Capítulo 20

Eskkar marchó de la casa hasta el mercado, con sus lugartenientes detrás de él. El resto de sus hombres aguardaba allí, olvidadas las tareas cotidianas. Una mirada a los rostros serios de sus lugartenientes les advirtió que las noticias eran malas.

—Sisuthros, ¿están aquí todos los hombres? ¿Todos?

—Excepto los que custodian las puertas.

—Llámalos. Quiero que todos oigan las noticias. —Mejor que las oyeran de su boca y no de fragmentos de uno u otro soldado.

Sólo tardaron unos momentos. Los hombres que custodiaban las puertas llegaron a la carrera, juntándose con el resto de la tropa que había marchado hasta allí desde Akkad. Hasta los escribientes y los mercaderes esperaban para escuchar las palabras de Eskkar.

Eskkar se puso de pie sobre el carro del mercader más cercano y contempló a los hombres allí reunidos.

—Ya sabéis lo que pasó aquí anoche. Esta mañana hemos tenido noticias de que Bantor ha sufrido una emboscada y la mitad de sus hombres están muertos. Es posible que un enemigo se haya hecho con el control de Akkad.

Sus palabras los silenciaron. Continuó antes de que pudieran hacer preguntas:

—Me llevaré a cuarenta hombres a Akkad, todos voluntarios. Estoy decidido a matar a quien haya comenzado esto. Los demás os quedaréis con Sisuthros y…

Se oyeron gritos. Todos hablaban a la vez. Todos querían ir.

—¡Silencio! —Eskkar puso toda la fuerza que pudo en su voz—. Escuchadme, hombres. Sé que todos queréis ir. Pero no es posible. Primero, no hay botes suficientes. Y sólo iré con hombres que sepan nadar. El resto tendréis que permanecer aquí y fortificar la villa. Puede que haya algún ataque aquí, y los habitantes del poblado necesitan vuestra protección. Sisuthros y Hamati se quedarán en Bisitun y necesitarán vuestra ayuda.

—Pero ¿y mi familia? —La voz era la de uno de los jóvenes arqueros—. Mi mujer y…

—Los hombres que lleve conmigo protegerán a todas las familias, te lo prometo. Tendrás que confiar en ellos como siempre habéis confiado los unos en los otros. Ellos no os fallarán. Y os doy mi palabra de que haremos todo lo posible. Habéis confiado en mí antes. No me falléis ahora, cuando necesito vuestra lealtad y coraje.

Se oyeron gruñidos de decepción cuando los hombres se dieron cuenta de que algunos deberían quedarse. Eskkar dejó que protestaran durante unos momentos y luego alzó la mano.

—Sea lo que sea lo que haya sucedido en Akkad, lo resolveremos, lo juro —dijo Eskkar—. Nuestra ciudad no caerá en manos enemigas.

Un grito de aprobación se hizo eco en la plaza.

—El tiempo de hablar ha terminado —prosiguió—. Ahora es tiempo de vengar a los muertos de Bantor y rescatar a los nuestros. Cuanto antes comencemos, más pronto llegaremos a la ciudad. ¿Estáis conmigo?

Un rugido de asentimiento siguió a sus palabras y, por un momento, Eskkar pensó que le habían respondido quinientos hombres por lo menos; el clamor continuó hasta que alzó ambas manos.

—Entonces empecemos. Sisuthros, asegura los botes y las tripulaciones. Hamati, reúne las provisiones. Mitrac, encárgate de las armas. Grond, averigua quién sabe nadar y quién conoce el río. Drakis, consigue lo que necesitemos de los pobladores. ¡Moveos!

Los soldados y los pobladores trabajaron como esclavos el resto de la mañana. Eskkar y sus lugartenientes seleccionaron a los hombres que los acompañarían, un proceso que llevó más tiempo del esperado porque muchos soldados aseguraron que sabían nadar. Todos querían volver para recuperar Akkad. Para su sorpresa, muchos de los soldados habían vivido a la vera o cerca del río la mayor parte de sus vidas, y había unos cuantos que sabían nadar.

La obtención de los botes resultó más difícil. Incluso ofreciendo oro, dos propietarios de botes se negaron a ayudar y Sisuthros tuvo que requisárselos. Finalmente Sisuthros seleccionó seis botes. Cada velero necesitaría una tripulación de dos hombres y podía llevar por lo menos media docena de hombres, además de la carga. Los tripulantes utilizaron todas las sogas y cuerdas que encontraron en Bisitun para asegurar espadas, cuchillos, sandalias, comida, cualquier objeto que pudiera perderse. De ese modo, aunque el bote se hundiera, algo no improbable, la comida y las armas estarían aseguradas.

Mitrac ordenó que se untaran los arcos con grasa, se envolvieran luego en lienzos y se ataran. Una breve inmersión en agua no los debilitaría mucho. El maestro arquero guardó todas las cuerdas de los arcos en dos pequeñas vasijas de arcilla, luego las selló con abundante cera y las ató con trapos y paja, del mismo modo que los mercaderes transportaban la cerveza o el vino. Las jarras también fueron aseguradas a la carga, en el lugar más seguro. Las cuerdas tenían que mantenerse secas a toda costa. Si se mojaban, llevaría por lo menos un día secarlas y, durante ese tiempo, los arcos serían inútiles. Un poco de agua, decidió Mitrac, no afectaría a las flechas. Sin embargo, las guardaron en jarros, aunque no se molestaron en sellarlos tan cuidadosamente.

Todo eso llevó tiempo. La plaza de la villa y los muelles parecían un pozo de serpientes, con todos corriendo de un lado a otro. Lani organizó a las mujeres para cocinar la mayor cantidad posible de comida. Todos los pollos que pudieron atrapar terminaron en el asador, y el aroma de la carne asada se extendía hasta los muelles. Los hombres tomarían una gran comida antes de partir y tenían aún más vituallas que llevarse consigo. Las mujeres encendieron los hornos una vez más y hornearon pan. Lani supervisó la recolección de frutas, dátiles y cualquier otro comestible que no se estropeara con el agua, los empaquetó y los envió a los botes.

Contando a Eskkar, Grond y Alexar, treinta y nueve hombres estaban reunidos en el espigón, listos para subir a bordo. Eskkar dio una orden a los elegidos.

—Silencio ahora. Yavtar va a hablaros. Escuchad con atención lo que tenga que deciros.

Yavtar era dueño de dos de los botes y estaría a cargo de uno de ellos. Sisuthros había tenido ya tratos con el dueño de los barcos, convertido en mercader, varias veces durante el último mes, y sugirió que Yavtar dirigiera toda la expedición. Grande, con brazos fuertes de años de manejar el remo, Yavtar se abrió paso hasta el centro de los acadios. Tenía el cabello rubio sucio y estaba atado en una coleta; no vestía más que una falda y un cinto que sostenía su cuchillo. Cuando habló, su profunda voz se oyó más allá de los muelles.

—Vais a ir en mis botes —comenzó—, y seguiréis mis órdenes al pie de la letra. Quien no quiera hacerlo tendrá que ir a nado. Mis órdenes, recordadlo, no las del señor Eskkar ni las de nadie más. En el río, todos me obedecen a mí.

Hizo una pausa para mirar a Eskkar, quien asintió en silencio.

—Todos esos botes llevarán mucha carga —continuó Yavtar—, y no quiero que ningún tonto los haga naufragar. Nadie se va a mover sin permiso del capitán del bote. Todos recibiréis remos, y se espera que los uséis. Vuestro señor —dijo Yavtar señalando a Eskkar con el pulgar— me ha prometido una bonificación si os llevo a Akkar lo antes posible. Así que remaréis cuando yo os diga, dormiréis donde, cuando y si yo os lo digo, y no os moveréis a menos que yo lo autorice.

Yavtar se volvió hacia Eskkar:

—¿Es eso lo que hemos acordado, señor Eskkar?

Eskkar alzó la voz:

—Todos nosotros haremos lo que nos digan los capitanes de los botes. Obedecedles como me obedecéis a mí. Queremos llegar a Akkad lo antes posible.

Yavtar miró el sol, que se acercaba a su punto más alto; luego se volvió a sus hombres, quienes estaban de pie a la orilla del río.

—Que embarquen los hombres —les ordenó, y se alejó.

Comenzó el embarque de los hombres. Los barqueros ya habían subido a bordo y asegurado la comida y las armas.

Eskkar notó una mano en el brazo; se volvió y se encontró con Lani.

—Señor Eskkar, llévate esto. Tal vez lo quieras más adelante.

La canasta tenía más comida, preparada en el último momento. Eskkar no había hablado con ella desde por la mañana temprano. Tomándola de la mano, la condujo lejos del espigón. Los ruidos de toda aquella actividad se elevaban a su alrededor, pero nadie prestó atención a la pareja.

—Lani —comenzó—, no sé qué estará pasando en Akkad. Pero enviaré a por ti en cuanto pueda. De otro modo, Sisuthros se asegurará de que estés bien cuidada y…

Lani negó con la cabeza.

—Eskkar, no tienes que preocuparte por mí. Asegura el bienestar de tu esposa. Ella es quien te necesita ahora. Haz lo que debas hacer. Esperaré a que vengas a buscarme.

Él la acercó hacia sí un momento, notó cómo sus manos le apretaban la espalda mientras él la estrechaba. Después se separó y vio sus ojos húmedos.

—Cuidaré de ti, Lani, mientras tú lo quieras. Recuérdalo. Tienes mi palabra.

Se volvió y regresó a los botes. Yavtar estaba esperándolo, y el marinero alargó la mano para guiar a Eskkar hacia el bamboleante bote, el más largo de los seis veleros.

—¿Sabe nadar, señor Eskkar?

—Lo suficiente —dijo Eskkar, agradecido por haber aprendido a hacerlo de pequeño—. Pero prefiero nadar cerca de la orilla, no en medio de la corriente.

—Entonces me aseguraré de naufragar cerca de la orilla —dijo Yavtar con una carcajada.

Con Eskkar a bordo y sentado, Yavtar se aseguró por última vez de que la cargada embarcación flotara bien en el agua. Tomó su puesto junto al timón y dio órdenes a los que estaban en los muelles. Los barqueros de proa soltaron la última de las cuerdas y la enrollaron dentro del bote, mientras los hombres que quedaban en la orilla lo empujaban hacia la corriente del río. Eskkar respiró aliviado. Ya estaban en camino.

La mitad de los hombres que acompañaban a Eskkar tenían alguna experiencia con embarcaciones, otra cualidad que Sisuthros había tenido en cuenta para decidir quiénes irían. Esos hombres, siguiendo las órdenes de Yavtar, comenzaron a remar, con movimientos lentos y regulares. La tripulación de Yavtar subió la pequeña vela que la nave llevaba en medio, resoplando mientras extendían por completo el pesado lienzo antes de atarlo en su sitio.

Gradualmente, el bote comenzó a tomar velocidad mientras se acercaba al medio del río.

—Estaremos más seguros aquí —explicó Yavtar—, donde la corriente es más veloz. No hay muchos rápidos entre Bisitun y Akkad, y es más fácil controlar el bote.

Una vez en el centro del canal, avanzaron con rapidez, y Eskkar calculó que lo hacían a una velocidad equivalente al paso rápido de un caballo. Mirando hacia atrás, vio los otros cinco botes, todos izando las velas.

Yavtar pasó mucho tiempo inspeccionando la vela y midiendo la línea de flotación de la nave, recolocando un poco a los hombres y mostrándoles cómo y cuándo remar. Los experimentados hombres de río no necesitaban la lección, pero nadie dijo nada. Yavtar no confiaba en que ninguno de ellos fuera capaz de sostener un remo. Se aseguró de que una soga atara cada remo al bote.

Una hora más tarde, empezaron a asentarse. Pronto todos aprendieron a no realizar movimientos bruscos, y si un hombre tenía que cambiar de posición, los otros se quedaban quietos. Para alivio de Eskkar, el bote parecía lo suficientemente estable, y al poco dejó de preocuparse sobre la posibilidad de naufragar. El leve viento soplaba desde el norte, ayudando a empujar los botes río abajo, y avanzaban a un ritmo sostenido.

Aunque el bote llevaba a nueve hombres, la carga era escasa, así que la embarcación respondía bien a Yavtar. Con todos remando, incluso a ritmo suave, el bote se movía con rapidez, tomando más velocidad cuando lo ayudaba el viento, el cual se mantuvo constante hasta la caída del sol. Después cambió de dirección y Yavtar ordenó que arriaran la vela.

Eskkar abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

Yavtar observó el gesto.

—Es demasiado peligroso por la noche, capitán —le explicó, en tono un poco más conversador, ahora que sabía que los soldados podían obedecer órdenes—. Es difícil ver las rocas o cualquier cosa que flote por el agua. Tendríamos que haberla bajado de cualquier manera. Remaremos hasta que salga la luna.

Eskkar protestó un poco ante estas noticias. Pero sabía que incluso un leve remar movía el bote a buen ritmo. Aprendió a usar el remo de modo ligero y suave, lo que suponía poco esfuerzo. Remar servía tanto para guiar el bote y mantenerlo centrado en el río como para avanzar.

Cuando salió la luna, Yavtar aumentó el ritmo.

—Nunca he navegado toda una noche antes, señor Eskkar. Será interesante ver cuánta distancia podemos recorrer hasta el amanecer.

A la luz de la luna, Eskkar apenas podía ver los botes detrás de él, los cuales mantenían la distancia. Esperaba que los demás botes los estuvieran siguiendo, a intervalos adecuados.

Remara o descansara, Eskkar tenía el pensamiento fijo en Akkad. La idea de que Trella pudiera estar muerta lo perturbaba, llenándolo de furia y angustia. Recordaba el miedo que había sentido cuando la apuñalaron en la calle. Faltó poco para que muriera ese día. Recordó cómo tuvo que apartar la vista cuando el sanador le vendó la herida, incapaz de verla sufrir.

Al menos entonces podía concentrarse en la venganza. Ahora se culpaba a sí mismo por lo que hubiera podido sucederle. Eskkar se había sobrepasado en su estancia en Bisitun. Se había solazado con Lani, apenas había pensado en Trella, en su bienestar, ni en el del niño que estaba en camino. Fuera lo que fuese lo que le había sucedido, no habría tenido lugar si él hubiera llegado antes. En cambio, había pospuesto su regreso una y otra vez, diciéndose a sí mismo que Trella tenía todo bajo control, que él podía ser de más utilidad en Bisitun. Mirando hacia el río, se maldijo por todos los males sucedidos, tan negros sus pensamientos como las aguas que surcaban.

Grond debía de saber qué pensamientos preocupaban a su jefe.

—Capitán, no hay nada que pudiera haber hecho. Los asesinos dejaron Akkad hace diez días. Si hubiéramos estado en Akkad y cuatro hombres lo hubieran atacado de repente en la calle, ambos podríamos estar muertos. Permanecer en Bisitun puede haberle salvado la vida.

—¿Y Trella? No sé si está viva o muerta. Espero que esté a salvo.

—En lo que debe pensar ahora es en cómo se preparó este plan —replicó Grond—. ¿Cómo sucedió sin que se enteraran los espías de Trella? ¿Quién urdió semejante intriga, reclutó los hombres, tendió una emboscada a Bantor y envió asesinos en su busca? Ninguno de los mensajeros, incluyendo a los jinetes del clan del Halcón, había siquiera mencionado ningún rumor respecto a problema alguno.

Eskkar no dejaba de darle vueltas a lo mismo.

—Hace falta oro para reclutar a tantos hombres, incluso con la promesa de un botín como Akkad. No conozco a nadie en Akkad que pudiera maquinar semejante conspiración.

—Y yo no creo que nadie en Akkad pudiera hacerlo sin que algo se filtrara hasta la señora Trella —comentó Grond—. Tal vez sea ese Ariamus. ¿Quién es?

Eskkar habló a Grond sobre Ariamus y los sombríos días de Akkad antes de la llegada de Alur Meriki. Grond soltó un gruñido cuando Eskkar terminó, pero no dijo nada. Sin embargo, hablar con Grond le sirvió a Eskkar para clarificar la mente. Quizá por primera vez desde el ataque de la noche anterior, comenzó a pensar con claridad. Siguió remando; los lentos y firmes movimientos le mantenían los músculos ocupados y le calmaban la mente, mientras daba vueltas en la cabeza a los pocos datos que tenía.

A Bantor lo habían atacado en el camino, a pocas horas de distancia de Akkad. Eso habría destruido cualquier fuerza de soldados organizados fuera de la ciudad. Los asesinos que trataron de matarlo a él en Bisitun. La noticia sobre la muerte de Eskkar seguramente habría alterado a los soldados, y podría haber demorado cualquier respuesta ante un aviso de problemas en Akkad. Entonces alguien había querido mantener a los soldados fuera de la ciudad, sin duda mientras consolidaba su control. Su muerte, incluso la emboscada a los hombres de Bantor, no significaba nada sin la toma de poder en la ciudad.

Y Grond había dicho la verdad. Poco sucedía en Akkad de lo que Trella no se enterara más tarde o más temprano. Ariamus no se habría atrevido a mostrarse en la ciudad. A pesar de las habilidades guerreras del antiguo capitán de la guardia, no era capaz de embaucar a Trella. Ariamus, pensó Eskkar, necesitaba un aliado dentro de la ciudad, alguien que pudiera planear el modo de tomar el poder en Akkad, un noble desencantado o un mercader rico, incluso, tal vez, un recién llegado. Eskkar maldijo por lo bajo. Necesitaba más información.

—No hay nada que hacer ahora, capitán —dijo Grond al escuchar la maldición—, excepto llegar hasta donde se encuentran Bantor y Rebba. Ellos nos dirán lo que ha sucedido.

Así que Grond había llegado a la misma conclusión.

—Necesitaremos estar atentos, Grond, cuando lleguemos a casa de Rebba. Podría ser una trampa. Bantor y sus hombres podrían haber sido capturados días atrás y torturados.

Yavtar gritó desde la popa, diciéndoles que se tomaran un descanso. Eskkar levantó el remo y se lo puso sobre las rodillas. Quería seguir remando, no perder ni un momento, pero los demás necesitaban descansar. El bote siguió moviéndose, fluyendo con la corriente, cada instante acercándolos a Akkad.

La noche pasó con rapidez. Cuando los hombres no remaban, dormían junto a los remos. Eskkar se examinó las heridas varias veces, pero no vio señales de sangre. El dolor había desaparecido, aunque todavía notaba el brazo duro y resentido.

El amanecer los halló a muchas millas río abajo de Bisitun. Cuando Yavtar calculó la distancia recorrida, sonrió por primera vez desde el comienzo del viaje.

—Vamos bien, señor —anunció—. Y lo que es más importante, no hemos naufragado ni perdido ningún remo, y nadie se ha ahogado, al menos de momento. Sus hombres no son malos marineros. Creo que podremos acelerar la marcha en cuanto hayan comido.

Comieron sin dejar sus puestos pedazos de embutidos secos regados con agua cogida directamente del río. El pan completó la comida. Yavtar disminuyó la marcha del bote y esperó hasta que las otras embarcaciones lo alcanzaron. Después de consultar con los otros capitanes, gritó una serie de órdenes incomprensibles sobre la velocidad a la que viajarían ese día, con una voz que retumbó en el río. Ordenó que izaran la vela y que los hombres volvieran a los remos.

Eskkar apenas notó el esfuerzo extra exigido por Yavtar, pero el bote se movió mucho más rápidamente. La mañana había traído una brisa constante desde el este, así que inclinaron la vela en dirección al viento, y eso sólo ya los habría mantenido a buena velocidad. Con seis hombres en los remos, el bote parecía moverse al doble de velocidad que la tarde anterior, mientras el agua se agitaba ruidosamente en proa. Consultó a Yavtar sobre la velocidad, preguntándole si podían avanzar con más rapidez aún.

—No es probable, señor —respondió Yavtar, sentado en la popa con el remo del timón bajo su brazo—. Remando a este ritmo todos estarán cansados cuando termine el día, se lo prometo. Mejor rezar a los dioses para que no cambie más el viento, o nos detendrá en vez de empujarnos hacia delante.

Para mantener la mente ocupada, Eskkar observó cómo soplaba el viento, y se fijaba en la manera en que el marinero de Yavtar ajustaba continuamente la vela para aprovecharlo. Hacia el mediodía, Eskkar pensó que lo había entendido y que podría incluso él mismo manejar la vela, hasta sin las órdenes de Yavtar.

El sol del mediodía disminuyó el viento. Yavtar comenzó a observar la costa en busca de señales, hasta que encontró lo que buscaba. Una pequeña isla donde crecían dos álamos apareció cerca de la costa oeste. Yavtar giró el timón y enfiló directamente hacia un banco de arena el bote, que, al detenerse, siseó bajo Eskkar. La repentina inmovilidad le pareció extraña después del movimiento constante durante todo un día. Antes de que Eskkar pudiera cuestionar la demora, Yavtar le explicó:

—Descansaremos aquí mientras reviso los otros botes y recoloco la carga. Todos podéis estirar las piernas.

Uno por uno, hicieron encallar los botes en la blanda arena al lado del velero de Yavtar. Tan pronto como los hombres desembarcaron, Yavtar llamó a los capitanes de las naves y habló con cada uno de ellos. Cuando terminó, fue con ellos hasta el agua para comprobar los cascos, por si hubiera filtraciones, moviendo las naves a un lado y al otro para inspeccionar todo lo que fuera posible. Después, Yavtar se aseguró de que el capitán de cada bote tuviera lo necesario y comprendiera sus órdenes.

En cuanto los hombres revisaron los botes y realizaron las reparaciones necesarias, Yavtar ordenó que se desembalara la comida. El esfuerzo constante al aire fresco les había abierto a todos el apetito, y devoraron casi la mitad de la comida. Cuando terminaron de comer, tuvieron que esperar hasta que los marineros recolocaron la carga y las armas, atándolo todo. Sólo entonces pudieron los soldados regresar a los botes, a ocupar sus puestos cuidadosamente. Con un resoplido, Yavtar dio la orden de continuar río abajo.

—Ya hemos tenido nuestra gran comida del día, señor —dijo Yavtar algo más tarde, masticando todavía un pedazo de pan—. La cena de esta noche será pan duro mientras remamos e intentamos mantener el ritmo.

—¿Cuánto hemos avanzado, Yavtar? —preguntó Eskkar.

—Más de lo que creía posible. Sus hombres tienen fuertes espaldas, lo reconozco. Siempre me había preguntado lo veloz que podría ser un viaje si se navegaba durante la noche, pero nunca pensé que haría un viaje semejante. Demasiado arriesgado para la carga. —Se rió, pero luego guardó silencio.

El paisaje a ambos lados pasaba con rapidez, y quienes estaban en tierra no prestaron, o prestaron muy poca atención a su paso. Un puñado de granjeros hizo una pausa para mirarlos boquiabiertos y, en otra ocasión, algunos pastores que cuidaban pequeños rebaños de ovejas corrieron a lo largo de la orilla, saludando y gritando excitados, mientras pasaban los botes, uno tras otro. Sin embargo, salvo por algunas mujeres que buscaban agua o que lavaban ropa, poca gente trabajaba a orillas del río. Eskkar intentó ver el camino paralelo al río, pero en muchos lugares discurría a casi media milla de distancia.

Por suerte, se dijo Eskkar, ningún viajero que regresara a caballo prestaría mucha atención a su paso. Si alguien los veía, para cuando pudieran ir con el cuento los botes ya estarían Tigris abajo, moviéndose más veloces que cualquier caballo.

No volvieron a detenerse hasta el atardecer. Yavtar aprovechó lo que quedaba de luz diurna para varar su bote una vez más, en esta ocasión en la orilla este. Mientras inspeccionaba su nave, Eskkar examinó los fardos que contenían las cuerdas de los arcos, para asegurarse de que los sellos estuvieran firmes y secos. Uno de los botes más pequeños había volcado a primera hora de la tarde después de rozar unas rocas; los hombres lo habían enderezado con rapidez, apañándoselas para alcanzar a los demás, sin que hubiera nada que reseñar. Aparte de eso, ningún otro percance había tenido lugar.

—Asegúrate de que los hombres terminen la comida, Grond —ordenó Eskkar. Habría mucho para comer en la granja de Rebba. O eso, o se verían en problemas.

Comieron en silencio. Esta vez Eskkar y los demás se obligaron a tragar tanta comida como les fue posible. Podrían tener que luchar antes de volver a comer, y sólo quedaban unas pocas hogazas de pan cuando los hombres volvieron a embarcarse. No se habían detenido más de lo necesario y la oscuridad volvió a cubrir el río mientras avanzaban. Esta vez Yavtar disminuyó un tanto el ritmo de remo. El río se estrechaba un poco al acercarse a Akkad y la corriente se aceleraba. Así y todo, Eskkar notó dolor en los brazos por el esfuerzo constante.

Remaban a buen ritmo; lo aumentaron cuando salió la luna y Yavtar alzó la vela. El capitán del bote ordenó a su marinero que se ocupara de la vela, preparado para dejarla caer sobre cubierta a la primera señal de problemas. Remaron casi cuatro horas antes de que Yavtar ordenara otro descanso; esta vez se acercó hasta acuclillarse al lado de Eskkar.

—Señor, creo que estamos a poco más de tres horas del muelle de Rebba. Si nada sale mal, estará en la costa poco después de pasada la medianoche. Eso le dará suficiente tiempo para descansar y estirar las piernas.

—Se lo agradezco, Yavtar. Todavía no puedo creer que hayamos cubierto tanta distancia tan rápidamente. Nos hubiera llevado días por la ruta a Akkad.

Los dientes de Yavtar brillaron a la luz de la luna.

—He disfrutado del viaje más de lo que imagina. Siempre quise correr contra el río, y me ha dado la oportunidad, además de pagarme bien. En menos de dos días, hemos recorrido casi ciento treinta millas. Ningún hombre, ningún capitán de río lo había logrado antes.

—Esto me ha hecho pensar en la posibilidad de utilizar el río para el transporte de personas en el futuro, Yavtar. No me olvidaré de lo que he visto y aprendido en este viaje.

El capitán del bote volvió a concentrar su atención en el río por unos momentos y Eskkar pensó que había concluido la conversación.

—Señor Eskkar —dijo Yavtar—, cuando desembarque, quiero ir con usted.

Eskkar parpadeó sorprendido.

—Pensé que planeaba regresar a Bisitun. Pelearemos a muerte en Akkad.

—Iba a hacerlo, pero he cambiado de idea —gruñó Yavtar, como si se sorprendiera de su propia decisión—. En toda mi vida, he visto más bandidos, piratas, ladrones y asaltantes a lo largo del Tigris de los que usted pueda imaginarse. A veces los llevaba de un lado a otro, y más de una vez me enfrenté a ellos. Pero sus soldados son diferentes. Los he observado a usted y a sus soldados durante estos dos días. No muestran miedo ni dudas. No se jactan de lo que han hecho o de lo que harán. Siguen sus órdenes sin pensar ni preocuparse por el peligro.

—Son buenos hombres —respondió Eskkar, intentando comprender lo que había detrás de las palabras de Yavtar— y están bien entrenados. Tal vez ésa sea la diferencia.

—Sí, tal vez. Pero usted los instruyó, ¿verdad? Y les dio un hogar y un clan. Por eso creo que usted triunfará en Akkad, capitán, pase lo que pase. Y por eso quiero luchar a su lado. Creo que quiero formar parte de la victoria. Y sería agradable contar con un clan propio, para cuando sea demasiado viejo para recorrer el río.

Eskkar consideró las palabras del hombre por un momento. Yavtar no parecía mucho mayor que él, por lo que el marinero podía navegar por el Tigris durante muchos años. Aun así, todo hombre quería un hogar en alguna parte, un lugar seguro para vivir con su familia y pasar sus años de vejez.

—Le doy la bienvenida a la lucha, Yavtar —dijo Eskkar, usando lo que él consideraba su voz formal—; el clan del Halcón siempre necesita buenos hombres.

—Gracias, señor Eskkar. —Se volvió a la popa—. Sigan remando, hombres. No queremos perder tiempo.

Fiel a su palabra, antes de que pasaran tres horas Yavtar comenzó a guiar el bote más cerca de la orilla este. Ordenó que disminuyeran el ritmo y los otros botes pronto los alcanzaron, manteniendo la distancia mínima para evitar chocarse.

Eskkar se preguntó cómo Yavtar podía estar seguro de su ubicación. La oscuridad más profunda en tierra le resultaba impenetrable, incluso a la luz de la luna. Momentos después, Yavtar dirigió el bote hacia la orilla. Eskkar todavía no veía nada, y el marinero de Yavtar ya se había aferrado al muelle antes de que éste pudiera verlo. Tanto Yavtar como su marinero saltaron por la borda al agua, con sogas en las manos, y arrastraron la nave para que se ciñera contra el muelle.

En éste sólo había sitio para uno de los veleros; dos botes pequeños, sin duda pertenecientes a Rebba, ocupaban el espacio restante. Por tanto, los otros veleros se acercaron con cuidado, hasta que los hombres pudieron empujarlos hasta la orilla, luchando contra la corriente para acercar los pesados botes a tierra todo lo posible. En cuanto cada bote hubo tocado tierra, los hombres con sus fardos bajaron con cuidado y comenzaron a avanzar por la orilla, hasta que todos estuvieron en tierra. Grond fue el primero, y ya se alejaba de la orilla. Para ser un hombre tan grande, podía moverse en silencio cuando hacía falta. Todos los hombres del bote de Eskkar lo siguieron, armados sólo con sus espadas, y desaparecieron en la oscuridad, para asegurarse de que nadie les tendiera una emboscada.

Eskkar soltó una maldición por el ruido que hacían. Los hombres se tropezaban en la oscuridad. Esperaba que el río amortiguara los ruidos, y que con suerte no se oyeran por encima del rumor del agua. Finalmente, todos estuvieron en tierra firme, aunque ahora Eskkar se sentía extraño, y le temblaban las piernas.

La tripulación de los botes les entregó los arcos, todos en un fardo, y luego las jarras con las cuerdas para los arcos. Eskkar volvió a maldecir cuando los ruidos resonaron haciendo eco en el río. Estaba seguro de que podían oírles desde Akkad.

Por fin tenían todas las armas en tierra. Los soldados se separaron, cada uno preparando su arco y aprestando las flechas y las espadas. Para entonces Grond había regresado.

—Capitán, nada sospechoso. Me he acercado tanto como me he atrevido. Más cerca y habría despertado a los perros. Pero no hay nada.

—¿Ni centinelas, ni guardias, ni caballos?

—No, no hay caballos excepto los tres o cuatro que Rebba debe de tener en su corral.

—Bueno, tendremos que arriesgarnos. Iré delante y veré qué…

—No, capitán —interrumpió Grond—. Ya he pensado en eso. Enviemos a Alexar y que él se acerque como si llegara desde Akkad. Si todo va bien, podrá informarnos; si no, todavía estaremos a tiempo de usar los botes.

Eskkar se mordió el labio. Grond tenía razón. Los viejos instintos de Eskkar hicieron que quisiera apresurarse, pero Grond y los demás no le dejarían, y no tenía sentido discutir.

—Ya estoy listo, capitán —murmuró Alexar. Había visto regresar a Grond y se había acercado—. Yo sabré si algo no está bien. Traeré conmigo a Bantor.

—Sabes que hay perros, ¿verdad? —dijo Eskkar—. Los perros empezarán a ladrar en cuanto te oigan.

—Sí. Pero no se puede hacer nada —respondió Alexar—. Se despertarán de todos modos, así que será mejor que nos apresuremos. El ruido no llegará hasta la próxima granja.

—Ten cuidado —dijo Eskkar, poniéndole a Alexar la mano en el brazo. Al instante de decirlo se maldijo por desperdiciar el aliento; no era necesario recordar a nadie que tuviera cuidado. Lo vio desaparecer en la oscuridad; Grond iba abriendo paso para mostrarle a Alexar la ubicación del camino y de la granja.

Apretando el puño por tener que quedarse allí sin hacer nada, Eskkar se adelantó hasta que pudo entrever el grupo de edificaciones que constituían la granja de Rebba. Momentos después los perros comenzaron a ladrar. El ruido siguió y siguió durante lo que pareció una eternidad, antes de que una luz apareciera en la ventana de la casa principal. Pero el brillo se apagó casi de inmediato, y los perros dejaron de ladrar. Después de lo que le pareció una vida entera, vio a dos hombres acercándose en la oscuridad, dirigiéndose hacia el muelle.

Todavía preocupado ante la posibilidad de una emboscada, Eskkar intentó ver en la oscuridad alguna señal de otros movimientos, con la mano en el pomo de su espada. Se sintió aliviado cuando oyó que una voz familiar lo llamaba. Después Bantor cubrió corriendo los pasos que los separaban y abrazó con fuerza a Eskkar, palmeándole la espalda.

—Gracias a los dioses, capitán. ¡Qué alegría me da verlo! Vayamos a la casa.

Con Alexar y Bantor abriendo la marcha, Eskkar dio órdenes y dirigió a los soldados hacia la granja. Avanzaron en fila india, para dejar el menor rastro posible. Los perros ladraron un poco más, nerviosos al ver aproximarse a tantos hombres. Eskkar oyó voces: sin duda eran los granjeros de Rebba, que ordenaban a los perros que se callasen y los mantenían alejados de los soldados.

Bantor guió a su capitán y a Grond a la casa principal, mientras que Alexar condujo al resto a otro edificio. Cuando se abrió la puerta, Eskkar vio arder una pequeña lámpara. Pesados cueros cubrían las ventanas e impedían que se viera la luz.

Rebba estaba de pie, esperando. Ya había enviado al resto de su familia a la otra casa. Les hizo señas para que se acercaran a los bancos que había en torno a la mesa y encendió una segunda lámpara más grande, que daba luz más que suficiente, aunque humeara bastante. Rebba se sentó en un extremo, mientras que Eskkar lo hizo al otro. Para entonces, Mitrac, Alexar y Klexor se les habían unido y, para sorpresa de Eskkar, también Yavtar. El marinero había seguido en silencio a los soldados. Eskkar se fijó en que Yavtar se había atado unas sandalias en los pies, habitualmente descalzos, y que llevaba una espada corta a la cintura.

—¿Cómo está Trella? —Eskkar tenía que saberlo, aunque temiera la posible respuesta.

—Está viva, prisionera en tu casa —respondió Rebba.

Eskkar respiró aliviado. Todavía tenía tiempo de salvarla.

—¿Cuántos hombres has traído, señor Eskkar?

La voz de Rebba se oía frágil, pero la urgencia de su pregunta distrajo a Eskkar de sus pensamientos respecto a Trella. Una de las hijas de Rebba entró en la casa, llevando una jarra con agua fresca. Comenzó a escanciarla, mirando nerviosa en torno a la mesa, mientras los hombres se acomodaban, hombro con hombro.

—Treinta y nueve; no, cuarenta, contándome a mí, noble Rebba —respondió Eskkar. Vio las miradas de decepción en los rostros de Rebba y Bantor—. Hemos venido en bote por el río, y nos hubiera tomado tres o cuatro días más venir aquí con más hombres.

Rebba sacudió la cabeza.

—No tienes soldados suficientes. Hay muchos hombres dentro de Akkad que ahora siguen a Korthac. —Vio el gesto de desconcierto en el rostro de Eskkar—. Ah, sí. No conoces a ese hombre. Llegó menos de una semana después de tu partida.

Eskkar se mordió la lengua, resistiendo el impulso de interrumpir con preguntas. El relato de los eventos llevó casi una hora. Rebba relató lo sucedido en la ciudad y luego Bantor describió la emboscada en el camino. Rebba concluyó con lo que había pasado desde entonces.

—Ahora —dijo Rebba terminando el relato—, los alrededor de cuarenta soldados que aún siguen vivos son utilizados como esclavos y encerrados y vigilados en los viejos cuarteles. Los hombres de Korthac, que ahora son alrededor de doscientos, aterrorizan a los pobladores. Ha habido muchos robos y violaciones. Cualquiera que se resiste muere horriblemente en la plaza del mercado. Todos los mercaderes y comerciantes deben pagar un impuesto simplemente para seguir vivos y poder negociar. —Miró a Eskkar desde su extremo de la mesa—. Tienes que buscar más hombres y luego encontrar la manera de expulsarlos.

—Es lo que intento hacer, Rebba —dijo Eskkar—. ¿Has visto a Trella?

—No, pero ella está en sus aposentos, con Annok-sur, dando a luz. —Rebba vio la expresión en el rostro de Eskkar y se dio cuenta de que no lo había relatado todo—. La señora Trella está de parto desde esta tarde. No sé cómo…

—¿Dices que Trella está bien?

—Sí, eso es lo que he oído hoy —respondió Rebba—, pero sólo son rumores de los sirvientes. Trella y Annok-sur están encerradas en las habitaciones superiores de tu casa. Korthac usa el cuarto de trabajo durante el día, pero por la noche duerme abajo. Dicen que se ha buscado unos cuantos jovencitos y jovencitas como compañeros de lecho.

—No me importa con quién duerma —dijo Eskkar, apretando los puños—. Morirá en cuanto le ponga las manos alrededor del cuello.

—No será fácil, Eskkar —replicó Rebba sacudiendo la cabeza—. Las puertas están muy vigiladas y los muros patrullados noche y día, tanto para mantener al pueblo dentro como a los intrusos fuera.

Bantor golpeó la mesa con su puño.

—Tenemos que entrar, capitán. Los hombres de Ariamus se pasan la noche en las tabernas bebiendo. Los mataremos con facilidad. Mis hombres han estado practicando a diario con el arco y la espada.

—¿Dices que Gatus está oculto con Tammuz?

—Sí, los hombres de Rebba lo encontraron hace dos días —dijo Bantor—. Gatus envió tres hombres aquí cuando se enteró de dónde estábamos.

—¿Qué más dijo? —Eskkar conocía bien a Gatus.

—Hace dos días, mandó a decir que Tammuz había estado observando a los guardias. Gatus dice que la calle de los carniceros es el lugar por donde entrar. Él nos ayudará, si le damos aviso.

Eskkar sonrió. La calle de los carniceros era donde, cuando tuvo lugar el asedio, Alur Meriki casi había tomado la muralla durante un ataque nocturno. Mientras descendía río abajo, había estado pensando en ese mismo punto para escalar la muralla. Pero no había tiempo de darle aviso. Podrían ser descubiertos en cualquier momento. Contaba con los hombres que tenía a su mando.

—Entonces tenemos tus veinte hombres, Bantor, y mis treinta y nueve. Eso nos da…

—Sesenta y dos, capitán —interrumpió Yavtar antes de que Eskkar pudiera completar mentalmente la suma—. Eso nos incluye a mí y a mis dos marineros, dispuestos a arriesgar nuestras miserables vidas por un puñado de oro. El resto se quedará en los botes para el caso de que los necesitemos. Le dije que deseaba luchar a su lado. Yo sé blandir una espada.

—Estoy seguro de ello, Yavtar —dijo Eskkar.

Luego se detuvo un momento. Había estado sopesando varias ideas sobre cómo entrar en Akkad, sobre cómo trepar el muro. No creía que pudiera hacer entrar a sesenta hombres sin alertar a los centinelas de Korthac, por muchos cuellos que cortara en la oscuridad. La presencia de Yavtar les brindaba otra posibilidad, un camino mejor.

—Yavtar, tengo una tarea para ti, si estás dispuesto. Una tarea peligrosa. —Miró en torno a la mesa—. Esto es lo que quiero que hagas.

Explicó su plan, con sus hombres cerca y escuchando atentamente cada palabra. Eskkar no había pensado en otra cosa durante la mayor parte del día, y ahora Bantor y Rebba le habían suministrado la información que necesitaba. La oferta de Yavtar de sumarse a la batalla les daba incluso otra opción.

Cuando Eskkar concluyó, sus lugartenientes empezaron a completar el plan. Todos habían luchado juntos con anterioridad, trabajado en las defensas durante el asedio y planeado ataques contra los bárbaros y bandidos. Sabían qué hacer y qué sugerir.

Eskkar dijo poco mientras ellos hablaron, y Bantor, Alexar y Mitrac hicieron sus sugerencias y preguntas. Todo el proceso llevó poco tiempo. Los lugartenientes sabían cómo preparar a sus hombres. En menos de una hora estarían todos listos.

Rebba escuchó sin hablar durante todo el proceso. Ahora sacudía la cabeza mientras los hombres comenzaban a levantarse de la mesa.

—¿En verdad crees que ese plan funcionará? ¿Por qué no esperas hasta mañana por la noche? De ese modo podrás tener la ayuda de Gatus y de los que quedan dentro de la ciudad, dispuestos a pelear.

Bantor respondió antes de que Eskkar pudiera hacerlo:

—No. Eskkar tiene razón. Tiene que ser ahora. En un día puede pasar cualquier cosa. Podrían descubrirnos, o Korthac podría enterarse de que Eskkar está en camino. Si sospechan que estamos aquí… No, debemos atacar esta noche.

—Funcionará, Rebba —agregó Klexor—. Esos hombres son bandidos y no pertenecen siquiera al mismo clan. La mitad de ellos huirá a la primera señal de peligro.

—Aunque huya la mitad —respondió Rebba—, siguen siendo más que nosotros. Y los hombres de Korthac son guerreros experimentados, no bandidos. No huirán. Si esperamos uno o dos días más, podemos hacer que la mayoría de los ciudadanos se unan a nosotros.

—Nos descubrirían —dijo Bantor, golpeando otra vez la mesa con el puño—. Además, no los necesitamos. Sólo tenemos que saltar las murallas, y cuando lo hagamos atravesaré con mi espada a Ariamus y lo veré morir por lo que hizo a mis hombres.

Eskkar miró a su lugarteniente, sorprendido por la vehemencia de Bantor. Recordó los rumores respecto a Ariamus y Annok-sur; los había olvidado hasta ese momento. Eskkar se dio cuenta de la furia que debía de arder en el corazón de aquel hombre.

—Al menos mantén tus fuerzas unidas, Eskkar —rogó Rebba—. Dividirlas…

—No, Rebba. Lo importante es entrar en Akkad. —Eskkar habló con convicción—. Si permanecemos juntos y no podemos entrar, entonces fracasaremos. De este modo, aunque sólo la mitad de nosotros tenga éxito, podremos provocar el levantamiento de la ciudad. Además, tú dices que los hombres de Korthac están por toda Akkad. Cuantos más lugares ataquemos, mayor será la confusión.

Y eso me da más oportunidades de rescatar a Trella. Eskkar había decidido eso también en el río. Si conseguía salvarla, poco le importaba que todo lo demás fallara. Le daba igual que la gente de Akkad viviera con ese demonio de Korthac.

El silencio se impuso alrededor de la mesa. O ninguno de los lugartenientes de Eskkar encontraba defectos en su plan o sencillamente querían ir a luchar.

—Entonces iré contigo —dijo Rebba, con voz resignada—. Pase lo que pase, estoy comprometido. Si fracasas, me matarán y confiscarán mis propiedades. Así que recorreré las calles azuzando a la gente para que se levante, mientras te enfrentas a los soldados de Korthac. La gente me reconocerá y muchos obedecerán mis palabras, sobre todo cuando les diga que Eskkar ha regresado para salvarlos.

Eskkar comprendió la situación de Rebba. Si Eskkar fracasaba, Korthac se enteraría de la participación de Rebba. Todos arriesgarían sus vidas esa noche. Miró en torno a la mesa, pero nadie dijo nada más.

—Decidles a vuestros hombres que maten primero a los egipcios —dijo Eskkar, eligiendo sus palabras con cuidado—. El resto de la turba se dispersará. Aseguraos de que vuestros hombres griten a voz en cuello. Que su grito de batalla sea: «¡Que nadie escape!». Eso atemorizará a esos bandidos.

—Necesitamos otro grito más —sugirió Klexor—: «¡Eskkar ha regresado!». Creo que eso levantará al pueblo.

Eskkar asintió.

—Bien. Dos gritos de batalla nos harán parecer aún más fuertes.

La noche avanzaba y el tiempo de las palabras llegaba a su fin.

—Entonces comencemos. Todavía hay cosas que preparar, y no quiero que nuestros enemigos disfruten mucho del sueño antes de que los despertemos.