Capítulo 15

Diez días después de la fiesta de Ishtar, Korthac salió de su casa. Hacía rato que había amanecido, sus guardias habían comprobado que todo estaba en orden en la calle y Hathor también lo esperaba fuera, alerta como los dos soldados que ese día protegerían a Korthac. Nadie en Akkad cuestionaba su necesidad de guardaespaldas. Todos sabían que con frecuencia llevaba encima grandes cantidades de gemas o el oro de su venta, y eso hacía de él un blanco tentador para cualquier ladrón lo bastante desesperado como para arriesgar la vida. Hasta ahora nadie lo había intentado. Los guardaespaldas de Korthac parecían muy atentos, la mano siempre en la espada y los ojos vigilantes, pendientes de cualquier amenaza.

Para cualquier ladrón que lograra vencer el cerco de sus guardias, Korthac llevaba un largo cuchillo, y no había duda de que sabía utilizarlo. Incluso si un ladrón atrevido se las ingeniaba para hacerse con el saco de Korthac y escapar, toda la ciudad saldría a buscar al ladrón. Nadie ignoraba que Korthac tenía muchos amigos en Akkad, y sus mercaderes y comerciantes principales exigirían a los soldados que persiguieran al malhechor, aunque tratara de escapar de la ciudad.

Esa mañana, sin embargo, la calle frente a la nueva vivienda de Korthac parecía tan tranquila como cualquier otro día, con el habitual grupo de vendedores ofreciendo sus mercaderías a quienes, evitando mirarlos a los ojos, aceleraban el paso. Por la calle de Korthac no pasaban muchos transeúntes, con el mercado a tan sólo dos calles. La mayoría de los vendedores más establecidos y con productos de mejor calidad vendían allí sus mercaderías. Lejos del mercado, los artículos tendían a ser de calidad dudosa, con los correspondientes precios más bajos. La mayoría de los carros y puestos cerca de la casa de Korthac estaban atendidos por mujeres, con frecuencia rodeadas por lo que parecían pandillas de niños, todos gritando o llorando, cuyo ruido y juegos conseguían irritar a cualquiera que simplemente intentara pasar por allí.

Esa mañana la calle parecía relativamente tranquila y Korthac comenzó a caminar, un guardia por delante y otro siguiéndolo detrás. Hathor tomó su lugar habitual a la izquierda de Korthac, y el cuarteto de egipcios inició su marcha hacia los muelles.

—Otro hermoso día —dijo Korthac, mirando primero hacia el cielo azul y luego dirigiendo la mirada hacia su agotado lugarteniente. Cuando Hathor y Nebibi regresaron de Akkad la noche anterior, informaron a Korthac de las actividades de Ariamus. Sin embargo, siempre cauto, Korthac quería volver a oírlo todo, con más detalles. Su plan requería una preparación muy cuidadosa y los acontecimientos debían desarrollarse ordenadamente para evitar el fracaso.

—Sí, señor —dijo Hathor, su mirada siempre vigilante contra los peligros a medida que avanzaban.

Entraron en el mercado, ya repleto de compradores y vendedores, algunos llegando aún de las granjas cercanas. Los más aplicados se levantaban mucho antes del alba para ocupar los lugares más ventajosos de la plaza. Quienes venían de más lejos continuarían llegando durante las próximas horas. Casi todos los granjeros locales vendían sus cosechas y animales por la mañana y comenzaban a regresar a sus casas una hora poco más o menos después del mediodía. Quienes vivían más alejados se enfrentaban a un día más largo y vendían sus productos a los capitanes de los botes que visitaban la ciudad; por desgracia, muchos de los botes no llegaban hasta bien entrada la tarde.

Korthac caminaba con cuidado, mirando no sólo dónde ponía los pies, sino también a la vibrante muchedumbre. Un hombre podía ser golpeado con una canasta de frutas o atropellado por una carreta chillona cargada de mercancías. Cada día era necesario abrirse paso por un camino distinto en el mercado, resultado del constante cambio de los puestos, de animales chillones y de compradores y vendedores. Los artesanos locales, que solían vender sus cueros, herramientas, cerámicas y algunas utensilios de bronce y cuencos cada día, tenían que hacerse de cualquier espacio disponible que encontraran, acomodándose entre carros de granjeros llenos de fruta, verdura o jaulas con gallinas. Un gran ruido llenaba la plaza, con hombres que intentaban atraer la atención de los compradores, compitiendo con los animales asustados en sus jaulas o atados a cualquier emplazamiento estable.

Ese día sólo unos cuantos vendedores de esclavos estaban congregados en su rincón habitual del mercado. Comercio impredecible y escaso, los vendedores de esclavos siempre atraían la atención de la multitud. Aquéllos mostraban su mercadería, en su mayoría mujeres o muchachas jóvenes, anunciando sus cualidades y condiciones. Algunas de las esclavas se promocionaban a sí mismas, ansiosas de encontrar un buen amo y ganarse el sustento y asegurarse un lugar para vivir en Akkad.

En muchos casos, los padres vendían a los hijos que no necesitaban; entre lágrimas, aquellos padres aceptaban unas pocas monedas y veían cómo sus hijos o hijas se convertían en propiedad ajena. Docenas de mirones, curiosos y gente de paso se detenían a escuchar, siempre interesados en la compraventa de carne humana.

En Egipto, recordó Korthac, el mercado de esclavos operaba de modo similar, excepto que el restallar del látigo se escuchaba con más frecuencia por encima del llanto de los esclavos. En Akkad, un encargado o principal de una casa vigilaba a los esclavos, y no hacía falta mucha custodia ni castigos. De hecho, Korthac se había sorprendido de ver que la mayoría de los esclavos en venta en Akkad se ofrecían a sí mismos, esperando encontrar una mejor vida que la que habían dejado atrás en la granja o en alguna remota villa. Incluso los padres que vendían a sus hijos tenían la esperanza de que éstos encontraran una vida mejor como esclavos de algún mercader adinerado o un artesano en la próspera ciudad. Vender a una hija era menos doloroso, puesto que había poca diferencia entre una esclava y una esposa; ambas obedecían a otra persona el resto de sus vidas.

Los ladrones y los bandidos constituían el último grupo de esclavos, y éstos eran vigilados y custodiados con mayor cuidado. Sometidos a la esclavitud por sus crímenes, sabían la vida que les aguardaba: una vida de duro trabajo hasta el final de sus días. Si un esclavo escapaba, los soldados de Akkad lo perseguirían y traerían de vuelta. Aparentemente, por lo que tenía entendido Korthac, Eskkar había realizado esa tarea menor hasta no hacía mucho. Un cazador de esclavos que ahora se creía que gobernaba una ciudad.

Pero por poco tiempo, como bien sabía Korthac. El último informe de Hathor dio cuenta del sostenido progreso de Ariamus y Takany. El número de hombres y caballos al mando de Korthac aumentaba sin pausa, y pronto empezaría a utilizarlos.

La multitud disminuía a medida que Korthac y Hathor se alejaban del mercado, y pronto pasaron por la puerta del río. La actividad en los muelles cambiaba día a día, con la llegada y partida de los capitanes de los botes, algunos de los cuales realizaban más de un viaje por día, mientras que otros pasaban por Akkad e iban río arriba o abajo en viajes más prolongados.

Korthac llegó a su lugar habitual de negocios, lo suficientemente cercano a los muelles para ver todas las llegadas, pero lo suficientemente lejos como para no ser molestado por la carga y descarga de mercaderías. Otros vendedores de gemas ofrecían sus productos en el mercado, pero Korthac necesitaba un lugar más tranquilo para su negocio, lejos de la turba de mirones que no tenían ni siquiera dos monedas de cobre para frotar la una contra la otra. Puesto que sólo vendía piedras de excelente calidad, los compradores serios pronto supieron dónde encontrarlo. Al menos esa mañana Korthac no tendría que esperar a que el hombre que había contratado le instalara el puesto. Por una moneda de cobre diaria, un carpintero que vivía al otro lado de la puerta le guardaba a Korthac la angosta mesa, el taburete de tres patas y un toldo, y se los devolvía cada mañana.

Hoy todo estaba en su sitio y el carpintero permanecía allí, sonriendo y esperando su moneda. Hathor se la entregó, mientras Korthac se sentaba en el taburete. Él podría haber hecho que sus guardias llevaran las cosas a diario desde la casa, pero decidió que eso lo volvería una figura ridícula: un hombre rico que viajaba por la ciudad con dos guardias cargando con su puesto de venta.

Una vez pagado, el hombre se apartó, ansioso de volver a su trabajo, sin una palabra de agradecimiento hacia Hathor o Korthac. No es que a Korthac le interesaran las palabras de gratitud, pero tenía intención de cortarle las orejas a ese hombre en cuanto se hiciera con el poder.

Korthac se acomodó para otro día de negocios falsos. Como era habitual, envió a uno de los guardias a ubicarse cerca de la puerta, con órdenes de vigilar a cualquiera que pudiera estar mostrando demasiado interés por la mesa de Korthac. El otro guardia permaneció a unos pasos de distancia, la espada en la mano, mirando a todos los que pasaban.

Entretanto, Korthac tomó asiento en el banco y compartió su comida de la mañana de pan y queso duro con su lugarteniente. Los compradores y vendedores de gemas rara vez realizaban negocios tan temprano y, a esas alturas, Korthac y su mesa no atraían la atención más que cualquier otro vendedor en el muelle. Dejó que Hathor se tomara su tiempo relatando sus observaciones y conversaciones en el campamento de Ariamus, hablando entre bocados, mientras contaba todo lo visto y oído. Ambos hombres hablaban en egipcio y mantuvieron la voz baja.

—Entonces, Ariamus estará listo —dijo Korthac cuando Hathor terminó.

—Sí, señor. Puede que tenga que recorrer la zona para encontrar los últimos diez o veinte caballos, pero para entonces ya no importará.

—¿Y los hombres que has traído contigo? ¿Servirán?

—Estuve con Ariamus cuando los eligió, señor. Yo mismo probé su habilidad con la espada. Todos son guerreros con experiencia, rápidos y más que competentes. Por una buena cantidad de oro, matarán a quien sea.

Korthac quería hablar con ellos en persona, pero eso sería demasiado peligroso. Los cuatro hombres habían pasado la noche en una pequeña posada a unos pocos pasos de la casa de Korthac, bajo la vigilancia de Nebibi, para asegurarse de que no vieran a nadie y mantuvieran la boca cerrada.

—Bien. Dales el oro y sácalos de la ciudad antes del mediodía. Y diles que habrá diez monedas de oro extra si tienen éxito.

La sorpresa se manifestó en el rostro de Hathor.

—¿Tanto oro? Ya se había acordado el precio…

—Quiero asegurarme de que cumplan su trabajo. No quiero que lleguen a Bisitun y decidan que es demasiado peligroso. Además, habrá suficiente oro para pagarles cuando vuelvan. —Korthac sonrió ante la idea—. Y diles que, si fallan, ofreceré la misma cantidad de oro a otros para que los persigan y me traigan sus cabezas. Eso servirá para templarles los nervios.

—Los enviaré fuera de la ciudad de uno en uno —sugirió Hathor—. Así será más difícil que llamen la atención. Necesitarán comprar un caballo nuevo, para reemplazar el que se hirió.

—Asegúrate de que conocen el plan. Tienen que ir deprisa a Bisitun, y atacar tan pronto como puedan. Si se demoran, no me servirán.

—Se lo he dicho, señor. Comprenden la urgencia. Atacarán tan pronto como puedan.

—Bien. Eso supondrá una cosa menos de la que preocuparse.

Korthac miró a su alrededor, siempre atento por si hubiera alguien observándolos. Los espías de Trella estaban en todas partes, y no siempre era fácil avistarlos. Dejó a un lado sus pensamientos sobre los asesinos.

—Asegúrate de que Nebibi tenga tiempo, esta mañana, de estudiar el terreno del otro lado del río. Takany puede necesitar un lugar para ocultarse si llega antes o si necesitamos retrasar todo. Que Nebibi regrese con Takany en cuanto se marchen los otros. ¿Tendrá problemas en viajar solo?

—No, las tierras de la costa oeste están tranquilas. Viven allí unos pocos granjeros, pero la mayoría son pastores. Nebibi tiene un buen caballo y llevará suficiente comida, por lo que no tendrá que detenerse. Menos de tres días de marcha, si se mantiene apartado de las villas.

—Esperemos que no lo maten los bandidos durante su viaje.

Hathor se rió educadamente ante la broma de su señor.

—¿Está todo listo aquí, señor?

—Sí, ya casi he terminado la lista —Korthac se tocó la cabeza con el dedo índice— de quiénes puedo utilizar. Rasui, por supuesto. Odia a Trella y a Eskkar, piensa que son unos arribistas que deberían ser expulsados de Akkad. Y cinco o seis de los principales comerciantes de la ciudad, la mayoría de los cuales han sido multados por Eskkar o el concejo. Estoy seguro de que todos estarán dispuestos a formar parte de un nuevo concejo de nobles. Influirán en sus amigos para que se nos unan. Más que suficiente para empezar.

—¿Ya ha hablado con ellos? Quiero decir, ¿les ha hablado de su plan?

—No, es demasiado pronto. —A Korthac no le importaba discutir aquellos asuntos con Hathor, el único de sus lugartenientes con cerebro para entender la necesidad de discreción—. Pero he escuchado con atención sus quejas mezquinas, y les he ofrecido mis simpatías, así que me consideran uno de sus valiosos compañeros. En el momento de tomar la ciudad, agradecerán a los dioses la oportunidad de convertirse en mis seguidores y llevarse mi oro. Ganarán poder y riqueza, así como una oportunidad de vengarse de sus enemigos. El resto de la ciudad los odiará, pero ése es el pequeño precio que tendrán que pagar.

—¿Hay algo que pueda salir mal, señor?

—Por supuesto —dijo Korthac riendo—. Eskkar puede regresar, o Bantor llegar antes. Si los exploradores de Gatus descubren la tropa de Ariamus, eso podría cambiarlo todo. Pero hasta ahora todo parece…

—¡Señor! —El guardaespaldas advirtió a Korthac—. La señora Trella se acerca.

Korthac se volvió hacia la entrada, sorprendido de ver a Trella acercarse hacia los muelles. A pesar de su embarazo, se movía con gracia, la cabeza alta, rodeada de cuatro de los guardias del clan del Halcón y caminando junto a un hombre a quien reconoció como un mercader del sur. Nicar la acompañaba, y el grupo se dirigió hasta la orilla del río, donde Trella y Nicar hablaron durante cierto tiempo con el mercader.

—Bueno, nuestra gran líder visita incluso los muelles —dijo Korthac.

—Sus guardias parecen estar alertas —comentó Hathor.

—Ya la atacaron una vez. Una pena que sobreviviera. No obstante, supongo que eso es lo mejor para nosotros. —Korthac observó a los guardias y tuvo que admitir que sabían hacer su trabajo. Todos miraban alrededor, los ojos alertas, sin perder ripio de todos los que pasaban, especialmente de quienes intentaban acercarse a la señora Trella.

Finalmente, Trella concluyó con su despedida. El mercader hizo primero una reverencia a Trella, luego a Nicar y bajó con cuidado por la pasarela hasta su bote, donde dos hombres de su tripulación aguardaban, sin duda ansiosos por partir. Trella y Nicar dieron media vuelta y comenzaron a encaminarse hacia la puerta. Pero Trella vio a Korthac y cambió de dirección, dirigiéndose a él. Nicar, sin embargo, continuó hacia la ciudad. En un momento, llegó ella con su séquito.

—Buenos días, Korthac —dijo, mientras hacía una leve reverencia.

—Buenos días, señora Trella —dijo Korthac, haciendo él también una reverencia—. No la había visto antes en los muelles.

—Y usted es Hathor —dijo Trella, sonriéndole—. Le recuerdo de la fiesta.

—Me honra, señora Trella —dijo Hathor haciendo una profunda reverencia.

—Por favor, señora Trella —dijo Korthac—, tome mi asiento. Y siéntese bajo el toldo. No debería permanecer al sol.

—Le agradezco la sombra —contestó—, pero prefiero permanecer de pie. No parece tener mucho trabajo esta mañana —añadió, tocando la mesa vacía frente a ellos.

Korthac rió.

—En general no muestro mi mercadería a menos que alguien esté interesado —dijo. Buscó dentro de su bolsa y sacó alrededor de una docena de piedras, que colocó sobre la mesa. Las piedras brillaron a la luz: una esmeralda verde brillante, tres citrinas de buen tamaño, un zafiro azul y dos granates rojo oscuro se destacaban sobre el resto.

—A las mujeres de Akkad les encantaría lucir alguna de esas piedras, estoy segura —dijo Trella, jugueteando con la más oscura de las granadas.

—A un precio especial para usted, señora Trella —ofreció Korthac sonriendo.

Ella negó con la cabeza.

—No, nada hasta el parto. Entonces habrá algo que celebrar.

—Deseo que llegue ese día feliz —dijo Korthac. Se volvió hacia Hathor—: Deberías continuar con tus obligaciones. El sol ya está más alto.

—Sí, señor —dijo Hathor; luego se despidió de Trella—: Espero que me disculpe, señora Trella.

—Por supuesto —respondió, sonriéndole nuevamente—, estoy segura de que tendrá mucho que hacer en la nueva casa de su amo.

Hathor hizo una reverencia a ambos y luego se alejó, pasando entre los dos guardias al volver hacia la puerta.

—Me alegra que haya decidido quedarse en Akkad —continuó Trella—. Su comercio beneficiará a muchos en la ciudad.

—Había pensado en ir más hacia el sur —dijo Korthac—, pero lo cierto es que su ciudad parece crecer tan rápido que mi negocio no puede hacer otra cosa que crecer con ella. Y su juiciosa administración mantiene contento al pueblo. Nunca he visto una ciudad tan grande con tan pocos ladrones y mendigos.

—Mucha gente abandonó la ciudad antes de que comenzara el asedio —afirmó Trella—. Los que permanecieron estuvieron dispuestos a arriesgar sus vidas por un nuevo comienzo. Así y todo, supongo que siempre habrá gente demasiado perezosa para trabajar y dispuesta a robar. Desgraciadamente, prefieren robar a los pobres y a los débiles.

—¿Y por qué no robarán a los ricos?

—Mírese, Korthac —dijo Trella—. A diferencia de los pobres, usted tiene guardias para que lo protejan. ¿Y dónde vendería un ladrón algo que le robara a usted? Tendría que irse de Akkad y confiar en que no lo atraparan o asaltaran en el camino.

Cualquiera que intentara hacerse con sus gemas terminaría muerto, Korthac lo sabía. Había elegido sólo a los más rápidos y eficientes para custodiar su persona, y sus guardias lo sabían todo sobre ladrones y asesinos.

—Parece preocuparse más de los mercaderes y granjeros que de los negociantes prósperos, señora Trella.

Ella rió, una risa agradable que hizo que todos miraran en dirección a ellos.

—Tal vez porque los ricos y prósperos tienen poca necesidad de mí. Sólo los más necesitados requieren ayuda y guía.

Su preocupación era genuina, observó Korthac, sorprendido a pesar de sí mismo. En Egipto, los gobernadores habían clamado que su tarea era guiar a la gente como un padre sabio a su familia, pero lo cierto es que habían hecho poco más que aprovecharse de los más débiles. Y ésa, Korthac lo sabía, era la razón por la que él tendría éxito en Akkad. No se podía contar con el vulgo: no tenía la fuerza para soportar los contratiempos y las dificultades, ni el coraje de enfrentarse a sus conquistadores. Una vez más se preguntó por Eskkar, se preguntaba si él también sentía lo mismo hacia la chusma. «Probablemente no», pensó Korthac. Los bárbaros, según había oído, tenían en poco a los que no eran de su grupo, a cualquiera más débil que ellos.

—La gente de Akkad es afortunada con sus gobernadores, entonces.

—La ciudad ha sido, es verdad, bendecida por los dioses —dijo Trella—. Y ahora, honrado Korthac, debo partir. Hay otra reunión del concejo por la mañana.

Hizo una reverencia, ella devolvió el gesto y, antes de alejarse, sus guardias ocuparon sus puestos. En un momento, pasó a través de la puerta y desapareció. Los pocos curiosos en el muelle que habían perdido el tiempo a su paso dieron media vuelta y volvieron a sus ocupaciones, ya olvidada la visita de la señora Trella a Korthac y su pequeño puesto de venta.

Korthac retiró las gemas de la mesa y las guardó en su bolsa. Apartándose de la puerta, miró hacia el río soleado, sin verlo, pensando en lo que le había dicho Trella. Estaba convencido de que era una mujer inteligente. Cualquier otra mujer de la ciudad se habría ensimismado con las gemas, habría comentado su belleza, habría admirado el efecto contra la suave piel de sus pechos. Después de echarles un vistazo, Trella se había desentendido de las gemas y le había sostenido la mirada, buscando, estaba seguro, cualquier signo de debilidad.

Desde su partida de Egipto, no había conversado con nadie de igual a igual, pero esta joven esclava algo sabía sobre la conducta de los hombres. Si no estuviera llevando el cachorro de otro hombre, puede que la hiciera su concubina, para que lo distrajera y desafiara su inteligencia de tanto en tanto. Después de entrenarla adecuadamente, claro está. Pero, lamentablemente para ella, era demasiado popular. Por eso Trella desempeñaría otro papel en la ciudad que pronto sería de Korthac, demostrando a todos que su poder era absoluto. Era un papel en el que se la vería muerta a sus pies en poco tiempo.