Capítulo 12

Veinte millas al este del Éufrates, y más de cien millas al sur de Akkad, Ariamus maldijo al sol abrasador que caía sobre él y sus hombres a diario. Después maldijo el desierto donde estaban acampados, la falta de agua que los acuciaba, los brutos ignorantes que se quejaban sin cesar y las nubes de moscas de la arena que atormentaban a hombres y bestias. Finalmente maldijo a Korthac, aunque Ariamus mantuvo esa maldición para sí, no fuera que alguno de los egipcios que siempre parecían estar siguiendo sus pasos la escuchara e informara al huraño egipcio. Aunque Korthac le había salvado la vida de los vengativos pobladores al borde del desierto, Ariamus hallaba escaso placer en servir a su nuevo amo, al menos hasta el momento.

Ariamus hubiera preferido hacer algo más que maldecir a los dos lugartenientes egipcios en el campamento, pero eso también tendría que esperar. Takany, el segundo al mando de Korthac, hablaba poco, y sus ojos no manifestaban emoción alguna. Era un hombre bruto que mantenía un férreo control sobre los egipcios, de manera que éstos no obedecían ninguna orden de Ariamus sin la aprobación de Takany. Nebibi, el otro lugarteniente egipcio, resultó ser más accesible; pasaba más tiempo junto a Ariamus, hablando sobre las aventuras de Korthac en Egipto. Ambos habían realizado un juramento de sangre a favor de Korthac, le explicó Nebibi una noche después de beber más vino de la cuenta, un juramento atroz que nadie se atrevería a romper. Nebibi, por lo menos, entendía la necesidad de nuevos hombres que Ariamus reclutaba, y hacía lo posible para mantener a las dos facciones trabajando juntas. Incluso había contribuido con alguno de sus guerreros para ayudar con el adiestramiento.

Empero, Ariamus culpaba a Korthac por insistir en que estableciera su campamento tan lejos de Akkad y otros asentamientos. El nuevo amo de Ariamus exigió un lugar tan distante que ningún rumor pudiera llegar a la ciudad respecto a la creciente fuerza a orillas del desierto. Cada día la situación empeoraba, mientras el número de hombres y caballos a las órdenes de Ariamus aumentaba. Las exigencias de comida y agua también aumentaban a diario. Ariamus no veía el momento de dejar atrás ese maldito campamento, aunque ello significara atacar las murallas de Akkad con sus propias manos.

El desolado lugar elegido para el campamento estaba fuera de las rutas transitadas. Ariamus acampó allí en un par de ocasiones durante sus vagabundeos, una sola noche cada vez. Las alturas desérticas podían ser algo más frescas que el infierno de arena y viento que Korthac había cruzado, pero no mucho. Con apenas algunos arbustos y árboles achaparrados creciendo entre las rocas, poco había que lo hiciera recomendable, excepto su desolación.

Lo peor de todo era que no había agua, lo que seguramente explicaba por qué los viajeros rara vez se molestaban en llegar a las cercanías de las colinas rocosas que circundaban a su creciente fuerza. Una de las primeras cosas que Ariamus hizo fue establecer un grupo de trabajo para viajar hasta el río más cercano, a más de diez millas, de modo que los hombres volvieran con tantas botas de agua como pudieran cargar sus caballos. En cierto sentido no le importaba asignar esa agotadora labor. Les daba a sus hombres algo que hacer, algo para distraerlos del entrenamiento y del aburrimiento mientras esperaban entrar en acción. Cada día, la mitad de sus tropas marchaba a buscar una nueva ración diaria de agua para hombres y animales. Quienes no estaban a cargo del agua practicaban con los caballos, mejoraban su esgrima, atendían a los caballos y esperaban. Por supuesto, los egipcios de Takany no se molestaban en algo tan trivial como acarrear agua, aunque se las arreglaran para beber más de lo que les correspondía cuando ésta llegaba al campamento.

Ariamus pasaba la mayor parte del tiempo a caballo. Con un puñado de jinetes, los suficientes para suministrarle protección sin asustar a los locales, cabalgaba por los alrededores en busca de reclutas y caballos para sumar a su banda de guerreros. Se detenía en cada villa y grupo de chozas de barro demasiado pequeñas incluso para ese nombre. Tenía oro que ofrecer, oro que primero vino por el río a la semana de la llegada de Korthac a Akkad. Cada semana llegaba más oro para pagar a la impaciente tropa, que no dejaba de aumentar, bajo el mando de Ariamus, a medida que el egipcio intercambiaba cada vez mayores cantidades de sus gemas por oro y plata en Akkad.

Los egipcios de Korthac controlaban el oro, asegurándose de que Ariamus lo usara sólo para pagar por hombres, caballos, armas o vituallas. No es que hiciera falta que lo vigilaran. Ariamus estaba demasiado excitado con la idea de saquear Akkad. Nada le complacería más que volver con poder, para vengarse de los vendedores y mercaderes que lo habían mangoneado durante tantos años. Se inclinarían ante el antiguo capitán de la guardia en poco tiempo.

En los planes iniciales con Korthac, Ariamus se había mostrado algo más que escéptico respecto a que sus fuerzas pudieran capturar y mantener la ciudad. Pero con los informes que llegaban de Akkad, pronto comenzó a cambiar de idea. Eskkar, el bárbaro ignorante, había dividido sus fuerzas y, si permanecía fuera de la ciudad, Ariamus creía que tendrían una buena oportunidad de capturar Akkad. Las fuerzas de Ariamus crecían semana a semana, mientras seducía a más salteadores locales, e incluso jóvenes granjeros desesperados por cualquier oportunidad de escapar al interminable tedio de la vida de granjero.

La escasez de caballos atormentaba a Ariamus, pero allí, al sur de Akkad, el paso de Alur Meriki había causado poco daño a tierras y animales. En esa parte del país, los asaltantes y otros clanes menores de bárbaros se habían cobrado su precio, pero la mayoría de las granjas y villas habían sobrevivido intactas. Los caballos seguían siendo escasos, pero no era imposible conseguirlos, si uno estaba dispuesto a recorrer los alrededores y pagar más de lo que valían en oro.

O robarlos. Dos veces habían atacado pequeñas granjas durante la noche, matado a los hombres y robado los caballos. Prefería no hacerlo, puesto que Korthac no quería exacerbar a la campiña en su contra, no fuera a ser que las noticias llegaran a Akkad. Sin embargo, Ariamus necesitaba caballos para sus guerreros. El plan de Korthac así lo exigía. Por ello, Ariamus se hizo con cuantas monturas pudo encontrar, a la vez que enseñaba a sus hombres a cabalgar y a pelear.

Desde luego, la mayoría de aquella chusma no iba a convertirse nunca en auténticos guerreros ni jinetes, y menos en unas semanas. Pero si llegaban a blandir una espada y montar un caballo, Ariamus se daba por satisfecho. Luego, los que sobrevivieran a la futura batalla tendrían tiempo suficiente de mejorar su técnica guerrera en Akkad.

Oyó ruido de cascos, alzó la vista y vio acercarse a un jinete, levantando una nube de polvo y sin duda provocando otra oleada de moscas de la arena. Ariamus permaneció de pie fuera de su tienda hasta que el jinete llegó al galope.

—¡Ariamus! Llegan cuatro jinetes. Creo que uno de ellos es Hathor —gritó el hombre, excitado como un muchacho que se acuesta con una mujer por primera vez.

—Vuelve a tu puesto, inútil pedazo de mierda —le ordenó Ariamus—. Por supuesto que viene. Hace dos días que lo estamos esperando.

No había terminado de decirlo cuando apareció el grupo cruzando el horizonte montañoso, cuatro hombres a caballo que se acercaban al campamento. Ariamus no tenía intención de esperarlos al sol, así que se metió en la tienda. Los visitantes querrían agua y cuidados para sus caballos antes de comenzar nada. Korthac había enviado a su tercer lugarteniente, Hathor, las últimas dos veces. Después de llegar, tal vez querría contar a todos los hombres, los caballos e incluso las malditas armas. Y, por supuesto, contar todo el oro gastado.

Ariamus tenía que admitir que los egipcios eran cuidadosos. Korthac quería que todos los hombres estuvieran bien alimentados, bien armados y entrenados en el uso de la espada. Y que fueran capaces de utilizarla montados a caballo. Korthac había recalcado ese punto. No muchos de sus egipcios podían pelear montados; preferían hacerlo a pie. Lo que Korthac exigía de Ariamus era una tropa de jinetes que pudiera utilizar para peinar la campiña. Esos mismos jinetes montados impedirían a los habitantes escapar de su nuevo amo al mismo tiempo que reclutarían nuevos soldados, voluntarios o no.

Dos semanas antes, cuando Hathor llegó por primera vez desde el río, le dijo a Ariamus que Eskkar había dividido a sus soldados y los había desperdigado por la campiña. Esto hacía que el entrenamiento de los jinetes de Ariamus fuera aún más importante, puesto que podrían tener que enfrentarse a más de un enemigo, posiblemente por todo el territorio.

En su última visita, Hathor incluso se había atrevido, en nombre de Korthac, a examinar a los egipcios, verlos practicar con sus espadas y comprobar su estado físico. Hathor «pidió» a Takany que montara algunas peleas de práctica con espada y cuchillo; Hathor observó cómo tanto los egipcios como los hombres de Ariamus realizaban los ejercicios o cargaban blandiendo sus espadas y dando gritos de guerra.

A Takany se le ensombreció el rostro aún más ante aquel insulto, pero no dijo nada. Los más de cincuenta egipcios de su campamento se entrenaban casi a diario, practicando con espada, hacha y cuchillo, e impresionaban a Ariamus por su habilidad. Nunca había visto mejores guerreros, desde luego no en ese número. No tenía duda de que en una batalla a pie derrotarían a un enemigo dos o tres veces más numeroso. Pero Korthac también sabía que no podría conservar Akkad sin jinetes y en eso era en lo que Ariamus pretendía impresionar a su nuevo amo.

Con un poco de suerte, Ariamus pronto sería el segundo al mando. Ya contaba con el mayor número de guerreros a su mando. Eso, naturalmente, lo pondría por encima de los lugartenientes egipcios, incluso de Takany, porque Korthac, una vez que Akkad fuera tomada, necesitaría a Ariamus más que a su propio ejército. Además, muchos egipcios morirían en la toma de la ciudad, lo cual fortalecería la posición de Ariamus. Con un poco más de suerte, Korthac podía incluso morir. Eso dejaría a Ariamus al mando, puesto que sin Korthac incluso los tozudos extranjeros como Takany y Nebibi se darían cuenta de que necesitarían a alguien del lugar si pretendían gobernar allí.

Si todo iba como Korthac planeaba, entonces a Ariamus le sobraría tiempo para pensar en deshacerse de Korthac. El egipcio había enseñado a Ariamus cómo comportarse, pero el alumno se había propuesto superar al maestro, aunque eso le llevara uno o dos años.

Los primeros pasos consistían en ganarse a los lugartenientes egipcios. Takany era imposible, pero Hathor y Nebibi pronto entrarían en razón. Hathor era el de menor rango de los tres que servían como lugartenientes de Korthac, pero el elegido para todas las tareas más difíciles, o cuando Korthac necesitaba de alguien con más cerebro que fuerza física. El egipcio obviamente quería hombres en los que pudiera confiar, pero nadie tan listo como para tener ideas propias. Como capitán de la guardia en Akkad, Ariamus había hecho lo mismo, asegurándose de que sus lugartenientes siguieran órdenes sin hacer muchas preguntas, y mucho menos pensar por sí solos.

En cierto sentido, Eskkar había sido el lugarteniente perfecto. Solitario y sin amigos, mantenía la boca cerrada y obedecía las órdenes, pasando tanto tiempo como le era posible alejado de la villa, cuidando a los caballos y persiguiendo esclavos fugitivos y ladronzuelos. Una vez más, Ariamus se preguntó cómo había podido tomar el control de Akkad un insignificante bárbaro solitario.

Sin embargo, Ariamus no tuvo tiempo para entregarse a las ensoñaciones. Necesitaba oír las noticias más recientes que trajera Hathor, y Takany estaría esperando que él acudiera a su tienda. Ariamus tendría que volver a tragarse el orgullo y someterse a aquellos malditos extranjeros. Pero se juró que no sería por mucho tiempo. No por mucho tiempo.

***

Hathor había terminado de lavarse el polvo del cuerpo cuando Ariamus entró en la tienda de Takany. Hathor tomó otro trago de agua, aunque el líquido tibio sabía a cuero mohoso y sudor de caballo después del viaje bajo el ardiente sol hasta aquel lugar. Por el rabillo del ojo, observó que Takany parecía más taciturno que de costumbre. No le gustaba que Hathor hablara en nombre de Korthac. Haciendo caso omiso del ceño de Takany, Hathor se unió a los dos egipcios sentados de piernas cruzadas en la arena e hizo señas con la mano a Ariamus para que se acercara.

—Saludos, Hathor —dijo Ariamus, llenando la tienda con su voz—. ¿Qué tal la buena vida en Akkad? ¿Has traído más oro? ¿Vas a…?

—Te hemos estado esperando —dijo Takany—. No vuelvas a hacerme esperar.

—La última vez que vine me tuviste esperando fuera —respondió Ariamus mientras se sentaba—. No tenía ganas de cocerme bajo el sol mientras vosotros tres susurrabais en secreto.

—Presumes demasiado, Ariamus. Más vale que aprendas a controlar la lengua.

—Por favor, no discutamos entre nosotros —interrumpió Hathor, aunque haciendo una leve reverencia en dirección a Takany.

Hathor recordaba la reunión anterior. Takany había insistido en enterarse de todo primero, y luego Hathor tuvo que repetir el mensaje para informar a Ariamus.

Hathor entró de lleno en los asuntos de su señor.

—Korthac desea saber si estáis preparados, Ariamus, y cuántos hombres y caballos tienes. La situación en Akkad se vuelve cada vez más favorable. Eskkar continúa en el norte, y la ciudad está tranquila. Apenas hay hombres suficientes en Akkad para mantener el orden. —Hathor observó que todos sonreían ante las nuevas—. Ahora, Ariamus, ¿cuántos hombres tendrás listos para pelear en dos semanas?

—¡Dos semanas! —Ariamus pareció preocupado por la temprana fecha—. ¿Por qué tan pronto?

—Ariamus tiene casi noventa hombres —dijo Takany, hablando como si aquél no existiera—, aunque la mayoría pelea como viejas.

Korthac, en su sabiduría, había advertido a Hathor sobre el creciente conflicto entre Ariamus y Takany. Hathor se dio cuenta de que cuanto más pronto atacaran Akkad, mejor sería. Esos dos estarían peleándose a la menor oportunidad. O eso o a Ariamus podía metérsele en la cabeza coger a sus hombres y marcharse, dejando a Takany para que se las arreglara por sí solo. Y frente a la ira de Korthac.

—Todos debemos trabajar juntos —dijo Hathor, apaciguándolos, tratando de mantener la calma—. Nos espera una gran recompensa. Pero el tiempo se acaba y Korthac dice que debemos movernos con rapidez. —Se dirigió a Ariamus—: ¿Cuántos hombres?

—En tres o cuatro semanas, puedo conseguir otros treinta o cuarenta hombres. Todavía estamos un poco escasos de caballos.

—Sólo tienes dos semanas, Ariamus —respondió Hathor, sacudiendo firmemente la cabeza—. Para entonces debemos empezar a marchar hacia Akkad. Tendremos que viajar de noche, evitando los caminos. Korthac ha elegido un lugar para cruzar el río y lo ha arreglado todo para que nos esperen unos botes.

Todos los ojos se volvieron a Ariamus.

—En dos semanas…, probablemente otros veinte, veinticinco hombres. Creo que puedo encontrar caballos para otros tantos, por lo menos para la mayoría.

—También necesitarás comida —dijo Hathor—, no habrá tiempo de recorrer las tierras en busca de algo para comer, y deberás viajar en secreto. Si la ciudad recibe noticias de que se acerca un gran grupo de hombres, aumentarán el número de centinelas y los defensores estarán alertas. Pero si nos movemos rápido y nos adelantamos a la noticia de nuestra llegada…

El humor en la tienda había mejorado considerablemente ante la perspectiva de entrar en acción. Hathor sabía que la posibilidad de una buena pelea distraería a todos de sus rencillas. Se volvió hacia Takany:

—Con nuestros egipcios y semejante número de hombres de Ariamus, Korthac dice que tendremos suficientes —dijo Hathor, que mencionaba a su señor siempre que se le presentaba la ocasión. Sabía que Takany no temía a nada en el mundo excepto a Korthac—. ¿Y armas? ¿Tienes armas para todos los hombres?

—Sí, cada hombre tiene por lo menos una espada —dijo Ariamus—. Pero sólo tenemos unos cuantos arcos.

—No serán necesarios. Habrá arcos en abundancia una vez que entremos a Akkad. —Lo que Hathor no dijo fue que, si sus hombres llegaban a necesitar el arco, estarían acabados. Había visto a los acadios durante su entrenamiento con arcos.

—¿Y Korthac cree que podemos ganar? —Ariamus hizo la pregunta: era el único que se atrevería a dudar de su amo.

—Ah, sí, Ariamus —dijo Hathor con confianza—. Sé que podemos triunfar. Lo único que tenemos que hacer es entrar allí.

Paseó la mirada en círculo. Incluso Takany había dejado de fruncir el ceño, sin duda estaba deseoso de hacer cualquier cosa con tal de abandonar aquel miserable campamento.

—Entonces, todo está decidido. Mañana regresaré a Akkad —dijo Hathor, diplomático—. Korthac estará satisfecho de saber que Ariamus tiene todo lo que necesita, y que todos vosotros estaréis preparados para avanzar dentro de dos semanas. Dos semanas —repitió—. Ni un día más. Korthac dijo que no debe haber demoras, ni excusas, ni fallos, u os hará responsables a todos. En cuanto dé la orden, deberéis estar listos para partir.

Nadie dijo nada. Lo que Korthac deseara se haría.

—Nebibi, tú vas a regresar a Akkad conmigo. Luego volverás a guiar a los hombres en el último tramo de la marcha.

—Le daré gracias a Isis y Osiris —dijo Nebibi— por sacarme de este lugar.

Hathor se dirigió a Ariamus:

—Necesitaré a cuatro de tus mejores hombres para que regresen conmigo a Akkad. Hombres que no llamen la atención y que puedan cumplir órdenes y mantener la boca cerrada. Hombres que sepan matar y que sean eficientes al hacerlo. ¿Tienes a alguien así?

Ariamus enarcó una ceja.

—Sí, pero necesito la ayuda de todos mis lugartenientes…

—Si necesitas ayudas con el adiestramiento, Takany puede ayudarte. —Hathor percibió el momentáneo gesto de disgusto en el rostro de Ariamus—. Me reuniré con quienes escojas ahora, para ver si son capaces. Tus mejores hombres, Ariamus, ninguna otra cosa servirá. Si son lo suficientemente buenos, necesitarán caballos buenos y fuertes. Que estén listos para salir conmigo al alba.

Por una vez, Ariamus se quedó sin palabras, boquiabierto ante la idea de perder cuatro buenos hombres.

Hathor se echó hacia atrás y sonrió a todos. Su misión había salido notablemente bien, y durante las próximas semanas las dos fuerzas estarían demasiado ocupadas entrenándose como para causarse problemas. Korthac había demostrado su sabiduría una vez más adelantando la fecha del ataque. Y lo mejor de todo era que Hathor dejaría ese infeliz lugar por la mañana y no tendría que regresar. Se sintió relajado.

—Ahora que el asunto con Korthac está concluido, ¿qué podría contarte de Akkad?