Capítulo 21

Korthac se despertó unas pocas horas después de haberse satisfecho con la muchacha, que yacía en el suelo con las piernas salpicadas de sangre. Le había ordenado que no se moviera, y disfrutaba al ver que ella había aprendido a obedecer.

Demasiado joven para el acto amoroso, había sollozado de dolor. Él había disfrutado también con eso, viendo el terror de sus ojos, pues la asustaba tanto como la hacía sufrir. En las últimas cuatro noches había llevado a su lecho a compañeros jóvenes nuevos, alternando entre sexos, disfrutando por fin la oportunidad de satisfacerse sin límites. No era que Korthac sintiera siquiera el impulso de esas necesidades básicas, como la mayoría de los hombres. Podía pasarse meses en el desierto sin compañía de ningún tipo y apenas lo consideraba un inconveniente menor. Sin embargo, ahora que tenía a toda Akkad a sus pies y deseosa de satisfacerlo, intentaba recuperar el tiempo perdido.

Cuando se aburriera de los hijos jóvenes de los nobles y de los ricos mercaderes, comenzaría con sus hijas y esposas, quedándose con una docena como concubinas, hasta que se quedaran embarazadas. Cuando eso sucediera, las enviaría de regreso a sus familias y observaría sus rostros cuando criaran a sus hijos. Korthac estaba decidido a llenar la ciudad con sus vástagos, para que, en años venideros, todos pudieran ver el poder de su conquista.

La diversión de esa noche había sido satisfactoria sin más. El cuarto que había ocupado en el piso inferior de la casa de Eskkar, hacía dos días, carecía de puerta, sólo una pesada cortina para proporcionar un mínimo de intimidad. En un día o poco más, se mudaría a los cuartos superiores y relegaría a Trella a esa humilde pieza. Ella dormiría en el suelo, compartiendo una manta con su sirviente Annok-sur. Después de unos días, Trella tendría la manta para ella sola; Korthac planeaba entregar a Annok-sur a sus hombres antes de torturarla.

Había dejado que Trella mantuviera su habitación más como un gesto hacia el pueblo que porque le preocupara su comodidad. Korthac sabía que muchos en Akkad sentían compasión por Trella. Sus hombres controlaban la ciudad, pero no veía motivos para darles a sus habitantes algo más de lo que quejarse, al menos los primeros días.

Aunque esa noche Korthac estaba tentado de ordenar a Trella que saliera de su habitación. Poco antes la había visitado, y observó que sus ojos todavía mostraban señales de falta de respeto. La abofeteó con dureza varias veces, hasta que vio verdadero dolor en su rostro y le brotó sangre de la boca. Cuando ella adoptó una postura adecuadamente servil, él pasó un dedo por sus cabellos, disfrutando del miedo que ella ya no podía ocultar. De rodillas y llorando, a duras penas se arrastró hasta su cuarto cuando empezó el parto.

Desde entonces, durante la cena y luego a lo largo de la noche, los sirvientes había pasado delante de la habitación de Korthac, subiendo y bajando las escaleras. Incluso ahora sus quejidos apagados se escuchaban en la casa, diluyendo su placer e interrumpiendo su sueño. Estaría feliz cuando ella diera a luz o muriera durante el parto.

Tampoco quería que muriese. Planeaba mantenerla a su lado, para mostrar a los habitantes de la ciudad que él poseía el control absoluto sobre sus vidas. Tal vez no la necesitara durante mucho tiempo. Desde que había tomado el poder hacía tres días, sus hombres habían matado a más de cien personas, y los brutales escarmientos parecían estar funcionando. Las últimas dos noches habían visto una Akkad más tranquila.

Cualquiera que protestara, cualquiera que no demostrara el respeto suficiente, cualquiera que no se echara a un lado cuando sus hombres pasaban por la calle, todos sufrirían el mismo destino: tortura y muerte en la plaza del mercado. La gente de Akkad había dado el primer paso hacia el lugar que les había tocado en el mundo: de rodillas a sus pies.

En cuanto a Trella, esperaría hasta que estuviera lista para su lecho. Él quería disfrutar de su mirada cuando la poseyera. El niño sería el medio para mantenerla respetuosa, y él estaba decidido a transformarla en la más obediente y complaciente esclava de la ciudad. Sí, eso lo satisfaría por un tiempo, tal vez unos meses. Cuando se cansara de Trella, ella proporcionaría placer a cada uno de sus hombres. Sólo entonces lanzaría a su hijo a las llamas, delante de ella.

Incapaz de dormir, Korthac se levantó de su lecho mientras contemplaba el prometedor futuro. Con frecuencia pasaba días en los que le era difícil dormir por las noches, y había aprendido a no resistirse. Mejor levantarse y dar una vuelta.

Otro quejido ahogado desde el cuarto superior trajo a Trella a sus pensamientos. En cuanto diera a luz, la mudaría de sus habitaciones a este cuarto. Entonces, por fin, contaría con la privacidad y un lugar tranquilo en donde dormir por las noches. Korthac había examinado todas las grandes residencias de Akkad, y la casa de Eskkar era la más cercana a su ideal. Le serviría durante unos meses, hasta que sus nuevos esclavos le construyeran una residencia mucho más grande.

Frunció el ceño al escuchar voces que se filtraban desde arriba. La lámpara ardía con poca luz, y ordenó al centinela que estaba junto a su puerta que la volviera a llenar. Completamente despierto, Korthac se puso su túnica y el cinturón con la espada a la cintura. El guardia regresó con más aceite y la habitación volvió a iluminarse.

Korthac, completamente despierto, reparó en la niña, que todavía lo observaba desde el suelo, con el rostro surcado de lágrimas, mostrando miedo y dolor.

—Vete a tu casa —le ordenó—. Dile a tu familia que no me has complacido. —Eso aterrorizaría a sus padres, quienes se preguntarían qué nuevo horror caería sobre ellos.

Salió afuera, respirando profundamente el aire fresco de la noche. Su habitación tenía sólo una pequeña abertura en lo alto, para la ventilación, y la atmósfera se cargaba con facilidad. Una mirada a los cielos le hizo ver que la medianoche ya había pasado. Korthac caminó alrededor del cuartel, inspeccionando a los centinelas que había en la puerta del patio y deteniéndose en los barracones de los soldados para asegurarse de que estuvieran vigilantes.

No era que esperase problemas. Después del baño de sangre del primer día, había aplastado cada mirada o palabra de oposición. Sus hombres ejecutaron a dos familias completas, arrastrándolas hasta la plaza del mercado, para que todos fueran testigos de su poder. Un hombre se atrevió a protestar por el nuevo impuesto y otro había golpeado a uno de sus egipcios. Korthac estaba decidido a matar a quienquiera que no fuera respetuoso.

Entretanto, sus seguidores crecían en número todos los días, pagados con el impuesto que se les exigía a los nobles. La mayoría de sus nuevos seguidores no eran más que chusma. Una vez más volvió a desear contar con cien de sus guerreros egipcios. Tampoco importaba. Tenía hombres suficientes y Ariamus seguía reclutando nuevos. En tres o cuatro semanas, todos en Akkad habrían olvidado su vida anterior.

Sintiéndose refrescado por el aire nocturno, Korthac se sentó a la mesa grande del jardín y miró el cielo estrellado. Un sirviente nervioso le llevó agua y vino, y Korthac escuchó, a medias interesado, el informe del lugarteniente de la guardia nocturna. La ciudad estaba en calma, sus habitantes en sus casas, donde debían estar, con miedo de poner un pie en la calle por la noche. Desde el primer día, una vez capturada la ciudad, había dado a sus hombres rienda suelta después de la caída de la noche. Eso significaba que podían detener a cualquier hombre o mujer que encontraran lejos de sus casas. Después de la primera noche, calles y callejones estaban desiertos, y las familias, acurrucadas en sus chozas.

Eso no los protegió mucho tiempo. Sus hombres pronto comenzaron a entrar en casas, al azar, y sacaban a esposas e hijas de los brazos de sus familias. Korthac era consciente de que en unos días tendría que contener a sus hombres de alguna manera, pero, por el momento, ellos mantenían a los habitantes paralizados de miedo mientras disfrutaban del botín de guerra.

Otro grito llegó desde la casa. Irritado, Korthac terminó su vino y entró. Subió las escaleras y entró en el cuarto de trabajo. Uno de sus egipcios se encontraba allí, para custodiar a Trella e impedir que saliera de su habitación. Korthac se detuvo frente a la puerta del dormitorio. En su interior ardían dos lámparas, añadiendo el olor acre del aceite al aire tibio que olía a sudor y sangre de parturienta.

Annok-sur estaba sentada en un banco junto a la cama, agarrando la mano de Trella. Ella yacía allí, con las piernas abiertas, gimiendo de dolor. Su cuerpo desnudo estaba cubierto de sudor y sus cabellos colgaban límpidos sobre el rostro. Incluso en su sufrimiento, Trella supo que no debía cubrir su cuerpo a los ojos de su amo. Otras dos mujeres la atendían; en una de ellas reconoció a la partera. Korthac recordó cómo Annok-sur, de rodillas ante él, había rogado que permitiera a la partera entrar en Akkad y regresar a su casa después del nacimiento. Le había complacido acceder.

El cuerpo de Trella se contrajo. La espalda arqueada luchaba para obligar al niño a salir de su vientre. Con los ojos desorbitados lo miró, incapaz de controlar su cuerpo y el dolor.

—No estás dejando dormir a la gente, señora Trella. —Korthac disfrutaba usando su antiguo título. Se recostó contra el umbral, gozando de su indefensión—. ¿Cuánto tiempo más tendré que oírte chillar?

—El niño ya viene, amo —dijo Drusala, con voz humilde—. No falta mucho. Perdónenos.

Al menos la partera sabía comportarse, pensó Korthac. No tenía intención de mantener su palabra respecto a permitirle volver a su casa en el campo. Sus hombres querían mujeres y muy pronto se necesitaría de sus habilidades en Akkad.

El cuerpo de Trella volvió a contraerse. La contracción forzó otro quejido de dolor de sus labios apretados, a pesar de su esfuerzo por permanecer en silencio. Korthac observó su vientre. Sí, podía verse ahora la sangrienta cabeza del infante. El nacimiento había comenzado.

Sin una palabra, se apartó de la opresiva atmósfera.

—Llamadme cuando nazca el niño —le dijo al centinela—. Quiero verlo, para asegurarme de si merece vivir.

Bajó y salió al aire fresco. El sirviente le llevó más vino, pero él sólo bebió un sorbo. Si el niño sobrevivía, dejaría que Trella lo amamantara unos días, lo suficiente para que se encariñara con él antes de quitárselo. Su leche se secaría después de eso, en una semana o poco más, y estaría lista para servirlo adecuadamente. Aunque no pensaba esperar tanto para comenzar con su adiestramiento. Ya se le habían ocurrido muchas cosas que podría hacer para complacerlo.