Capítulo 28

Kathor y sus egipcios habían recuperado finalmente el control sobre la turba que se había congregado en torno a la puerta principal. Un puñado de los malditos arqueros acadios había entrado subrepticiamente en la ciudad y capturado la torre izquierda, pero sus hombres todavía controlaban la de la derecha. No dieron señal de actividad alguna en las afueras de la ciudad, ninguna horda de guerreros esperaba que las puertas se abrieran. Una vez más Takany se había equivocado. Por un momento Hathor se sintió tentado de coger a sus hombres y regresar con ellos a casa de Korthac, pero eso habría resultado una provocación intolerable para Takany. Mejor terminar la tarea que tenía por delante y después regresar, con la puerta asegurada y bajo el control de Hathor.

Tenía una idea aproximada del número de enemigos refugiados en la torre, sabía que se enfrentaba a menos de veinte hombres. Ahora Hathor necesitaba presentar batalla y matar a esos invasores antes de que la ciudad se volviera en su contra.

No tenía mucho tiempo. El nombre de Eskkar resonaba en todas partes a su alrededor, volviéndose más sonoro con cada minuto que pasaba a medida que más y más gente se hacía eco. Había llegado el alba sobre las murallas de la ciudad, exponiendo con toda crudeza la matanza sucedida en la entrada. Los cadáveres salpicaban el área descubierta, la mayoría erizados de flechas. Los heridos gritaban pidiendo ayuda o intentaban arrastrarse hasta las casas cercanas en busca de protección.

Hathor no sabía cómo Korthac había perdido el control de la ciudad tan rápidamente. No había tenido noticias de Nebibi, quien dormía en los barracones, ni de Takany, desde que éste le ordenara dirigirse hacia las puertas. Había enviado dos mensajeros, uno a los barracones y otro a la casa de Korthac, pero ninguno de los dos había regresado y Hathor no tenía ni idea de si los hombres de Korthac seguían controlando ambos sitios. Tampoco importaba. En aquel momento, y para su protección, Hathor tenía que volver a recuperar la puerta de esos acadios. Tenía hombres más que suficientes, pero cuanto más resistieran los soldados de Eskkar mayor sería el peligro para todos ellos.

Una sonora voz continuaba vociferando el nombre de Eskkar como grito de batalla desde la cima de la torre; aquellos poderosos pulmones dispersaban el nombre por media ciudad. La resonante voz alteraba a sus hombres, otra mala señal que debilitaba su templanza. Hathor sabía que no pasaría mucho antes de que todos los malditos acadios se levantaran contra ellos. Si fracasaba en derrotar a estos hombres de forma inmediata, él, Korthac, todos ellos serían derrotados por los furiosos ciudadanos. Lo último que Hathor quería era quedar atrapado dentro de Akkad.

Seguían llegando refuerzos, aumentando el número de guerreros a sus órdenes. Eso debería haberlo tranquilizado, pero pronto descubrió que la mayoría venía huyendo de pelear en otra parte. Aparentemente habían comenzado los enfrentamientos en los cuarteles y en casa de Korthac. Hathor maldijo por un momento al demonio de Eskkar y se preguntó cómo se había escurrido dentro de la ciudad con tantos hombres.

Sin embargo, los veteranos de Hathor congregaron a todas las fuerzas restantes de Korthac, los obligaron a prepararse y les ordenaron que obedecieran. Hathor, paseándose por delante de ellos, les amenazó con matar a cualquier hombre que intentara escapar o se negara a pelear. Ya tenía más de cincuenta hombres, la mayoría de ellos con arcos, y su número continuaba creciendo.

—Tenemos que recuperar la torre —dijo en el idioma de Akkad—. Desde ahí podremos controlar la ciudad. —En egipcio, dio otras órdenes—: Empujad a los cobardes hacia la puerta, que sean ellos los que reciban las flechas. Después forzaremos la entrada. —Todavía contaba con más hombres en la otra torre, y ellos podían sumar sus esfuerzos a los que estaban junto a él.

Hathor echó una última mirada. Tenía hombres suficientes y sus arqueros por lo menos mantendrían a los de la torre inmovilizados. Los rayos del sol bañaban las torres de una luz dorada. Dio la orden y, con un grito, salieron corriendo dando la vuelta a la esquina, tan rápido como pudieron por el campo de batalla. Cayeron hombres, derribados por flechas, pero sólo unos pocos, y los guerreros de Hathor avanzaron por el espacio descubierto proclamando el nombre de Korthac. La batalla por las puertas principales de Akkad había comenzado.

***

Drakis soltó una maldición cuando los vio venir: una horda de hombres armados que superaba ampliamente a los suyos. Al menos la espera había terminado. Las flechas de sus arqueros volaron por encima del carro. Detrás de él, Enkidu esperaba en el primer rellano con cuatro arqueros en fila india en los escalones inferiores. Si los egipcios forzaban el acceso, Drakis planeaba retirarse escaleras arriba luchando escalón por escalón, usando a los arqueros para cubrir su retirada. Harían un último esfuerzo en la cima de la torre, desde donde podían todavía controlar la puerta.

El enemigo apareció por el espacio descubierto y consiguió llegar a la base de la torre, haciendo caso omiso de las bajas. El carro tembló contra la entrada al estrellarse en él el primero de los atacantes. Volaron flechas, brillaron las puntas de las lanzas bajo la luz que continuaba aumentando, y la madera crujió mientras una docena de hombres de Korthac se esforzaban para echar el carro a un lado. Pero la gruesa rueda bloqueaba la entrada y las tablas que la trababan resistían. Una lanza entró por un boquete y uno de los hombres de Drakis soltó un grito cuando le atravesó el pecho. Otro acadio quitó la lanza al moribundo y la lanzó de nuevo por el mismo boquete. Los arqueros disparaban contra todo blanco: rostros, manos que intentaban empujar el carro, las piernas de sus enemigos. Pero otros ocupaban el lugar de los que caían muertos o heridos y Drakis se dio cuenta de que la barricada no resistiría mucho más.

El carro se movió, se detuvo y volvió a moverse. Drakis escuchó el ruido de la madera al quebrarse y supo que por fuera los hombres estaban despedazando el carro con sus manos, usando la fuerza de su número para lograrlo. El olor a sangre creció en el claustrofóbico espacio, mezclado con la respiración agitada de los hombres y las maldiciones contra sus enemigos. Los acadios disparaban contra cualquiera cosa que se moviera, cualquier blanco visible, flechazos mortales a tan corta distancia. Pero a pesar de las bajas que infligían sus arqueros, siempre había otros hombres que ocupaban el lugar de los caídos.

El tosco carro se movió de una sacudida. Momentos después, cayó el último soporte y el carro avanzó empujado por la parte trasera, rozando en la entrada con un fuerte chirrido de madera contra madera. Por un momento, esto ofreció a sus arqueros un mejor blanco y, a medida que se despejaba la entrada, llovieron flechas hacia los hombres en el exterior, clavándose en sus filas.

Drakis no tenía idea de cuántos habían matado, pero los atacantes comenzaron a menguar. Gritando para alentar a sus hombres, los instó a mantener la defensa, mientras él mismo tensaba su arco y disparaba a los blancos que se le ofrecían. Pero ahora los arqueros de Hathor habían alcanzado la base de la torre. Entendían mejor que nadie que su protección estribaba en forzar la entrada. Comenzaron a lanzar sus flechas a través de ésta.

El hombre que estaba al lado de Drakis cayó sin hacer ningún ruido, con una flecha incrustada en el ojo. Drakis avanzó y disparó tres flechas tan rápido como le fue posible. Un grito de dolor fue su recompensa y continuó disparando a todo lo que veía: un brazo, una pierna, incluso una espada. Tenía que contener a aquellos hombres, rechazarlos hasta que llegaran refuerzos. Así y todo, la mitad de sus hombres habían caído o estaban heridos, y quienes no eran capaces de empuñar un arco subían en busca de resguardo.

Con un fuerte crujido, el carro fue apartado de la torre y la luz del día entró por la abertura. Las flechas desde las escaleras los detuvieron por un momento, pero eran ahora los atacantes, empujados por detrás por Hathor, quienes estaban cegados por la sed de sangre. Seguían intentando entrar por la puerta, trepando por encima de los cuerpos de sus caídos. Drakis lanzó su última flecha, dejó caer su arco y desenvainó la espada.

—Atrás —gritó, y con un mandoble apartó una lanza—. Retroceded.

Blandiendo su espada como enloquecido, parando golpes de lanzas y espadas, Drakis fue retrocediendo lentamente, buscando a tientas con el talón el primer peldaño, y comenzó a subir de espaldas. Por un momento, los arqueros de Enkidu, más arriba en la escalera, contuvieron al enemigo, pero entonces una flecha entró en la torre y un arquero acadio cayó de la escalera, gimiendo de dolor.

Para desolación suya, Drakis se dio cuenta de que la situación había empeorado. Los rayos del sol ahora alcanzaban las ojivas de la torre e iluminaban el interior. Desde la cubierta de la entrada, los arqueros enemigos podían disparar contra sus hombres, expuestos en la escalera. Acabarían con ellos uno a uno si continuaban peleando de ese modo.

—Arriba, todos arriba.

Dos flechas lo hirieron mientras continuaba subiendo la escalera, una le rozó las costillas y la otra se le clavó en el brazo, más arriba del codo. Tropezó, y hubiera caído, pero Enkidu alcanzó a sostenerlo. Siguieron subiendo hasta el segundo rellano, invisibles desde la puerta sólo por un momento. Maldiciendo su herida e intentando mantenerse fuerte, Drakis continuó retrocediendo. Escuchó a Enkidu dirigir a sus hombres, diciéndoles que formaran otra línea, mientras que, a la vez, lo empujaba escaleras arriba.

—Ve arriba del todo —gritó Enkidu—. Averigua qué está sucediendo. Yo los detendré aquí.

Frunciendo el rostro de dolor, Drakis subió la escalera y prácticamente cayó al llegar arriba. El sol ya se había alzado sobre el horizonte y el cielo azul brillaba en el aire matinal.

El fresco perfume del río lo cubrió, eliminando el hedor de la sangre por un momento. Se dejó caer de rodillas y se reclinó contra la muralla.

—Siéntate y estate quieto —dijo Tarok, arrodillándose a su lado mientras echaba una rápida mirada a la flecha que sobresalía del brazo de Drakis—. Está en el hueso. Quédate aquí y la vendaré…

—Arráncala —ordenó Drakis, con los ojos cerrados debido al dolor que lo invadía. Los abrió y observó el rostro sudoroso de Tarok, a un palmo de distancia del suyo—. Arráncala ya.

Tarok no discutió. Con un resoplido, puso la rodilla contra el hombro de Drakis y luego agarró el brazo herido con una mano y lo empujó contra la pared. Tarok tomó la flecha con la otra mano. Drakis frunció el rostro cuando Tarok agarró la flecha, pero antes de que el dolor aumentara Tarok hizo girar la flecha y tiró de ella con toda su fuerza. Un dolor agónico apagó la luz del sol durante unos momentos y Drakis no pudo evitar el gemido de angustia que brotó de sus labios. Pero la flecha salió, con pedacitos de músculo pegados a la punta.

—Todavía sirve —dijo Tarok, pasando la flecha a los arqueros que estaban detrás de él—. No te muevas. Tengo que vendarte o te desangrarás. —Usando su cuchillo, Tarok cortó una larga tira de la túnica de Drakis y la usó para vendarle el brazo herido, estirando la tela para detener la hemorragia.

Drakis perdió el conocimiento unos momentos. Cuando abrió los ojos, Tarok se había ido y Enkidu, con la pierna sangrando, había retrocedido con sus hombres hasta la cima de la torre. Drakis se esforzó por ponerse de rodillas, encontró su espada y se arrastró hasta donde estaba Enkidu. Encontró un escudo y lo usaron para cubrirse mientras lanzaban rápidos vistazos a la escalera.

—Los estamos matando —dijo Enkidu—. La escalera está cubierta de cadáveres, pero siguen viniendo. Estos egipcios saben cómo pelear. ¿Cómo van las cosas aquí arriba?

Drakis miró a su alrededor por primera vez.

—No lo sé. ¿Podrías…?

—Los detendré. Ve a ver si llegan refuerzos.

Tarok, con su rojiza cabellera brillando al sol, volvió con sus hombres. Drakis vio que le quedaba menos de la mitad de su grupo original y que la mayoría estaban heridos. Usando su mano sana para ponerse de pie, se asomó por entre los arqueros que todavía estaban frente a la otra torre. Un fuerte crujido le hizo saber que algo había golpeado contra la puerta, haciendo temblar los enormes troncos. Arriesgándose a mirar por encima la puerta, Drakis vio que media docena de hombres intentaban destrabar la puerta.

—¡Tarok! Detened a esos hombres. Las puertas no deben ser abiertas. —Drakis había perdido su arco, pero cogió uno que estaba tirado en el suelo. Cuando intentó tensarlo, su brazo herido se negó a soportar la tensión, y lo dejó caer. Maldiciendo su debilidad, volvió a tomar su espada.

Tarok reconoció el peligro.

—No dejéis que abran la puerta —exclamó—. Aplastad a esos arqueros —gritó, indicando con su cabeza hacia los arqueros enemigos de la torre opuesta.

Después se puso de pie, se asomó por la muralla y comenzó a disparar. Vació su carcaj, disparando las últimas seis flechas con tanta rapidez que Drakis apenas pudo seguir sus movimientos. Volviendo a agacharse, Tarok se acercó a Drakis.

—He conseguido alejarlos, pero volverán.

—Haz lo que puedas. Mantén la puerta cerrada. —Su brazo izquierdo estaba inutilizado, pero Drakis todavía podía sostener una espada. Manteniéndose agachado, reptó hacia la entrada de la torre. Enkidu y cuatro hombres defendían el acceso; todos sangraban por alguna herida.

—Se están preparando para atacarnos —dijo Enkidu—. ¿Alguna noticia de los refuerzos?

Drakis se había olvidado de mirar hacia los barracones. Se movió hacia la otra pared, se puso de pie e intentó distinguir las callejas que conducían hasta la entrada. Una flecha le pasó rozando, pero la ignoró. Una columna de espeso humo negro, ondulante bajo el sol de la mañana, se elevaba hacia el cielo desde lo que parecían ser los barracones. Eso quería decir que Bantor había cruzado la puerta del río y atacado. Desde donde se encontraba, Drakis podía ver dos de las calles que daban hacia el espacio abierto detrás de la puerta. Los hombres corrían hacia la puerta, pero si eran amigos o enemigos era algo que no podía distinguir.

Volvió hacia donde estaba Enkidu, arrodillándose junto a la entrada.

—Llegan hombres, pero…

Un alarido se elevó dentro de la torre, mientras cuatro o cinco flechas atravesaron la entrada, sin herir, de milagro, a ninguno de los defensores. Entonces los egipcios, lanzando gritos de batalla, subieron los últimos escalones que los separaban de sus enemigos.

Manteniéndose de rodillas, Drakis esgrimió su espada contra cualquiera que apareciera en el rellano. Los hombres de Tarok, agachados para evitar las flechas de la otra torre, se tomaron su tiempo, haciendo uso de sus últimas flechas contra los atacantes que intentaban forzar la entrada a la cima de la torre. Las espadas chocaban, las lanzas azuzaban y herían y los hombres gritaban frente a otros hombres que aullaban. Los atacantes intentaban cruzar la entrada, pero todos los intentos fracasaban. Sólo unos pocos hombres podían acercarse a la vez. Después del tercer intento los egipcios detuvieron sus esfuerzos y volvieron a la protección del rellano para reagruparse.

Drakis miró a su alrededor. Enkidu había recibido otra herida y se inclinaba contra el parapeto, intentando recuperar el aliento. Tarok, espada en mano, había tomado su lugar. Le bastó un momento para contar cuántos podían seguir luchando. Quedaban cinco hombres, y sólo uno con un arco en la mano. Y ese hombre buscaba a su alrededor cualquier flecha que hubiera por allí.

Un ataque más, calculó Drakis. Un ataque más y estarían acabados, desbordados. Escuchó a los atacantes prepararse dentro de la torre, tomándose su tiempo ahora que a los acadios se les habían agotado las flechas. De pronto, el grito de guerra de Korthac resonó cruel dentro de la torre, mientras los egipcios corrían escaleras arriba y se lanzaban por la abertura.

***

Alexar hizo una pausa cuando llegó a la puerta principal, estudiando la situación mientras luchaba por recuperar el aliento. Se oían ruidos de batalla en la torre izquierda y supuso que allí se habían refugiado Drakis y sus hombres, sin duda tratando de salvar la vida. La zona estaba ahora repleta de hombres aterrados, la mayoría corriendo hacia la puerta. De un momento a otro conseguirían abrirla.

La torre de la derecha, a sólo unos pasos de distancia, parecía desierta excepto por algunos hombres de Korthac en la parte superior. Se decidió. Eskkar había ordenado mantener la puerta cerrada, y claramente Drakis no contaba con hombres suficientes.

—Tomaremos la otra torre. Vamos.

Alexar, Yavtar y sus hombres irrumpieron por la calleja, corriendo a toda velocidad hacia la entrada de la torre, mezclándose con la multitud de pobladores aterrados y bandidos que corrían hacia la puerta. Alexar no dudó ni se detuvo en ningún momento. Se lanzó hacia la puerta de la torre, la espada en su mano derecha, el arco en la izquierda. Nadie lo desafió, así que se lanzó escaleras arriba, esperando, en cada rellano, resistencia, pero sin encontrar a nadie que se le opusiera.

En la cima, salió a la luz del día sin detenerse. Casi una docena de hombres, con los arcos en la mano, le daban la espalda, en busca de blancos en la otra torre. Alexar los atacó antes de que ellos supieran que estaba allí, dejando caer su arco y golpeando a un egipcio de piel oscura.

A tan escasa distancia, las espadas eran más útiles que los arcos, y había matado a dos hombres antes de que pudieran reaccionar. Para entonces Yavtar y los demás estaban a su lado, todos golpeando y aclamando el nombre de Eskkar, haciendo que el grito de batalla resonara por la ciudad. Los arqueros egipcios, sorprendidos y con los arcos en las manos, no pudieron reaccionar con celeridad. Intentaron coger sus espadas, pero para entonces todos los hombres de Alexar se habían sumado a la lucha.

Arrinconando a sus oponentes contra la pared de la torre, los acadios blandieron sus espadas como poseídos por mil demonios. Dos hombres cayeron dando gritos de la torre, con un ruido sordo al impactar en el suelo frente a la puerta. En unos feroces momentos, los hombres de Alexar despejaron la cima de la torre.

A Alexar le ardían los pulmones al respirar. La carrera escaleras arriba y la furiosa escaramuza le habían dejado sin fuerzas. Tomando su arco de donde lo había dejado caer, Alexar miró hacia la otra torre. Vio que allí los hombres peleaban y distinguió a Tarok, por su cabellera roja, blandiendo su espada. Drakis debía de haberse retirado hasta la cima de la torre y los egipcios debían de estar a punto de acabar con los acadios.

—Preparad los arcos. Detened a esos hombres antes de que acaben con Drakis.

Alexar lanzó la primera flecha, que pasó a un palmo de distancia de la cabeza de Tarok. Dos flechas más cruzaron el breve espacio entre ambas torres, justo cuando Tarok y quienes defendían la torre estaban a punto de ser superados. La siguiente lluvia de flechas detuvo el ataque: cinco hombres disparando al unísono conseguían derribar a dos hombres en la entrada. Los egipcios desaparecieron dentro de la torre.

El rostro de Enkidu apareció por encima de la pared, con la espada ensangrentada en una mano. Gritó algo y Alexar tardó un instante en entender sus palabras.

—Yavtar, lleva a la mitad de tus hombres a la otra torre. Ayúdales.

Yavtar asintió. Sus hombres no tenían arcos y allí no podían hacer nada más.

Alexar se acercó a una esquina de la torre y miró hacia la puerta, justo para ver cómo la última de las barras que la trancaban caía al suelo. Una multitud de hombres se arracimó aterrada contra las puertas y, por un instante, fue el peso de sus cuerpos lo que mantuvo las puertas cerradas.

Alexar saltó sobre el parapeto directamente encima de la puerta. Apoyándose con cuidado, cogió una flecha y apuntó detenidamente. Un egipcio que intentaba hacer retroceder a la multitud fue el primero en caer. Un segundo extranjero lo siguió, y luego otro blandiendo su espada. A tan corta distancia, lanzando hacia abajo a menos de veinte pasos, Alexar casi no podía errar. Estaba de pie, solo, expuesto sobre la puerta, pero ningún arquero se le oponía y continuó disparando, con tanta rapidez que del carcaj al arco el movimiento de las flechas parecía continuo. Y con cada vibración del arco, un hombre moría o caía herido.

Abajo cundió el pánico. Algunos todavía intentaban abrir la puerta, pero otros dieron media vuelta y salieron a la carrera, desesperados por escapar de las mortíferas flechas que les caían. Uno de los hombres de Alexar se le sumó, añadiendo sus flechas a la carnicería. Los cuerpos yacían unos sobre otros, formando una nueva barrera contra cualquiera que intentara abrir las puertas.

Justo cuando preparaba su última flecha, Alexar se dio cuenta de que ya no había contra quién disparar. La turba se había dispersado y escapado.

—Mantén la vigilancia. Mata a quienquiera que intente escapar —ordenó Alexar; luego saltó y se dirigió hacia donde estaban tres arqueros, con los arcos listos, esperando que aparecieran blancos por la puerta frente a ellos. Pero la puerta se mostraba desierta. Un hombre se recostaba contra la pared, sacudiendo una espada enrojecida en su dirección. Alexar tuvo que mirarlo fijamente antes de reconocer la figura ensangrentada de Drakis.

Antes de que Alexar pudiera agitar su arco como respuesta, escuchó un ruido abajo. Moviéndose hacia el borde de la torre, se asomó y vio cómo Bantor y más de veinte soldados trotaban hacia el área descubierta, con los arcos preparados en busca de blancos. Siguiéndolos, un mar de hombres, cientos, dando vivas a Eskkar y agitando cualquier cosa que pudiera usarse como arma, llenaban las calles. Los habitantes de Akkad finalmente se habían unido para apoyar a sus liberadores. El último de los soldados de Korthac dejó caer su arma y se puso de rodillas pidiendo piedad.

Alexar apoyó su arco sobre el parapeto y miró el panorama que se extendía a sus pies. La batalla por las puertas había terminado. Los soldados y el pueblo de Akkad de nuevo controlaban la ciudad.