Capítulo 26
Hathor se despertó sobresaltado, con aquel sonido inesperado pero siempre familiar resonándole aún en los oídos. Instintivamente, cogió la espada que tenía junto a él en la cama. El ruido que lo había despertado se concretó en una mezcla de hombres gritando y de vez en cuando el choque de bronce contra bronce. El griterío subía y bajaba de volumen, pero se hacía cada vez más fuerte y urgente. Ya de pie, se acercó a la ventana, y se asomó hacia fuera para ver qué sucedía.
Lo que le quedaba de sueño desapareció al mirar en la oscuridad hacia los edificios linderos. El ruido provenía del patio de la casa de Korthac, separada de la que Hathor y Takany ocupaban por sólo una alta pared que se extendía a cada lado de la estructura principal. Un hombre lanzó un grito de agonía que se elevó por encima de los otros gritos y maldiciones. Había hombres muriendo al otro lado de la pared, lo que significaba que alguien había atacado a Korthac y a sus guardias. No había sonado la alarma, pero había comenzado la lucha… Finalmente entendió lo que se gritaba:
—¡Eskkar ha regresado!
Hathor sintió que le recorría un escalofrío. ¡Eskkar! Se suponía que había muerto.
—Que Osiris nos lleve —exclamó, deteniéndose sólo para ponerse una túnica antes de salir corriendo de su dormitorio.
—¡Eskkar ha regresado! ¡No dejéis que escape nadie! —Los gritos desde el patio de la casa de Korthac ahora podían oírse incluso dentro del edificio.
—¡Takany! —gritó Hathor, entrando al cuarto común. El segundo al mando de Korthac dormía en el dormitorio contiguo—. ¡Takany, levántate! —Hathor gritó en la oscuridad, entrando a la recámara de su compañero.
Takany estaba en su lecho, todavía roncando y embriagado por las bebidas y la juerga de la noche anterior. Se había pasado la primera parte de la noche en casa de Zenobia, aterrorizándola a ella y a sus mujeres y obligándolas a todas a complacerlo. Hathor había tenido que permanecer despierto hasta el regreso de su superior, y Takany se había llevado consigo a una de las mujeres de Zenobia, conduciendo a la temblorosa muchacha desnuda por las calles. Ahora ella estaba sentada, sin duda asustada y confundida por la irrupción de Hathor y el ruido en las calles.
—¿Qué…, qué está sucediendo…? —Se percibía el miedo en su voz.
Ignorando a la muchacha de ojos desorbitados, Hathor tomó a Takany por el brazo, sacudiéndolo hasta despertarlo.
—¡Arriba! Están luchando aquí al lado.
Sin esperar, Hathor se dirigió hacia la puerta. La media docena de soldados que dormían en la casa ya se habían levantado, buscando sus armas en la oscuridad y preguntándose unos a otros qué hacer.
—Dad la alarma —ordenó Hathor, abriéndose paso entre la creciente multitud—. Coged las espadas y venid conmigo a casa de Korthac.
La entrada principal de la residencia daba directamente a la calle, desde donde se accedía a la propiedad de Korthac. Hathor corrió por el pasaje, tropezando una vez en la oscuridad y deseando haber tenido tiempo de calzarse las sandalias. Detrás de él, por fin, sonó la alarma de una trompeta, el agudo bramido repetía las notas que convocaban a los soldados.
Los guardias que se suponía que estaban apostados ante la puerta de Korthac yacían muertos en el suelo, con el cuerpo lleno de flechas. Aferrando su espada, Hathor se abrió camino hasta la puerta.
Alguien había encendido una antorcha, y en su parpadeante luz Hathor vio media docena de cadáveres repartidos por el patio, con flechas brotándoles en extraños ángulos.
—Hathor —llamó uno de los soldados—, Amun está muerto…, unos hombres forzaron la entrada…, entraron en la casa y nos han expulsado. Tienen arqueros…
Amun estaba a cargo de los soldados apostados en el patio.
—¡Basta! —dijo Hathor—. Reúne a tus hombres y asegúrate de que todos tengan sus armas. Custodia las puertas. Que no salga nadie.
—¿Qué está sucediendo? —La voz de Takany resonó por encima de la confusión. No se había molestado en ponerse una túnica, y ahora se encontraba allí desnudo y descalzo, con una espada en la mano.
El soldado tuvo que repetir la historia mientras Hathor ardía de impaciencia.
—¿Dices que ese Eskkar está dentro, solo, con Korthac?
Sí, eso es lo que acaba de decir, quiso gritar Hathor. Pero sabía que no le convenía desafiar la autoridad de Takany, aunque su velocidad de pensamiento fuera tan lenta como la de un buey. Pasaron preciosos momentos hasta que Takany ordenó las ideas.
—¡Idiotas! —dijo Takany, furioso, deshaciéndose de cualquier resto de vino de la noche anterior—. ¡Habéis dejado que un puñado de hombres os echaran de la casa! —Cogió a un hombre que se apartaba del edificio y le pegó con la parte plana de la hoja de la espada—. Vuelve allí a pelear —le ordenó—. Hathor, llama a los hombres. Derribaremos la puerta de los pisos superiores y liberaremos a Korthac.
Antes de que nadie pudiera empezar a moverse, un hombre irrumpió por la puerta, y todos se volvieron a mirarle.
—Takany…, Hathor —gritó, tropezando cuando llegó hasta su lado e intentando recuperar el aliento—. Hay hombres atacando la puerta principal. Han capturado una de las torres y se han atrincherado en ella. Están gritando que Eskkar ha regresado para matarnos a todos.
—Ordena a los hombres de la puerta que se retiren y que se reúnan con nosotros en los barracones —dijo Hathor, mirando a Takany—. Deberíamos ir nosotros también. Necesitamos congregar nuestras fuerzas en un solo lugar. Entonces podremos…
—¿Dejar a Korthac? ¿Abandonar la puerta? —gritó Takany, sin dar crédito a sus oídos—. Si ellos consiguen abrir la puerta, tendremos una horda de hombres entrando en la ciudad.
—Los soldados de Eskkar ya están dentro de la ciudad —replicó Hathor—, y nuestros hombres están desperdigados por todas partes. Necesitamos reunirlos y…
—No, necesitamos rescatar a Korthac ahora —respondió furioso Takany. Tomó a Hathor por el brazo—. Llévate una docena de hombres a la puerta. Ve con Ariamus —Takany señaló con su espada hacia el otro lado del patio— y la mitad de su escoria. Si él y sus hombres no quieren pelear, mátalo. Yo recuperaré la casa y liberaré a Korthac. Asegúrate de que la puerta permanezca cerrada.
Hathor miró hacia donde Ariamus estaba, en el patio, rodeado de una docena de sus hombres, mientras le vendaban el brazo.
—¡Ariamus! ¿Es en verdad Eskkar? —Hathor tuvo que alzar su voz para ser oído por encima del griterío, aunque Ariamus estaba apenas a una docena de pasos.
—Sí, es él —dijo Ariamus—. Estaba peleando con Korthac y su guardia la última vez que lo vi.
Hathor se dio cuenta de que Takany tenía razón respecto a Ariamus y sus hombres. El traidor había reclutado en su mayoría a jactanciosos bandidos y ladrones, y esos cobardes no pelearían sin que Ariamus se lo ordenara. Hathor quería saber más sobre Eskkar y Ariamus, pero ahora no podía perder tiempo.
Hathor dudó, pero una mirada a su alrededor le dijo que sería inútil llevarle la contraria. La decisión de Takany podía ser errada, pero había perdido demasiado tiempo discutiendo los pasos a seguir. Takany no temía a nada que caminara por la tierra, excepto a Korthac. Takany sabía que la ira de su amo caería sobre él por el fracaso. Esa noche durante la cena, Hathor había oído cómo aquél aseguraba a Korthac la completa sumisión de la ciudad. Ahora éste podría estar incluso muerto, según Ariamus. La puerta del piso superior estaba trancada y unos arqueros desconocidos defendían la escalera. A esas horas, toda la ciudad estaba ya despierta, y la mitad de ellos se habían subido a los tejados para aclamar el nombre de Eskkar.
«Mejor un mal plan que ninguno», decidió Hathor, sabiendo que no había otra cosa que pudiera hacer.
—Muy bien, Takany. Libera a Korthac. —Hathor se volvió hacia el mensajero, que aún esperaba instrucciones—. Regresa a la puerta. Diles que llevo refuerzos y que se preparen para recuperar la torre. Asegúrate de que las puertas permanezcan cerradas, a cualquier precio.
El hombre asintió y salió corriendo del patio.
—Llevaré a mis hombres a los barracones. —Ariamus se le había unido, con el brazo recién vendado.
—¿Cómo ha podido suceder esto? —le gritó Takany a Ariamus, con el rostro pegado al suyo—. ¿Cómo es que tú…?
—No trates de culparme. Eran tus egipcios los que debían custodiar a Korthac —respondió gritando Ariamus—, pero Eskkar ha entrado caminando a su cuarto de trabajo. Fueron tus hombres los que fallaron.
—Basta —dijo Hathor, interponiéndose entre ambos—. No tenemos tiempo para esto. O Korthac está atrapado dentro o está muerto. De uno u otro modo, tenemos que acabar con este levantamiento.
Empujó a Ariamus separándolo de Takany, sin duda salvándole la vida. Una palabra más y Takany lo habría destripado. Hathor ya había sido testigo de la furia de Takany.
—Deberíamos regresar a los cuarteles —dijo Ariamus—. Allí están guardadas las armas.
Hathor detectó un dejo de miedo en la voz de Ariamus. Algo le había desencajado, y daba la impresión de que deseaba alejarse de la casa.
—Lleva a la mitad de tus hombres hacia la puerta —ordenó Hathor—. Diles al resto que obedezcan a Takany. No discutas, ve.
Ariamus abrió la boca como si fuera a decir algo, pero luego se encogió de hombros.
—Los pondré en marcha. —Se alejó, gritando órdenes a sus hombres y dividiéndolos. En unos instantes comenzaron a congregarse en la entrada, en el patio.
Takany también había detectado algo en la voz de Ariamus.
—Mátalo cuando terminemos con esto —le ordenó Takany, fría la voz de furia—. No quiero volver a verlo vivo. ¿Entendido? Ese cobarde nos entregará a la primera oportunidad que se le presente. —Takany dio media vuelta y preparó a sus guerreros para el asalto a la casa.
Hathor hizo lo propio, llevando consigo los primeros doce hombres que vio, ordenándoles que le siguieran. Realizó una rápida inspección para comprobar que llevaban arcos además de flechas. Para entonces, los hombres de Ariamus habían partido, desapareciendo por la calle. Hathor ordenó a sus hombres que los siguieran.
Antes de salir a la calle, echó una última mirada al patio. Takany había organizado su fuerza, de unos veinte hombres. En unos momentos, comenzaría el asalto a la casa. Hathor salió y comenzó a correr. Esperaba no necesitar a esos veinte hombres en las puertas de la ciudad.
***
Bantor corrió hacia los cuarteles. Los días de permanecer acurrucado, escondido de sus enemigos e inseguro respecto a qué hacer lo habían llenado de rabia. El recuerdo de Ariamus le atormentaba día y noche desde el ataque. Ariamus, que había utilizado a su esposa para divertirse una tarde. Ariamus, que le había tendido una emboscada y lo había avergonzado delante de sus hombres. Ariamus, que en el pasado se había reído de él en una docena de ocasiones. Bantor volvió a jurar que vería muerto a su enemigo, a ser posible cocido a fuego lento sobre unos carbones. Ese hombre debía morir, y con él lo que representaba. Bantor planeaba vengarse y vengar a los hombres muertos en la emboscada. Cuanto antes liberara los cuarteles, antes podría comenzar a dar caza a Ariamus.
Bantor había sido el primero en llegar a la puerta del río, pero para entonces Yavtar y Alexar se habían encargado de la mayoría de los que la custodiaban. Los hombres de Bantor acabaron con el resto, dejándolo sin nadie a quien matar. Esperó sólo un momento, hasta asegurarse de que todos sus hombres hubieran entrado, antes de adentrarse por las retorcidas callejas, dirigiéndose hacia los cuarteles. Llevaba la espada firmemente agarrada en la mano, deseoso de encontrarse con su enemigo.
Deteniéndose antes del último tramo, esperó a que sus hombres lo alcanzaran. Bantor sólo tenía veinticuatro soldados, contándose él, desde que había dejado a Alexar y Yavtar para defender la puerta del río. Según Rebba, había por lo menos cuarenta o cincuenta egipcios en los cuarteles, junto con otros veinte o treinta bandoleros reclutados por Ariamus. Para tener alguna oportunidad contra semejante número, Bantor necesitaba no sólo liberar a los prisioneros, sino también capturar el arsenal, para impedirles el acceso a los hombres de Korthac. Para que todo eso funcionara, Bantor tenía que tomar a su enemigo por sorpresa.
Manteniéndose en las sombras, miró hacia la esquina. Los barracones de los soldados, un grupo de chozas bajas ordenadas en semicírculo en torno al campo de entrenamiento, se veían en calma. Los restos de una fogata brillaban a unos pasos de la estructura de la izquierda, alrededor de la cual había un puñado de guardias de pie. Más lejos y mirando hacia donde se encontraba él, podía ver a por lo menos cuatro guardias custodiando el barracón más pequeño, edificio en el que, según Rebba, estaban los prisioneros.
La mayoría de los hombres de Korthac dormían en el barracón principal, la única estructura lo suficientemente grande en Akkad para albergar a tantos hombres. Bantor vio a tres guardias más a unos pasos de la entrada del cuartel, cuidando el fuego que ahora apenas ardía. En cuanto amaneciera, esos guardias despertarían a los extranjeros que dormían, así que Bantor tenía que actuar ya. Un guardia miró hacia la calle que conducía hacia el río, sin duda curioso por los gritos esporádicos que llegaban de esa dirección. Pero todavía no lo suficientemente inquieto para dar la alarma.
—Estamos listos —dijo Klexor momentos después, su voz un susurro al oído de Bantor.
—Lleva a tus hombres directamente hasta la cabaña más pequeña —dijo Bantor—. Libera a los prisioneros. Ignora todo lo demás. Yo me encargaré de los egipcios. —Bantor le había dado a Klexor diez de los hombres, y se había quedado sólo con catorce para enfrentarse a los egipcios—. Buena caza, entonces —susurró Bantor, mientras calzaba una flecha en su arco.
Bantor tomó aliento y salió a la carrera, derecho hacia la fogata. En el instante en que el primer guardia alzó la vista, Bantor emitió su grito de batalla:
—¡Eskkar ha regresado! ¡Muerte a los invasores!
Detrás de él, sus hombres repitieron el grito de guerra, resonando sus pisadas sobre la tierra de la calle. El guardia que cuidaba del fuego reaccionó con lentitud, mirando con ojos desorbitados hacia la oscuridad un momento antes de buscar su arma. El hombre aún no había desenvainado la espada cuando Bantor lo derribó, sintiendo cómo el filo que había estado puliendo día tras día se hundía profundo en el hombro del centinela. Retirando la espada, se adelantó hasta el siguiente hombre, bloqueando su ataque y cortándole el rostro. Los primeros gritos de la noche hendieron el aire, mezclándose con las confusas llamadas de los hombres desorientados. Los soldados de Bantor siguieron avanzando, y el último guardia salió corriendo a esconderse detrás de los barracones.
En los cuarteles principales, capaces de albergar a cuarenta hombres, era donde se encontraban los hombres de Korthac. Bantor corrió hacia la entrada, justo cuando un grupo de hombres salían tambaleándose por la puerta, con las armas en la mano. Una flecha mató al que estaba en la entrada. Bantor llegó hasta los egipcios, blandiendo su espada con furia y atacando a quien se le cruzaba en su camino.
Los extranjeros, todavía medio dormidos, se abrieron paso a la fuerza debido a su número a través de la puerta de los barracones, e intentaron formar una línea. Pero las flechas les llegaban desde las sombras, derribándolos antes de que pudieran organizarse. A semejante distancia, los arqueros tenían poca necesidad de apuntar, y las mortales flechas volaban de sus arcos con tanta rapidez que los egipcios creyeron estar enfrentándose a cien arqueros.
Furioso e ignorando las flechas que le pasaban por encima de la cabeza, Bantor se abrió paso, decidido a llegar hasta los barracones. Por cada hombre que caía muerto, gritaba el nombre de Eskkar. Los egipcios retrocedieron frente al enloquecido Bantor y sus hombres, abandonando el intento de formar una línea de batalla. Cinco enemigos más murieron antes de conseguir retirarse a los barracones y bloquear la puerta.
Maldiciendo, Bantor se lanzó contra la puerta, pero ésta ni se movió, y sabía que había por lo menos media docena de hombres manteniéndola cerrada al otro lado. Escuchó ruidos de trastos que apilaban contra la puerta. Desde dentro, se oyó sonar una trompeta, su sonido apagado elevando al aire su mensaje de alarma, despertando a la ciudad y anunciando a todos que Akkad estaba siendo atacada.
Bantor miró a su alrededor, mientras sus hombres, con los arcos dispuestos, vigilaban las dos angostas ventanas en lo alto del muro. El ataque sorpresa había atrapado a los guerreros egipcios, y ahora Bantor estaba decidido a mantener a sus enemigos dentro. Alejándose de la entrada de los barracones, miró hacia un lado de la calle y luego hacia los hombres de Klexor. En la calle no vio a nadie, al menos nadie armado ni refuerzos que corrieran a ayudar a los hombres de Korthac. A menos de cincuenta pasos, Klexor y sus arqueros lanzaban flechas hacia cualquier cosa que se moviera, atacando las chozas más pequeñas. Bantor vio a algunos hombres correr hacia lo oscuro, lo que de momento era una buena señal.
Bantor tenía que creer que Klexor tendría éxito. Se sintió seguro de que al menos la mitad de los bandidos y granjeros reclutados en la campiña por Ariamus y albergados en las dos estructuras menores escaparían ante la primera señal de peligro, algunos hacia la casa de Eskkar, otros hacia la puerta principal. Por ahora, eso no importaba. Bantor tenía que destruir a esos egipcios antes de que pudieran organizar una defensa o escapar.
—¡Rodead los barracones! Puede que intenten escapar rompiendo la pared. Subid al tejado —gritó Bantor—. Préndedle fuego. ¡Quemadlos! Que nadie escape. ¡Aprisa!
Un soldado corrió hasta la fogata y comenzó a echar más leña al fuego. Las llamas bajas empalidecieron por unos momentos, pero la madera comenzó a arder y las llamas a crecer. Los arqueros se apostaron, todos de cara a la estructura, con sus arcos listos. Los barracones contaban sólo con una entrada, y la única ventana del lado opuesto era demasiado pequeña para que un hombre escapara por ella.
Se oyeron gritos de ira que provenían del interior de los barracones. Bantor no podía creer en su suerte. Había atrapado a unos cuarenta egipcios en un solo edificio. Si pudiera mantenerlos atrapados unos momentos más…
—Cubrid la puerta —gritó— y apostad a algunos arqueros en aquel tejado. —Señaló con su espada hacia el depósito de armas de los soldados, una estructura pequeña, abierta por dos de sus lados. Hachas de guerra, escudos, lanzas y otras armas estaban allí guardados, a unos pocos pasos de los edificios principales. Entretanto, el fuego seguía ardiendo con el nuevo combustible, y el espeso humo comenzaba a elevarse al cielo, el cual ya mostraba un tinte rosado hacia el este. No pasaría mucho tiempo antes de que las llamas prendieran.
Las puertas de los barracones se abrieron de golpe. Tres flechas partieron hacia los acadios. Una le pasó a Bantor cerca de la oreja, y un arquero que estaba dos pasos detrás emitió un quejido y cayó a tierra. Sus hombres respondieron de inmediato, pero la puerta ya se había cerrado, y casi una docena de flechas se clavaron en la puerta de madera.
Bantor estuvo a punto de reprender a sus hombres, pero éstos ya se habían reacomodado, algunos maldiciéndose a sí mismos, otros cambiando de posición para prepararse para el próximo ataque. No serían sorprendidos otra vez tan fácilmente.
—¿Bantor? ¿Eres tú?
Se volvió para ver a tres hombres trastabillando en su dirección. Le llevó un momento reconocer a Jarack y a otros dos miembros del clan del Halcón de la guardia de la casa de Eskkar. Parecían estar débiles, iban medio desnudos y tenían el cuerpo lleno de marcas de latigazos.
—Danos armas, Bantor —exigió Jarack, su mano sobre el brazo de Bantor—. Podemos luchar.
—Ocupaos de las que hemos recuperado —dijo Bantor—. Armaos con las del depósito. Traed escudos y lanzas para mis hombres. Las necesitaremos en un momento.
—No, nosotros queremos…
Bantor agarró a Jarack por el brazo y lo empujó hacia el depósito.
—¡Ve!
Las puertas de los barracones volvieron a abrirse, pero esta vez los arqueros de Bantor estaban preparados. Sus flechas partieron hacia el oscuro interior. Sólo una, disparada hacia lo alto, salió de allí. Pero salió una oleada de hombres, los de delante, portando escudos, y se lanzaron contra los acadios, lanzando gritos de guerra.
Desde el tejado del depósito, cuatro arqueros que acababan de ocupar sus puestos dispararon sus flechas sobre las espaldas de los guerreros de Korthac, derribando a los dos primeros hombres con escudo que salían de los barracones. Eso les brindó a los arqueros de Bantor más blancos. Derribaron a otros dos hombres antes de que el jefe de los egipcios llegara con su espada hasta donde estaba Bantor.
Éste detuvo el salvaje mandoble con su propia arma, y luego utilizó una de las tácticas favoritas de Eskkar: avanzó y golpeó con su hombro en el escudo del hombre, deteniendo su avance. Antes de que éste pudiera recuperar el equilibrio o el impulso, la corta espada de Bantor atravesó el escudo y se hundió en el pecho del egipcio, a la altura del cuello.
Con un grito, éste dejó caer su espada y se llevó una mano a la herida. Recogiendo su espada, Bantor se enfrentó a otro atacante, pero este hombre ya estaba agonizando, con otra flecha lanzada desde el tejado del depósito clavada en la espalda. Habiendo desbaratado el ataque antes de que la mayoría saliera, y con su jefe muerto, los egipcios volvieron a entrar en los cuarteles. Volvieron a cerrar la puerta, dejando a un hombre, maldiciendo, atrapado fuera, golpeando la puerta para que lo dejaran entrar, antes de que dos flechas en su espalda lo derribaran. El cuerpo se desmoronó ante la puerta y Bantor gruñó satisfecho. Los egipcios tendrían que pasar por encima de sus muertos para llegar a donde estaban ellos.
—Bantor, el fuego está listo —gritó alguien.
—Incendiad entonces el tejado.
Jarack volvió con un gran escudo de madera y tres lanzas, junto a otros tres o cuatro prisioneros liberados que llevaban similares bultos, detrás de él. Aparecieron más hombres, todos llevaban alguna arma, y Bantor se dio cuenta de que algunos de los pobladores habían entrado en el lugar y cogido armas también.
El primer leño encendido cruzó el cielo, para caer sobre el tejado de los barracones. Otro siguió su rumbo y luego otros volaron humeando hacia el tejado, lanzados por los pobladores que se acercaban. Éstos cayeron sobre la estructura, y la mezcla de madera y paja se incendió casi instantáneamente. Nuevas llamas se alzaron al cielo.
Bantor miró al suelo, contando los egipcios muertos. Ocho hombres yacían en la tierra, la mayoría con flechas en el cuerpo. Tres llevaban escudo, algo que no era habitual guardar en los barracones. Entonces, los egipcios contaban con sus espadas y cuchillos, algunos arcos y no mucho más.
Otro poblador llegó, portando una lanza. Se arrodilló en tierra junto a un arquero, inclinando su lanza hacia arriba, protegiendo al arquero: había sido sin duda entrenado para ponerse de pie y hundir la lanza en el enemigo que atacara. Otro poblador llegó e hizo lo mismo, y Bantor pudo observar a Jarack de pie en el depósito, dirigiendo a más pobladores mientras les repartía armas.
Con un fuerte crujido, una ola de fuego cubrió el tejado de los barracones y las brillantes llamas sumaron su luz a la incipiente aurora.
Llegó entonces Klexor, trayendo consigo a la mayoría de sus arqueros.
—Los prisioneros están libres, Bantor —gritó, teniendo que alzar su voz por encima del crepitar de las llamas.
—Hemos perdido algunos hombres, pero la chusma huyó.
—Aposta a tus hombres —ordenó Bantor—. Que algunos vayan al tejado del depósito. Los egipcios saldrán pronto.
Bantor vio a unos veinte soldados liberados tambaleándose detrás de Klexor. La mayoría parecían exhaustos y apenas capaces de mantenerse en pie, debilitados por largas horas de trabajo como esclavos y comida escasa.
—Dales tú arcos —ordenó Bantor. Incluso en su débil estado, estos hombres serían capaces de lanzar una flecha. A esa distancia, un arquero no necesitaba tensar mucho su arco para que la flecha hiciera blanco.
Se apartó de la primera línea y se dio un momento para mirar a su alrededor. Más pobladores se sumaban a la lucha, cargando armas improvisadas o espadas que de uno u otro modo habían adquirido. Los prisioneros liberados también ayudarían. Si el fuego no asaba vivos a los egipcios, sus hombres, disparando desde la casa, comenzarían a matarlos. Los preciados guerreros de Korthac iban a ser masacrados.
—Klexor, acaba con los que están aquí. Yo iré con mis hombres a la casa de Eskkar. Seguidme en cuanto podáis.
Llamando a sus hombres, Bantor dio media vuelta y se alejó al trote. Los soldados lo siguieron a regañadientes, pues querían ver arder a los egipcios. La primera sección del tejado de los barracones cayó, mezclando su estrépito con los gritos de los hombres atrapados debajo de la construcción en llamas. Desde los tejados, los arqueros comenzaron a disparar contra cualquier cosa que se moviera en el interior. Bantor lo ignoró todo, gritando a sus hombres que lo siguieran. Ariamus no estaba allí dentro. Bantor habría reconocido los gritos de aquel hombre en cualquier lado.
Esta vez Bantor corrió tan rápido como le fue posible, con doce de sus catorce hombres pisándole los talones. La alarma había sido dada, y ahora la velocidad importaba más que cualquier otra cosa. Los hombres estarían batallando en casa de Eskkar, y los de Korthac estarían reuniéndose allí. Bantor esperaba contar con suficientes hombres.
Un hombre, espada en mano, salió de una casa y se cruzó en su camino. Bantor lo derribó, sin apenas disminuir la velocidad y sin importarle si era enemigo o no.
Cada momento contaba. Debía llegar a casa de Eskkar. Si Ariamus no estaba en los cuarteles, estaría allí, o cerca. Bantor conocía el carácter de ese hombre. Ariamus esperaría que su jefe, Korthac, lo dirigiera. Pelearía, pero sólo mientras estuviera seguro de ganar. En el momento que la batalla se volviera demasiado peligrosa, Ariamus haría lo que siempre hacía cuando veía cerca el peligro: desaparecería en la oscuridad. Esta vez Bantor se aseguraría de que el tramposo antiguo capitán de la guardia no escapara.
Bantor aceleró el paso, corriendo por las callejuelas, con su espada brillando bajo la luz de la luna, mientras que detrás de él sus hombres llenaban las calles con gritos de guerra.
—¡Eskkar ha regresado! ¡Que nadie escape!
Eskkar contaba con que él consiguiera entrar en su residencia. Eskkar y su puñado de hombres, si todavía estaban vivos, no podrían defenderse durante mucho tiempo, y menos contra todos los soldados de Korthac apostados allí.
—Más rápido, soldados —gritó, alzando su espada y dirigiendo la marcha.