Capítulo 7
La misma aurora que recibió la victoria de Eskkar halló a Trella en su lecho, despierta y pensando en Korthac. La reunión del concejo de la tarde anterior había aceptado la petición de Korthac, y su oro, para establecer una casa de comercio en Akkad. Aunque se había quejado enérgicamente la semana anterior, cuando le comunicaron las condiciones, había entregado las cuarenta monedas sin apenas rechistar. Para sorpresa de todos, ofreció algo más que las monedas, presentándose con un gran cristal de peridotita para cada uno de los cinco miembros del concejo. «Un pequeño presente», explicó, para expresar su gratitud, mostrar el valor de su mercadería y alentar futuras compras de su amplio surtido.
Todas y cada una de las gemas brillaban incluso en la poco iluminada habitación del concejo, los oscuros cristales verdes ligeramente veteados de amarillo. La peridotita de Trella se destacaba en calidad de las otras piedras, mucho más grande y de un tono verde más oscuro, resaltado por la bien pulida superficie.
Trella hubiera preferido no aceptar el costoso soborno. Pero ni siquiera ella pudo contra las miradas y las palabras de los otros miembros del concejo, quienes rápidamente cogieron sus regalos y dieron las gracias a Korthac. El suyo, por supuesto, sería vendido para costear los gastos de Eskkar.
Los regalos a los miembros del concejo no eran nada nuevo, pero como todos contaban con bienes propios, poca necesidad había para el soborno. No, Trella reconoció este sutil ofrecimiento. Korthac quería amigos en lugares de poder, amigos influyentes que pudieran ayudarlo en el futuro, de un modo que ella todavía no alcanzaba a entender.
La noche de sueño no había ayudado, y esa mañana el rompecabezas continuaba sin estar resuelto. Eso quería decir que deberían emprender pasos más positivos para desvelar el misterio. Después del desayuno, esperó el regreso de Annok-sur. Cada mañana, Annok-sur recorría la villa, dando a quienes tenían información una oportunidad para encontrarse con ella lejos de sus casas o lugares de trabajo. Algunas mujeres no se atrevían a alejarse de la vista de sus esposos. Pero yendo de un lado a otro, Annok-sur ofrecía a estas mujeres, libres o esclavas, la oportunidad de pasarle la información sobre lo que sus esposos habían dicho o hecho la noche anterior. Más de una vez, Trella había recibido información útil a través de esta informal red. Cuando Annok-sur regresó, ya había transcurrido la mitad de la mañana.
Sola en su cuarto de trabajo, Trella jugueteaba con la moneda de oro que pendía de su cuello mientras miraba a Annok-sur, sentada al otro lado de la mesa.
—¿Hemos averiguado alguna otra cosa, algo nuevo, sobre Korthac?
—Sólo que, hoy o mañana, va a comprar un lugar para vivir. Ha visto algunas casas, pero todavía está en la posada y…
—¿Nada de sus hombres, nada de las mujeres con las que han hablado, gente con la que han tenido trato?
—No, nada de eso. Sus hombres se mantienen apartados y cerca de la posada. Él ha llevado mujeres un par de veces, durante unas horas, para entretener a los suyos, pero no he encontrado a ninguna mujer que admita haberlo complacido. —Annok-sur se encogió de hombros—. Tal vez prefiera hombres o muchachos, aunque tampoco he oído nada al respecto.
—Han pasado más de diez días y todavía sabemos muy poco sobre él, excepto que posee una notable fortuna y que paga bien. —Trella se estiró y tocó la peridotita, que descansaba sobre la mesa, entre ambas—. Necesitamos averiguar más.
—¿Todavía crees que hay algo raro respecto a él, algo en su pasado?
—No es su pasado lo que me preocupa, Annok-sur. Son sus planes para el futuro. Oculta algo, estoy segura de ello. He estado pensando que tal vez Tammuz pueda descubrir de qué se trata. ¿Podrías convocarlo para esta noche?
Tammuz, apenas en su decimosexta estación, había cabalgado como escudero de Eskkar al comienzo de la campaña contra Alur Meriki. Su primera y única batalla le había destrozado el brazo y estuvo a punto de morir a consecuencia de sus heridas. Ese combate también había acabado con sus sueños de convertirse en soldado. Antes de sumarse a los guerreros de Eskkar, Tammuz había sobrevivido como ladronzuelo, pero incluso esa vida le estaba negada. Con poco o nada que esperar del futuro excepto mendigar, el joven estaba desolado.
Trella, siempre en busca de amigos y aliados sin importarle su posición social, trazó un plan para él. Cuatro meses atrás, junto con Eskkar, le dieron a Tammuz suficiente plata para establecer una pequeña taberna en la peor parte de Akkad, que atendiera a sus peores y más desesperados habitantes. Actuando a cubierto de su antigua profesión, Tammuz se sumó a la red de espías de Trella, manteniendo los oídos y los ojos abiertos para cualquier complot contra la casa de Eskkar. Gatus le proporcionó un viejo veterano, herido mientras se entrenaba para el asedio, para que ayudara a Tammuz a administrar el establecimiento, el cual se convirtió muy pronto más en una guarida de ladronzuelos que en una taberna. El negocio de Tammuz floreció más allá de lo que Trella había esperado, y ya le había suministrado alguna información de poca importancia pero útil.
—Lo acompañaré hasta donde están los guardias —dijo Annok-sur—. También querrás que esté Gatus, en caso de que Tammuz necesite algo de su parte. La medianoche sería la mejor hora.
Además de Eskkar, Gatus y Annok-sur, nadie sabía el nuevo papel de Tammuz. Incluso los soldados fundadores del clan del Halcón habían olvidado al joven lisiado; los guerreros eran parte del clan del Halcón, y ninguno de ellos esperaba que Eskkar recordara la promesa hecha junto al fogón a un insignificante muchacho. Desde el día en que abandonó la residencia de Eskkar, Tammuz había regresado sólo una vez, en la noche y con el rostro oculto por un manto. Sólo Gatus o Annok-sur podían dejar entrar a un desconocido más allá de donde estaban apostados los centinelas.
—No, dos horas antes de medianoche —dijo Trella—. Quiero que traigas a Zenobia aquí a medianoche.
—Ah, ¿entonces ha llegado el momento de ayudarla a establecer una casa?
Trella suspiró.
—Ya va siendo hora, me parece. Me gustaría haber podido ayudarla antes, pero no hubo tiempo. Ahora tendremos que apresurarnos.
Annok-sur se rió.
—No hará falta mucho tiempo para que Zenobia sea conocida.
Trella también rió.
—Esperemos que no.
***
Esa noche, Gatus acompañó a Tammuz y a Annok-sur hasta el cuarto de trabajo, donde ardían dos lámparas, un derroche que daba más peso a la importancia del encuentro. Trella siempre se fijaba mucho en los rostros de la gente cuando hablaba, y si eso hacía necesario usar aceite de más, ella no lo consideraba una pérdida. Se puso de pie e hizo una respetuosa reverencia al joven, recordándose no contar sus estaciones, aunque él era de la misma edad que ella. Como le había dicho Eskkar, uno no trata como a un niño a alguien que ha matado a un enemigo en combate.
—Saludos, Tammuz —dijo—. Gracias por haber venido.
Tammuz se retiró la capucha que le cubría el rostro, usada más para ocultar su identidad que para abrigarse del frío nocturno, y respondió con otra reverencia. Enderezándose, se apartó el cabello castaño claro de su rostro, revelando una amplia sonrisa.
—Gracias a ti, señora Trella. Me alegra volver a verte.
Trella devolvió la sonrisa, recordando cómo Eskkar había salvado la vida a Tammuz y luego lo había dejado a su cuidado. Cuando Tammuz sonreía, parecía un jovencito inocente, aunque ella advirtió su creciente madurez.
—Vamos —le dijo—, siéntate y cuéntame qué has estado haciendo. Pero primero déjame ver tu brazo.
El brazo izquierdo se le había quebrado por dos sitios, pero, en el campo de batalla, ninguno de los hombres de Eskkar supo cómo tratar adecuadamente las fracturas. El regreso a Akkad casi mata al muchacho. Tammuz había perdido casi completamente el uso de su mano izquierda, y ahora el brazo mismo parecía encogido, doblado y colgando en un ángulo extraño. Pero el joven había sobrevivido y Trella sabía que la vida, aun como lisiado, era preferible a la muerte.
Ella ignoró la vergüenza de Tammuz cuando se aproximó alrededor de la mesa y lo ayudó a quitarse el manto antes de cogerle la mano.
—Déjame ver cómo mueves los dedos —le dijo—. ¿Has seguido los consejos del sanador?
—Lo he hecho, señora Trella, aunque no creo que cambie demasiado. Él dice…, él dice que nunca volveré a tener el brazo izquierdo, y que no hay nada más que pueda hacer. Si no fuera por ti y por el capitán Eskkar… —Su voz se perdió a la vez que bajaba la cabeza—. No hay trabajo para un hombre con un solo brazo.
Trella no sólo lo había ayudado a recuperar la salud y se había asegurado de que los curanderos hicieran el mejor trabajo posible, sino que también le había dado un motivo para vivir. Más aún, ella le mostró un modo diferente de luchar, un modo diferente de la guerra que transcurría a diario, entre las sombras, en donde los hombres susurraban entre jarras de cerveza.
—No olvides que eres del clan del Halcón, Tammuz. Estamos orgullosos de ti, y a ti nunca te faltarán amigos. —Trella alzó su mano incluyendo a Gatus y Annok-sur, sentados en silencio en la otra mesa—. Además, lo que tú haces es más importante que ser un mero soldado, recuérdalo.
—Trato de recordarlo, señora Trella, aunque a veces es difícil.
—Al igual que tu trabajo. Tú eres nuestros ojos y oídos entre los pobres, los ladrones, las prostitutas y los asesinos. Con Akkad creciendo día a día, hay muchos hombres desesperados, hombres que robarán, estafarán y asesinarán. Muchos más llegarán en los meses venideros. Necesitamos a alguien que pueda mezclarse entre esa gente y averiguar lo que Eskkar necesita conocer. ¿Cuentas con suficiente plata? ¿Necesitas más?
—No, señora Trella, todavía no. Cobro un porcentaje de lo que roban mis clientes a cambio de permitir que se oculten con su botín en mi cantina. Y yo revendo algunos de esos objetos, en su mayor parte cosas pequeñas que no pueden rastrearse hasta mi persona. A veces algunos clientes desaparecen, dejando sus pertenencias. Es suficiente para la comida y para mantener los jarros de cerveza llenos.
Parte del arreglo con Eskkar y Trella era que Tammuz sólo tenía que informar de las cosas concernientes a la casa de Eskkar. A Trella no le interesaban los pequeños delitos ni los carteristas. Sin embargo, todos sabían que cuando los poderosos querían arreglar un asesinato buscaban con frecuencia a hombres desesperados y los contrataban, hombres como los que frecuentaban el establecimiento de Tammuz.
—Si necesitas más plata, házmelo saber a través de Annok-sur o Gatus. —Le devolvió el manto, colocándoselo en el brazo, y volvió a su silla. Inclinándose hacia delante, concentró su atención en Tammuz. Junto con sus respuestas, ella examinaría cada expresión, cada gesto, incluso su modo de sentarse. Muy poco escapaba a sus ojos y oídos, y ella sabía cómo sacar provecho de lo que había escuchado y observado—. Y ahora tengo que pedirte algo diferente. Puede ser peligroso.
Tammuz se encogió de hombros.
—He aprendido mucho acerca del peligro en los últimos meses.
—Así y todo, quiero que tengas especial cuidado en esto. ¿Has oído hablar de Korthac, el egipcio?
—Todos han oído hablar de él.
—Quiero averiguar más sobre él, en especial sobre sus hombres. Es posible que puedas enterarte de algo, escuchar algo, darte cuenta de algo. —Trella le contó lo que había averiguado sobre Korthac y lo que sospechaba—. No lo subestimes, Tammuz. Es inteligente y sabe conducir a sus hombres. Puede que haya sido soldado en Egipto, tal vez un líder con soldados a su cargo. Nuestros espías no han averiguado nada sobre él, sus hombres o sus planes, así que no creas que será sencillo. No debes dejar que se entere de nuestro interés. Cualquier cosa que descubras, cualquier pequeño detalle o chisme, puede ser útil. Éste es un desafío a la altura del clan del Halcón.
—Cuando veo al clan del Halcón caminando por las calles, con la cabeza en alto…, a veces, señora Trella, no me siento uno de ellos.
—Tú eres del clan del Halcón, Tammuz. Sé que todos jurasteis ayudaros mutuamente, y luchar hasta morir, de ser necesario.
Eskkar le había descrito el horrible juramento, y el pacto que los supervivientes habían abrazado; él le había repetido el juramento, descrito la ceremonia, el viento soplando entre las dunas y el fuego arrojando su luz en el rostro de cada hombre mientras se juramentaban unos a otros. Ningún hombre podía hacer semejante juramento y pensar en romper su palabra mientras viviera.
—Tú, por supuesto, estabas inconsciente o delirando la mayor parte del tiempo, pero juraron también por ti. Y recuerda, Tammuz, algún día habrá mucho más para el clan del Halcón que simplemente pelear. En los próximos años, habrá que librar algo más que simples batallas.
En su último encuentro, Eskkar le había recordado a Tammuz que el juramento se extendía en ambas direcciones. Él siempre sería del clan del Halcón, un verdadero guerrero de Eskkar y su clan.
—Ahora tenemos que hablar de otras cosas. ¿Has pensado en tener esposa?
Tammuz se quedó boquiabierto, sorprendido ante tan extraña pregunta.
—Una esposa…, ¿por qué…?, ¿quién iba a querer a un lisiado?
—Ya tienes edad y eres dueño de una taberna —dijo Trella ignorando la pregunta—. Eso te convierte en un hombre de fortuna. Annok-sur piensa que deberías tener alguna ayuda, alguien en quien pudieras confiar, y Gatus está de acuerdo. He elegido a una esclava para ti. Ella es apenas una o dos estaciones mayor que tú. Si ella demuestra ser cortés y obediente, podemos liberarla para que se case. Si no estás satisfecho con ella por cualquier motivo, entonces puedes devolvérmela.
Gatus, mirando y escuchando desde un taburete ubicado contra la pared, no pudo reprimir una risita.
—Tendrías que verte la cara, Tammuz. Una mujer no es lo peor del mundo. Al menos no todo el tiempo.
Tammuz miró a Gatus, y luego otra vez a Trella.
—No sé qué decir…
—Entonces compláceme en esto y dale una oportunidad. En-hedu será buena para ti, Tammuz, y es inteligente. Es lo suficientemente fuerte para trabajar duro y dejarte tiempo libre para tus otras tareas. Necesita que la traten bien; su dueño anterior bebía demasiado vino y la castigaba con frecuencia. Tienes que ser gentil con ella, y paciente, hasta que se olvide de su amo anterior. No es hermosa, pero creo que será leal, especialmente si la tratas con respeto. He estado con ella varias veces y le he hablado de ti.
Trella se reclinó en su silla, sintiendo a la criatura moverse en su vientre.
—¿Considerarías tomar a la muchacha?
—Señora Trella, si crees que es lo mejor, pero… nunca he estado con una mujer, y ella podría pensar que con mi brazo…
—Tráela, Annok-sur —dijo Trella—. No le digas nada del clan del Halcón, Tammuz. Eso debe seguir siendo nuestro secreto, al menos por ahora. Aparte de eso, puedes contarle lo que quieras. Y no te preocupes por lo que sabes o no sabes. Ella te guiará por los misterios de Ishtar.
A los pocos momentos la puerta crujió y Annok-sur condujo a una joven mujer, fuerte y alta, vestida con una modesta y remendada túnica, al cuarto de trabajo. El cabello castaño enmarcaba un rostro sencillo pero agradable, salvo por la nariz, que se la habían roto y no había sido enderezada. Una vez más Trella se puso de pie, una señal de respeto especialmente importante frente a una esclava, y Tammuz siguió su ejemplo.
—En-hedu, éste es Tammuz, tu nuevo amo. Le obedecerás como si fuera tu esposo. Necesita tu ayuda, así que te pido que hagas todo lo posible para asistirlo.
La muchacha miró a Tammuz tímidamente, mostrando una cierta aprehensión al conocer a su nuevo amo. Hizo una torpe reverencia y luego bajó la vista al suelo. Tammuz parecía no saber qué decir.
Aquella escena le trajo a Trella a la memoria uno de sus más vívidos momentos. Recordó la noche, no muy lejana, en que fue entregada, todavía llorando, a su nuevo amo. Tenía miedo, miedo a lo desconocido. Ésa era la emoción que un esclavo sentía con más frecuencia, miedo al extraño que tiene poder de vida y muerte sobre uno. Trella caminó hasta En-hedu, le tomó la mano y se la puso sobre la mano sana de Tammuz.
—Sé bueno con En-hedu, Tammuz. —Trella miró a Gatus, que asintió y le pasó a Tammuz el brazo por los hombros.
—Es hora de que Trella descanse —dijo Gatus con un bostezo—. Te llevaré de vuelta a la taberna.
***
Para cuando Trella terminó con el orinal, se acercaba ya la medianoche, y sólo tuvo que esperar unos momentos antes de que Annok-sur abriera la puerta e invitara a Zenobia a entrar en la habitación. Trella se puso de pie al acercarse Zenobia a la mesa. Una vez más, el sencillo gesto cobró su efecto. Quitándose la capucha, Zenobia hizo una profunda reverencia, mientras Annok-sur cerraba la puerta a sus espaldas. Ahora podían hablar en privado, tres mujeres discutiendo asuntos que los hombres jamás deberían oír.
—Te agradezco que hayas venido, Zenobia —dijo Trella—. ¿Todo bien?
Zenobia tenía unas veinticinco estaciones, el pelo muy negro, grandes ojos pardos y un rostro redondo de facciones finas y delicadas. Trella recordó el aspecto de Zenobia unos meses atrás, con una tosca túnica con las puntas manchadas de tierra cubriéndole el rostro. Asustada y con señales de haber sido maltratada, Zenobia había hecho todo lo posible para parecer poco atractiva. Una mujer indefensa y hermosa sería rápidamente llevada a la casa de algún hombre, para no volver a salir nunca más. Zenobia necesitaba un benefactor, alguien que la protegiera y se asegurara de que no volvería a ser esclavizada. Trella le había suministrado dicha protección.
Zenobia provenía de una tierra del extremo este y había viajado muchas semanas antes de llegar a la villa. No llevaba mucho tiempo en la ciudad cuando empezó el asedio de Akkad. Al poco de su llegada, conoció a Trella, por casualidad, durante uno de sus paseos. La historia que Zenobia había relatado era triste y desafortunada, pero generaba una nueva oportunidad para Trella.
Educada como esclava sexual desde la infancia, Zenobia había desarrollado la habilidad de satisfacer a los hombres. Tanto había satisfecho a uno de sus clientes que éste la compró y le dio la libertad. A pesar de sus sentimientos por Zenobia, el cliente vio una oportunidad para tener ganancias y decidió establecer su propia casa de placer en las ricas tierras del oeste. Con la ayuda de Zenobia, compró tres jóvenes esclavas para iniciar su negocio, contrató una pequeña caravana de guardias y animales y emprendió el camino de Akkad.
Viajaron durante más de un mes, cruzando las montañas del este, y deberían haber llegado a Akkad en pocos días más. Sin embargo, el hombre se había emborrachado demasiadas veces e insultado a sus guardias. Éstos, cansados del maltrato, urdieron un complot con uno de los bandidos de por allí. Juntos atacaron la caravana y mataron al patrón y a sus sirvientes antes de volver su atención a los animales y a disfrutar de las mujeres.
Para entonces Zenobia se había escapado hacia lo oscuro, corriendo para salvar la vida, dejando a las otras jóvenes a merced del destino. La mañana la encontró a millas de distancia, habiendo perdido todas sus posesiones, salvo unas pocas monedas de plata cosidas a su vestido. Le había llevado tres días llegar a Akkad, evitando los caminos durante los primeros dos días, temerosa de encontrarse con los asesinos u otros bandidos. Una mujer sola, especialmente una mujer atractiva, estaría a merced de quien la encontrara.
Llegó a salvo a Akkad. Sin un protector, Zenobia encontró trabajo en una de las tabernas, limpiando mesas y proporcionando sexo a los clientes y dividiendo su tarifa con el tabernero. Al encontrarse con Trella una tarde en el mercado, Zenobia le relató, de forma impulsiva, su historia, y la esclava del capitán intuyó de inmediato que no podía dejar pasar la oportunidad.
Trella le dio a Zenobia algunas monedas de cobre y le dijo que buscara una posada decente en donde pudiera dormir a salvo por las noches. No le había costado mucho a Trella darse cuenta de cómo Zenobia podía convertirse en aliada, suponiendo que ambas sobrevivieran a los bárbaros que sitiaban la ciudad. De cuando en cuando, ella enviaba a Annok-sur para que le diera más cobre a Zenobia y le dijera que tuviera un poquito más de paciencia.
El asedio había terminado hacía más de dos meses. Ahora era el momento.
—Zenobia —comenzó Trella—, he estado pensando mucho sobre ti y en tu situación. Se me ocurre que podemos sernos mutuamente de gran ayuda. Para ayudar a mi esposo, necesito a alguien que pueda reunir información sobre los ricos y poderosos de Akkad. Con tu experiencia y habilidad, muchos hombres te susurrarán sus secretos. Si estás dispuesta, puedo darte protección y ayudarte a abrir una casa de placer aquí en Akkad.
Zenobia abrió desmesuradamente los ojos ante la idea a la vez que las dudas le afloraban a los labios.
—Señora Trella…, ¿es eso posible? Montar una casa de placer con mujeres experimentadas costaría mucho oro, y haría falta un hombre poderoso para supervisar el establecimiento. Ya hay otros burdeles y tabernas con las que competir.
—No me refiero a un burdel más, Zenobia. Ni habrá competencia. Yo quiero que establezcas la más sofisticada casa de placer de la zona, y que la llenes con las mejores mujeres y los mejores adornos. Tengo un poderoso protector en mente, y él puede proporcionar hombres para que custodien la casa y a tus mujeres.
—¿Quién sería ese protector, señora Trella?
—Gatus, el capitán de la guardia, sería el dueño oficial de la casa, Zenobia. Él suministraría uno o dos soldados para mantener el orden, así como un escriba para llevar cuenta de las ganancias y los gastos. Él se llevará un décimo de las ganancias y yo me llevaré cuatro décimos. —Vio cómo se le abrían aún más los ojos a Zenobia—. El resto sería todo para ti. Ningún hombre se quedará con tu parte.
—Pero, señora, se necesita mucho oro para empezar un negocio así. Habrá que buscar una casa grande. Habrá que buscar muchachas y entrenarlas, comprar muebles. Tiene que haber vino fino y comida exótica. Hay tanto que…
—Me alegra que entiendas las dificultades del caso, Zenobia. Pero ya he considerado todos esos asuntos. Para empezar, te prestaré veinte monedas de oro, más que suficiente para comprar una casa de buen tamaño y amueblarla adecuadamente. Con seguridad, necesitarás unas diez monedas más antes de estar establecida por completo, en especial si buscas muchachas en el mercado de esclavas. Estoy segura de que hay muchas mujeres en Akkad dispuestas a trabajar para ti al principio…, y por muy poco.
Trella hizo una pausa, para asegurarse de que Zenobia entendiera sus palabras.
—Si hiciera falta más oro, y todo estuviera funcionando correctamente, te lo prestaría. De aquí a seis meses, empezarías a pagarme el oro que te prestaré a razón de tres monedas de oro mensuales. Eso además de nuestras ganancias regulares. Tendrás que trabajar mucho para asegurarte el éxito y además hay otras condiciones. ¿Te interesa, Zenobia?
La mujer, emocionada, asintió con la cabeza.
—Sí, por supuesto, señora, claro que me interesa. ¿Qué más debo pagar?
—No tienes que pagar nada más. Si trabajas duro y la casa es un éxito, deberás poder pagar el préstamo en dos años. No te cobraremos intereses por el crédito, Zenobia. —Una vez más hizo una pausa para que ella comprendiera lo que le decía—. Tendrías que entrenar a las muchachas, enseñarles las artes amatorias y asegurarte de que aprendan a complacer a sus clientes. ¿Podrás hacerlo?
—Claro que sí, señora Trella, a mí me prepararon muy bien y yo he preparado a otras muchachas durante muchos años.
—Hay algo más, Zenobia, y es muy importante. —Trella cambió de posición en la silla para mirar directamente a los ojos de la mujer—. Tu establecimiento debe ser la mejor casa de placer en Akkad. Debe ser el lugar adonde vayan los hombres ricos y poderosos a entretenerse. Irán allí por tus mujeres, beberán demasiado vino y hablarán de muchas cosas. Tú instruirás a tus muchachas para que te informen sólo a ti de todo lo que oigan, y tú nos transmitirás esa información a Annok-sur o a mí. Y tienes que hacer algo más aparte de escuchar. Tú y dos o tres de tus mujeres de mayor confianza debéis aprender a extraer tantos secretos como sea posible. Recompensarás a esas muchachas de acuerdo con la información que consigan.
Zenobia abrió la boca, pero Trella continuó, su voz, ahora, más dura.
—Es por eso por lo que hacemos esto, para recolectar información, no porque queramos una ganancia en un arreglo comercial. Tienes que asegurarte de que nadie se entere de esto. Nadie. Sólo Gatus y nosotras tres. Si alguna de tus muchachas se niega a obedecerte, darás los pasos necesarios para asegurarte de que obedezca.
—Yo…, entiendo, señora. Será como usted dice.
—Asegúrate muy bien de que me entiendes, Zenobia. No le dirás a nadie lo que haces con la información y mantendrás silencio respecto a mi persona. Además, me garantizarás que ninguna de tus muchachas se lo dirá a nadie, y menos a los clientes. Tienen que entender cuál será el castigo por las conversaciones descuidadas. Igual que el tuyo: si fracasas, se te apartará. Puesto que oficialmente no serás dueña de ningún aspecto del negocio, sencillamente desaparecerás. Eso será todo un incentivo para que seas leal y fiel.
Zenobia tragó saliva, nerviosa, pero no dudó. Había vivido en la villa el tiempo suficiente para entender lo que le decía Trella. «Desaparecer» en Akkad significaba un chapuzón en el río, en mitad de la noche.
—Seré leal, señora. Nadie sabrá de nuestro acuerdo.
Trella le sonrió, luego alargó la mano y tomó la suya gentilmente. Cuando habló, su voz volvió a ser dulce y agradable.
—Me alegra, Zenobia. Si haces esto, en pocos años serás rica y respetada. Mañana te reunirás con Annok-sur para empezar los planes. Sólo nos informarás a Annok-sur o a mí. Cuando tengas una lista de todo lo que necesites y una idea de los costes, comenzaremos a adquirir lo que haga falta.
—Sí, señora. Gracias, señora Trella.
—Una cosa más, Zenobia. Si oyes algo sobre Korthac o sus hombres, cualquier cosa, deberás traernos esa información al instante.
—¿El egipcio? Sí, por supuesto.
—Entonces estamos de acuerdo —dijo Trella apartando la silla y poniéndose de pie—. Comenzarás mañana. Si todo sale bien, en unas semanas tendrás la mejor casa de placer de Akkad.
Zenobia también se puso de pie e hizo una reverencia, esta vez tan profunda que su cabello rozó la mesa.
—Como usted diga, señora Trella. Aprenderé los secretos de los hombres para usted. Se lo prometo.
—Entonces ambas prosperaremos, Zenobia.
Annok-sur también se puso de pie.
—Zenobia, es demasiado tarde para andar por las calles —dijo Annok-sur—. Pasa la noche aquí. Yo te acompañaré a tu casa mañana. —Tomando a Zenobia de la mano, la condujo del cuarto de trabajo a uno de los cuartos inferiores.
En unos momentos Annok-sur volvió a presentarse ante Trella.
—Saldremos de la casa antes del amanecer. Cubierta con la capucha, nadie sabrá quién es.
—Gracias, Annok-sur.
—Creo que servirá, Trella. Llevará meses, tal vez años, pero Zenobia nos brindará importante información. Le hablaste con autoridad, con voz de alguien que tuviera el doble de tu edad. Conoces los caminos del poder y cómo someter a hombres y mujeres a tu voluntad.
—Sí, he aprendido mucho en estos últimos meses —respondió Trella, con un matiz de amargura en la voz—. Cuando me vendieron como esclava, me dijeron que una esclava tenía que aprender rápidamente. Y siempre estoy aprendiendo. De Nicar, de Eskkar y de la gente de la villa, incluso de ti, Annok-sur. Tengo que ser más fuerte y más sabia que una persona de mi edad y debo ocultar mis dudas, si Eskkar ha de tener éxito. —Sacudió la cabeza para apartar los pensamientos oscuros—. ¿Necesitas ayuda para buscar una casa o muebles?
—No, sé lo que hace falta —respondió Annok-sur—. Pero debemos reunirnos con Gatus por la mañana, para asegurarnos de que esté listo y comprenda su parte en esta nueva empresa.
—Creo que Gatus encontrará la tarea de su gusto. Tal vez Zenobia haga que sus muchachas practiquen sus artes con él.
Ambas sonrieron ante la idea del viejo soldado reclinado en una cama, bebiendo vino fino y rodeado de mujeres solícitas mientras cuenta sus ganancias.
—Siempre que reúnan secretos —dijo Trella—. Me gustaría que Zenobia hubiera empezado ya. Korthac y sus hombres seguramente la visitarían.
Trella suspiró. El reticente egipcio parecía estar en todos sus pensamientos. Pronto, pensó, se resolvería el enigma.
***
Tammuz y su nueva esclava siguieron a Gatus de regreso a la taberna, donde les gruñó las buenas noches sin detenerse. Tammuz vio al veterano soldado desaparecer en la oscuridad de la calle, con la mano en la espada. Mientras que cualquiera caminando en la noche podía esperar ser blanco de ladrones, sólo a alguien completamente borracho o muy desesperado podía ocurrírsele atacar al capitán de la guardia.
Tammuz golpeó tres veces la puerta.
—Soy Tammuz, Kuri. Abre.
Tammuz esperó, mirando hacia ambos lados de la estrecha calleja. En-hedu aún iba agarrada de su mano izquierda, una sensación nada familiar que encontraba sorprendentemente agradable. Él la había cogido de la mano al salir de casa de Trella, cuando recordó que necesitaba mantener su mano derecha libre y cerca del cuchillo que llevaba en la cintura. Entonces cambió de mano, pero descubrió que su brazo herido no podía sostenerla adecuadamente mientras caminaban. Pero antes de que pudiera sentirse frustrado, En-hedu gentilmente retiró la mano y le asió la mano izquierda, sosteniéndola con suavidad, hasta llegar a la taberna.
La puerta finalmente crujió y Kuri apareció de pie, medio dormido, pero con la espada de cobre en la mano. Un olor rancio salió de la taberna; el viejo olía a cerveza de cebada, en su aliento y en sus ropas. Sus ojos se abrieron sorprendidos al ver a la muchacha.
—Asegura la puerta, Kuri. —Tammuz entró, seguido de la joven. Incluso en el mejor de los vecindarios, uno no se quedaba con la puerta abierta una vez caída la noche—. No tiene que entrar nadie más esta noche.
Dentro, condujo a su nueva esclava con cuidado por la oscuridad del cuarto principal, intentando ignorar el olor a cerveza, sudor y cosas peores. Su nueva esclava estaría sin duda disgustada en semejante lugar, sobre todo después de haber vivido en casa de Trella. Media docena de hombres roncando, acurrucados en el suelo, dormían el sueño pesado de quienes han bebido demasiado cerveza y pernoctado hasta tarde. Ninguno se despertó cuando Tammuz pasó entre ellos hacia el cuarto privado al fondo de la taberna.
Tras cerrar la puerta, Tammuz puso un madero para trabar la entrada. El pequeño cuarto, mucho más pequeño que el cuarto de trabajo de Trella, no tenía ventanas, pero se filtraba un tenue rayo de luna en la pieza por la abertura que había en el tejado. Como en casi todas las viviendas humildes de Akkad, los habitantes dormían en el tejado durante la época más calurosa del verano. Tammuz se quitó el cinturón y lo dejó sobre la mesa junto con su cuchillo; luego forcejeó para quitarse el poco familiar capote, una prenda que rara vez usaba.
En-hedu alargó la mano.
—Permíteme que te ayude, amo.
Ella le desató el capote, luego lo dobló cuidadosamente y lo dejó sobre la mesa. Él se quedó de pie, avergonzado de necesitar que alguien lo ayudara a quitarse una prenda.
—La señora Trella me ha hablado mucho sobre ti, amo. —En-hedu hablaba en voz baja, asegurándose de que sus palabras no pudieran oírse al otro lado de la puerta—. Ella me ha dicho que trabajas al servicio del señor Eskkar.
Así que ella sabía de sus tareas, pero ignoraba que formaba parte del clan del Halcón.
—Es muy poco lo que hago para la señora Trella —dijo.
—Ella es una gran señora. Sin su ayuda, yo estaría muerta, a manos de mi amo, o por mi propia mano.
Tammuz se sentía ahora completamente despierto, a pesar de lo tarde que era, y las palabras de ella le removieron la curiosidad. Guió a En-hedu a uno de los dos taburetes enfrentados a cada lado de la mesa, el único mobiliario además de la angosta cama, un pequeño cofre y la escalera que daba acceso al tejado. La oscuridad los protegía a ambos y hacía que la conversación fuera algo más sencilla.
—Siéntate. ¿Quieres un poco de cerveza? O vino. Tengo…
—No, nada, amo. Ya es tarde. Debería dormir, descansar.
—No puedo dormir ahora. Háblame de ti. ¿Cómo conociste a la señora Trella?
Hablaron durante casi una hora. Tammuz se enteró de que los padres de En-hedu la habían vendido en el mercado de esclavos a los pocos días de convertirse en mujer. Acababa de cumplir su decimotercera estación, y sus padres se hicieron con diez monedas de plata a cambio de su hija virgen. Su nuevo amo, un talabartero dueño de su negocio, trabajaba largas horas y se aseguró de que su nueva esclava trabajara aún más duro.
Cuando su amo terminaba el trabajo a la caída del sol, el de En-hedu continuaba. Éste esperaba ser alimentado y satisfecho durante la noche. La más mínima falta de su parte traía como consecuencia una paliza, habitualmente seguida de una dolorosa violación. Ella lo soportó durante tres años, hasta que un día logró dominar el miedo y respondió con un golpe para defenderse. Fue entonces cuando él le rompió la nariz. Los vecinos oyeron sus gritos y consiguieron detenerlo antes de que la matara a golpes.
Las brutales palizas continuaron durante los meses siguientes, dos o tres veces por semana. Había días en los que apenas podía tenerse en pie, mucho menos trabajar en la curtiduría. Una vecina buscó a Trella y le contó la historia y la envergadura de las palizas.
Trella y Annok-sur llegaron al día siguiente, acompañadas de los soldados del clan del Halcón, y le ofrecieron al talabartero cinco monedas de plata por su esclava. El hombre las rechazó.
—Muy bien —respondió Trella—. Entonces te ofrezco cuatro monedas. Si no las coges ahora mismo, mañana verás que nadie compra tu cuero, que nadie te vende pieles, que nadie te vende pan ni te ayudará a apagar tus ganas de tomar cerveza. Pronto nadie te dirigirá la palabra. Tendrás que marcharte de Akkad. Tú eliges.
Tammuz se rió cuando En-hedu le contó esa parte de la historia, imitando el modo de hablar de Trella.
—Sí, recuerdo cómo ella ordenaba a los sirvientes e incluso a los soldados en casa de Eskkar. Valiente ha de ser el hombre que se le enfrente.
—Recuerdo cada palabra que dijo —respondió En-hedu—. Estaba de rodillas en un rincón de su choza, donde él ordenó que me quedara, temerosa de alzar la vista. La señora Trella aguardó, y como mi amo no respondía, dejó caer las cuatro monedas al suelo, me llamó por mi nombre y me dijo que la siguiera. Después dio media vuelta y se marchó. Yo creí que me había salvado una diosa. No podía dejar de llorar.
Él extendió la mano por encima de la mesa y tocó la de ella.
—Aquí no habrá palizas, En-hedu. Nunca había tenido una esclava y no estoy seguro de cómo podrás ayudarme. Este lugar te parecerá aún peor por la mañana, nada que ver con la hermosa casa de la señora Trella. Si lo deseas, puedes volver a su servicio. Estoy seguro de que ella podrá encontrar a alguien…, alguien mejor para ti.
Ella pensó un momento en lo que le había dicho.
—No. La señora Trella dijo que yo podría ayudarte, y que tu tarea es importante para el señor Eskkar y para ella. Me quedaré contigo. Ella dijo que necesitabas que una mujer se ocupara de ti. Yo soy fuerte y trabajo duro. No me eches.
Antes de que pudiera contestar, En-hedu se puso de pie.
—Es hora de dormir. Vamos a la cama, amo.
Tammuz oyó el susurro de su vestido cuando ella se lo quitaba por encima de su cabeza. Después le cogió la mano y lo guió hasta la cama. Sin preguntarle, ella lo ayudó a quitarse la túnica y luego se subió a la cama, del lado de la pared. Cuando él se subió a la cama, ella cubrió a ambos con una colcha.
Él sintió el cuerpo desnudo de ella contra el suyo y no pudo resistir alargar la mano. Ella se encogió cuando la tocó, pero se quedó quieta, sometiéndose a su caricia. Tammuz, con el miembro dolorosamente erecto, dudó. Recordó las palabras de Trella. «Sé paciente», le había dicho. Respirando hondo, tomó la mano de En-hedu en la suya y le dijo que durmiera. Esperó un buen rato, mirando la oscuridad, hasta que su respiración se hizo pausada y él supo que estaba dormida. Para su sorpresa, encontraba solaz en su presencia.
Y distracción. Sintió su tibieza bajo la colcha y su erección se negó a disminuir. Para alguien que nunca había tenido una mujer, tener ahora una muchacha en su cama parecía un sueño hecho realidad. Para distraerse de En-hedu, comenzó a pensar en Korthac.
Como muchos otros en Akkad, Tammuz se había quedado boquiabierto la primera vez que vio al egipcio caminando por las calles, con frecuencia con un solo guardaespaldas. Pero después de unos días pasó la novedad, y Tammuz, como la mayoría en Akkad, se olvidó de aquel hombre. Sin embargo, la señora Trella presentía algo extraño, algo peligroso respecto a Korthac, y ella rara vez se equivocaba en tales asuntos. Tammuz intentó recordar todo lo que había oído respecto al extranjero.
Korthac pasaba la mayor parte del día en la posada que había elegido como hogar. Sus hombres permanecían cerca, nunca se alejaban solos ni bebían en las tabernas ni hacían mucho de nada, quedándose dentro incluso durante el día. Tammuz se dio cuenta de lo extraño que resultaba aquello. Los sirvientes, ya fueran guardaespaldas o porteros o esclavos de las casas, siempre estaban dando vueltas, intentando evitar a sus amos y al trabajo.
Tammuz conocía todos los pequeños robos que cometían los sirvientes y esclavos, ya fuera contra sus amos o contra los vecinos. Las ropas desaparecían, sandalias, chucherías, docenas de pequeñas cosas con frecuencia se esfumaban y reaparecían en las tabernas locales, a veces para ser cambiadas por una sola jarra de cerveza. Muchos traían esas cosas a su establecimiento para venderlas, o a quienes en el mercado no hacían preguntas. Pero, hasta donde sabía, ninguno de los hombres de Korthac había entrado jamás en su taberna ni en ninguna otra en Akkad.
Se preguntó si Trella se había percatado del hecho. No, lo habría mencionado. Algo así sería un detalle demasiado insignificante para los espías de Trella, y debería serlo, pero no lo era. Tammuz se preguntó si se habría dado cuenta de un pequeño detalle que se le escapó a Trella y…, y qué podía significar. Apartó ese pensamiento por un momento. La señora Trella, él lo sabía, tenía un profundo interés por los detalles nimios, siempre requiriendo más y más información. Tammuz hizo una nota mental para preguntarle a ella al respecto.
Al día siguiente echaría un vistazo más cuidadoso a la posada donde residía Korthac. Tammuz podía pedir a uno de sus clientes que se acercara a los hombres de Korthac, en busca de algo para comprar. Si podía conseguir que alguno de los egipcios le vendiera algo, podría tal vez aprender algo sobre su amo.
Todo este asunto podría quedar en nada, sólo vana curiosidad por parte de la señora Trella. Así y todo, ella lo había convocado a su casa y le había pedido ayuda. Ni ella, ni nadie, si vamos al caso, le había pedido nunca nada. Él había hecho llegar la poca información que recibía de los hombres que protestaban cuando bebían, pero nada importante había llegado nunca a sus oídos. Este Korthac podía ser, tal vez, un peligro real para Akkad. Tammuz se decidió a resolver el enigma, aunque sólo fuera porque la señora Trella se lo había pedido.
Una vez resuelto, se quedó dormido, pensando de nuevo en la tibieza del cuerpo de En-hedu, que rozó el suyo al darse la vuelta. Sería difícil contenerse. Pero si Tammuz había aprendido algo desde que le aplastaron el brazo era cómo ser paciente.
***
Se despertaron juntos al amanecer, abrazados los cuerpos. Tammuz no había compartido una cama con nadie, mucho menos con una mujer, durante meses. Desde el día en que él y Kuri se mudaron a la taberna, él había dormido solo en el cuarto trasero, disfrutando el lujo de una intimidad que nunca antes había experimentado.
Sin embargo, a pesar de la cama compartida y la noche breve, Tammuz durmió profundamente. Girando en dirección a En-hedu, vio que ella se había destapado durante la noche, descubriendo sus pechos a la luz de la mañana. Dicha visión hizo que se le endureciera el miembro.
En-hedu, consciente de ser mirada, cerró los ojos y se dio la vuelta. No trató de cubrirse. No dijo nada, simplemente se quedó allí, esperando que él la tomara. Sé paciente. Como si fuera eco, el consejo de Trella resonó en la mente de Tammuz. Se levantó de la cama y se vistió antes de decir nada.
—El orinal está allí. Tengo que despertar a los clientes. Kuri nunca es de mucha ayuda por las mañanas.
Ella se sentó en la cama y otra vez Tammuz se encontró mirándole el cuerpo. A la luz del día podía ver las cicatrices y magulladuras de su antiguo amo. Debía de haber disfrutado lastimándola. Nadie debería ser golpeado de ese modo. Tantas magulladuras…, su antiguo amo debía de ser un salvaje, mucho peor que cualquier bárbaro.
Tammuz recordó las incontables palizas que había recibido cuando era pequeño. Como todos los niños, él también contaba con que lo golpearan, y no sólo su padre. Los niños mayores se aprovechaban de los pequeños, del mismo modo que el más fuerte se aprovechaba del más débil. Había aprendido lo dura que era la vida desde su más tierna infancia. Cuando fue lo bastante mayor para robar, recibió algunas palizas más, esta vez de sus víctimas, hasta que aprendió a no dejarse atrapar.
Pero el peor de estos castigos le dejaba cicatrices en el cuerpo, era más un castigo que el placer de infligir dolor. Después se unió a los hombres de Eskkar como ayudante del establo. Había trabajado con caballos con anterioridad, sabía cómo se comportaban, y era útil a los soldados. Unas pocas semanas después, Tammuz le había rogado al capitán de la guardia que le permitiera participar en la primera expedición contra Alur Meriki. Tammuz recordaba cuán excitado estaba cuando Eskkar le preguntó si quería cuidar los caballos.
Ya era un hombre y, lisiado o no, nadie volvería a golpearlo. Para asegurarse de ello llevaba siempre consigo un cuchillo. Cuando Kuri lo vio jugueteando torpemente con el arma, el antiguo soldado le enseñó cómo utilizarlo. Cómo sostenerlo, cómo moverse con él, cómo golpear y contraatacar, cómo retirarse, y las partes del cuerpo en las cuales una herida causaría el mayor daño. Sobre todo, Kuri le enseñó a leer los ojos de su oponente y a esperar el momento oportuno para atacar. Sé paciente. Al parecer, Trella y Kuri compartían las mismas creencias.
Como le explicó Kuri, una pelea con cuchillos solía convertirse en un asunto sangriento para ambos combatientes, e incluso el vencedor podía morir desangrado. «Practica mucho ahora —le aconsejó el viejo— y mantente vivo después». Desde que se habían hecho cargo de la taberna, Tammuz pasaba una hora o más al día practicando, sosteniendo el cuchillo, moviéndose y entrenando ataques con él. Se dio cuenta de que tenía que trabajar aún más duro para compensar su casi inútil brazo izquierdo.
Los clientes le ayudaron en la instrucción. Algunos tenían amplia experiencia en el manejo del cuchillo, y sus hábiles manos y pies se movían con mayor rapidez de lo que el avejentado Kuri podría moverse nunca. Tammuz sintió que la fuerza y la coordinación de su brazo derecho aumentaban día tras día y que la velocidad de sus pies pronto compensaba la debilidad de su brazo izquierdo. Los que frecuentaban la taberna tomaron nota de su creciente habilidad. Nadie lo consideraba ya un niño.
Dejando de lado tales ideas, destrabó la puerta del dormitorio. Tammuz se abrió paso por el otro cuarto de la taberna, utilizando el pie para despertar a quienes seguían durmiendo. Kuri, roncando fuertemente, dormía contra la puerta, con la espada a su lado. Cada mañana Tammuz tenía que despertar al viejo soldado. Dependiendo de lo que Kuri hubiera bebido la noche anterior, despertarlo podía ser todo un trabajo.
—Levántate, Kuri. Ya ha amanecido.
Para cuando el viejo se puso de pie, los clientes ya habían alcanzado la puerta y salido a la calle, murmurando y tropezando, protegiéndose los ojos del ya brillante sol matinal, para vaciar sus vejigas contra las paredes linderas. Tammuz se volvió y encontró a En-hedu de pie a su lado, mirando a su alrededor.
—¿Hay comida aquí para tu desayuno, amo?
Podría haberla, pero nada que él pudiera ofrecerle a ella. Sacudió la cabeza, y buscó en su bolsillo.
—Ve con esto al mercado y compra comida para nosotros tres —le dijo, dándole unas pocas monedas de cobre—. Kuri, acompáñala y cuida de ella. Asegúrate de que todos sepan quién es.
Una vez que los que vivían y trabajaban en los alrededores supieran que ella le pertenecía, estaría bastante segura. En un día o dos, podría salir sola.
Mientras se ausentaban, Tammuz habló con dos hombres que permanecieron dentro, hombres que preferían no ser vistos durante el día, hombres perseguidos por sus víctimas o por los soldados del capitán de la guardia. Afortunadamente, la mayoría de los guardias sabían que Kuri había sido soldado junto a Gatus. Esa amistad servía con frecuencia para mantener a cualquier miembro de la patrulla fuera, aunque una vez, mientras buscaban a un asesino, se abrieron paso hasta el interior. Por suerte para Tammuz, el asesino ya se había marchado. El jefe de los guardias había examinado el magro interior, escupido en el piso y se había marchado.
Tammuz les dijo a los dos hombres lo que le debían por la comida, la cerveza y el uso del suelo para dormir. Uno, que contaba con unas monedas, le pagó; el otro partió para ganárselas por cualquier medio posible. Él sabía que le convenía mucho más que regresar con las manos vacías. Si los hombres desesperados necesitaban un lugar donde quedarse, tenían que pagar por él, y el modo de obtener el dinero era algo que no preocupaba a Tammuz.
Sin embargo, todos sus clientes habían recibido una advertencia: no se permitían los asesinatos. Los asesinos no serían protegidos. Ni siquiera Tammuz podía arriesgarse a albergar a un asesino, exponiéndose así a la ira de los pobladores frente a alguien que hubiera violado las costumbres locales al ocultar al criminal.
Cumplida la tarea, Tammuz inspeccionó la cerveza restante, primero para asegurarse de que sus clientes no habían visitado los grandes cántaros de arcilla durante la noche, y después para ver cuánta más tenía que comprar. Necesitaba reabastecerse con frecuencia. Eso significaba un viaje al mercado esa mañana para buscar por lo menos dos cántaros.
En-hedu regresó con una canasta que olía a pan fresco, con Kuri renqueando detrás. Los tres se dirigieron al cuarto de Tammuz y desayunaron con pan y salchichas y bebieron cerveza aguada en tazas toscamente talladas. Cuando terminaron, Tammuz le dio a Kuri unas piezas de plata y le indicó que fuera a comprar más cerveza.
Kuri partió, llevándose consigo a dos clientes para que lo acompañaran y cargaran de regreso los cántaros llenos. Una jarra de cerveza gratis pagaría sus esfuerzos.
En-hedu limpió las migas de la mesa, echándolas en la canasta, y luego se sentó enfrente de Tammuz, del otro lado de la mesa.
—¿Qué tengo que hacer, amo?
Una buena pregunta sobre la que había que discutir, pero de la que no podía hablar allí, y menos con la puerta abierta y los hombres escuchando.
—Ven, salgamos a caminar.
Afortunadamente, por las mañanas poco o nada solía suceder en la taberna y Kuri podía ocuparse de los pocos clientes que llegaban. Al atardecer, estarían más ocupados, y Tammuz sabía que En-hedu sería útil para atender a los clientes.
Una vez en la calle, ella se movió hacia su lado izquierdo y le tomó la mano sin decir una palabra. Él la condujo por la callejuela. Le afectaba que ella lo tocara, y la imagen de sus pechos desnudos le pasó por la cabeza. Para cuando apartó la idea de su cabeza, ya habían cruzado dos calles y llegado a la calle en donde residía Korthac.
Tammuz aminoró el paso.
—Aquí es donde vive Korthac —dijo, señalando hacia la posada, una docena de pasos más adelante. En la puerta había un centinela aburrido, con una espada en la cintura—. El egipcio no se quedará mucho más tiempo en este lugar. Se mudará a una buena casa, lejos de la gente corriente.
—La señora Trella dijo que sólo los hombres de Korthac viven ahí dentro, además del posadero —observó En-hedu.
El centinela ni siquiera levantó la vista cuando pasaron. Continuaron y pronto llegaron a la puerta del río. Volviendo hacia el sur, caminaron en silencio hasta que la muralla de Akkad quedó a sus espaldas y el aire fresco de las granjas les limpió los pulmones. Una piedra plana cerca del río les proporcionó un lugar para sentarse.
—¿Quieres averiguar algo sobre ese Korthac?
En-hedu se apretó las rodillas con sus brazos.
—Sí. La señora Trella quiere saber qué está planeando. —Tammuz le dijo todo lo que sabía sobre Korthac, su severo control sobre sus hombres, el modo en que los mantenía apartados de todos los demás en Akkad.
—Deberíamos averiguar dónde tendrá su nueva casa —dijo ella—. Tal vez eso pueda ayudar. Sería bueno mantener vigilada la nueva casa, ¿verdad?
—Sí, pero pronto notarían a quien estuviera todo el día deambulando por allí.
—Sí…, pero si vendiera alguna cosa, como cualquier otro vendedor callejero, nadie me prestaría atención.
Él la miró. Una mujer no solía hacer sugerencias a un hombre, mucho menos una esclava a su amo. Pero ella no era una mera esclava. Trella lo había urgido a que la escuchara, lo que significaba que Trella confiaba en su inteligencia.
—Y si monto mi carro antes de que ellos se muden, nadie sospechará nada. —Ella se acomodó en la roca, mirándolo a los ojos—. Eso es algo que puedo hacer, Tammuz. Una esclava tiene que ganarse el pan. Es lo que cualquier sirviente haría por su amo.
—Y por la noche podrías volver a la taberna —musitó— para ayudar con los clientes. Una vez que oscurezca, yo podría vigilar la casa de Korthac desde cualquiera de los tejados vecinos. —Le tocó la mano—. ¿Harías eso?
—Para ayudarte, para ayudar a la señora Trella…, eso no es nada, amo. Trabajaba desde el alba hasta el atardecer para mi antiguo amo tiñendo cueros. Mira qué brazos. —Y los alzó.
Sus brazos parecían tan fuertes como los de cualquier granjera que se pasara el día en el campo. Pero los ojos de él sólo se fijaron en los brazos de ella por un momento, antes de verse atraídos por sus pechos. Apartó la vista cuando ella bajó los brazos.
—Amo, no necesitas apartar la vista. Puedes tomarme cuando quieras. Me han tomado muchas veces.
Tammuz apretó los dientes pensando en su antiguo amo.
—En-hedu, nunca he estado con una mujer. Cuando esté con alguna, quiero que ella desee… estar conmigo. —Las palabras habían salido sin pensar, pero lo que le sorprendió fue que recordaba haber escuchado esas palabras con anterioridad: en el campamento unos días antes del regreso de Eskkar a Akkad. Alguien le había preguntado al capitán de la guardia sobre su esclava, Trella. Y Eskkar había respondido que él ya no deseaba tomar a las mujeres contra su voluntad, que le resultaba más satisfactorio recibir su placer cuando la otra persona también lo quería.
—Tammuz, no estoy segura de que quiera volver a estar con un hombre. Lo único que tengo en la memoria es dolor. Dolor y humillación.
Su antiguo amo, otra vez. Ese hombre debería morir. ¿Y por qué no?.
—En-hedu, la señora Trella te entregó a mí para que pudieras ayudarme. —Se puso de pie y le alargó la mano—. Tal vez podamos ayudarnos mutuamente. Pero por ahora hagamos nuestros planes con respecto a Korthac, antes de que tengamos que regresar. De lo contrario, Kuri se beberá toda la cerveza fresca.
Ella le cogió la mano y él sintió el placer de su tacto recorriéndole el cuerpo. «Sé paciente», pensó. Después pensó en el antiguo amo de la muchacha. «Seré paciente también con él» —decidió—, «paciente hasta que le clave el cuchillo entre las costillas».