Capítulo 18
Una vez que salió la luna, ya tuvieron luz suficiente para distinguir la planicie. Bantor hizo marchar a sus hombres a paso forzado durante toda la noche. Caminaban y corrían alternativamente, y la amenaza de Ariamus y sus jinetes no sólo los impulsaba a seguir, sino que también los obligaba a mirar por encima del hombro. No se encontraron con gran cosa, aparte de alguna granja. Dos veces se detuvieron en el pozo de una granja a beber agua. La primera vez pasaron desapercibidos; pero la segunda, los perros despertaron a todos con sus ladridos, y Bantor tuvo que ordenar a la familia que volviera a entrar en casa, advirtiéndoles que no dijeran nada a nadie.
Para cuando dio la orden de detenerse, sólo faltaban unas horas para el amanecer. Agotados, con los pies doloridos y hambrientos, los hombres habían avanzado veinte millas y llegado al camino que conducía, hacia el norte, a Bisitun. Todos se quedaron dormidos enseguida, tendidos en el suelo sin preocuparse por estar cómodos. Cuando el sol los despertó, ninguno se sentía descansado, pero habían dormido lo suficiente como para poder seguir.
El camino presentaba un riesgo aún mayor. Muchos viajeros y comerciantes estarían a punto de aparecer, algunos a caballo, y no pasaría mucho tiempo antes de que llegara a Akkad la noticia de su paso. Aún más preocupante era que Ariamus enviara a algunos jinetes por aquella ruta, para evitar que escaparan hacia el norte. Bantor estaba decidido a no perder un momento.
En cuanto empezó a caminar, le volvió el dolor en el hombro. Dormir en el duro suelo no había ayudado; el breve descanso lo había entumecido, y cada paso que daba provocaba que gruñera de dolor. El sufrimiento parecía mayor que el día anterior. Klexor lo examinó y le dijo que no parecía que hubiera nada roto; Bantor le agradeció ese pequeño consuelo.
Hacia media mañana, habían recorrido ya otras diez millas, y cada cansado paso que daban los alejaba más de Akkad. Comenzaron a cruzarse con viajeros; la mayoría iba en dirección opuesta, hacia Akkad, todos ellos a pie.
—¿No deberíamos advertirles del peligro que se pueden encontrar en Akkad? —preguntó Klexor la primera vez que se cruzaron con viajeros que se encaminaban hacia la ciudad.
—Si lo hacemos, se correrá la voz, y pronto media campiña sabrá que vamos hacia el norte. Tendrán que correr el riesgo. De otro modo, cualquier explorador que Ariamus tenga en el área sabrá que hemos pasado por aquí.
—Puede que, así y todo, cuando lleguen, nos mencionen.
—O puede que con la agitación se olviden de nosotros. —Bantor ya lo había pensado previamente durante la caminata nocturna. Y lo que era más importante, había aprendido de Eskkar la necesidad de dar una imagen de seguridad ante sus hombres cuando la incertidumbre te atenazaba por dentro—. Además, les llevará horas llegar a Akkad, tal vez hasta la caída del sol. Habremos avanzado mucho para entonces. —Bantor miró fijamente a Klexor—. Ordena a los hombres que si nos encontramos con alguien no digan nada. Ni una palabra.
Klexor gruñó y comenzó a correr la voz por la fila de hombres.
Bantor pensó que seguramente ninguno de sus hombres quería hablar con nadie. Él y sus hombres, armados hasta los dientes, estaban sucios y demacrados y parecían peligrosos, y los pocos viajeros con quienes se encontraron se apartaron de su camino, mirándolos boquiabiertos y con cara de susto, mientras los soldados pasaban en silencio.
Descansaban cada hora, y todos trataban de hacer como que no les dolía el estómago del hambre. Justo antes de mediodía, Bantor dio la orden de detenerse. Los hombres se dejaron caer, demasiado cansados para quejarse del hambre.
—Klexor, estamos unos cuarenta y cinco kilómetros al norte de Akkad. —Bantor se secó el sudor del rostro, mientras los hombres se reunían alrededor de sus jefes—. Ya es hora de que nos dirijamos hacia el río. Conozco una granja que tiene algunos botes. Esperaremos hasta que no veamos viajeros y luego iremos hacia el oeste.
—Estamos casi a medio camino de Dilgarth. Si nos esforzamos, podríamos llegar allí mañana temprano.
—Me gustaría, Klexor, pero desconozco lo que puede aguardarnos en Dilgarth. Y aunque consiguiéramos llegar hasta allí, jamás podríamos regresar a Akkad. —Bantor negó con la cabeza—. No, creo que el río es lo más seguro para nosotros. También podremos encontrar algo de comer en la granja. Si las cosas se ponen feas, puede que estemos más seguros al otro lado del Tigris.
Klexor se encogió de hombros, pero no se le ocurrió nada mejor que decir.
—Entonces salgamos del camino mientras podamos.
Salieron del polvoriento camino uno a uno, dejando el menor rastro posible de su presencia. Avanzaron como mejor pudieron por aquel terreno desigual, hasta que quedaron fuera de la vista de cualquiera que viajara por aquella ruta. Cubrieron el último tramo hasta el río caminando despacio, pues eran incapaces de hacerlo de otra manera.
Cuando llegaron a la cima de una pequeña loma y vieron una granja a tiro de piedra del río, Bantor estaba prácticamente exhausto. El dolor del hombro, unido al esfuerzo poco habitual de caminar, lo había agotado más de lo que había previsto. Sus hombres no tenían mejor aspecto, pero creía que había tomado la decisión correcta; si hubieran viajado por el camino, les habrían alcanzado antes de llegar a Dilgarth. Dispersó a sus hombres para no dejar rastro y bajaron hasta la acequia más cercana y, salpicando por su serpenteante curso, fueron hasta el río.
La granja, grande y con varios edificios independientes rodeados de campos de trigo y avena, pertenecía a un hombre llamado Hargar. Unos niños que jugaban bajo un árbol los vieron acercarse y corrieron a advertir a los adultos. La familia se atrincheró en el edificio principal. Bantor sabía que la aparición de tantos hombres armados asustaría a cualquier granjero.
Cuando llegaron al corral de las ovejas, Bantor salió de la acequia.
—Esperad aquí —dijo a sus hombres—. Klexor, ven conmigo.
Los dos hombres caminaron lado a lado hacia la casa.
—¡Oye, Hargar! No hace falta que te ocultes en tu sótano. Soy Bantor, lugarteniente de Akkad, y necesitamos tu ayuda.
No sucedió nada, por lo que Bantor y Klexor se sentaron en el suelo bajo un frutal frente a la casa principal, a unos pasos de la puerta. Bantor se reclinó agradecido contra el árbol y confió en que nadie de la casa decidiera lanzarle una flecha. Después de un largo momento, oyeron ruidos tras la puerta, y un hombre joven asomó la cabeza, con los ojos y la boca muy abiertos.
—¿Quién eres? —preguntó Bantor.
—Soy Hannis, el hijo de Hargar. Mi padre ha ido a Dilgarth a vender una cabra. ¿Eres tú en verdad Bantor? —Su voz era temerosa, pero salió y se acercó lentamente a los hombres sentados en el suelo—. Por todos los dioses, eres tú. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué has venido por los canales?
—Es una larga historia, Hannis. Pero algo va mal en Akkad. ¿Has tenido noticias de allí?
—No, nadie ha ido al mercado desde hace más de una semana —dijo Hannis, todavía nervioso al ver al resto de los hombres de Bantor.
—Bueno, necesitamos tu ayuda. Si quisiéramos cortaros el cuello, ya estaríais todos muertos. Necesito comida y bebida para mis hombres. —Bantor buscó en su bolsa y sacó las últimas monedas de plata—. Conociendo a tu padre, supongo que tendré que pagártelo. —Le lanzó las monedas a Hannis—. Dáselas a Hargar cuando regrese.
Una hora más tarde, Bantor y todos sus hombres, saciados de comida y unos tragos de cerveza, habían caído dormidos detrás de un granero que se alzaba junto al río. Klexor montaba guardia, para asegurarse de que nadie dejara la granja y nadie se acercara a ellos.
Poco antes de la puesta del sol, Bantor y sus hombres volvieron a comer, hartándose de pan, queso y varios insípidos chorizos que Hargar planeaba vender en el mercado de Akkad.
—Nos llevamos tus botes, Hannis —dijo Bantor—. No te molestes en protestar. Te pagaré cuando las cosas se tranquilicen en Akkad.
—Y si no se tranquilizan, entonces perderé dos botes —respondió Hannis—. ¿No puedes pagarme ahora?
Bantor sonrió.
—Tu padre te ha enseñado bien. Lo haría si pudiera, pero te he dado lo último que me quedaba. Además, lo más seguro es que recuperes los botes.
—¿Adónde vais?
—Vamos río arriba, a Dilgarth. Es mejor que caminar, y por aquí no hay ningún lugar donde conseguir suficientes caballos.
—¿Qué sucede en Dilgarth? ¿Ha regresado Eskkar del norte?
Bantor tomó el último trozo de pan del plato y se puso de pie.
—No te acerques a Akkad ni a Dilgarth en una semana por lo menos. Y, Hannis, asegúrate de que nadie de tu familia dice nada de nosotros ni de que nos llevamos los botes. O volveré y lo pagarás con el pellejo. Desearás que Alur Meriki hubiera regresado si me entero de que le has dicho a alguien que hemos estado aquí o hacia dónde hemos ido. ¿Entendido?
Bantor se alejó sin esperar respuesta. En el río, dos botes cabeceaban en el agua, atados a postes hundidos en la orilla. Uno era poco más que una balsa, y se utilizaba tanto para trabajar en los canales de riego como en el río. El otro bote era más grande, y lo bastante fuerte para llevar cosechas y animales a los mercados de Akkad.
Cuatro de los hombres de Bantor entendían de botes, y les ordenó que se encargaran de ellos. Vaciaron los veleros de lastre y acomodaron cuidadosamente a los hombres. Los diecisiete hombres apenas cabían a bordo, y ambos botes se hundían peligrosamente en el agua. Incluso Bantor podía ver que no haría falta mucho para que zozobraran. El sol acababa de ocultarse cuando salieron en dirección norte. Sin una brisa, no se molestaron en alzar la pequeña vela de la embarcación mayor.
Impulsar los botes sobrecargados río arriba requirió de mucha fuerza, y los hombres entregaban a otros los remos cortos en cuanto estaban cansados. Remaron hasta estar bien alejados de la granja. Sólo cuando la oscuridad de la noche los cubrió por completo, Bantor dio la orden de dirigirse hacia la orilla, satisfecho de que nadie pudiera verlos. Si alguien llegaba a la granja y le ponía a Hannis un cuchillo en la garganta, éste podría decir sinceramente que había visto a Bantor dirigirse río arriba, hacia el norte.
Descansaron, mientras veían salir las estrellas, antes de volver los botes y dirigirse hacia Akkad, con cuatro hombres manejando los remos.
Remar era más sencillo río abajo, y tardaron menos tiempo. Bantor quería ir más rápido, pero los barqueros se negaron a apresurarse por miedo a naufragar en la oscuridad, con un bote sobrecargado movido por remeros torpes.
La mayoría de los hombres estaban inmóviles, temerosos de moverse. A nadie le apetecía darse un baño en el río de noche, con el riesgo añadido de ahogarse.
Bantor observaba la costa, y pronto vio pasar el oscuro contorno de la granja de Hargar. No vio a nadie, y quienquiera que mirara hacia el río tendría que estar en la misma orilla para advertir el paso de los silenciosos veleros.
Salió la luna, se elevó y comenzó a bajar, mientras se dirigían Tigris abajo. Bantor supuso que disponían de otra hora más antes del amanecer cuando el barquero anunció que se estaban aproximando a Akkad. Bantor no veía nada, excepto el brillo del río bajo la luz de la luna. No se divisaban luces a lo largo del río. Sabía que todos los granjeros estarían durmiendo, ahorrando aceite y velas. En Akkad arderían las antorchas, pero Bantor sabía que tendrían que seguir río abajo para verlas.
El bote se fue acercando a la costa este, aunque no podía distinguir nada, y no tenía ni idea de qué marcas reconocían los barqueros. Aunque había vivido cerca de Akkad toda su vida, el río seguía siendo un misterio para él. Bantor se estremeció cuando el fondo del bote rozó la arena y luego golpeó un pequeño malecón de madera que se adentraba unos metros en el río. A la pálida luz de la luna alcanzó a ver otro bote atado allí también.
Los barqueros saltaron al embarcadero y aseguraron los botes con rapidez. Los hombres desembarcaron uno a uno, teniendo cuidado de no hundir los botes. Bantor bajó por fin de la barca, dando gracias a los dioses porque él, sus hombres y sus armas se encontraran de nuevo en tierra firme.
Los soldados se alejaron de la costa, y en el camino fueron preparando los arcos. La granja del noble Rebba, un conglomerado de casas y corrales, estaba situada a unos cientos de pasos del río. Se detuvieron a una buena distancia de la casa más cercana, agachados detrás de una acequia. La granja, una de las varias que poseía el noble Rebba, era rica y él tenía tanto perros como hombres para proteger sus rebaños y cosechas de los ladronzuelos y los bandidos. Sería demasiado peligroso acercarse de noche. Bantor decidió esperar allí hasta el amanecer. Les dijo a sus hombres que descansaran donde pudieran, pero que mantuvieran sus arcos listos para cualquier enfrentamiento.
Cuando los primeros rayos del sol cruzaron el horizonte, Bantor avanzó hacia la granja. Él había crecido en una granja, mucho más pequeña que ésa, por supuesto, pero recordaba los hábitos de los perros y otros animales. Por ello, primero fue hacia el camino que conducía a Akkad y luego siguió por él hasta la casa principal. Un perro ladró, luego se le sumó otro y Bantor vio que salían dos hombres de la casa principal. Lo miraron sorprendidos al ver que se acercaba y, enseguida, apareció un tercer hombre con varias espadas, que entregó a los otros.
Bantor sabía que tenía aspecto de bandido con la ropa rota y sucia, que dejaba ver el barro del río. Los perros lo rodearon, gruñendo y olisqueando, pero uno de los hombres los llamó, y Bantor se acercó hasta la puerta.
—¿Dónde está el noble Rebba, amo de la casa? Yo soy Bantor, lugarteniente de la guardia de Akkad.
Rebba apareció en el umbral. Era un hombre mayor que pasaba ya de las sesenta estaciones, con largos cabellos blancos que le llegaban hasta los hombros. Sin embargo, seguía teniendo la mente muy despierta a pesar de sus años. Rebba examinó detenidamente a Bantor y luego se acercó, como si quisiera asegurarse de que sus cansados ojos habían visto bien.
—Eres tú. Tienes buen aspecto para ser un hombre muerto. —Sonrió ante la reacción de Bantor—. Entra.
Dentro de la casa principal, dos mujeres asustadas y tres niñas pequeñas de grandes ojos estaban acurrucadas todas juntas. Miraron a Bantor durante unos instantes antes de continuar con los preparativos de la comida de la mañana. Bantor frunció el ceño al verlas, y Rebba comprendió el gesto.
—Adana, lleva a Miriani y a las niñas fuera.
Sin la presencia de las mujeres, Bantor examinó el cuarto principal, con la mano en el puño de su espada, y luego pasó a las otras habitaciones, para asegurarse de que estuvieran vacías. Satisfecho, volvió a la puerta y comprobó que toda la gente de Rebba se había alejado antes de dirigirse al viejo noble:
—Bien, Rebba, ¿puedes decirme qué está sucediendo? Ayer, camino de Akkad, mis hombres fueron atacados por un grupo de bandidos. Los dirigía Ariamus. Seguro que recuerdas a ese cobarde.
—¿Bandidos? Bueno, yo no los llamaría bandidos exactamente —dijo Rebba con una risa amarga—. ¿Ariamus? Es uno de los nuevos líderes de Akkad.
No mucho tiempo atrás, tales palabras habrían enfurecido a Bantor. Pero habían muerto demasiados hombres en el asedio y la muerte lo había rozado demasiadas veces como para preocuparlo ahora.
—¿De verdad? Entonces ¿quién más es líder en Akkad?
Algo en el tono de Bantor hizo que Rebba guardara silencio, hasta que recordó que aquel hombre había estado lejos, siguiendo a los bárbaros durante más de un mes.
—¿Quién, sino Korthac? —Rebba percibió la mirada confusa—. Ah, sí, eso es. Korthac llegó después de tu partida hacia el sur. Él asegura ser un mercader, un comerciante, pero tiene el aspecto de un soldado. Llegó hace unas seis semanas, justo después de que Eskkar se fuera hacia el norte. Korthac viene del lejano oeste, posiblemente de Egipto. Ha tomado el control de Akkad. Parece que los espías de Trella no pudieron descubrir el plan.
—¿Y cuándo sucedió todo eso? —En aquel momento a Bantor no le interesaban los espías de nadie.
—Hace dos noches. Justo después de la puesta del sol, Ariamus fue hasta la puerta del río desde el sur. Korthac tenía a sus hombres esperando dentro, cerca de la puerta, con armas escondidas en fardos. Mataron a los guardias de la puerta y la capturaron sin que nadie diera la alarma. Ariamus y más de cien hombres entraron sin resistencia. Se sumaron a los egipcios de Korthac, atacaron los cuarteles y capturaron a muchos de los soldados mientras dormían. Al mismo tiempo, derrotaron a los guardias de Trella y tomaron su casa. Ahora, Korthac tiene por lo menos a ciento cincuenta bandidos y ladrones a su servicio, y todos los días hay más que le juran lealtad. Paga bien a los hombres dispuestos a seguir sus órdenes y a matar a cualquiera que las desobedezca.
—¡Sólo ciento cincuenta! —exclamó Bantor—. Hay más de tres mil personas en Akkad. Seguramente no se someterán a ese Korthac y unos pocos bandidos.
—La mayoría de los soldados han muerto o han sido capturados, Bantor. Puede que unos pocos estén ocultos. Cualquiera que levante la voz, o la mirada siquiera, es ajusticiado. Korthac tiene a Trella prisionera en su propia casa. Ahora es la casa de Korthac, supongo. No sé qué le ha sucedido a Gatus. Mi nieto me trajo estas noticias ayer por la noche, junto con una orden de comparecer hoy. Todos los grandes granjeros hemos sido llamados a Akkad, para conocer hoy a Korthac, nuestro nuevo amo.
—¿Vas a ir?
—Por supuesto que sí. Me estaba preparando para salir cuando has aparecido. Quiero llegar temprano, para ver primero a Nicar y averiguar qué piensa. Él tendrá más información sobre lo que está sucediendo. —Rebba miró de cerca a su visitante, que permanecía allí, sorprendido por todos los sucesos—. ¿Estás solo?
La pregunta trajo a Bantor de nuevo al presente.
—No, no estoy solo. Tengo conmigo a dieciséis hombres y todos buscan venganza. Así que ve a la ciudad, Rebba, y habla con Nicar, pero no le digas a nadie que estamos aquí. Ni siquiera a Nicar, si quieres que tu familia siga con vida. —Jugueteó con su espada—. Ariamus morirá, y cualquiera que se alíe con él. He enviado informes a Eskkar. Él estará aquí en unos días. Con sus setenta hombres, espantaremos a ese Korthac como si fuera una mosca.
—Dicen que Eskkar está muerto, y sus hombres, derrotados. Y aunque esté vivo, se encontrará fuera de las murallas, las mismas murallas que han detenido a miles de bárbaros.
Bantor se rió, echando la cabeza hacia atrás, pero en el sonido podía percibirse cierta amenaza.
—Eskkar no es fácil de matar. Además, ¿crees que la muralla lo detendrá? —Sonrió con tristeza ante la reacción del viejo noble—. Dime, ¿a quién preferirías tener de enemigo? ¿A Eskkar o a ese Korthac? ¿De veras crees que esos bandidos resistirán a los soldados de Eskkar?
—¿Acaso esos bandidos no han matado a la mayoría de tus hombres? —replicó Rebba.
—Nos tendieron una emboscada sesenta o setenta hombres, nos cogieron por sorpresa y con los caballos cansados. Así y todo, matamos a más de los que perdimos. Conseguimos ahuyentarlos, Rebba. Huyeron de nosotros, no lo olvides.
—No es así como describe Ariamus la batalla —suspiró Rebba—. De todos modos, hay muchos en Akkad que no aprecian a Eskkar y Trella. —El noble hizo una pausa, sopesando sus palabras—. Pero muchos les seguirán, eso es cierto, si es que Eskkar todavía está vivo. —Se sentó en un banco—. Déjame pensarlo un momento.
Bantor esperó, apretando el puño sobre su espada y mirando al granjero, mientras pasaba el tiempo.
—Me has obligado a elegir, Bantor. Yo iba a ir a Akkad para ver de qué lado soplaba el viento. Ahora debo arriesgarme y ponerme de tu lado y del de Eskkar. Aunque no tuvieras de rehén a mi familia, Korthac nunca volvería a confiar en mí, una vez que se entere de que tus hombres y tú habéis estado en mi casa. Estará buscando cualquier excusa para confiscarme la tierra y las propiedades, para ejecutar a algunos terratenientes, como advertencia. Así que no puedo decirle que estás aquí. —Sacudió la cabeza ante su situación y luego se puso de pie—. Tengo que ir. Cuanto antes me entere de lo que sucede, mejor sabré a qué atenerme.
A Bantor no le gustaba tener que confiar en el viejo noble, pero ese Korthac había mandado llamar a Rebba, así que debía ir antes de que alguien viniera a buscarlo. Ningún terrateniente importante podía ignorar semejante convocatoria, y Korthac sin duda se daría cuenta si el noble Rebba no se presentaba tal y como se le había ordenado.
—Reúne primero a tu familia, Rebba, y habla con ellos. Yo mantendré a todas las mujeres y los niños en la casa. Y los mataré personalmente si me traicionas.
—Guárdate tus amenazas, Bantor. Sé lo que debe hacerse. Con todo, las mujeres y los niños estarán más seguros dentro de casa, al menos durante los próximos días. Tengo la certeza de que los hombres de Ariamus andarán recorriendo los alrededores en busca de botín y mujeres.
—Entonces me aseguraré de que estén a salvo, Rebba —dijo Bantor.
—Y yo les explicaré todo esto a mis hijos. —Rebba se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo ante Bantor—. Les aseguraré que estáis aquí para protegerlos. Recuerda eso, antes de hacer una tontería. Creo que sería prudente que esperaras a Eskkar, si es que está al llegar. —Sin esperar una respuesta ni su aprobación, pasó por delante de Bantor, salió y llamó a sus hijos y nietos.
Bantor lo siguió e hizo un gesto con su brazo hacia el río. Sus hombres aparecieron, alertas, con los arcos tensados, y se dirigieron hacia la casa.
Mientras Bantor esperaba allí, Rebba explicó la situación a su familia. Sus hijos y nietos, las mujeres y los asustados sirvientes, todos miraron aprensivamente primero a Bantor y luego a los hombres sucios y armados que pasaban ante ellos, con las manos en las armas. Esos hombres permanecían con la mirada alerta y suspicaz. Rebba, una vez que hubo terminado de hablar con sus hijos, llamó a las mujeres mayores y habló con ellas también. Después las mujeres llamaron a los niños y regresaron a la casa.
Rebba, acompañado de dos de sus hijos, se puso en marcha hacia Akkad. La ciudad se encontraba tras la curva del río, a menos de dos millas, pero les llevaría casi una hora llegar, al paso lento del anciano.
Mientras los veía partir, Bantor sintió la impotencia que se abate sobre uno cuando es otro quien controla su destino. Entonces una niña pequeña, con apenas edad suficiente como para andar por sí sola, haciendo caso omiso del gesto adusto de Bantor, se escapó de su madre y corrió hacia él. La madre, que llevaba a otro de sus hijos en brazos, miró nerviosa a Bantor al tiempo que éste alzaba a la pequeña, que no paraba de reír, y la llevaba a la casa.
Dentro, otra niña, unos años mayor, le preguntó si él y sus hombres habían comido esa mañana.
—No, niña. No hemos comido desde ayer por la noche. —Bantor dejó a la pequeña en el suelo y se permitió relajarse. Miró hacia el camino por la puerta abierta y echó una última mirada a Rebba, que caminaba hacia el sur. Bantor había hecho todo lo que estaba en sus manos, y ahora sólo le quedaba esperar. El último de sus hombres entró en la casa. El asedio a Akkad había comenzado.
***
Bantor intentó descansar mientras la larga jornada transcurría lentamente. Una de las mujeres le examinó el hombro y le dijo que no tenía nada roto, aunque el dolor seguía siendo intenso. Pasó la mayor parte de la tarde caminando desde la casa hasta donde había apostado centinelas: alrededor de la granja, vigilando el camino hacia Akkad. Esperaba que Rebba regresara a media tarde, pero al empezar a caer el sol y ver que el noble no volvía Bantor se preguntó si el viejo lo habría traicionado. Se reunió con Klexor; hablaron sobre lo que harían en caso de que los atacaran y cómo lucharían hasta llegar a los botes para cruzar el río.
Sus hombres, siguiendo el ejemplo de su capitán, esperaron con las armas preparadas. La preocupación se extendió al resto de los residentes de la casa. Con cada hora que pasaba, todos estaban cada vez más asustados.
Al caer la noche, los perros empezaron a dar los primeros signos de que alguien se aproximaba. Comenzaron a ladrar antes de que el centinela hubiera avistado a nadie acercándose. Bantor reconoció los ladridos de los perros dando la bienvenida a su amo, no los gruñidos que amenazarían a los extraños que merodearan en la noche.
A pesar de ello, Bantor ordenó a Klexor que llevara a algunos de sus hombres a explorar los campos, para asegurarse de que nadie había seguido a Rebba. A Bantor le habían preparado una emboscada una vez. No volvería a ocurrir.
Rebba, con paso cansino y agotado por la larga jornada, llegó a su casa, para alegría de su familia.
Bantor permaneció de pie y observó en silencio mientras Rebba saludaba a los suyos y aceptaba una copa de vino para refrescarse. Finalmente, Rebba pidió a todos que entraran en la casa. Se alejó con Bantor unos pasos en dirección al gran sauce que crecía al lado de la casa. A oscuras, se sentaron en unos bancos, frente a frente, junto a una mesa con la superficie áspera y llena de marcas tras años de trocear en ella vegetales y pequeños animales de caza. Dos perros, los favoritos de su amo, se acomodaron a sus pies.
—Las noticias son malas, Bantor —comenzó Rebba, agachándose a acariciar a uno de los perros. Hablaba en voz baja, aunque nadie estaba lo bastante cerca como para oír sus palabras. Los perros los alertarían si alguien intentara acercarse en la oscuridad—. Korthac controla la ciudad. Sus hombres han matado o capturado a la mayoría de los soldados.
Bantor esperaba esas noticias. Si ese demonio de Korthac no controlara la ciudad, Bantor no estaría ocultándose.
—¿Cuántos hombres tiene, Rebba?
—No muchos, creo, aunque Ariamus asegura tener cientos de hombres a su mando. Tanto Korthac como Ariamus están ofreciendo plata a cualquier hombre que obedezca sus órdenes, y ya hay quienes se les han sumado, ya sea por el dinero o para participar de futuros saqueos. Eso es algo que Ariamus también les ha prometido.
Bantor rechinó los dientes al escuchar el nombre de Ariamus, pero repitió la pregunta.
—¿Cuántos hombres?
—Diría que unos ciento veinte, como mucho. Al parecer, tú mataste a muchos de sus hombres y otros murieron peleando con los soldados en los barracones. Creo que tenía menos de ciento cincuenta cuando inició el ataque. Por supuesto, otros se le han unido.
Bantor se relajó por primera vez en todo el día. Cien bandidos, incluso algunos más, no detendrían a unos curtidos soldados que ya habían derrotado a Alur Meriki.
—Una vez que Eskkar llegue aquí con sus hombres, si podemos entrar en Akkad, seremos más que suficientes para enfrentarnos a ellos. En cuanto comience la lucha, los habitantes de la ciudad se nos unirán.
Rebba sacudió la cabeza.
—No estés tan seguro. El rumor es cierto. Eskkar ha muerto. Lo mataron hace unos días en Bisitun unos hombres de Korthac. Sin Eskkar para unir a la gente, pocos te seguirán.
¡Eskkar muerto! ¿Y Trella? ¿Qué habría sido de ella?
—¿Qué ha pasado con la señora Trella? ¿Está muerta? ¿Y Annok-sur?
—Korthac capturó a Trella y a tu mujer. Sus hombres irrumpieron en la casa y mataron a los guardias, excepto a un puñado que escapó o se rindió. Ahora él reside allí, con Trella y Annok-sur bajo custodia y confinadas en su dormitorio.
—Y Annok-sur, ella…
—No la he visto, pero estoy seguro de que está a salvo. Korthac no tiene motivos para matarla, ni a ella ni a Trella. Eso podría provocar que los habitantes se levantaran contra él. Así que mantendrá a Trella con vida, al menos de momento.
Bantor se sintió aliviado. Él y Annok-sur habían sufrido muchos años de privaciones juntos, y le enfurecía pensar que su vida dependía ahora del capricho de otro hombre. Si algo le sucediera a ella, mataría a Korthac.
—¿Qué sabes de Gatus? ¿Ha muerto?
Rebba se rió en la oscuridad.
—El viejo soldado se escabulló de sus asesinos, aunque uno de sus hombres murió a su lado. Los hombres de Korthac afirman que lo hirieron y que ya debe de haber muerto. Pero todavía no han encontrado su cuerpo.
Bantor se dejó caer en el banco. Eran malas noticias. La casa de Eskkar y Trella, capturada; los cuarteles, tomados; Gatus, herido o muerto, y Eskkar, asesinado. Sin Eskkar, los soldados no se levantarían en torno a los nobles. Recordó las palabras de su mujer. Lo que Annok-sur temía más que a ninguna otra cosa era un ataque contra Trella y Eskkar. Sin su protección, Bantor y su esposa no tendrían futuro en Akkad. No les quedaría más remedio que abandonar la ciudad. De alguna manera tendría que rescatar a su esposa y luego huir con sus hombres. Sería… Un nuevo pensamiento le pasó por la mente.
—Rebba, ¿cómo murió Eskkar?
El viejo granjero tuvo que pensar.
—No estoy seguro. Korthac no dijo mucho al respecto. Creo que Ariamus contó que lo mataron a espada. Sí, eso fue lo que dijo.
—¿Y los hombres que trajeron esa noticia? ¿Cuántos hombres dijo Ariamus que había enviado para que mataran a Eskkar?
—Sólo un puñado, creo. No lo especificó. Sólo que habían matado a Eskkar hacía unos días y que acababan de regresar de Bisitun.
Bantor volvió a sonreír. Eskkar había sido declarado muerto al menos tres veces antes.
—Bueno, Rebba, hablemos un poco de todo esto. Korthac y Ariamus enviaron a algunos hombres a Bisitun. Consiguieron burlar a Grond, a Sisuthros y a todos los guardias del clan del Halcón de Eskkar, lo mataron y luego escaparon para volver con la noticia sin que los setenta hombres de Eskkar los mataran o los capturaran. ¿Trajeron su cabeza como prueba de su historia?
—Hmm, entiendo lo que dices —dijo Rebba en voz baja—. Sí, eso no suena muy convincente, ¿verdad? ¿Son buenos los hombres de Eskkar?
—Muchos de ellos se han enfrentado a los bárbaros. Haría falta más de media docena de bandidos para escapar de esos hombres, Rebba. Aunque Eskkar hubiera sido asesinado, no creo que nadie hubiera podido escapar de Sisuthros y sus hombres para contar el cuento.
Rebba posó las manos sobre la mesa, como si buscara apoyo en la fuerte madera.
—Si Eskkar no está muerto, entonces regresará en una semana con sus hombres. Con tus soldados, él podría hacerse con otros cien hombres que lo seguirían.
—Yo creo que más.
—No cantes victoria tan deprisa, Bantor. Tú estarás fuera de los muros, y en una semana Ariamus y Korthac pueden reclutar a muchos hombres entre los bandidos y villanos de la ciudad y alrededores. Korthac tiene mucho oro para pagarles. Y a pesar de lo que dices, no será fácil cruzar la puerta. Está custodiada incluso mejor que antes. Y recuerda: Korthac tiene a la señora Trella. Si conozco bien a Eskkar, estoy seguro de que no hará nada que ponga su vida en peligro.
—Dentro de dos días, mi mensajero habrá llegado hasta Eskkar —dijo Bantor, como si pensara en voz alta—, aunque tenga que reventar sus caballos. Marchando a paso forzado, Eskkar y sus hombres pueden estar aquí en cinco días; más rápido si vienen a caballo.
Rebba asintió.
—Sí, puede resultar. Entonces todo indica que serás mi invitado durante al menos ese tiempo. ¿Qué es lo que planeas hacer?
La pregunta tomó a Bantor por sorpresa. Hasta ese momento no había pensado en otra cosa aparte de esperar a Eskkar.
—No estoy seguro, Rebba. Me gustaría encontrar a Gatus, si es que sigue vivo. Pero no me atrevo a ir a la ciudad.
—Sí, te reconocerían —suspiró Rebba—. Y yo no puedo registrar Akkad en tu lugar. Además, los hombres de Korthac no han cejado en su empeño de dar con Gatus, y estoy seguro de que tarde o temprano lo encontrarán.
—¿Qué más has averiguado? —preguntó Bantor.
—He sabido lo que me espera según los planes de Korthac. Se me permitirá pagar un impuesto adicional en oro que probablemente me arruinará, y he de continuar trabajando en la cosecha. A cambio, mi familia podrá conservar mis propiedades, aunque estoy seguro de que Korthac se apropiará de la mayor parte de mi cosecha y mi ganado. También tuve que arrodillarme y jurar obedecer la autoridad de Korthac. Por eso me dejará tranquilo, al menos por ahora.
Al oír aquello, Bantor le hizo otra pregunta:
—¿Qué pasa con Nicar, Rebba? ¿Y Corio? ¿Han jurado también?
—Parecido, Bantor, y sin otra elección, como en mi caso. A Nicar no le gustó, y Ariamus lo abofeteó cuando protestó. Ariamus ha alojado a algunos de sus bandidos en casa de Nicar, para mantenerlo vigilado.
—Necesitamos saber más, Rebba, y tú eres el único que puede indagar sin riesgos. Tienes que averiguarlo todo sobre Korthac y sus hombres. —Bantor se inclinó sobre la mesa hacia el viejo noble—. Esperaremos aquí a que llegue Eskkar. Él sabrá qué hacer.
Rebba se acomodó en su silla, asimilando la propuesta de Bantor por unos momentos.
—Bantor, tu presencia aquí supone un gran riesgo para mí y para mi familia. Durante los próximos dos o tres días, estarás bastante seguro, pero después el riesgo crecerá a medida que con el paso de los días aumente el control de Korthac. Si Eskkar no regresa en siete u ocho días, o si se confirma que en verdad ha muerto, entonces tendrás que irte y llevarte a tus hombres.
Bantor comprendió el peso de las palabras del viejo granjero. Rebba decía la verdad. No podían quedarse allí para siempre.
—Si Eskkar no viene, o si para entonces no tenemos noticias suyas, nos iremos. —En ese caso, decidió Bantor, encontraría alguna manera de rescatar a su esposa, con cuantos hombres lo siguieran—. Entretanto, tal vez puedas averiguar algo sobre Gatus.
—He de volver a Akkad pasado mañana. Las cosas estarán más tranquilas para entonces, y yo tendré dos carretas con frutas y vegetales para que mi nieto venda en el mercado. ¿Tienes idea de dónde puede estar escondido Gatus?
Bantor cerró los ojos y pensó en el viejo soldado. ¿Dónde habría buscado refugio? Ariamus conocía bien la ciudad, así que los lugares consabidos ya los habrían registrado. Lo más probable era que hubiera elegido un nuevo escondite, uno que Ariamus desconociera. Entonces Bantor recordó algo que Annok-sur mencionó alguna vez. Algo sobre que un amigo de Gatus había abierto una pequeña taberna con aquel joven ladronzuelo, Tammuz. Recordó la mirada de Annok-sur cuando él le preguntó al respecto. Ella apartó la vista y le dijo que no pasaba nada, con un tono de voz que sugería que no siguiera preguntando. Él no ignoraba que su esposa tenía muchos secretos.
Tal vez no significara nada, pero él estaba al tanto de la red de espías de Annok-sur. Al menos podrían empezar a buscar por ahí. Hizo un esfuerzo para quitarse a Annok-sur del pensamiento.
—Un viejo amigo de Gatus resultó herido durante el asedio —dijo Bantor, eligiendo sus palabras cuidadosamente—. Después de aquella batalla, ya no podía seguir siendo soldado. Gatus lo ayudó a abrir una pequeña taberna, junto con un muchacho lisiado que había cabalgado con Eskkar alguna vez. Puede que Gatus haya ido ahí.
—Hay muchas casas que venden cerveza, Bantor. Preguntaré, pero no hasta pasado mañana. Y sólo si antes no descubren a Gatus ni dan con su cuerpo.
—Te agradezco tus esfuerzos, Rebba. Gatus es un amigo. —Dudó, y luego añadió—: Tú sabes que Eskkar te recompensará por esto, cuando regrese.
—No necesito el oro de Eskkar, Bantor. —El viejo noble se puso de pie, estirándose para aliviar el entumecimiento de los huesos—. Pero no me ha gustado nada que Ariamus golpeara a Nicar, ni tener que arrastrarme de rodillas ante Korthac. Veré lo que puedo hacer.
Bantor se dio cuenta de su error.
—No ha sido mi intención ofenderte, noble. Pero no importa lo que pase, ya te has ganado mi gratitud y la de mis hombres.
—Tú ocúpate de que se mantengan en silencio y fuera de la vista durante los próximos siete días, Bantor. Me gustaría vivir lo suficiente para disfrutar de tu agradecimiento.