Capítulo 14

Korthac no llevó a ninguno de sus guardaespaldas habituales a la fiesta. En cambio, fue con Hathor, el único de sus tres lugartenientes que lo habían acompañado a Akkad, y el único con la inteligencia y el dominio de sí mismo para mantenerse en su papel. Además de los viajes río abajo que realizaba Hathor, su responsabilidad principal consistía en mantener a los hombres bajo control, apartados del vino y de la población local. Cada día su tarea era más difícil, y los hombres, más reacios a mantener la disciplina. Se habían ganado su plata, sobrevivido al desierto y ahora querían tomarse algunas libertades en aquella ciudad cuyos placeres los llamaban. Afortunadamente los hombres respetaban a Hathor, que les había urgido a contenerse por un poco más de tiempo. Korthac sabía lo importante que era para él que sus hombres se refrenaran.

Con sólo un puñado de hombres en Akkad, Korthac tenía mucho que perder como para correr el riesgo con un soldado borracho que se metiera en problemas. Había hecho azotar a uno la semana anterior. El día previo, Hathor había golpeado a otro. Tanto Korthac como Hathor recordaron a sus hombres una y otra vez que en unas semanas tendrían oro en abundancia y oportunidades sin límite para disfrutar de las mujeres de Akkad.

Los otros dos lugartenientes de Korthac, Takany y Nebibi, permanecían al otro lado del río junto con Ariamus, vigilándolo y ayudándolo a reclutar y entrenar a los desesperados hombres que tenían. Korthac estaba seguro de que podía confiar en Ariamus, al menos mientras el oro siguiera fluyendo. Más de seis semanas habían pasado desde la llegada de Korthac a Akkad, y él había recibido un informe semanal sobre los progresos de Ariamus.

El negocio de Korthac como vendedor le daba una legítima razón para pasarse horas en los muelles con algunos de sus hombres, visitando barcos cuando llegaban y realizando operaciones aquí y allá. De vez en cuando llegaba un bote con un hombre de Ariamus, que se sentaba con el egipcio para informarle. Korthac se aseguraba de que el mensajero volviera inmediatamente en un barco en dirección al sur. Con los espías de Trella por todas partes, no podía haber ni fanfarronadas ni miradas petulantes que pusieran el plan al descubierto.

De acuerdo con el último informe de Hathor, el antiguo capitán de la guardia ya había reclutado más de noventa hombres, casi todos ellos montados, y la mayoría aseguraba tener experiencia guerrera. Ariamus había gastado abundante oro y plata de Korthac, junto con promesas de futuros botines, a fin de incorporar a esos hombres. Korthac dudaba que se aproximaran a la calidad de sus egipcios, pero, de momento, necesitaba soldados. Con suficientes hombres que pudieran blandir una espada, Korthac se haría con el poder en Akkad.

Más de la mitad de los soldados de la ciudad estaban ausentes, ya fuera con Eskkar o con Bantor. Eso significaba que en un día cualquiera había menos de cien hombres para mantener el orden, patrullar las murallas y vigilar las puertas. Korthac no dudaba que sus setenta egipcios podían tomar la ciudad desde dentro, siempre y cuando no tuvieran que vérselas con arqueros. Había observado a los soldados acadios mientras practicaban, y sabía lo que podían hacer con un arco. Pero en la lucha cuerpo a cuerpo sus hombres prevalecerían. Sostenerse en el poder sería otro asunto, y para eso necesitaba a Ariamus y a sus hombres y, por la misma razón, sus caballos.

En unas semanas más, tal como sabían todos en la ciudad, Bantor y sus hombres volverían desde el sur. Korthac quería actuar antes de su llegada. Eskkar, demostrando ser tan impredecible como todos decían, permanecía en Bisitun. Sin embargo, el bárbaro podía volver a Akkad en cualquier momento, probablemente trayendo consigo a la mitad de sus fuerzas. Si se quedaba alejado unas semanas más, la tarea de Korthac sería mucho más sencilla. Había estado en Akkad el tiempo suficiente para entender la política local. Los nobles que formaban el concejo regente eran meros mercaderes, hombres que se ocupaban de comprar y vender, no de pelear, y todos ellos estaban intimidados por los soldados de Eskkar. Muchos recelaban de las nuevas restricciones de Eskkar y Trella a su autoridad. La gente no se alzaría para apoyarlos. Unas pocas ejecuciones públicas, seguidas de la distribución de algunas monedas de oro, y mercaderes y nobles serían acallados y obedecerían sus órdenes.

Trella podía convertirse en un grito de batalla, pero él intentaría ocuparse de ella cuando llegara el momento. Y sin Eskkar para alzar a los habitantes y darles la voluntad de resistir, la ciudad caería como una manzana madura del árbol a las manos ansiosas de Korthac.

Eskkar tendría que morir, por supuesto, pero eso podía suceder tan fácilmente en el norte como en Akkad. En cuanto Ariamus reclutara veinte o treinta hombres más, Korthac atacaría. Tomaría la ciudad y luego destrozaría las fuerzas de Eskkar paso a paso. Sólo un tonto divide sus fuerzas. En sus muchas batallas, Korthac había aprendido una cosa: concentrar a sus guerreros y aplastar a su enemigo. Había funcionado en Egipto y funcionaría allí. Estaba deseoso de enseñarle a Eskkar la misma lección.

Dejando esas ideas de lado, pensó en la fiesta de ese día. Korthac sonreía cuando pensaba en eso, en la futilidad de los hombres de esa tierra, que confiaban en Ishtar, una diosa, para protegerlos. Tan tonto como que aquella gente de Akkad confiara en Trella. La mujer de Eskkar había planeado una celebración especial en su casa para festejar algún aspecto incomprensible del poder de Ishtar, aunque la ocasión serviría para dar gracias por haber librado a la ciudad de la invasión bárbara y por el reciente éxito de Eskkar en Bisitun.

Cualesquiera que fueran las razones, Korthac pensó que no era más que una oportunidad para que Trella entretuviera e impresionara a sus seguidores con su autoridad. Toda la gente poderosa e influyente de la ciudad había recibido una invitación, un fragmento de arcilla pintado de blanco con la marca de Eskkar de un lado y una imagen de la diosa del otro. Sólo los pocos afortunados que habían recibido la invitación, y sus escoltas, serían admitidos en la casa de Eskkar. El resto de Akkad celebraría la fiesta en las calles, probablemente hasta bien entrada la noche. Korthac ya se había resignado a una noche sin sueño, con la ciudad desbordante de ruidos y fiestas.

Había recibido la invitación hacía ya tres días y, de acuerdo con su nuevo estatus en Akkad, sin duda había sido de las primeras en ser enviadas. Esa mañana había preparado a Hathor para su papel, asegurándose de que el taciturno soldado supiera comportarse y recordándole una vez más que no debía ofender a nadie. Korthac incluso había comprado una nueva túnica para su lugarteniente, algo que daría una buena imagen de su señor.

El sol de la tarde se deslizaba por el horizonte cuando, vestido con su ropa más fina y nuevas sandalias de cuero, Korthac cruzó las calles hasta la casa de Eskkar, con Hathor a su lado. Naturalmente, su lugarteniente llevaba una espada, pero Korthac no iba armado. En los jardines no se permitirían las armas, política usual para asegurarse de que los invitados que bebían demasiado no terminaran matándose unos a otros por algún supuesto desplante.

Por supuesto, la prohibición de las armas también protegía a Trella, y Korthac tuvo que admitir que sus guardias sabían lo que hacían, manteniéndose alertas y vigilando a la multitud cuando Trella se movía por la ciudad.

Al llegar a la puerta de Eskkar, Korthac y Hathor tuvieron que esperar en fila mientras los guardias confirmaban las invitaciones y se aseguraban de que ninguno de los invitados estuviera armado.

—Saludos, honorable Korthac. —El guardia hizo una leve reverencia mientras tomaba el fragmento de arcilla de manos de Korthac—. ¿Alguna otra persona en su grupo?

—No, sólo nosotros dos. —Korthac sonrió amistoso al soldado. Hathor se había quitado el cinto con la espada y lo había entregado a otro de los guardias de Trella. Incluso se las había arreglado para sonreír al hacerlo.

—Por favor, entren a la casa del señor Eskkar, honrados invitados. —El guardia hizo una reverencia, dirigiéndose ya hacia los siguientes invitados en la fila.

Dentro, en el patio, en media docena de mesas se ofrecían jarras con vino, pan con miel, bandejas con frutas y dulces. Un cuenco de arcilla en el centro de las mesas contenía un gran arreglo floral, con flores distintas en cada una de ellas. El humo se elevaba al fondo, así como también desde las cocinas, y el aroma de carne en su punto flotaba en el aire. En el tejado opuesto a las dependencias de Eskkar, unos músicos tocaban la flauta y un malabarista lanzaba sus bolas de madera pintadas de colores brillantes hacia el cielo.

El patio, grande como era, no tenía capacidad para todos, y los invitados también deambulaban por la casa, hablando y haciendo gestos. Los sirvientes escanciaban el vino mezclado con agua y varios de los invitados parecían estar ya bajo el encanto del dios del vino.

Korthac pudo ver a varios nobles del concejo, todos distinguidos por el borde azul oscuro de sus túnicas, el color reservado para las familias regentes. Él aceptó una copa de uno de los sirvientes y luego se acomodó lo más cerca de la pared del fondo que pudo, pero sin entrar en el área de la cocina. Algunos de los invitados parecían no ser más que mercaderes corrientes, con las túnicas rotas y manchadas aún puestas. Estaban presentes por lo menos una docena de soldados, con el emblema del clan del Halcón en los hombros, mezclándose con los invitados como si fueran sus pares. De todos los asistentes, sólo los del clan del Halcón llevaban armas, ya fueran espadas cortas o cuchillos. Ellos, observó Korthac, no tenían copas de vino en la mano.

Las mujeres constituían casi la mitad del grupo; vestían sus ropas más finas y permanecían detrás de sus hombres o juntas, conversando. La mayoría no se cubría la cabeza con pañuelos, una costumbre a la que Korthac todavía no se había acostumbrado.

—Honorable Korthac, ¿puedo ofrecerle algo del mejor vino de la señora Trella?

Se volvió y vio a Annok-sur a su lado, con una pequeña jarra en una mano y una copa en la otra. Korthac le sonrió mientras cambiaba su copa medio vacía por la nueva.

—Gracias por el regalo, Annok-sur. —Tomó un sorbo. El vino dulce era de agradable aroma, y una mezcla de calidad superior a la que había cogido de la mesa—. Es muy bueno. Mis gracias a la señora Trella. —Miró a su alrededor, pero no vio a la anfitriona—. ¿Se encuentra enferma la señora Trella?

—No, está descansando en el piso de arriba —dijo Annok-sur con una sonrisa—. Ella se alegraría si usted quisiera visitarla. Disfruta con sus historias sobre la tierra de Egipto.

Y siempre las interrumpía con una docena de preguntas en busca de detalles sobre su vida pasada, recordó Korthac.

—Por supuesto. ¿Quién podría resistirse a tan generosa anfitriona? —Se dirigió a Hathor—: Espera aquí. —No le gustaba dejar a su hombre solo, pero sería extraño llevarlo con él dentro de la casa.

Annok-sur se abrió paso entre la multitud, y Korthac la siguió, irritado por tener que seguir los pasos de una mujer. Nunca había estado dentro de la casa de Eskkar. Mirando a su alrededor, vio la gran sala tan atiborrada como el patio. La mayoría de los invitados permanecía cerca de una gran mesa repleta de vino y comida, intentando comer tanto como fuera posible.

Un guardia mantenía libres las escaleras al piso superior, pero se echó a un lado haciendo un gesto a Annok-sur cuando pasaron. Otro guardia se encontraba en el rellano superior. Mirando a su alrededor, Korthac examinó las habitaciones privadas de Trella al entrar, habitaciones que pronto serían suyas. Bancos y asientos flanqueaban las paredes, y una pequeña mesa contenía jarras con vino y agua, pero no comida. Korthac reconoció al capitán de la guardia, Gatus, sentado junto a Trella, cerca de la ventana. Corio estaba de pie, cerca, con sus mujer y sus dos hijos, hablando con uno de los nobles que controlaba varios botes que comerciaban a lo largo del río. Nicar, su mujer, su hijo y su nuera permanecían juntos, hablando animadamente entre sí.

Trella se puso de pie al tiempo que Korthac cruzaba la habitación. Sorprendido por su volumen, se dio cuenta de que su embarazo había avanzado desde la última vez que la viera. Ni siquiera el holgado vestido que llevaba podía ocultar su estado. Él siempre había hallado desagradables a las mujeres embarazadas, sucias de alguna manera. Sus cuerpos hinchados deberían ocultarse, apartarse de la vista, hasta que tuvieran a sus crías, preferentemente sin molestar a sus superiores. Korthac era padre de más niños de los que podía recordar, pero nunca se había preocupado por ninguno de ellos ni por sus madres. Los hijos volvían a la mujer débil y fácil de manipular, y él esperaba ansioso el parto de Trella.

—Saludos, señora Trella. —Hizo una profunda reverencia para mostrar su respeto.

—Bienvenido a nuestra casa, honorable Korthac. —Ella hizo una educada reverencia, como cualquier esposa respetable saludando a los invitados de su esposo.

—Que la diosa Ishtar bendiga a su futura familia, y gracias por su invitación a compartir sus bendiciones —entonó, cumpliendo con las cortesías que requería la celebración.

—Ha aprendido bien nuestras costumbres, honorable Korthac. —Se volvió hacia Gatus—: ¿Podría nuestro invitado usar tu asiento por un momento, Gatus?

—Sí, puede sentarse —dijo Gatus, levantándose y estirándose—. Necesito algo sólido para comer. Con tu permiso, Trella. —Hizo una reverencia hacia Trella y luego a Korthac.

—Póngase a mi lado —le dijo Trella, volviendo a sentarse—. Me canso con facilidad, y el preparar este festín me ha mantenido ocupada desde por la mañana temprano.

—La ciudad celebra su nombre, señora Trella, y agradece los dones de comida y vino. —Para una ciudad en la que supuestamente escaseaba el oro, Trella se las había ingeniado para comprar suficiente comida para darle a casi todo el mundo en Akkad una buena cena y suficiente cerveza.

—¿Y usted, Korthac, ha decidido permanecer en nuestra ciudad?

Había hecho correr la voz de que estaba pensando vivir en las afueras, o quizá incluso río abajo. Las noticias habían enviado a una docena de mercaderes a su puerta, rogándole que se quedara y negociara sus piedras preciosas en Akkad. Ese simple rumor le había permitido hacerse con una docena de nuevos amigos.

—Creo que me quedaré en Akkad, señora Trella. —Bien podía decir la verdad. Ella sabía que ningún mercader dejaría voluntariamente la ciudad y todas sus ventajas—. Todavía estoy buscando una casa nueva, tal vez una como ésta. Me dijeron que en el pasado perteneció a un mercader.

—Sí, pero Nicar se la prestó a Eskkar durante el asedio. Después, mi esposo se la compró a Nicar.

—¿Cuándo vuelve su esposo, señora Trella? Estoy ansioso por conocerlo, aunque sólo la mitad de las historias que he oído sean verdad.

Ella rió.

—Eso es lo que son, honorable Korthac, medio verdades. Pero él es un líder fuerte que se preocupa por su pueblo. Creo que le agradará.

—Estoy seguro de ello, señora Trella. —«Más me gustará cuando esté muerto, lo cual sucederá pronto», pensó Korthac, borrándosele la sonrisa del rostro. Detestaba tener que contenerse frente a cualquiera, mucho más frente a una muchacha.

—Ahora dígame, honorable Korthac, ¿cuándo va a permitir que sus hombres circulen por la ciudad? Me han dicho que se pasan todo el tiempo dentro de esa horrible posada.

—Mis sirvientes son gente sin modales. Muchos ni siquiera están habituados a vivir en una villa, mucho menos en una ciudad como Akkad. Pero fueron lo único que pude conseguir para que me acompañaran en el viaje. —Korthac mantuvo un tono tranquilo. Su momento llegaría pronto—. Preferiría mantenerlos lejos de los problemas, al menos hasta que hayan aprendido a hablar el idioma y entender las costumbres de Akkad. Una semana o dos después de que me haya establecido en mi nueva casa, estarán listos para recorrer solos la ciudad.

—Los mercaderes se alegrarán de verlos.

—Tanto como mis hombres, se lo prometo. —Él percibió un dejo de incredulidad en sus ojos y se preguntó si sus palabras sonaban demasiado condescendientes.

—¿Ha podido vender sus gemas por un precio justo?

—Es difícil decirlo, señora Trella. Algunas de mis piezas se han movido con rapidez, pero otras… —se encogió de hombros— no estoy tan seguro. Hasta que uno no ha vivido en un lugar por algún tiempo, es difícil saber qué constituye un buen negocio. A mí me resulta difícil saber cuál es el precio justo. Por eso no les quito el ojo de encima a mis hombres, para asegurarme de que no los engañen. —«Y entretanto vendo la mayoría de mis joyas por mucho menos de lo que valen».

—Ha aprendido bien nuestro idioma, honorable Korthac. Lo habla sólo con el más leve de los acentos. Es difícil creer que lo haya aprendido tan rápidamente.

—Un mercader debe conocer muchos idiomas, como usted seguramente sabe. Además del trabajo, me paso la mayor parte de mis días aprendiendo su idioma y sus costumbres. —Buscó dentro de su túnica—. Pero casi me olvido… —Sacó una pequeña bolsa de algodón atada con una delgada cuerda de cuero oscuro—. Esto es para usted, señora Trella. Un presente de la tierra de Egipto.

Él le entregó la bolsa, y observó sus hábiles manos mientras ella desataba el nudo y volcaba el contenido en la palma de su mano. Una esmeralda del tamaño del pulgar de un hombre, cortada en forma cuadrada y engarzada con una tira de oro que pendía de una gruesa cadena dorada, brillaba bajo la luz.

—Honorable Korthac, esto es… Nunca había visto una piedra igual.

Korthac se relajó mientras su anfitriona miraba la joya, fascinada por su oscuro color verde. «No es para menos», pensó. Aquellas tierras producían muy pocas piedras como ésa, y esas pocas eran pequeñas y de mala calidad. Recordaba haberle quitado del cuello aquella joya a la mujer de un rico mercader egipcio. De rodillas, ella le suplicó que no le quitara su posesión favorita, por lo que él se la devolvió y contempló cómo sus ojos se llenaban de gratitud. Le dejó sostenerla por un momento, hasta que le hundió la espada en el vientre. Luego se la volvió a quitar y la balanceó ante el rostro de la mujer, mientras ella miraba cómo su sangre manchaba el suelo, hasta morir.

—Es una hermosa piedra, señora Trella, pero ¿quién sino usted, en Akkad, debería tenerla?

—Me honra, pero no puedo aceptarla. Es demasiado valiosa.

—Señora Trella, insisto. Tengo otras igualmente valiosas. Si se la pone, alentará a las demás mujeres de Akkad a comprar mis piedras. Y tal vez, si necesito ayuda en algún asunto, pueda acudir a usted. —Él observó cómo Trella se quedaba mirando la piedra. Ninguna mujer podía resistirse a tal obsequio, él lo sabía. Siempre le había resultado muy fácil manipular a las mujeres.

Trella miró fijamente la gema y luego volvió a meterla en la bolsa.

—Es demasiado, pero le agradezco el obsequio. Es el collar más hermoso que he visto en mi vida. —Le brindó una sonrisa llena de tibieza que él nunca había visto antes—. Pero, honorable Korthac, no llevaré el collar hasta que nazca el niño. De otro modo, los dioses podrían ponerse celosos.

Korthac ocultó su decepción. Hubiera preferido que ella mostrara la joya en la fiesta, para que todos supieran de su regalo y del sitio privilegiado que él ocupaba en la estimación de Trella. Pero en verdad no importaba. Él volvería a recuperar la piedra en breve y, cuando lo hiciera, su satisfacción no se vería fácilmente saciada.

—Que vuestro hijo traiga la mayor de las felicidades, señora Trella. —«Mientras viva», pensó.

***

Al otro extremo de Akkad, ni lámparas ni fuegos ardían en la taberna de Tammuz. El sol se había ocultado hacía un momento, pero, por una vez, la taberna estaba vacía. Los clientes habituales habían partido para disfrutar de la comida y la cerveza que fluían gratis en honor de Ishtar, gracias a la señora Trella. Algunos se dedicarían a hacerse con objetos desatendidos, sobre todo cuando sus dueños bajaran la guardia gracias al exceso de vino. En-hedu oyó risas y el sonido de voces fuertes que provenían de la calle, subiendo y bajando de volumen, según la gente iba y venía.

Puesto que no había clientes, En-hedu le preguntó a Tammuz si podían cerrar la taberna durante unas horas. Él le sugirió que caminaran por las calles y disfrutaran de la multitud, pero En-hedu le pidió que esperara. Ella dejó su cuarto y fue a la sala, cerró la puerta de la calle y puso la traba en su sitio. Cuando volvió al dormitorio, Tammuz fue a ponerse de pie.

—No, no te levantes. Hay algo que quiero que hagas por mí —comenzó, apurando las palabras un tanto más de lo que hubiera deseado.

Apenas había luz suficiente para que ella pudiera ver el gesto de confusión de su amo.

—¿Por qué?, ¿qué necesitas?

Ella se puso de pie directamente frente a él.

—Quiero que me lleves a tu cama. —En-hedu había forzado las palabras, y ahora ya no podía desdecirse. Ella se quitó el vestido por encima de la cabeza y se quedó de pie, sin retroceder. Él la había visto sin ropa muchas veces, pero ella nunca se le había mostrado de aquel modo, nunca había permanecido de pie para que él la mirara. Y la disfrutara. Ella tomó aliento, y separó un poco las piernas.

Sus ojos le acariciaron el cuerpo, deteniéndose en sus pechos y en el mechón de pelo de su bajo vientre.

—En-hedu… —empezó a decir—, ¿estás segura?

—Sí, estoy segura. Necesito ser tu mujer, traerte el placer de los dioses y darte hijos. Más que eso, quiero complacerte. Tú eres un buen hombre, y yo quiero quedarme a tu lado para siempre.

Él se puso de pie y la tomó con su brazo sano.

—Tú nunca me dejarás, En-hedu. Quiero que estés conmigo siempre. Y no tienes que…

Ella se inclinó hacia él y lo besó, un largo beso que lo acalló. Cuando terminó el beso, él se encontró con la mano en el pecho de ella, haciéndole dar un respingo de placer.

—Tus ropas, amo —dijo ella con voz ronca, sintiendo una oleada de placer recorrerle el cuerpo. Sentía la cabeza liviana, y se preguntó si se caería cuando él la soltara. Ella lo condujo a la cama, luego lo ayudó con su túnica, moviendo por una vez los dedos con torpeza en lugar de su habitual eficiencia. Después se dejaron caer en la cama, dándoles vueltas la cabeza con las nuevas sensaciones. Esta vez él la besó, y algo entró en su cuerpo como si fuera una lengua de fuego. Ella se sentía cada vez más húmeda entre las piernas y notó una oleada de calor que la excitaba aún más.

Sus manos le recorrían el cuerpo, explorando, apretando, tocando. Él se movía al ritmo del cuerpo de ella, y ella sintió la calidez de la piel de Tammuz en la suya. Ella gimió cuando él le acarició el montículo, y entonces él se detuvo.

—No te detengas —gimió ella, sorprendida de sus palabras y de la velocidad con la que las había dicho—. No te detengas.

—Le cogió la mano y presionó hasta que sus dedos entraron en ella. Nunca se había sentido así. No había dolor ni brutalidad que la pusiera tensa o le provocara el llanto. En cambio, un fantástico sentimiento de calidez le atravesó el cuerpo, como oleadas. En-hedu se escuchó a sí misma reír, un pequeño sonido que la sorprendió a ella tanto como a Tammuz. Nunca había reído en la cama antes.

Antes de que él pudiera hablar, ella lo tomó por los hombros y lo empujó sobre ella, abriendo sus piernas y usando la mano para guiarlo dentro de sí.

Esta vez ella se escuchó gemir de placer, y él le susurró algo. En-hedu no entendió las palabras, pero no importaba. Ella enlazó sus piernas en torno a su cuerpo y se aferró a él.

Ella lo sintió dudar, pero luego él comenzó a moverse contra ella, empujando y girando las caderas cada vez más rápido. Ella gimió de placer, arqueando la espalda, mientras que él la penetraba cada vez más profundamente. Luego él gritó su nombre una y otra vez, moviendo su cuerpo descontroladamente, mientras se hundía en ella. Ella se oyó llorar, tanto por el placer que estaba dando como por el suyo propio; su lugar secreto temblaba sin control a la vez que se humedecía aún más.

Finalmente él se desplomó sobre ella, respirando agitadamente, murmurando su nombre una y otra vez, diciéndole que la amaba y que ella no debía dejarlo.

—Nunca, amo —le prometió—. Nunca te dejaré.

Cuando él comenzó a retirarse de ella, con una risita ella lo retuvo en sí.

—No, quédate donde estás. Quiero sentir tu cuerpo contra el mío.

—Ah, sí —dijo él, suspirando las palabras a su oído—. Sostenme con fuerza. Ha sido tan bueno…, tan bueno.

Ella lo sostuvo en sus fuertes brazos, sintiéndose orgullosa de poder darle placer con tanta facilidad. Acariciándole el rostro con una mano, se alegró de que la oscuridad ocultara su sonrisa. Volvió a besarlo y de pronto él respondió introduciéndole la lengua en la boca y excitándola. Ella sintió que él volvía a excitarse, así que le pasó las manos por la espalda y lo atrajo contra su cuerpo. Esto le arrancó un gemido de placer, a la vez que hundía el rostro en el cuello y el cabello de ella.

Pero sólo por un momento. Comenzó a moverse nuevamente, creciendo en firmeza, y con cada empujón la inundaba de placer, y ella se oyó gemir. La recorrió otra oleada de placer. Y esa nueva oleada duró un largo, largo tiempo.

***

Sólo una lámpara ardía en el dormitorio de Trella. La fiesta había dado su fin, al menos para Trella y su casa. Se sentó en la cama, con Annok-sur a su lado, que sostenía la esmeralda de Korthac en la mano.

—¿Y no pidió nada a cambio, Trella? ¿Ningún presente?

—Nada. Sólo mi favor. No mencionó a Eskkar, ni siquiera sugirió que le hablara sobre este gran obsequio. Como si Eskkar no importara.

—¿Qué harás con él? —Annok-sur colocó la piedra preciosa en la cama, entre ambas.

—Por ahora, nada. Cuando nazca el niño, tan pronto como pueda, la venderé. Obtendremos lo suficiente para pagarles a los constructores de Corio durante un tiempo, estoy segura.

—Eso si puedes encontrar a alguien con suficiente oro para comprarla a un precio que se acerque a su valor. —Annok-sur suspiró—. Quizá deberías quedártela.

—No. Si la gente me ve llevándola, perderán su confianza en mí. ¿Cómo podría pedirle a nadie que se sacrifique por la muralla si me muestro en público con una joya de semejante valor? —Trella sacudió la cabeza—. Pero este Korthac…, hay algo en él que me molesta más ahora que cuando llegó. ¿Has averiguado algo nuevo sobre él?

Annok-sur suspiró.

—Muy poco. Hathor vigila constantemente a sus hombres. Compró a dos mujeres en el mercado de esclavos, para cocinar y satisfacer a sus hombres, pero rara vez salen. Cuando lo hacen, van siempre escoltadas por dos guardianes. Hemos intentado dirigirnos a ellas, pero les han advertido que no hablen con nadie y están demasiado asustadas como para desobedecer. Compran las mercaderías, o lavan la ropa en el río, y regresan a la posada de Korthac. Además de eso, rara vez salen de la casa. Las he visto. Se diría que están angustiadas.

—Él está ocultando algo, Annok-sur.

—Tal vez cometió algún crimen en Egipto, algo tan atroz que tiene miedo, incluso aquí.

—Sea cual sea su secreto, debemos descubrirlo.

—No sé qué más intentar, Trella. Observamos a sus hombres, lo observamos a él, pero lo único que hace es pasar el tiempo junto a los carros de los mercaderes en el río. Sin embargo, no puede seguir viviendo así eternamente. Incluso los sirvientes necesitan un tiempo para sí mismos.

Trella cogió la esmeralda y la devolvió a su bolsa.

—Creo que regalaría esto sólo por averiguar lo que Korthac está tramando. —Ató la cinta con fuerza. Poniéndose de pie, se dirigió a la cama y se arrodilló. Empujando con fuerza, movió hacia un lado una parte de la pata de la cama, dejando al descubierto un pequeño hueco apenas lo suficientemente grande como para ocultar la bolsa. Cuando volvió a colocar la madera en su lugar, la joya había desaparecido. Sólo un ojo muy observador que mirase muy de cerca podría detectar el compartimento. Había otros lugares secretos en la habitación. Ella había revisado el cuarto con frecuencia y descubierto otros tres, pero tal vez hubiera más. El dueño anterior tenía muchos secretos.

—Tal vez deberías enviar un mensaje a Eskkar pidiéndole que regrese —dijo Annok-sur—. Ha estado alejado ya mucho tiempo.

—¿Qué le diría? ¿Que un mercader rico me preocupa? ¿Que no puedo averiguar si oculta algo? Él no sabría más de lo que sé yo. —Negó con la cabeza—. Además, ha enviado el oro y otras mercancías de Bisitun, y el concejo está contento con que esos territorios estén siendo pacificados.

—¿Y esa nueva mujer que tiene Eskkar? Suponte que él comience a olvidarte.

—El niño lo traerá de vuelta —dijo Trella, aunque ella se había sentido acuciada por las mismas dudas—. Dejemos que tenga sus placeres por ahora. Arriesgó su vida en la toma de la villa.

—Al menos Bantor regresará pronto.

—Eso hará que nos sintamos mejor las dos, Annok-sur.

—Tal vez deberíamos deshacernos de este Korthac, aunque sólo fuera para que dejaras de preocuparte.

—No, no hasta que hayamos averiguado más. Hay mucho tiempo, y antes o después nos enteraremos de lo que está ocultando.