud permaneció en silencio. Eskkar sabía que todos, soldados y pobladores por igual, esperaban a ver qué iba a hacer. No habían pasado ni dos días desde su marcha de Akkad y ya tenía un problema. Dilgarth era un lugar insignificante, una mera estación de paso en el camino hacia Akkad, y nadie, ni soldado ni poblador, se sorprendería si la abandonara a su suerte. Eskkar tenía asuntos urgentes más al norte, en Bisitun, y mal podía permitirse el lujo de recorrer los alrededores en busca de un pequeño grupo de bandidos bien montados y armados o de preocuparse por el destino de unos patéticos campesinos. Al final, los bandidos dejarían la zona cuando hubieran agotado la comida o se hubieran cansado de sus mujeres. O cuando Eskkar estableciera el control sobre el área hacia el norte. Así que, en cuestión de días o semanas, el problema estaría solucionado aunque no hiciera nada.
Sin embargo, aquellos aldeanos estaban ahora bajo su protección. Si Eskkar no podía cuidar a estos desventurados eliminando a unos pocos maleantes, entonces su autoridad sería apenas superior a la de cualquier bandolero.
Pero en tanto permaneciera en el lugar, los bandidos no volverían, y él no podía quedarse mucho tiempo. Tampoco podía dejar una cantidad de hombres para proteger Dilgarth de forma adecuada. Necesitaba de todos sus soldados en el norte. Si continuaba su cabalgata, los bandidos volverían tan pronto como se hubiera marchado. Sin hombres suficientes y, más aún, sin suficientes caballos, no podía tampoco dar caza a los bandidos. Además, Eskkar no sabía cuántos hombres tenían y pronto podría encontrarse enfrentando una fuerza igual o mayor a la de sus veinte jinetes. Así que tenía un problema de compleja solución, pero que necesitaba resolverse, y pronto.
Eskkar miró a Nisaba y pudo ver casi idénticos pensamientos en su mente.
—Anciana, dedicaré un tiempo a pensar en esto. Tú y los demás tenéis que comer. Mis hombres compartirán su comida con vosotros. —Miró a Sisuthros, sentado a unos pasos de distancia, para asegurarse de que su lugarteniente entendía su petición—. Después hablaremos, Nisaba.
Se puso de pie, y sus hombres comenzaron a moverse. Oyó a Sisuthros dar las órdenes para montar el campamento, apostar a los centinelas y alimentar a los pobladores. Los jefes de decena asignaron a sus hombres lugares para dormir mientras que otros se encargaron de los animales de carga. Mientras se desarrollaba toda esta actividad, Eskkar entró en el edificio más grande de la villa, la casa que el cabecilla de los bandidos había utilizado como cuartel general.
Dentro, Eskkar encontró el suelo cubierto de huesos y restos de comida y carne cruda desperdigada entre cazuelas y muebles rotos. Abundaban las moscas, que se alimentaban de la basura. Un rincón había hecho las veces de improvisada letrina. Manchas de sangre cubrían una pared y el suelo de tierra en un rincón estaba teñido de rojo, ya fuera de vino o de sangre. Había un olor a algo podrido en el aire superponiéndose incluso al olor a orines.
Haciendo caso omiso de todo, Eskkar halló un taburete caído, lo cogió y se sentó mirando hacia la entrada. No alzó la vista cuando Grond y otros dos soldados entraron y comenzaron a limpiar el lugar. Uno de los hombres había encontrado una escoba y el otro llevaba un cubo con arena limpia para echar sobre la tierra empapada de orines. Todos trabajaban en silencio, evitando molestar a su jefe. Para cuando terminaron, Sisuthros entró, seguido de uno de los escuderos y de dos mujeres de la villa, llevando platos con un poco de carne seca, pan y dátiles, así como una tosca copa tallada que contenía vino. La comida y el vino provenían de Akkad; los bandidos, al partir, se habían llevado la poca comida que quedaba en Dilgarth.
Eskkar alzó la vista mientras una de las mujeres colocaba los alimentos frente a él.
—A esos bandidos los quiero muertos, Sisuthros.
—Probablemente ya estén lejos, capitán —respondió cauto Sisuthros. Había escuchado ya antes ese tono de voz y sabía lo que significaba—. No tienen motivos para seguir aquí, han arramblado con todo. Ni siquiera queda comida. Y las mujeres… —dijo, encogiéndose de hombros.
El segundo al mando de Eskkar era un fuerte joven de veintitrés estaciones, siete menos que su capitán, pero había peleado en la extensa campaña contra Alur Meriki y obtenido el respeto de sus hombres. Y lo que era más importante, Sisuthros tenía una buena cabeza sobre los hombros. Eskkar planeaba dejarlo a cargo cuando llegara a destino, en el norte, en la villa de Bisitun.
—Regresarán —dijo quedo Eskkar—. Todavía hay algunas verduras en los campos y se querrán llevar a algunos pobladores como esclavos, ya sea para usarlos o para venderlos, antes de abandonar este lugar. Se fueron sólo minutos antes de que llegáramos. Ni siquiera se llevaron a ninguna de las mujeres.
—Parecen estar bastante al tanto de nuestros planes —dijo Sisuthros—. Probablemente adivinaron que no queremos quedarnos aquí. Podríamos dejar suficientes hombres para proteger la villa, al menos por un tiempo.
—Si dejamos algunos hombres, tendremos también que dejar algunos caballos —arguyó Grond—. Y tal como están las cosas no tenemos suficientes animales.
La escasez de carne de caballo había acuciado a Eskkar incluso desde antes del comienzo del asedio a Akkad.
—Ni sabemos cuántos hombres dejar. —Eskkar tomó un sorbo de la copa de vino—. Si dejamos demasiado pocos, podrían ser derrotados. —Sacudió la cabeza—. No, no quiero perder tiempo y hombres defendiendo Dilgarth. Quiero eliminar a estos bandidos cuando vuelvan por el este.
—¿Por qué el este, capitán? —preguntó Grond—. ¿Por qué no el norte, o el sur?
—No pueden cruzar el río por aquí, y menos sin botes. Es demasiado ancho. Tampoco pueden entrar en Akkad. Gatus interceptaría a cualquier grupo de hombres montados, armados y con botín, así que no irán hacia el sur. Y nosotros nos dirigimos al norte, así que no querrán que les siga un gran contingente. Eso sólo les deja el este, la tierra que arrasaron los bárbaros. Si van en esa dirección, aunque sea durante unos días, necesitarán toda la comida, botín y esclavos que puedan cargar.
Ninguno de los hombres dijo nada, lo que sencillamente significaba que no veían error alguno en su lógica. Eskkar había establecido ciertas reglas de mando, y una de ellas insistía en que sus lugartenientes hablaran con libertad en relación a sus planes e ideas. Era otra de las dolorosas lecciones que Eskkar había aprendido en los últimos seis meses: que era más importante enterarse de las ideas y comentarios de todos que tomar las decisiones por sí solo.
—Eso quiere decir que probablemente están espiando el lugar —dijo Grond—. Esperarán hasta que nos marchemos, asegurándose de nuestra partida, y luego volverán a tomar tantos pobladores, comida y cualquier otra cosa que quieran, para a continuación marcharse.
—¿Por qué no se han llevado hoy lo que querían? —preguntó Sisuthros.
—Porque no tienen suficientes caballos para los esclavos y las mercaderías —respondió Eskkar, satisfecho de haberse hecho él la misma pregunta—. Y no estaban seguros de si los perseguiríamos o no. Si se hubieran ido cargados con esclavos y botín, los podríamos haber atrapado con facilidad. No, volverán. Uno tonto incluso se lo dijo a Nisaba.
Eskkar miró hacia la entrada, asegurándose de que el centinela estuviese apostado en su lugar antes de continuar. No quería que ningún poblador escuchara sus palabras. Así y todo bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.
—Esto es lo que haremos.
Como todos los planes de Eskkar, parecía bastante simple. Y como la mayoría de sus planes, muchas cosas podrían salir mal. Sisuthros intentó primero disuadirlo y después se ofreció a tomar su lugar, pero Eskkar no quiso saber nada de ello.
—Sé que lo que dices tiene sentido, Sisuthros —dijo Eskkar, poniendo fin a la discusión—. Pero estaré lo suficientemente protegido. Y esto es algo de lo que quiero ocuparme en persona.
Sisuthros hizo un último intento:
—Antes de partir, la señora Trella me pidió que me asegurara de que no corrieras riesgos innecesarios. —Cuando comprobó que ni siquiera la mención de Trella iba a cambiar la opinión de su capitán, empleó otra táctica—: Al menos deja que Grond se quede aquí contigo. Por todos los dioses, Eskkar, puede que cuenten con más hombres que tú.
Antaño, Eskkar habría gritado y exigido obediencia. En aquel momento puso fin a la discusión con voz firme.
—Si lo hacemos bien, no esperarán encontrarse con problemas, y yo cuento con hombres entrenados que deberán ser capaces de ocuparse con facilidad de una docena o poco más de bandidos.
Grond y Sisuthros comenzaron a protestar, pero Eskkar alzó la mano.
—Basta de discusiones. Comamos en paz —continuó Eskkar—, después elegiremos a los hombres y organizaremos los preparativos. Cuando estemos listos, hablaré con Nisaba. Ella y los demás habitantes también tienen una función que cumplir.
Los dos lugartenientes se miraron. Habían presentado sus objeciones y escuchado la decisión de Eskkar. Ahora, la tarea que tenían por delante consistía en asegurarse de que su capitán tuviera éxito. Asintieron resignados, y cada uno empezó a pensar en su parte en el plan.