Capítulo 23

—Salud ¡Akkad! —La voz de Yavtar se elevaba fácilmente sobre las negras aguas, alertando a los guardias en la puerta del río, antes de que vieran u oyeran llegar el bote. La corriente empujaba la nave, y tenía que inclinarse con fuerza contra el timón mientras sus dos marineros remaban furiosamente para mantener el velero junto al muelle, fuera de la corriente. Ignorando las preguntas de los guardias de la puerta, Yavtar saltó al muelle y aseguró la popa.

Cuando se enderezó y miró hacia la puerta, media docena de cabezas aparecieron a cada lado de la pared, y sobre una de ellas, en la muralla, una antorcha arrojaba suficiente luz para alcanzar al bote mientras éste se arrimaba al muelle.

—¿Quién vive?

Ignorando el desafío, Yavtar esperó hasta que la tripulación aseguró la línea de proa y dejó la nave amarrada y segura contra el espigón. Hecho esto, se volvió hacia la puerta, desde donde ahora lo observaban el doble de hombres. Incluso antes de que Yavtar terminara de contarlos, los hombres ya tenían arcos en sus manos, las flechas listas, y una segunda antorcha apareció para dar más luz a la escena.

—¿Quién vive? ¡Responde o disparo!

—Soy Yavtar, capitán de este barco, y tengo un mensaje para Korthac. Dejadme entrar o enviad a alguien a buscarle. —Caminó por el espigón mientras respondía.

Una tercera antorcha se sumó a las anteriores, esta última extendida desde la muralla iluminando la base de la puerta. Más hombres aparecieron por encima de las murallas a cada lado de la abertura, restregándose los ojos de sueño. Yavtar había contado alrededor de quince defensores.

—Sabes que la puerta permanece cerrada hasta el amanecer. Vuelve a tu bote y quédate allí hasta entonces. Si sales del muelle, haré que mis hombres te ensarten con sus flechas.

Yavtar llegó al final del muelle, se detuvo y puso sus manos en la cintura.

—Ya es casi el amanecer. ¿Qué importa cuándo abras la puerta? —Detrás de él, el bote se mecía ruidoso contra los soportes de madera enterrados en el lecho del río. Yavtar había usado, deliberadamente, más soga de la necesaria para amarrarlo a popa, dejando suficiente cuerda suelta; el ruido del bote contra el muelle ayudaría a disimular cualquier otro ruido.

—No se admite a nadie hasta el amanecer, y sólo si…

—Bien. Me quedaré aquí hasta que llegue Korthac. Enviad a alguien a buscarle. Tengo un mensaje para él de Ziusudra.

—Puede esperar hasta el amanecer. Quédate en tu bote hasta entonces.

NO PUEDE esperar hasta el amanecer. —Yavtar habló lo suficientemente alto para despertar a media ciudad—. Avisad a Korthac AHORA o me encargaré de que os flagelen. —Desde que había tomado el poder, Korthac había aplicado su castigo favorito sobre muchos, incluyendo algunos de sus hombres. De regreso en la granja, Rebba había descrito la ira de Korthac ante cualquiera que lo molestara y su castigo predilecto.

El centinela pensó por un momento.

—¿Dónde está Ziusudra?

Yavtar sonrió ante ese golpe de buena suerte: el hombre conocía a Ziusudra, pero no su misión.

—Ziusudra ha muerto. Será mejor que te des prisa, o Korthac se pondrá furioso; te lo prometo. Él querrá oír mis palabras y saber lo que tengo que contarle.

—Dame el mensaje… ¿Cuál es tu nombre?

—Yavtar. Capitán Yavtar, como deberías saber. He traído mercaderías aquí muchas veces. Y mi mensaje es para tu amo, no para ti. —Sin esperar respuesta, Yavtar se volvió al bote y habló con sus marineros. Después de un momento, regresó al muelle.

—Quédate en el espigón —gritó una voz, pero no era la del centinela.

Nuevamente Yavtar se detuvo al borde del muelle, y dejó escapar un suspiro tan fuerte que se escuchó hasta la puerta.

—Lamento que mis dos hombres y yo os asustemos tanto. Pero llevamos varios días en el río, venimos de Bisitun. Tengo tres prisioneros para Korthac y tal vez quieras hacerte cargo de ellos. —Se volvió hacia el bote—. Traed los esclavos a la puerta.

Durante este intercambio, regresó el centinela. Comprobó que sus hombres estaban en sus puestos, con las armas preparadas.

—He enviado el mensaje a Korthac —dijo.

—Bien. Aquí estaré. Tú puedes custodiar a estos esclavos por mí desde ahí arriba.

Yavtar se volvió hacia los suyos, quienes empujaron a tres hombres con las manos atadas al frente. Ropas desgarradas colgaban de sus cuerpos. Cubiertos de tierra, tenían las cabezas gachas.

—Adelantaos y paraos a los pies de la puerta —ordenó Yavtar, esperando que nadie les disparara. Por un momento los prisioneros no hicieron nada, por lo que Yavtar agarró al más cercano del hombro y lo empujó rudamente. Los otros dos lo siguieron. Cuando llegaron a la base de la puerta, cayeron pesadamente al suelo, las cabezas todavía gachas.

Sobre la muralla, el centinela vio que Yavtar se tomaba las cosas con calma. El centinela se preguntaba qué hacer. Una mirada hacia los tres esclavos mostraba que éstos no eran peligrosos, hombres desarmados y golpeados. Cuando el mensajero de Korthac llegara, Yavtar sería seguramente conducido a casa de Korthac y allí terminaría todo. Tal vez fuera mejor hacerlos entrar y luego escoltar a ese Yavtar directamente a Korthac. De ese modo podía ganarse una moneda de plata o, por lo menos, la gratitud de Korthac.

El centinela cogió una antorcha de uno de sus hombres y se inclinó por la parte superior de la puerta; luego miró hacia ambos lados de la muralla. No vio nada fuera de lo normal, el espigón mostraba sólo a Yavtar y a sus dos marineros. Se acercaba el amanecer y, de todos modos, muy pronto abriría la puerta. Bien podía abrirla más temprano para ese tal Yavtar. Apartó la vista del río.

—Abrid la puerta. Que entre Yavtar.

***

Alexar nunca había corrido tan rápido en su vida. Pero ahora esperaba en la oscuridad, con sus hombres a su lado. Los primeros cinco hombres que treparon la muralla, después de Eskkar y sus arqueros, se habían sumado a Alexar en su carrera hacia la puerta del río. Sabía que tenían que apresurarse. Incluso si Yavtar conseguía que le abrieran la puerta, necesitaría ayuda de todos modos. Corrieron por las calles haciendo el menor ruido posible, hasta que, respirando agitados, llegaron a su destino.

Allí las chozas se acercaban más a la puerta de la muralla que en la entrada principal de Akkad. Ocultos en las sombras por la pared de una casa, Alexar y sus hombres permanecieron lo suficientemente cerca de la parte trasera de la puerta como para escuchar todo. Llegaron a su puesto momentos después de que Yavtar amarrara su bote, y ahora Alexar, todavía respirando agitado, estaba de pie, escuchando, mirando a los guardias alrededor de la puerta, esperando a que llegara el jefe de la guardia para reaccionar.

El encargado de la puerta se tomó su tiempo, y habló con sus hombres y ordenó que se encendieran más antorchas.

Rebba le había dicho a Eskkar que la puerta del río no estaba tan bien custodiada como la entrada principal de Akkad. Usando los dedos, Alexar contó dieciséis hombres que ocupaban sus puestos a cada lado de la puerta. Dieciséis contra seis. Incluso con el factor sorpresa, iba a resultar muy difícil si Yavtar no podía convencer al encargado de abrir la puerta. Alexar sabía que necesitaría al menos dos hombres para alzar las pesadas trancas que aseguraban la puerta cerrada, y si tenían que pelear contra alguien…

—Si no abren la puerta —dijo Alexar—, tendremos que matarlos a todos. Seguid disparando pase lo que pase; después aseguraos de que las puertas se abren.

Cogiendo el arco, escuchó mientras Yavtar y el centinela conversaban. Después éste tomó a uno de sus hombres por el brazo y habló con él antes de volver a la puerta. El hombre asintió y comenzó a trotar hacia el interior de la ciudad.

—Estad preparados —ordenó Alexar, poniéndose a la derecha, a la sombra de las casas, y convergiendo hacia la misma calle que tomaría el mensajero. Eskkar había advertido a Alexar sobre la posibilidad de que el centinela enviara a un mensajero. Apretado contra la pared, Alexar vio cómo el mensajero daba la vuelta a la esquina; una vez fuera de la vista de la puerta y su jefe, el hombre disminuyó la velocidad y se dirigió caminando hacia la casa de Eskkar.

Cuando Alexar dobló la misma esquina, sólo unos pasos lo separaban del mensajero en sombras. Alexar tensó su arco y lanzó una flecha que dio en la espalda del hombre. Su blanco, derribado de rodillas por la fuerza del impacto, tomó aire sorprendido mientras caía hacia delante. Para entonces, Alexar ya había llegado a su lado y desenvainado la espada, que hundió en el cuello del hombre, evitando cualquier posibilidad de que pidiera ayuda. Partiendo la flecha, hizo rodar el cadáver hasta la pared más cercana.

Hizo una pausa para mirar a su alrededor. Todo parecía en calma; y tal vez nadie hubiera visto ni oído nada. Alexar volvió junto a sus hombres justo a tiempo para escuchar que el vigía daba la orden de abrir la puerta. Alexar lanzó un suspiro de alivio. Yavtar debía de haber convencido al guardia. Media docena de guardias dejaron sus arcos y descendieron las escaleras hasta la base de la puerta. En unos momentos, lucharon contra los pesados maderos que aseguraban el portón. Con un fuerte crujido, la hoja derecha de la puerta comenzó a girar hacia dentro. Entonces Yavtar entró, rascándose la cabeza.

—Ésa es la señal —susurró Alexar—. Los hombres de Bantor están listos. Acabad primero con los guardias de los muros, cualquiera que tenga un arco en las manos.

Alexar llevó una flecha a su arco. A esas alturas, la segunda hoja de la puerta también comenzó a abrirse. La luz de la antorcha mostraba a Yavtar adelantándose. Hizo una pausa, deteniéndose a un lado de la abertura, hablando con el centinela, quien permanecía allí junto a cuatro de sus hombres.

—¡Disparad! —Seis flechas salieron de la oscuridad y derribaron a los hombres que miraban por encima de la muralla o hacia la puerta cada vez más abierta. Antes de que nadie pudiera reaccionar, la segunda tanda de flechas volaba hacia la puerta, cogiendo por sorpresa a casi la mitad de los enemigos. El centinela murió, dando un grito a la vez que dos flechas lo derribaban. Un guardia en la parte superior de la puerta dio un grito de alarma, pero más flechas volaron y cayó hacia delante, estrellándose con ruido sobre un pequeño carro junto a la muralla.

Para entonces Yavtar y los tres «esclavos», cuchillo en mano, habían forzado la entrada, derribando a otros dos hombres y asegurándose de que las pesadas puertas permanecieran abiertas. Todavía ocultos en las sombras, Alexar y sus hombres seleccionaban sus blancos, eligiendo a cualquiera que intentara cerrar la puerta o dar la alarma. Unos pocos gritaron pidiendo auxilio, pero las pesadas flechas que surcaban el aire pronto silenciaron las voces.

Una flecha dio contra la pared detrás de Alexar, el primer intento de los guardias de responder al ataque. Pero los defensores de la puerta no podían ver bien a los atacantes, mientras que las antorchas y el fuego de la guardia les daban a Alexar y a sus hombres luz en abundancia para apuntar.

Después fue demasiado tarde. El pesado portalón, una vez abierto, no podía cerrarse fácilmente. Los dos marineros de Yavtar corrieron hacia él llevando más espadas, pero no fueron necesarias. Ambas hojas de las puertas se abrieron de golpe, empujadas por un muro de hombres. Bantor y sus treinta hombres, escondidos a menos de cien pasos de la puerta, habían salido a la carrera en cuanto Yavtar dio la señal. Los pocos guardias que habían sobrevivido dieron media vuelta y corrieron en todas direcciones. Alexar y sus hombres, disparando tan rápido como podían, derribaron a algunos más, pero la oscuridad pronto ocultó a sus blancos, y al menos dos o tres escaparon en la noche.

Alexar se adelantó, alzando el arco por encima de la cabeza.

—¡Eskkar ha vuelto! —gritó, lo suficiente para que se oyera. Bantor lo reconoció y sumaron sus fuerzas.

—Yavtar —dijo Bantor sin detenerse—, tú y Alexar debéis defender la puerta. —Bantor no tuvo más tiempo para hablar. A la carrera, partió con sus hombres hacia los cuarteles, que se encontraban a menos de cuatro manzanas de allí; el único ruido que indicó su marcha fue el golpeteo de los pies sobre la tierra.

Yavtar se encaminó hacia Alexar, seguido de sus dos marineros. Juntos miraron cómo los últimos hombres de Bantor desaparecían calle arriba.

—No quiero quedarme aquí, Alexar. Ya no habrá más pelea en este lugar.

Alexar tampoco quería perderse la contienda.

—Se supone que hemos de asegurarnos de que no escape nadie. Eso es lo que dijo Eskkar.

—Nadie va a tratar de escapar por aquí. Saltarán el muro —replicó Yavtar—. Además, Eskkar va a necesitar a todos los hombres.

Cuanto más pensaba Alexar al respecto, más se convencía de que Yavtar estaba en lo cierto.

—Podríamos clavar la puerta y dejarla cerrada. Eso la mantendría sellada.

Yavtar frunció el ceño.

—¿De dónde sacaremos las herramientas?

Alexar se volvió a la multitud que se estaba congregando. Ciudadanos adormilados de las casas adyacentes habían oído o visto la pelea y observaban desde los portales; los más bravos salían con cautela de sus casas. Sus voces contribuyeron a la cacofonía que aumentaba a cada instante.

—No necesitaremos herramientas —dijo Alexar. Alzó la voz lo suficiente para que se le escuchara cerca. El tiempo del silencio había terminado—. ¡Acadios! Eskkar ha regresado para vengarse de Korthac. ¡Guardad silencio y trabad la puerta! Cerradla. Conseguid armas y mantened la puerta cerrada. ¡Aseguraos de que nadie salga de la ciudad! Moveos. Eskkar ha vuelto.

El nombre de Eskkar hizo que se vaciaran las casas vecinas, y unos cuantos vivas desde los tejados flotaron en la noche, dando gracias por el regreso de Eskkar.

—¡En silencio, idiotas! —La voz de Alexar detuvo los vítores.

—¿Vamos hacia los cuarteles? —Yavtar alzó la vista hacia el cielo estrellado—. Pronto será de día.

—No, Bantor tiene suficientes hombres para eso. Vayamos a la puerta principal. Tal vez podamos ayudar a Drakis.

—Abre el camino —dijo Yavtar jugueteando con su espada. Esa batalla era tan buena como la otra.

***

Drakis condujo a sus hombres a paso ligero. Enkidu iba a la retaguardia, espaciando a los hombres cinco pasos para mantener la marcha lo más silenciosa posible. Con suerte, nadie los oiría pasar por las calles oscuras. Si iban a sorprender a los defensores de la puerta principal, Drakis necesitaría llegar allí sin llamar la atención.

La fortuna los había favorecido hasta el momento. Primero habían pasado por encima de la muralla sin apenas demora alguna y sin alertar a los hombres de Korthac, una hazaña que miles de guerreros de Alur Meriki no habían podido lograr en más de un mes de contienda. Un poco antes, a Drakis le había preocupado que hubiera enfrentamientos en esa misma calle. En cambio, avanzaba decidido, el arco contra su cuerpo. Si los dioses les sonreían un poco más, tendría la oportunidad de dar el primer golpe.

Buena suerte en la batalla: Drakis, como todos los demás, sabía que Eskkar había tenido más de la habitual. Los dioses guerreros siempre le habían sonreído y, además, tenía a la señora Trella a su lado para susurrarle al oído. Drakis hubiera preferido ir con Eskkar a rescatarla, pero su misión quizá fuera igual de importante y probablemente más peligrosa.

Eskkar le había dado veinte hombres. Nunca antes Drakis había tenido tantos hombres a su mando, y esta vez estaría solo. Se juró que tendría éxito, aunque él y todos sus hombres murieran en el intento. Apartando esos negros pensamientos, aceleró el paso, recordando su conversación con Eskkar justo después de dejar la casa de Rebba.

Con Bantor a su lado, Eskkar había pedido a Drakis que eligiera a uno entre veinte de sus hombres para ser el segundo al mando. Drakis, inmediatamente, había nombrado a Enkidu. Eskkar aprobó la elección, y luego llamó a Enkidu para que se les uniera.

—Drakis, tú y Enkidu debéis planearlo todo del mejor modo posible en el poco tiempo que tenéis. Quiero que penséis en lo que puede salir mal y en cómo responderíais. Cada uno debéis elegir a alguien que os sustituya en caso de que os maten. A cada paso, aseguraos de que vuestros hombres saben lo que tienen que hacer y cómo tienen que hacerlo. Pensad ahora en lo que haréis cuando lleguéis a las torres, cómo las asaltaréis y cómo las defenderéis, dónde situaréis a vuestros hombres. Y cuando ataquéis, acordaos de gritar a viva voz, como hacen los bárbaros. Tenéis que conseguir que vuestros veinte hombres suenen como cien. Nada asusta más a los hombres durante la noche que los gritos que anuncian muerte y destrucción.

Eskkar sólo había hablado unos momentos, pero Drakis y Enkidu seguían tratando de responder a todas las preguntas y decisiones que su jefe les había presentado. Drakis recordaba las palabras finales de su capitán:

—Defiende la puerta, Drakis. Eso acabará con la resistencia de nuestros enemigos si piensan que lo que queremos es dejarlos atrapados en Akkad. Seguid gritando esas palabras: que nadie debe escapar con vida. Eso hará que la mitad de ellos intenten saltar la muralla para huir.

Drakis asintió y puso a su jefe una mano en el hombro.

—Defenderé la puerta, capitán.

—No será fácil. Pero si puedes hacerlo, nadie a caballo podrá escapar, y quienes salten la muralla serán presa fácil para los jinetes por la mañana. Pero correrás un gran peligro. Si a Bantor y a mí nos salen bien las cosas, todos los bandidos de Akkad huirán en tu dirección, tratando de escapar desesperados por abrirse paso entre tus hombres y tú, para buscar la protección del campo abierto. Detenlos, Drakis. Mátalos a todos.

Pensando retrospectivamente, Drakis se dio cuenta de que Eskkar le había hecho un cumplido al darle una orden y asumir que Drakis podría organizar todos los detalles por sí solo. Había observado cómo Eskkar se fue luego a hablar con Bantor, Klexor y Yavtar. Su papel era reforzar y capturar la puerta del río. Después atacarían los cuarteles, para asegurarse de liberar a los soldados allí cautivos. Si Bantor tenía éxito, eso llevaría al resto de los hombres de Korthac hacia la puerta principal, hacia Drakis, quien debería mantenerlos a raya hasta que llegara ayuda, si es que vivía el tiempo suficiente.

Drakis aceleró el paso. Él y sus hombres tenían que recorrer la mayor distancia, prácticamente la anchura de Akkad, y quería hacerlo antes de que dieran la alarma. Había vivido muchos años en la ciudad y conocía sus retorcidas calles y callejuelas incluso en la oscuridad.

Cuando sólo le quedaba una calle por cruzar, Drakis murmuró una maldición al oír una ráfaga de sonidos proveniente de la puerta del río. Duró sólo unos instantes, se detuvo casi nada más empezar, y enseguida el silencio volvió a caer sobre la ciudad a oscuras. Y lo que era más importante, no hubo trompeta ni otro sonido de alarma general. Tal vez los habitantes se hubieran habituado a los gritos y ruidos de altercados, incluso durante la noche. Las calles estaban, a esa hora, desiertas, pero cualquiera podía estar despierto y verlos desde un umbral o un tejado. Rebba le había asegurado a Eskkar que la gente del pueblo no lo delataría, pero sólo bastaría un enemigo o algún estúpido que diera un grito.

Apretando los dientes, Drakis rogó a los dioses que le dieran un poco más de tiempo y estrechó el arco que llevaba a un lado. Alargó el paso y sintió que el corazón le latía con fuerza. Al fin vio que la calle se ensanchaba ante sí, girando levemente hacia el espacio abierto, ahora desierto, detrás de las puertas. Había alcanzado su objetivo.

Los dos altos portones de madera se le enfrentaban, cerrados y trancados, flanqueados por las torres cuadradas que se elevaban sobre la parte más alta de las puertas casi otros cinco metros. Cada torre tenía una abertura en la base que daba acceso al interior, pero no estaban comunicadas con el muro que se extendía a cada lado. Las torres, en sí mismas, eran casi todo espacio vacío; sólo había unos cuantos camastros para que durmieran los centinelas y servían de lugar de almacenamiento para las armas bajo los escalones que se abrazaban a la pared a medida que trepaban el torreón, hasta el espacio abierto en la cima de la torre.

Drakis se detuvo y alzó una mano. En unos momentos, sus hombres tomaron posiciones a cada lado, alineados de cara a la puerta, preparando los arcos y esperando la orden de atacar. No les quedaba mucho tiempo. La luna se había convertido en un tenue brillo en el cielo, pero los guardias de la torre habían encendido un fuego en la base de la torre izquierda, a unos setenta pasos de distancia. Sabía que ésa era luz más que suficiente para disparar en la noche a esa distancia. Las flechas de sus hombres los atacarían desde la oscuridad.

Tres de los hombres de Korthac estaban de pie junto a la llameante fogata. Drakis no sabía cuántos guardias más habría dentro de las torres, pero Rebba había estimado que veinte o treinta hombres guardaban la entrada principal de Akkad día y noche, más para detener a cualquiera que quisiera huir que para proteger a los habitantes de la ciudad de agresores externos.

La alarma podía sonar en cualquier momento, y cuanto antes capturara Drakis las dos torres, mejor. Desde su posición, los arqueros se asegurarían de que las puertas permanecieran cerradas. Hasta ahora, no habían sido descubiertos, y él quería mantener esa ventaja cuanto fuera posible, al menos hasta que comenzara a correr sangre y…

Un rugido se elevó en la noche a sus espaldas, un escándalo tal que llegó incluso hasta donde se encontraba, seguido después por la penetrante nota de una trompeta que quedó suspendida levemente del aire nocturno. Drakis apretó furioso los dientes. Habían estado muy cerca de sorprenderlos, y ahora tendrían que pelear para entrar.

—Primero tomaremos la torre izquierda. Desplegaos y permaneced cerca de mí. Vamos.

Nadie los había visto todavía. Otro guardia salió de la torre derecha, mirando y llamando a los que atendían el fuego. Afortunadamente, un tonto comenzó a echar más combustible al fuego, y las llamas se elevaron, proporcionando más luz a los arqueros de Drakis.

Éste preparó una flecha mientras avanzaba hacia el terreno despejado. Junto a él, sus hombres hicieron lo propio, desplegándose al avanzar. En breves momentos, estaban a lo largo del espacio abierto, todos moviéndose sin pausa hacia la puerta. Drakis dio una docena de pasos antes de detenerse y dar la orden de disparar.

La fila se detuvo, las flechas colocadas a la altura de los ojos de cada arquero, y el vuelo de los dardos dio comienzo. Al momento de dar la orden, alguien gritó en la torre para prevenir a los defensores de los arqueros que se aproximaban, y varios miraron hacia la calle justo cuando las flechas se hundieron en los confundidos hombres. Demasiado tarde para ellos. Los que atendían el fuego murieron, cubiertos de flechas. Más guardias salieron de ambas torres, mirando estúpidamente alrededor, intentando comprender lo que sucedía.

Antes de que la flecha de Drakis diera en su blanco, comenzó a avanzar al trote, con sus hombres detrás de él.

—¡Alto! —Apuntó la flecha que tenía lista—. ¡Disparad!

Otra oleada de flechas partió hacia los defensores de las puertas. Cayeron más hombres, perforados por las pesadas flechas, lo suficientemente fuertes para derribar a un hombre a aquella distancia. Los gritos de los heridos aumentaban la confusión. A esas alturas, Drakis ya había cruzado más de la mitad de la distancia hasta la puerta. Otra vez se detuvo, justo en los límites de la luz del fuego.

—¡Alto! —El sonido de la flecha contra el arco sonó con fuerza en sus oídos al apuntar—. ¡Disparad!

Esta vez apuntó arriba, hacia el hombre que había en lo alto de la torre. La flecha silbó en la noche, pero él no se molestó en averiguar si había dado en el blanco.

Todos los centinelas sorprendidos fuera de las torres murieron bajo la tercera granizada de flechas, lanzadas a menos de cuarenta pasos.

En el momento en que volaron las flechas, Drakis salió a la carrera, directamente hacia la torre izquierda, cogiendo el arco con la mano izquierda y desenvainando la espada corta con la otra.

—¡Eskkar! ¡Eskkar ha regresado! —gritó Drakis, haciendo que el nombre que nadie se había atrevido a pronunciar rebotara en ecos a lo largo de los muros—. ¡Que no escape ninguno de los traidores!

Furia y gritos de confusión de los hombres se oían en las torres, y una flecha pasó silbando junto a Drakis. Ahora, tanto a él como a sus hombres se los veía claramente a la luz de las llamas, dividiéndose en dos grupos que cargaban contra las torres. Necesitaban entrar, antes de que ellos mismos se convirtieran en blancos.

El pánico y la confusión se apoderaron de los defensores tras el grito de guerra de Drakis. Durante casi una semana habían sido dueños de la ciudad, riéndose y burlándose de quienes se atrevieran a nombrar a Eskkar. Ahora, acompañado de flechas sibilantes, ese nombre llevaba el miedo a sus corazones. Muchos olvidaron las órdenes, otros abandonaron sus puestos. Unos pocos salieron corriendo, desapareciendo en la oscuridad a lo largo de las murallas; la huida, lo único que ocupaba sus mentes.

Drakis siguió gritando a voz en cuello:

—¡Eskkar ha regresado! ¡Muerte a los traidores!

Sus hombres se hicieron eco del grito, aullando las palabras en la oscuridad mientras corrían hacia la torre de la izquierda, Drakis alzando la espada al correr. Saltó por encima de los cuerpos muertos justo cuando cuatro hombres salían por la entrada de la torre, espada en mano.

Pero dos de ellos vieron lo que parecía un centenar de sombras demoniacas corriendo hacia ellos y se lanzaron dentro de la torre. Los otros alzaron sus espadas, y uno la blandió hacia la cabeza de Drakis. Drakis lanzó su grito de guerra al tiempo que paraba el golpe. Después dejó que el impulso lo arrojara contra el pecho del hombre, y usó el hombro para tirarlo al suelo y luego clavarle la espada.

Retorciendo la espada al sacarla, Drakis se lanzó a la oscura boca de la torre. Una sombra se movió ante él y la atacó, gritando:

—¡Eskkar! ¡Eskkar! —Las palabras resonaron en la oscuridad. Allí, en lo profundo de la torre, casi no penetraba la luz. Habitualmente, una antorcha ardía en el interior, para iluminar los escalones que conducían hacia arriba. Los descuidados guardias habían dejado que se extinguiera, demasiado perezosos para reemplazarla tan cerca del alba.

Drakis empujó hacia delante; necesitaba destruir a los defensores tan pronto como fuera posible, antes de que pudieran reagruparse, antes de que se dieran cuenta de que eran más que los que les estaban atacando.

Los guardias que estaban dentro de la torre reaccionaron con lentitud. Les habían sorprendido descansando, la mayoría de ellos durmiendo. Despertados repentinamente, inseguros de lo que sucedía, los guardias buscaron sus espadas, intentando defenderse de lo que parecía ser una horda de feroces agresores. Algunos salieron corriendo hacia arriba, chocando contra los que intentaban descender.

Drakis llegó a la base de los escalones y vio a un hombre que se le acercaba, tambaleándose en la oscuridad. Drakis tenía ventaja, cualquiera frente a él debía de ser un enemigo. Se lanzó hacia arriba, el brazo extendido, y notó cómo su espada se hundía en la carne.

Su víctima gritó cuando el filo de la espada le entró en el muslo y Drakis sintió cómo la sangre caliente le salpicaba el brazo y el pecho. El hombre intentó retroceder, pero la pierna herida no le respondió y cayó por la escalera, dando alaridos.

Los otros defensores detuvieron su descenso, amontonados en el primer rellano. Drakis en ningún momento dudó, empujado por sus hombres, que lanzaban gritos de guerra a sus espaldas. Subió corriendo hacia los guardias, gritando el nombre de Eskkar. El recinto de la torre amplificaba su voz, convirtiéndola en algo inhumano, lleno de amenazas.

Otro guardia dio media vuelta para salir corriendo hacia arriba, pero perdió el equilibrio y cayó. Drakis arremetió con su espada brutalmente contra la espalda del hombre, desoyendo el alarido cuando hundió el filo en el hombro de su enemigo, derribándolo de los escalones. El resto de los guardias volvió por donde había venido, con tal de huir de los demonios que los atacaban. Drakis subió pisando la espalda del herido y siguió ascendiendo a la carrera, subiendo los peldaños de dos en dos.

Detrás de él, sus hombres llenaban la torre con un muro de gritos. Una flecha lanzada por uno de los hombres de Drakis pasó silbando, seguida por el grito de otro guardia que caía pesadamente al suelo. Drakis no oía nada, sólo gritaba su aullido de guerra mientras se lanzaba a la carrera hacia el último tramo de las escaleras hasta llegar a la abertura superior. Otro guardia se enfrentó a Drakis, pero éste lo atacó con tanta rapidez que el hombre ni siquiera tuvo tiempo de parar el golpe. Haciendo a un lado al herido, Drakis, respirando agitadamente, se abrió paso en la oscuridad hasta la cima de la torre. Vio sombras que se movían y el brillo de las espadas desnudas, mientras los defensores de las torres agrupaban sus fuerzas.

—¡Eskkar ha regresado! —gritó, y cargó contra sus oponentes.