Capítulo 17
Ariamus había ocultado a sus sesenta y tres jinetes en un pequeño repliegue del terreno, a poco más de cien pasos del sendero por donde los hombres de Bantor regresarían a Akkad. Ariamus había galopado con su caballo esa distancia, y sabía que sus jinetes podrían cubrirla en poco tiempo, mucho antes de que sus víctimas pudieran desmontar y tensar sus arcos. En el combate a caballo, sus hombres, que irían sobre monturas descansadas, tendrían ventaja.
La baja cima de la colina escondía a cincuenta de los hombres de Ariamus hombro con hombro, y el resto formaba un pequeño grupo detrás de la primera línea. Contaba entre ellos con veinte guerreros experimentados. La mayoría habían sido reclutados por él, aunque Korthac había añadido media docena de sus egipcios, probablemente con instrucciones de vigilar a su jefe.
Mordiéndose el labio, Ariamus esperaba al explorador que seguía el rastro de la columna que se acercaba. Hacía ya unas cuantas horas que habían avistado a los hombres de Bantor y pronto estarían allí. Todo jugaría en contra de los acadios: sus caballos estarían cansados después de una larga jornada, cabalgarían cuesta arriba y esperaban llegar a las seguras puertas de Akkad en unas pocas horas más. Ariamus sabía que los acadios habían seguido la retirada de Alur Meriki durante un mes. Una vez completada esa misión, Bantor y sus soldados volverían de buen ánimo a encontrarse con sus mujeres, con ganas de abundante cerveza y la oportunidad de dormir en sus propias camas. Lo último que esperarían sería sufrir una emboscada tan cerca de sus casas.
Sonrió al pensar en ello. En vez de seguridad, los soldados que regresaban encontrarían allí la muerte, y serían los hombres de Ariamus los que entrarían por las puertas abiertas de Akkad. Korthac lo había planeado todo cuidadosamente, como tuvo que reconocer Ariamus, aunque detestaba darle tanto crédito a su superior.
Ariamus y sus hombres se habían comportado bien en la batalla de la noche anterior y habían tomado la puerta del río con un mínimo de pelea. Y lo que era igual de importante, se había apoderado de los botes que había amarrados, sin pérdida de cargamento, y ninguna embarcación había escapado hacia uno u otro lado del Tigris. Con el río y las rutas locales bajo el control de Korthac, pasarían algunos días hasta que en los alrededores se enteraran de lo que había sucedido en Akkad. Lo único que podría haber salido mejor era que Takany se las hubiera ingeniado para que lo mataran. Ariamus se había asegurado de que el estúpido egipcio dirigiera la batalla en los cuarteles, donde tuvo lugar la lucha más intensa, pero aquel hombre había sobrevivido sin ni siquiera un rasguño.
—Lo has hecho bien, Ariamus —le había dicho Korthac, gruñendo su aprobación ante la eficiencia de su nuevo lugarteniente—. Ahora lleva a tus hombres y destruye a los acadios que regresan desde el sur. Después tendrás tu recompensa.
Entusiasmado con el elogio, Ariamus había hecho una educada reverencia, reunido a sus hombres y partido, tan impaciente como Korthac por terminar con los soldados que venían de regreso. Él y sus hombres acamparon esa noche a pocas millas de la ciudad y Ariamus envió exploradores en busca de los acadios que se acercaban. Una emboscada con éxito a Bantor y sus tropas aumentaría la confianza de Korthac en él, y le daría a Ariamus una parte aún mayor del botín que lo esperaba en Akkad.
El momento de ganar esa recompensa había llegado. Los hombres de Akkad marchaban sin sospecharlo hacia la muerte. En unos momentos, Ariamus destruiría a los soldados de Bantor, eliminando cualquier fuerza organizada que pudiera enfrentarse a Korthac. El puñado de hombres que Eskkar tenía consigo en Bisitun serían derrotados sin problemas. Ariamus sabía que podía juntar, reclutar y entrenar a un número igual en la semana o diez días que le llevaría a Eskkar regresar a Akkad. Y con un poco de suerte el bárbaro estaría ya muerto, eliminado por los asesinos de Korthac.
Tan pronto como Ariamus regresara a Akkad con las nuevas de la destrucción de Bantor, el control de Korthac estaría asegurado. El egipcio se proclamaría soberano de la ciudad y Ariamus se alzaría a su lado. Con suficientes hombres en las murallas, ningún poder podría expulsarlos.
Siempre y cuando Ariamus pudiera mantener a sus hombres bajo control, se recordó a sí mismo. Había preparado a sus hombres para la emboscada hacía más de una hora. Incluso después del éxito del día anterior en Akkad, muchos de los hombres parecían nerviosos, y vio el miedo en la cara de más de uno. Cuanto antes los llevara a la batalla, mejor. Hubiera deseado tener unas semanas más para entrenarlos…, pero Korthac no había querido esperar. Las noticias de la llegada de Bantor habían obligado a Korthac a apresurarse más de lo planeado. La ciudad tenía que ser tomada el día anterior a la llegada de Bantor. Hasta el momento, todo había salido de acuerdo a como lo había planeado el astuto egipcio.
Ariamus oyó que sus hombres hablaban elevando la voz cada vez más, lo que hacía peligrar todo el plan. Seguían poniendo a prueba su paciencia. Movían los pies, susurraban a sus vecinos y se jactaban de lo que harían en la inminente batalla. Ariamus tamborileaba con los dedos sobre la espada y tuvo que resistir el impulso de matar a alguno de ellos para que sirviera de lección. Puede que estuvieran entrenados a medias y que carecieran de disciplina, pero había trabajado con hombres peores y, en aquel momento, los necesitaba a todos.
—Que los demonios os lleven —dijo—. ¡Guardad silencio!
Enseñando los dientes a los idiotas que no podían estarse quietos, se puso a caminar de un lado a otro de la formación con la mano en la espada, urgiéndolos a estar preparados, a cerrar la boca y a controlar a sus monturas. No es que a Ariamus le preocupara mucho que sus hombres se removieran de temor, pero no quería que los caballos percibieran el miedo de sus jinetes y se asustaran ellos también.
Dos días atrás había tenido que matar a un tonto que había desobedecido demasiadas veces, y confiaba en que no lo hubieran olvidado. Por lo menos para que obedecieran sus órdenes. A Ariamus no le importaba que temieran al enemigo, siempre y cuando le temieran más a él.
Sin embargo, la mayoría de aquellos bandidos tenía poca experiencia en atacar a hombres curtidos en la batalla. Después de la reciente conquista de Akkad, se creían temibles guerreros. Casi todos habían participado en alguna pelea o saqueado las suficientes granjas y pequeñas caravanas como para convencerse de su bravura, pero Ariamus sabía que nunca podrían enfrentarse a Alur Meriki. E incluso si tuvieran que enfrentarse a los soldados de Akkad, la mayoría de aquella escoria moriría en unos instantes. Sin embargo, Ariamus contaba con hombres más que suficientes para el trabajo y, si podía sorprender a Bantor, aquel grupo le garantizaría la victoria.
Las voces de los hombres se alzaron y, al volverse, Ariamus vio al explorador, que se acercaba al trote. Al menos aquel hombre, uno de los lugartenientes de Korthac, se había acordado de la orden de no levantar una estela de polvo y de asegurarse de no ser visto. Ariamus se había girado hacia sus hombres, que aún murmuraban, y de nuevo puso la mano sobre su espada. Ante aquella mirada, se callaron enseguida. Cuanto antes atacaran, mejor.
—Bien, Nebibi, ¿vienen ya? —Ariamus se dirigió a él en el idioma del egipcio, y ni siquiera esperó a que el hombre desmontara.
—Sí, Ariamus. Están muy cerca. Sus caballos se ven cansados, y no sospechan nada. Todos cabalgan con sus arcos en bandolera.
—¿Estás seguro? ¿No llevan exploradores delante o a los flancos?
—Ninguno —replicó Nebibi—. Sólo una retaguardia de tres hombres. Van a una buena distancia detrás de la columna, pero eso es todo.
Ariamus lanzó un bufido de alivio. Si les hubieran visto a él y a sus hombres… Korthac le había advertido que no se enfrentara a los arcos acadios. Si Ariamus no era capaz de aplastarlos antes de que echaran mano de sus arcos, tendría que regresar a Akkad en busca de más hombres.
—Buen trabajo, Nebibi. Vuelve con tus hombres y asegúrate de que saben lo que tienen que hacer. Procura mantener quietos a esos tontos. —Nebibi estaba a cargo de un tercio de los hombres. Rihat, el otro lugarteniente de Ariamus, estaba al mando del otro tercio.
—Rihat —Ariamus llamó a su otro lugarteniente hablándole en su lengua materna—, que los hombres se preparen. Ya casi están aquí.
Ariamus recorrió la formación una última vez, mirando a cada hombre a los ojos y asegurándose de que conocieran sus órdenes. Los veteranos, repartidos a lo largo de la fila, tranquilizarían a los tontos y los alentarían a avanzar. Alinearon sus caballos casi hombro con hombro, con los hombres de pie a su lado, esperando. Ariamus aún oía el susurro de alguno de sus hombres. Maldijo para sí, pero no dijo nada. Cualquier cosa que hiciera en ese momento podía asustar a los caballos más que la conversación de sus hombres. Además, los animales parecían haberse habituado a la charla incesante.
Sin embargo, ahora no era el momento de correr riesgos.
—Nebibi, Rihat, quiero absoluto silencio. Matad al siguiente hombre que abra la boca. —Ambos lugartenientes desenvainaron sus espadas y Ariamus asintió satisfecho—. Y no olvidéis que os estaremos observando. Cualquiera que avance demasiado pronto o desobedezca las órdenes morirá al instante. Ahora, montad y preparad las armas.
Las sonrisas desaparecieron y, finalmente, se hizo el silencio en el grupo. Ariamus sonrió como celebrando el miedo de sus hombres. Ese miedo los impulsaría hacia delante, que era todo lo que él quería. Destruir a las fuerzas de Bantor era lo más importante, y él asumiría cualquier número de bajas con tal de lograr ese fin. Por unos momentos se oyeron tenues sonidos de hombres y caballos, pero poco después volvió a hacerse el silencio. Ariamus examinó la formación una vez más —hombres, caballos y armas—: Todos estaban listos.
Ariamus trepó la pequeña loma, arrastrándose por el suelo para asegurarse de que no lo vieran mientras espiaba entre las altas hierbas. El sendero por el que venía Bantor seguía vacío ante él, no había ni rastro de otros viajeros ni polvo a la vista en ninguna dirección. Volvió su mirada al sur y esperó. Comprobó el movimiento del sol y maldijo el avance lento de su enemigo. El anochecer se les echaría encima en menos de una hora.
Finalmente apareció la cabeza de la columna, como si se elevara despacio desde el suelo. Los acadios marchaban sobre sus caballos en columnas de dos en fondo; a los hombres se les veía relajados, conversando, los arcos en bandolera sobre las espaldas. Estarían cansados, sedientos y hambrientos. Sin duda, todos ellos ansiaban comer y beber bien esa noche en Akkad.
A sus espaldas oyó los leves susurros de sus lugartenientes mientras mantenían a sus hombres bajo control; todos cuidaban de que sus animales no relincharan al oler u oír a caballos y hombres aproximándose. No hacía viento, sólo soplaba una ligera brisa que provenía del sur. Contó los hombres a medida que aparecían y concluyó que había cuarenta y seis, y tres más en la retaguardia. Ariamus sabía que unas semanas atrás cincuenta y tres hombres habían partido hacia el sur con el tonto de Bantor. Los soldados que faltaban seguramente habían regresado a Akkad antes o, más probablemente, habían desertado.
Ya se oía a los acadios y el paso de sus caballos. Ariamus quería volver a su montura, pero no quería moverse hasta el último momento, para asegurarse de que ninguno de sus hombres se lanzara a la carga antes de que la columna llegara al punto justo frente a ellos. Ariamus esperó esos últimos momentos, luego se deslizó colina abajo antes de ponerse en pie y caminar con calma hacia su caballo. Soltó las riendas y se subió al lomo del animal.
Toda la fila comenzó a moverse un poco, hacia delante y hacia atrás, y los animales empezaron a patear el suelo y a resoplar, pero ya no importaba. Ariamus apretó las rodillas contra los flancos de su caballo.
—¡Al ataque! —gritó, y toda la hilera de guerreros se echó hacia delante. En un instante, habían llegado a la cima de la colina y cargaban contra la sorprendida columna de hombres que se les enfrentaba.
***
Bantor iba con Klexor a la cabeza de la columna, mientras que Alexar, otro jefe de decena, avanzaba detrás, con la retaguardia. Bantor se sentía tan cansado y sediento como su caballo. Horas antes, todos habían hablado de volver a casa, con sus mujeres, a las camas cálidas, las comidas calientes y la cerveza espesa. Pero cercano ya el final del día, los hombres cabalgaban en silencio, guardándose sus pensamientos para sí mismos. Si Akkad no estuviera a tan sólo unas horas de allí, se dispondrían a acampar en aquel mismo instante.
Al día siguiente les pagarían y todos tendrían plata en abundancia. Las tabernas estarían repletas de vino barato y mujeres sonrientes, todas contentas de dar la bienvenida a sus hombres. Llevaban ausentes cinco semanas, siguiendo a un peligroso grupo de guerreros más numeroso que ellos, y en todos esos días nunca habían bajado la guardia. Hasta ese día. En aquel momento, cerca ya de casa, cabalgaban tranquilos.
Los dos caballos que iban al frente alzaron la cabeza al mismo tiempo, moviendo las orejas mientras dirigían la mirada hacia la izquierda. Bantor siguió la mirada de su caballo en el mismo momento en que oyeron un estruendo que venía hacia ellos. Un grupo de hombres dando gritos parecía haber surgido del suelo que tenían a su izquierda, y venían sobre sus caballos hacia la columna con sus brillantes espadas en las manos. El suelo temblaba con los cascos de los caballos, que iban levantando terrones de tierra y hierba por todos lados.
Por un momento, los hombres se quedaron de piedra; la aparición repentina de los agresores les había pillado por sorpresa. Bantor sintió que el miedo le subía por el pecho.
—¡Desmontad! ¡Preparad los arcos! —Oyó a Klexor impartir las mismas órdenes, mientras los dos hombres azuzaban a sus caballos para enfrentarse a los atacantes—. ¡Formad una línea!
Varios de los caballos se encabritaron aterrorizados, otros soldados comenzaron a gritar, y los atacantes ya habían recorrido la mitad del camino.
Bantor se dio cuenta de que no todo lo que sucedía era fruto del pánico. Incluso mientras observaban la marcha de Alur Meriki hacia el sur, aquellos acadios se habían entrenado para enfrentar un ataque similar. Los hombres, viendo el peligro inminente, habían reaccionado sin dudarlo. Se tiraron de sus caballos y se dispusieron a manejar sus arcos. Todas aquellas semanas y meses de entrenamiento les habían enseñado una misma cosa una y otra vez: no podían derrotar a los hombres de Alur Meriki a caballo. Por esa razón se habían preparado para desmontar, preparar sus armas y agruparse.
Bantor saltó de su caballo, golpeó la grupa del animal con la parte plana de su espada y lanzó al animal al trote contra los jinetes que se acercaban. Los otros caballos sin jinete comenzaron a dar vueltas, dispersándose en diferentes direcciones, algunos de ellos rumbo a los atacantes. Sus movimientos obstaculizaron un poco a los jinetes que se acercaban, al desviarse los bandidos de su curso para sortear a los frenéticos animales. Pese a todo, sólo un puñado de los hombres de Bantor pudo disparar una flecha antes de que los bandidos llegaran hasta ellos.
Bantor esperó con temor la lluvia de dardos de los arcos de Alur Meriki, pero las flechas no aparecían. En cambio, los atacantes llegaron en medio de un tronar de cascos que sacudían la tierra, un sonido aterrador para quienes se enfrentaban a pie. Blandían espadas contra los hombres de Bantor, ocupados unos en tensar sus arcos y otros en desenvainar su espada. Los gritos de los heridos se mezclaban con los gritos de guerra de los atacantes. Sin embargo, los acadios no habían tenido tiempo para prepararse y los atacantes lograron abrirse camino entre los hombres de Bantor. Algunos soldados se tiraron al suelo para tratar de esquivar las espadas de los que los atacaban.
Sin nada para detenerlos ni línea de jinetes a caballo para impedir su ataque, los bandidos galoparon entre lo que quedaba de la columna, blandiendo sus espadas frente a todo lo que estuviera, hombre o bestia, a su alcance. Algunos caballos de los atacantes saltaron sobre los acadios que estaban tirados en el suelo, siguiendo el instinto animal de evitar pisar cualquier cosa que se moviera.
No todos los soldados consiguieron tirarse al suelo, y muchos recibieron mandobles o se vieron aplastados bajo los cascos de los caballos. Por primera vez, Bantor se dio cuenta de que no estaba enfrentándose a jinetes de Alur Meriki. Cuando se tiró al suelo, vio que los agresores montaban como bandidos, no como guerreros bárbaros de las estepas.
Un hombre que blande una espada encima de un caballo al galope no puede inclinarse lo suficiente para golpear a nadie que esté tumbado en el suelo. Los bárbaros llevaban lanzas para resolver ese problema. Un jinete entrenado podía arrojar su lanza para matar a alguien agachado o incluso tumbado, o ensartar a alguien cuerpo a tierra. Aquellos agresores no llevaban ni lanzas ni arcos, y algunos hombres de Bantor no habían recibido un solo rasguño, aunque muy pocos pudieron ponerse en pie después de que la oleada de jinetes los pasara por encima.
A Bantor el hombro izquierdo le ardía de dolor. El casco de un caballo se lo había aplastado, y se preguntaba si tendría el brazo destrozado. Sin prestar mayor atención al dolor, se levantó y buscó su espada con la mano sana.
—¡Formad una fila! ¡Daos prisa, antes de que den la vuelta! ¡Deprisa!
A los agresores les llevó un tiempo disminuir la marcha de sus caballos y hacer que dieran la vuelta para regresar y asestar el golpe mortal. Pero la misma velocidad de la carga los había llevado unos sesenta o setenta pasos más allá de la columna. Antes de que el primero de los hombres pudiera volver a dirigir su caballo contra los acadios para un segundo ataque, una flecha le impactó en el pecho, y luego otra, y otra más.
—Deteneos —gritó Bantor, mientras los supervivientes se agrupaban, alineándose para enfrentarse a los atacantes—. Tensad…, apuntad. —Esperó hasta que todos los hombres hubieran tensado una flecha a la altura de la oreja—. ¡Disparad!
En el momento que los bandidos terminaban de volver las grupas de sus caballos y comenzaban un segundo ataque, veinte flechas volaron hacia ellos.
Cayeron hombres y bestias, gritando de dolor, y en el segundo ataque avanzaban más despacio. En menos de tres segundos cayó otra oleada de flechas, y algunos bandidos ya no pensaron en otra cosa que no fuera alejarse de aquellos mortíferos arqueros. Los pocos valientes que siguieron cabalgando hacia los arqueros murieron durante la tercera oleada, disparada a menos de veinte pasos; a esa distancia las flechas golpeaban con tanta fuerza que habrían podido detener en seco incluso a un caballo.
Caballos y hombres cayeron al suelo entre ambos bandos. Los muertos y los agonizantes impedían un ataque rápido sobre la fila de arqueros. De nuevo Bantor dirigió a sus hombres, y otra descarga de flechas cayó en medio de un grupo que intentaba reunirse para otro ataque.
Los agresores se dieron media vuelta, forzando a sus caballos a alejarse de los arqueros. Aún estaban demasiado cerca, y murieron más hombres y más caballos antes de que el último de los bandidos galopara hasta ponerse a salvo.
Bantor ya había visto huir a otros hombres, y supuso que aquellos agresores no volverían, al menos por un tiempo. Los insultó mientras los veía alejarse, lanzó su espada al suelo y, a continuación, cayó de rodillas. La batalla apenas había durado unos momentos, pero más de la mitad de los hombres de Bantor había muerto y sus caballos estaban desperdigados por los alrededores.
Cuando Klexor llegó a su lado encontró a su jefe gimiendo de dolor y musitando una palabra una y otra vez:
—¡Ariamus!
***
A Ariamus y sus lugartenientes les llevó más de media milla detener y reagrupar a sus hombres. Algunos de ellos se habían dirigido a Akkad, otros en cualquier dirección, deseosos de alejarse de las flechas que zumbaban como abejas por encima de sus cabezas, derribando a sus compañeros. Dieron una vuelta, intentando reagruparse, y finalmente Ariamus consiguió reunirlos.
—Desmontad —gritó—. Bajad de los caballos.
Algunos se negaron, asustados aún de los arqueros acadios. La mayoría seguía lanzando miradas hacia el lugar de la emboscada.
—¡No tienen caballos para seguirnos, idiotas! —les gritó—. Pero ¿qué sois vosotros?, ¿un atajo de cobardes que huye de un grupo de hombres que son sólo la mitad que vosotros? Nebibi, Rihat, reunid a los hombres. Matad a cualquiera que desobedezca.
Ariamus contó rápidamente a sus jinetes, luego se palmeó la pierna con tanta fuerza que su caballo dio un respingo. Había atacado al grupo de Bantor con más de sesenta hombres, y sólo había perdido a uno o dos bajo las flechas antes del choque; además dudaba que hubiera perdido a ningún hombre mientras cargaba contra ellos. Otra acometida y habrían terminado el trabajo.
Ahora Ariamus contaba a menos de cuarenta hombres, y a éstos los veía tan asustados que no creía que pudiera conducirlos a otro ataque. Había perdido un número parecido de caballos, pero había recuperado más de los que había perdido, ya que la mayoría de los caballos de Bantor habían echado a correr detrás de sus animales.
Dejó de maldecir a sus hombres, desmontó y se acuclilló en el suelo para examinar la situación junto a Nebibi y Rihat. Los demás hombres comenzaron a respirar más aliviados, lo suficientemente tranquilos como para curarse las heridas o decir a sus compañeros con cuánto valor habían peleado.
—Hemos matado a la mayoría —dijo Rihat—. Y tenemos casi todos sus caballos.
—¡No estamos aquí para robar caballos, idiota! Deberías… —Ariamus tomó aire. No ayudaría en nada gritar a su subalterno. Y él tenía razón, habían matado a la mayoría de los hombres de Bantor—. ¿Cuántos creéis que quedan vivos?
Rihat cerró los ojos, para pensar mejor en lo que había visto.
—Veinte, tal vez menos. No más.
Ariamus había calculado lo mismo. Así que habían matado a más de la mitad de los hombres de Bantor. Tal vez algunos de los supervivientes estuvieran heridos. Maldito Bantor. Ariamus lo había planeado bien, pero no esperaba encontrarse con semejante situación, con una victoria a medias. ¿Qué iba a decirle a Korthac? ¿Cómo podría explicar Ariamus que había dejado a veinte acadios con vida cuando ellos les doblaban en número?
—¿Exactamente a cuántos hombres hemos perdido, Rihat?
Rihat se encogió de hombros, luego se puso de pie y comenzó a contar con cuidado. Tardó un rato en regresar y sentarse en la hierba.
—Nos quedan cuarenta y un hombres, sin contarnos a nosotros. Dos están heridos, pero no de gravedad. Todavía pueden montar.
Sólo dos heridos, pero más de veinte muertos o desaparecidos. Esos números no le ayudaron a ponerse de mejor humor. Aquellas flechas a corta distancia impactaban con la suficiente fuerza como para derribar del caballo a un hombre. Dudaba mucho que cualquiera que hubiera perdido el caballo o quedado herido estuviera aún con vida. Probablemente las flechas de los acadios habían acabado con cualquier superviviente. Ariamus había perdido tantos hombres como había matado él. No era que le importase esa pérdida. Con el oro de Korthac, siempre podría reclutar más hombres.
Lo importante era que los hombres de Bantor, soldados entrenados para pelear, no podían sustituirse con facilidad. Ni tampoco los caballos. Ariamus tendría que recorrer las tierras occidentales para recuperar los caballos que él había adquirido. A pie, los acadios no supondrían una gran amenaza. Ariamus recordó haber visto a Bantor caer bajo los cascos de los caballos, y creía que no se había levantado. Tenía la impresión de que Bantor era torpe y, de nuevo, Ariamus se preguntó qué habría visto Eskkar en aquel hombre. Sin embargo, la estupidez de Eskkar era la buena fortuna de Ariamus.
Había quebrantado a los hombres de Bantor y los había dejado sin monturas. Sus arcos serían inútiles contra los muros de Akkad, y sobre esos muros Korthac y sus hombres contarían con sus propios arcos. No, la situación era menos lamentable cuanto más pensaba en ella. Y así debería parecer cuando informara a Korthac. Ariamus le había prometido que destruiría a todos los acadios, no sólo a la mitad. Empezó a pensar en lo que le diría al nuevo líder de Akkad.
Y lo que era más importante, Ariamus no se atrevía a perder más hombres. Sin un grupo considerable de hombres a sus órdenes, Takany lo superaría y Ariamus, como jefe de los jinetes, perdería cualquier influencia que pudiera tener sobre Korthac. No, decidió Ariamus, ya había perdido más hombres de los que esperaba. Más bajas serían un desastre, aunque él sobreviviera a un nuevo ataque.
—Tenemos que regresar y acabar con ellos, Ariamus —dictaminó Nebibi sacándole de sus pensamientos—. Korthac dijo que debíamos…
—Korthac no está aquí, Nebibi —lo interrumpió Ariamus—. ¿Quieres volver a enfrentarte a esos arqueros?
El rostro de Nebibi le dio la respuesta. El egipcio era valiente, pero ambos sabían con qué clase de hombres contaban.
—No tenemos arcos, Nebibi —comenzó Ariamus, bajando la voz y hablando en el idioma de Egipto—. Y aunque pudiéramos conducir a esta banda a un nuevo ataque…, aunque tuviéramos éxito, perderíamos a demasiados de los nuestros en el intento. Y recuerda: esos arqueros estarán apuntando a cualquiera que aliente a los hombres al ataque.
Nebibi abrió la boca, pero la cerró inmediatamente. Nebibi podía temer la ira de Korthac, pero nunca había visto semejantes flechas, capaces de poner a un caballo de rodillas.
—Hemos hecho lo que nos ordenaron, Nebibi. Hemos destruido las fuerzas de Bantor. Los pocos que han sobrevivido, los que han escapado, probablemente menos de una docena, carecen de líder y están indefensos. Korthac estará satisfecho cuando reciba nuestro informe.
Nebibi lo pensó, tratando de sopesar el peligro de desvirtuar la verdad ante Korthac comparado con el de tener que volver a enfrentarse a los hombres de Bantor. Finalmente, asintió incómodo.
—Es verdad, Ariamus, sólo han escapado unos pocos. Menos de una docena. A Korthac le agradará oírlo.
Ariamus sonrió satisfecho; luego se volvió hacia Rihat.
—Reúne a los hombres.
Momentos después, los bandidos se agruparon alrededor de su jefe.
—¡Escuchadme todos! Hemos conseguido una gran victoria. Hemos destruido a nuestros enemigos, han sobrevivido sólo unos pocos y la mayoría de ellos están heridos y sin caballos. Habéis luchado valientemente.
Eso provocó unos entrecortados vítores entre los guerreros, aunque algunos de ellos se preguntaron cómo podían ser primero unos cobardes y unos idiotas y luego unos héroes.
—Ahora regresaremos a Akkad. Nos uniremos a los hombres de Korthac y disfrutaremos de la ciudad que conquistamos ayer. El oro, las mujeres, los caballos, todo lo mejor de Akkad será nuestro.
Volvieron a vitorear, al darse cuenta de que la batalla había concluido. Vio la sonrisa en sus rostros y supo que les había devuelto la confianza, que de nuevo se consideraban feroces guerreros. Siempre y cuando no tuvieran que volver a enfrentarse a esos arqueros.
Así se lo explicaría a Korthac. Nebibi corroboraría su versión, o de lo contrario tendría que admitir su propio fracaso. Además, unos cuantos hombres sueltos, desperdigados por la campiña, tampoco importaban. Los atraparían en unos días.
—Volvemos a Akkad —gritó Ariamus, montando su caballo—. ¡Volvemos a Akkad y a nuestro oro!
Se alzó otro grito de victoria, más alto esta vez. Nebibi miró a Ariamus y asintió, con los labios apretados. Su informe contentaría a Korthac, al menos de momento.
***
Para cuando los tres exploradores rezagados alcanzaron la columna, la batalla había concluido. Bantor, en pie otra vez, se sacudía de rabia, jurando que torturaría y mataría a Ariamus. La mitad de los hombres jamás habían oído su nombre.
—Tómatelo con calma, Bantor —dijo Klexor, tratando de tranquilizar a su capitán—. Deja que te vea el hombro.
Alexar se acercó con un odre de agua.
—Nos cogieron por sorpresa, pero los ahuyentamos y hemos matado a más hombres de los que hemos perdido nosotros. —Otros dos soldados y él iban en la retaguardia y echaron a correr en cuanto vieron la emboscada, pero ninguno de los agresores había llegado a pasar a menos de cien pasos de él. Alexar se las arregló para atar su caballo en un arbusto. Había sido uno de los primeros en disparar flechas cuando tuvo cerca a los bandidos.
La emboscada dejó a todos sedientos, y se bebieron el agua que quedaba sin pensar en reservar algo para después. De todos modos no podrían ir muy lejos con ella teniendo que caminar.
—¿Alguien sabe quiénes eran? —Alexar tiró la bota vacía—. No era Alur Meriki, o ahora estaríamos todos muertos.
—Si hubieran sido Alur Meriki y sus hombres —dijo Klexor—, nos habrían rematado con las lanzas, a la manera de los bárbaros, en vez de cargar contra nosotros como un grupo de viejas que no pueden controlar sus caballos.
—Su jefe era Ariamus, el antiguo capitán de la guardia en Orak —dijo Bantor, mirando al suelo. Probó a mover el hombro con cuidado; ya no le dolía tanto. Tal vez no tuviera roto el hueso, después de todo. Bantor tomó aliento, pugnando por dominarse—. El cobarde de Ariamus huyó cuando se enteró de que los bárbaros estaban aproximándose a Akkad, y fue entonces cuando Eskkar se hizo con el control de la villa.
Lo que Bantor no dijo fue que unos meses antes de que se marchara Ariamus le había enviado a él de patrulla y luego había obligado a Annok-sur a pasar la tarde con él en su lecho. Annok-sur nunca había hablado de ello, pero Bantor había oído murmurar a los hombres.
Aparte de intentar apuñalar a Ariamus por la espalda, y arriesgarse de ese modo a perder la vida por haber asesinado a un superior, Bantor no pudo hacer nada, por lo que se tragó el orgullo y fingió ignorarlo. Sabía que Annok-sur no había accedido voluntariamente, y que lo hizo para proteger a su esposo y a su hija.
Al mover el brazo, Bantor se dio cuenta de que no recordaba un solo momento de los últimos meses en que no estuviera recuperándose de alguna herida.
—Bueno, quienesquiera que sean se dirigían a Akkad —replicó Alexar—, por lo que deben de estar seguros de poder entrar en la ciudad.
—No pueden entrar en Akkad; desde luego no tantos, y menos con armas —respondió Bantor, intentando comprender lo sucedido. Ningún contingente armado importante podría entrar en Akkad, a menos que…
—¿Es posible que hayan tomado la ciudad? —preguntó Klexor, pensando lo mismo que su jefe.
—Deben de haber ocupado Akkad —contestó Bantor—. Sabían que estábamos de camino y no querían que llegáramos hasta las puertas.
—Cuarenta bandidos o pocos más no son suficientes para tomar Akkad —apuntó Klexor—. Tienen que tener más hombres dentro de la ciudad.
—De ahí la emboscada antes de que llegáramos a Akkad —dijo Alexar—, antes de que nos enteráramos de lo que ha sucedido en la ciudad.
Eso tenía sentido, pensó Bantor. Tomar la ciudad y luego atacar a los soldados por partes. Se preguntó si las fuerzas de Eskkar que estaban en el norte serían las siguientes, si es que no las habían aplastado ya.
—Por todos los demonios —exclamó Bantor—, ¡no podemos llegar a las puertas y preguntar qué diablos está sucediendo! Estos bandidos tienen que haber contado con suficientes guerreros para tomar Akkad desde dentro.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —Klexor parecía preocupado—. Si Ariamus ha capturado Akkad, podría regresar con más hombres. No podemos quedarnos aquí.
«Una buena pregunta», pensó Bantor, y no quería saber la respuesta. Se preguntó qué haría Eskkar. Eskkar siempre sabía qué hacer en el campo de batalla. Bantor pensó en eso por un momento.
—¿Cuántos caballos y hombres tenemos? —preguntó de repente.
Alexar ya había echado la cuenta.
—Contándonos a nosotros, somos veinticinco hombres, seis incluyendo heridos, y siete caballos. —Miró hacia los soldados reunidos en torno a sus jefes. Los hombres estaban alertas, algunos cuidando a los heridos mientras que otros rescataban lo que podían de los compañeros y de los bandidos muertos—. Puede que, con un poco de suerte, recuperemos algunos caballos más, pero se acerca la noche…
Bantor reflexionó. Le llevaba más tiempo que a los demás tomar una decisión, pero había sobrevivido a muchas batallas. Si de algo estaba seguro era de que no tenía la suficiente información para decidir qué hacer. Si tomaba la decisión equivocada, podía ser que para el mediodía siguiente estuvieran todos muertos. Así que primero trataría de informarse. Alzó la vista y vio que sus hombres lo miraban, esperando a que hablara.
—Haremos lo siguiente: Alexar, elige los cuatro mejores caballos y a otro jinete. Ve al norte, a Bisitun, de inmediato. Tenemos que asegurarnos de que Eskkar y Sisuthros se enteren de lo que está sucediendo. Espera a alejarte lo suficiente de aquí antes de descansar esta noche, y luego sigue todo lo deprisa que puedas, cambiando de caballo con frecuencia. Revienta los animales si hace falta. Debes llegar a Bisitun en cinco o seis días, en menos si es posible, con dos caballos cada uno. Cuenta a Eskkar lo que está sucediendo y que Ariamus estaba al frente de los agresores. Recuerda bien este nombre: Ariamus. Lleva todo lo necesario para el viaje.
Bantor esperó a que Alexar asintiera y luego se volvió hacia su otro lugarteniente.
—Klexor, coloca a los heridos en los otros tres caballos y envíalos al sur, por donde hemos venido. Pasamos unas granjas unas millas atrás. Tal vez puedan esconderlos hasta que se recuperen.
—¿Y qué vamos a hacer los demás? —preguntó Klexor.
Bantor acomodó el hombro con un gesto de dolor, pero al menos podía moverlo. Tenía que confiar en que sanara por sí solo en unos días.
—Cogeremos todo lo que podamos cargar y nos encaminaremos al norte, como si también nos dirigiéramos a Bisitun. Caminaremos toda la noche y mañana por la mañana. Después cortaremos hacia el río. Si alguien nos sigue, pensará que hemos cruzado a la orilla occidental. Allí veremos si podemos encontrar algunos botes para volver hacia al sur, de regreso a Akkad.
—¡De regreso a Akkad! —se sorprendió Klexor—. ¿Qué pueden hacer menos de veinte personas contra una ciudad?
—Nada. No te preocupes, no entraremos en Akkad, sino que trataremos de llegar a las granjas del norte de la ciudad. A la granja de Rebba, allí es adonde iremos. Él tiene un muelle en el río y sitio de sobra para ocultar hasta al doble de los que somos. Él podrá decirnos qué demonios está sucediendo.
Bantor se dirigió a Alexar:
—Dile a Eskkar que estaremos en la granja de Rebba y que nos envíe información allí. Prepárate para partir.
Todos cogieron sus armas, reuniendo todas las flechas que pudieron cargar. Alexar eligió a un joven arquero para que lo acompañara, un hombre poco más alto que un muchacho, y partió con los cuatro caballos más fuertes, dirigiéndose hacia el norte al trote. Minutos más tarde, los heridos fueron hacia el sur, con los caballos al paso para que les resultara más cómodo a los convalecientes. Los demás rodearon a Bantor, a la espera de que ordenara emprender la marcha.
Klexor rompió el silencio:
—¿Por qué Ariamus no ha vuelto para terminar con nosotros?
Los otros se acercaron, ansiosos por escuchar las palabras de su jefe.
—Porque el muy cobarde sabe que perdería a la mayoría de sus hombres en el intento. —Bantor recogió su espada del suelo, le sacudió el polvo y la guardó en la funda. No quería admitir la derrota, ni que Ariamus contaba aún con suficientes hombres para terminar el trabajo—. Pero lo que sí sé es que lo mataré, aunque sea lo último que haga. Le arrancaré el corazón. —Nadie dijo nada, y Bantor continuó, hablando tanto para sí como para sus hombres—. Tendremos que esperar, al menos hasta que Eskkar se entere de lo sucedido. Si podemos unir nuestras fuerzas con las suyas, tendremos hombres suficientes para enfrentarnos a Ariamus, y así podré desparramar sus entrañas a la luz del sol.
Los hombres se miraron entre sí. Bantor rara vez hablaba con semejante vehemencia, pero todos podían ver que el odio y el deseo de venganza se habían apoderado de él, y también podían notárselo en la voz. Ellos también querían venganza. Emboscados como si fueran novatos, habían visto morir a sus amigos y compañeros. Y lo que era peor, no tenían más remedio que dejar a los muertos sin sepultura para poder salvar la vida.
Todos apretaban con fuerza los arcos y la empuñadura de las espadas. Contando a Bantor, eran diecisiete. Se miraron entre sí. La lucha no había terminado. Para aquellos hombres, la batalla acababa de empezar.
Bantor miró al sol, medio oculto ya en el horizonte. Pronto habría oscurecido. ¡Y él que creía que a aquellas horas estarían bebiendo en una taberna!
—Muy bien. Coged todo lo necesario y pongámonos en marcha. Nos espera una larga caminata esta noche. —Haciendo caso omiso del dolor en el hombro, tomó un arco y un carcaj lleno y se encaminó hacia el norte.