Capítulo 3
Y entonces, señora Trella —dijo Drakis, concluyendo su informe—, el señor Eskkar me envió en uno de los caballos capturados de regreso a Akkad, para que os contara a ti y a Gatus lo que sucedió.
Trella se removió ligeramente en la silla mientras escuchaba el relato del soldado. La reunión duraba ya un buen rato, y su embarazo había llegado a un punto en el que se sentía incómoda si permanecía sentada mucho tiempo. Se encontraba en el séptimo mes y estaba deseando que naciera la criatura. Su cuerpo la distraía continuamente con una cosa u otra, y le resultaba difícil concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Nadie en la sala se daba cuenta. Trella se había vuelto muy hábil en mantener sus emociones y pensamientos bajo control.
En mitad de su decimoquinta estación, la figura de Trella habría sido más esbelta de no ser por la criatura que llevaba en el vientre. Algo más alta que la media, su cabello era su mejor atributo; muy oscuro y tupido, le llegaba por debajo de los hombros. Una delgada cinta de plata mantenía los mechones apartados de su rostro, dejando las mejillas y el cuello al descubierto. Alrededor de éste, una fina cinta de cuero sostenía una pequeña moneda de oro, oculta entre sus pechos, regalo de Eskkar por haberle salvado la vida. Aparte de la diadema y el collar, no llevaba joyas, aunque los comerciantes de Akkad hacían algunos de los más finos brazaletes, anillos y aretes vendidos a la vera del río. Los extranjeros tendían a fijarse primero en sus ojos, de un marrón oscuro y separados, que parecían no perder detalle, como si pudieran ver directamente en la mente de los demás. Curtidos soldados que le doblaban la edad se sentían, frecuentemente, turbados en su presencia.
Y no porque sus ojos revelaran el poder de su mente. Su padre la había entrenado bien, enseñando a su preciosa hija a escuchar, observar y pensar. Su aguda inteligencia hizo el resto. Cuando alguien hablaba, ella escuchaba con atención mientras le observaba el rostro, las manos, el movimiento de los pies, para analizar mejor sus palabras. Percibía muchas cosas no sólo por fijarse en lo que los hombres decían, sino por la manera en que lo decían y por lo que omitían. Pocos podían ocultarle la verdad.
Muchos hombres subestimaban, inicialmente, sus habilidades, al ver en ella sólo a una joven mujer. Los que la conocían, no. Trella poseía una presencia de autoridad, un aura de dominio. El clan bárbaro con el que Eskkar había establecido lazos amistosos la llamaba «la bendecida», término que designaba a una mujer señalada por los dioses, a quien se le permitía incluso hablar en los fuegos conciliares.
En Akkad, muchos pensaban que la diosa Ishtar la había bendecido con una perspicacia especial, hecho continuamente reforzado por el sacerdote de Ishtar incluso cuando éste cogió el oro de Trella. Otros juraban que ella había aprendido el arte de los hechizos, con el poder de realizar encantamientos y controlar el alma de los hombres. Trella sonreía cuando oía esas ideas y no hacía nada por disiparlas. Pero sí sacaba partido de ellas.
—¿Y piensas regresar inmediatamente con mi esposo, Drakis?
—Sí, señora Trella, en cuanto recoja lo que me encargó. Debo volver con él antes de que llegue a Bisitun.
Gatus se inclinó sobre la mesa.
—¿Cuántos hombres has dicho que dejó en Dilgarth? —Sentado a la diestra de Trella, Gatus, el nuevo capitán de la guardia, comandaba a los soldados de la guarnición durante las ausencias de Eskkar. Hombre viejo, de más de cincuenta estaciones, Gatus había adiestrado prácticamente a todos los soldados de Akkad.
—Dijo que iba a dejar a tres hombres —respondió Drakis—. El herido y dos más. El señor Eskkar pidió que usted enviara más soldados a Dilgarth tan pronto como pueda, así como artesanos o a quien considere mejor para ayudar en la reconstrucción de la villa.
—¿Y no dijo para qué quiere las sogas y el aceite? —continuó Gatus.
—No —respondió Drakis—. Sólo me dijo que llevara diez vueltas de soga y tanto aceite negro como pueda cargar en un caballo, aparte del mío.
—Espero que no esté planeando quemar Bisitun hasta los cimientos. —Corio, miembro de una de las familias nobles que ayudaban a regir Akkad, lo dijo más en serio que en broma.
Trella se giró hacia su izquierda. Cada día, por lo menos un miembro de las familias regentes de la ciudad se sentaba con Gatus y Trella para revisar cualquier asunto importante. Ese día Corio representaba a las familias nobles en el concejo. Akkad contaba ahora con siete de esas familias y el salón del concejo apenas tenía espacio para contenerlos a todos, aunque raramente venían en su conjunto.
Corio, hábil artesano, había diseñado y construido la muralla de Akkad, muralla que permitió a Eskkar y a sus soldados derrotar a los bárbaros. Esa tarea había cambiado su estatus y había pasado a pertenecer a las familias nobles. Trella sabía que muchos en Akkad, especialmente los críticos insatisfechos con Eskkar, consideraban a Corio y su muralla los verdaderos salvadores de la ciudad.
—Estoy segura de que no es ésa su intención —dijo Trella, sonriendo ante las palabras de Corio—. Si lo fuera, lo habría dicho.
Corio asintió. Quienes trabajaban cerca de Eskkar sabían que no era un hombre sutil.
—Y el aceite tendrá que ir en botas de vino —añadió Corio—. Es demasiado sencillo romper jarras transportándolas a caballo, aunque estén bien envueltas.
—Esto no me gusta nada —dijo Gatus, sacudiendo la cabeza—. Podría haber más hombres en Bisitun de los que Eskkar lleve consigo, y esta vez serán ellos los que estén detrás de una empalizada. Tal vez deberíamos decirle que regrese a Akkad. Bisitun puede esperar hasta que tengamos más hombres.
—Eskkar conoce la situación, Gatus —dijo Trella con calma, aunque a ella tampoco le gustaba.
Había esperado que Eskkar se toparía con pequeñas y aisladas bandas de asaltantes y ladrones, bandidos que escaparían al ver una fuerza organizada de guerreros. No habían previsto una villa repleta de hombres armados. Así y todo, Trella había aprendido a no cuestionar las decisiones de su marido en asuntos militares. Eskkar había luchado en una u otra batalla la mayor parte de sus treinta y pico estaciones y veía con frecuencia, en el campo de batalla, cosas que a otro se le escaparían. Y algo le decía que iba a necesitar sogas y aceite en Bisitun. Eso significaba que pensaba que podía capturar Bisitun sin excesiva pérdida de vidas.
—Drakis —comenzó Trella—, ¿dices que después de que Shulat reveló la información, Eskkar permaneció en el tejado durante una hora?
—Sí, señora Trella. Había caído la noche y la carne de caballo estaba bien cocida antes de que él bajara y se nos uniera. Cuando terminó de comer, me dio instrucciones y me ordenó partir al alba.
Una lección que Eskkar había aprendido bien era que necesitaba pensar y diseñar sus campañas por adelantado. Trella sabía que si Eskkar había pensado tanto tiempo en Bisitun, entonces contaba con un plan, y que habría sopesado todas las alternativas. Suspiró para sí y reacomodó su peso una vez más. Salvo por una petición urgente de que regresara, Eskkar haría exactamente lo que había decidido. Correría muchos riesgos, pero eso era propio de él.
—¿Atenderás a las necesidades de Drakis, Gatus? —Si el hombre debía partir con las primeras luces del día siguiente, razonó Trella, y los caballos resistían, Drakis se reuniría con Eskkar justo cuando éste llegara a Bisitun.
—Sí, señora Trella. —Gatus ablandaba su tono áspero cuando hablaba con Trella—. Me aseguraré de que tenga los dos mejores caballos que quedan en Akkad, y uno o dos hombres más para Dilgarth. Y creo que enviaré a otro hombre con Drakis, para asegurarme de que no se caiga de su caballo o se desvíe de su camino y se emborrache.
Todos sonrieron. Miembro del clan del Halcón, Drakis había demostrado ser más firme que muchos.
—Asegúrate de llevarte abundante comida, Drakis —dijo Trella—. Pero esta noche comerás y dormirás en nuestra casa. Necesitas descansar. Llevas cabalgando sin tregua por lo menos durante cuatro días. —Ella sabía que sus palabras no eran necesarias, que el hombre cumpliría con su obligación sin vacilar, pero el efecto conseguido era el que ella deseaba.
La idea de que la líder de Akkad se preocupara de su cena y del lugar en donde dormiría hizo que Drakis se sonrojara de vergüenza. Se puso de pie e hizo una reverencia.
—Gracias, señora Trella. Será un honor para mí. —Volvió a hacer una reverencia, esta vez a Gatus, y salió del cuarto.
Trella, Gatus y Corio permanecieron sentados en la mesa de la casa que ahora se conocía como casa del concejo, una casa de buen tamaño, de una planta, ubicada a unas docenas de pasos del mercado de Akkad. Eskkar y las familias nobles se reunían en la casa del concejo para gobernar la ciudad, que crecía rápidamente, y hacerse cargo de sus asuntos. La estructura contenía sólo dos habitaciones grandes: una cámara interior, donde se reunían los jefes, y una exterior que funcionaba como sala de espera para quienes tenían que tratar con el concejo. Allí trabajaban tres secretarios, para llevar la memoria de las decisiones del concejo y para confeccionar una lista de quienes buscaban hablar con el concejo. Dos guardias vigilaban a cada visitante, asegurándose de que nadie introdujera un arma en la cámara interior. Otros dos soldados del clan del Halcón, la guardia habitual de Trella, también esperaban allí. Otro soldado montaba guardia fuera de la casa.
Trella se reclinó en su silla mientras sentía cómo la criatura se movía en su vientre. Al menos los asuntos del día estaban casi terminados.
—¿Cómo van los planes para la nueva muralla, Corio? ¿Te falta poco para completar tu diseño? —Trella sabía que se había estado reuniendo a diario durante un mes con todos los maestros constructores y artesanos de Akkad.
Corio se levantó, luego se acercó al otro lado de la mesa, para poder verlos con más facilidad. Hombre alto, de manos grandes, prefería hablar estando de pie.
—Discutimos todo el día y toda la noche el asunto, hasta que no quedó aceite para las lámparas. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Nadie está del todo satisfecho. Pero basándonos en las necesidades de todos y en cuánto se espera que crezca Akkad en las próximas estaciones…, finalmente hemos acordado comenzar.
—¿Y dónde se ubicará esta nueva gran muralla? —preguntó Gatus, comenzando a alzar su voz. Además de suministrar los soldados para mantener el orden durante la etapa de construcción, tendría que desarrollar y entrenar más hombres para defender la creciente ciudad en el caso de un nuevo ataque.
Corio sacudió la cabeza con pena.
—No te va a gustar, Gatus. El nuevo muro hacia el este se ubicará a ochocientos pasos del actual. Los muros norte y oeste permanecerán donde están, pero el del sur también deberá reubicarse. El área rodeada por la extensión de las murallas será más de tres veces el tamaño actual de Akkad.
—¿Y cuánto tiempo llevará construir tan maravillosa muralla? Apuesto a que Trella será abuela antes de que esté terminada.
Trella sonrió ante las palabras del viejo soldado. Éste pensaba en ella casi como en una hija, y se consideraba a sí mismo como uno de los pocos en Akkad que no necesitaba usar de ningún tratamiento cuando le hablaba, aunque en ocasiones formales se dirigía a ella con propiedad.
—Los nuevos muros tendrán unos diez metros de altura —dijo Corio—, pero tres se encontrarán bajo tierra. Con tantas torres como tú y Eskkar habéis exigido, nos llevará por lo menos tres años construirlos. —El valor de las torres que se proyectaban más arriba y por encima de las murallas era incuestionable; habían aprendido esa dura lección durante el asedio de Alur Meriki.
Trella no se mostró sorprendida, aunque para sus adentros pensaba que llevaría alrededor de cinco años completar el trabajo. Había participado en muchas de las discusiones, y sabía que Akkad necesitaría mucho espacio. Sería un proyecto colosal y llevaría muchos años y a ella le preocupaba más saber de dónde vendrían el oro, los soldados y los trabajadores. Con el nuevo muro en su lugar, Akkad sería la ciudad más grande y fuerte del mundo, y su hijo estaría a salvo dentro de sus imponentes muros.
Gatus golpeó disgustado la mesa con la palma de su mano.
—¡Tres años! Eso es si podemos encontrar soldados y trabajadores en abundancia para hacerlo. Lo más probable es que lleve dos veces ese plazo, si quieres saber mi opinión. Dudo que viva el tiempo suficiente para verla terminada.
Trella puso su mano sobre la de Gatus y sonrió.
—La verás, Gatus, al igual que todos nosotros. Corio construirá una gran ciudad para nosotros. Debemos tener paciencia. —Ella respetaba al soldado tanto como él a ella, aunque por distintos motivos. Los soldados honraban su experiencia y sus años. No había muchos guerreros que sobrevivieran más allá de su cuadragésima estación. Para Trella, Gatus había demostrado su lealtad hacia ella y Eskkar en más de una ocasión.
Se volvió hacia Corio.
—Me alegra que todos os hayáis puesto de acuerdo en lo que hace falta. Como siempre, lo has hecho bien, maestro constructor. —Se puso de pie, agradecida por la oportunidad de descansar su espalda y ya deseando regresar a su hogar.
Una sombra cruzó la puerta abierta y apareció uno de los escribientes en funciones, un hombre joven con el rostro pálido de quien rara vez ve el sol. Tenía una barba fina y una voz aguda.
—Señora Trella…, capitán Gatus, hay otra persona esperando para veros, un extranjero del lejano oeste. El mensajero del noble Eskkar entró antes que él. ¿Le digo que regrese mañana?
Trella se sintió tentada de hacer exactamente eso, pero el lejano oeste significaba que el extranjero provenía de las tierras más allá del otro gran río. Rara vez veían viajeros de la región al oeste del Éufrates. Ella vio la misma curiosidad en el rostro de Corio y cambió de opinión.
—No, lo veremos ahora. Hazlo entrar, por favor.
Para cuando ella y Corio volvieron a tomar asiento, el extranjero ya se encontraba de pie frente a ellos. Trella supuso que estaría cerca de su trigésimo año, aunque su rostro terso y sin marcas lo hacía parecer más joven. No mucho más alto que ella, el hombre era de complexión delgada, aunque parecía lo suficientemente fuerte. Sus ropas estaban gastadas, pero bien hechas; sus facciones eran finas y regulares. Excepto por sus ojos grises y su tez más oscura, nada lo distinguía de cualquier otro comerciante local. Hizo una reverencia educada, volviendo su rostro a cada uno de ellos al hacerla.
—Te agradezco que me hayas recibido, capitán Gatus. —Korthac hablaba en voz baja, con una voz agradable y, aunque tenía un fuerte acento, sus palabras eran claras—. Mi nombre es Korthac. Me doy cuenta de que ya es tarde, y veo que la llegada del mensajero del noble Eskkar ha sido imprevista. Puedo volver mañana, si así lo deseas.
Gatus se volvió hacia Trella, pero ella no hizo señal alguna, sólo observó al extranjero. El viejo soldado asintió formalmente al visitante.
—No, podemos hablar ahora. Y no hay necesidad de permanecer de pie. —Gatus esperó a que Korthac tomara asiento frente a él, al otro lado de la mesa—. Éste es Corio, nuestro maestro artesano, y ella es la señora Trella, esposa de Eskkar, nuestro líder. ¿Dices que eres de las tierras al oeste del Éufrates?
—Sí, capitán. Más allá del gran desierto. Llegué ayer con una pequeña caravana. Soy comerciante y me gustaría establecer una casa aquí en Orak…, quiero decir, en Akkad. —Sonrió por el error cometido. Todos parecían tener dificultades en acostumbrarse al nuevo nombre de la ciudad.
—¿Qué tipo de comercio? —Corio se inclinó sobre la mesa. La pregunta era más que simple curiosidad. Cada comerciante tenía sus propios contactos y secretos profesionales, y si este hombre en verdad provenía del otro lado del desierto, podía traer nuevos vínculos comerciales a la ciudad.
—Noble Corio, yo comercio con piedras preciosas y otros artículos que pueden venderse ventajosamente. Tengo la intención de traer tales bienes a través del gran desierto y vender esmeraldas, ónice, cuarzo rosado, peridotita, amatista y cuentas de vidrio. Para obtener una ganancia después de recorrer tales distancias, los artículos deben ser pequeños y de fácil transporte, como seguramente comprenderás.
—Las joyas hechas con cuentas de vidrio son muy raras aquí —musitó Corio—. Son muy valoradas por su belleza y sus propiedades curativas. Y la peridotita también es escasa, puesto que tiene el poder de disolver los hechizos.
—Entonces tal vez me vaya bien en Akkad —dijo Korthac educadamente; su sonrisa mostraba unos dientes blancos y regulares—. Si se me permite abrir una casa propia, noble.
—Hay un impuesto que debe pagarse antes de que puedas establecer una casa de comercio —dijo Corio, mirando de reojo a Trella antes de responder—. Entenderás, Korthac, que acabamos de derrotar una invasión bárbara, y eso ha tenido un gran costo para nosotros, podría añadir. Los recién llegados deben pagar para poder hacer negocios bajo la protección de Akkad. También hay otros impuestos y reglamentaciones.
El rostro de Korthac se ensombreció por un momento.
—Espero que tales tarifas no sean excesivas, nobles. La larga travesía ha sido muy dura y he tenido muchos gastos.
Trella lo interrumpió con suavidad.
—Tal vez puedas contarnos algo sobre las tierras al oeste. ¿Cómo son? ¿Vive mucha gente en ellas?
—Una vez que uno cruza el gran desierto, hasta la tierra llamada Egipto, hay muchas villas y un gran número de gentes —respondió Korthac.
—¿Villas tan grandes como Akkad? —Gatus tenía algo más que un matiz de duda en la voz—. Las tierras lejanas siempre son mágicas o imponentes, da la impresión, pero he viajado mucho en mi juventud y nunca encontré una ciudad con tanta gente como Akkad.
—Ah, no, ninguna tan grande como Akkad —dijo Korthac—. Akkad es una fantástica…
—Por favor, discúlpame, Korthac —interrumpió Trella—, pero aquí puedes hablar sinceramente. —Ella sabía que se esperaba que el visitante cantara loas a Akkad, para halagar a sus regentes y ciudadanos importantes—. Deseamos escuchar la verdad respecto a las tierras del oeste. Los pocos que vienen a nosotros desde lejos suelen ser hombres perdidos o vagabundos del desierto, que comprenden poco sobre la vida en las villas y en las granjas. Tales personas poco pueden decirnos.
Korthac miró a Trella con cautela antes de continuar.
—La verdad, señora Trella, Egipto es una tierra enorme y fértil, con muchas villas, algunas de ellas más grandes que Akkad. Egipto tiene mucho oro y plata así como grandes rebaños de ganado y otros animales. El número de sus gentes está más allá de todo cálculo.
—¿Tienen sus poblados murallas alrededor? —preguntó Corio, poco convencido.
—Muchos las tienen, noble Corio —respondió con calma el extranjero—. No todos, pero algunos han alzado muros tales como los vuestros para protegerse, para mantener fuera a bandidos o invasores.
—Akkad es la primera villa en estas tierras que construye un muro fortificado para protegerse —agregó Corio, con cierto escepticismo en la voz—. Una fuerte muralla no es algo sencillo de edificar.
—Sólo puedo decirte lo que he visto, noble Corio —dijo Korthac, alzando las manos levemente, en gesto apaciguador—. La señora Trella me pidió que dijera la verdad, y es lo que he hecho.
—Entonces tenemos que agradecerte tu sinceridad, Korthac —dijo Trella, hablando, una vez más, antes de que Corio pudiera replicar—. Pero ahora se hace tarde y el concejo todavía tiene asuntos pendientes. ¿Podrías volver a vernos mañana, digamos a la hora anterior al mediodía? Entonces tendremos tiempo de hablar contigo largo y tendido, y podrás contarnos mucho más sobre lo que has visto en tus viajes y en esa tierra llamada Egipto.
Korthac aceptó la despedida cortésmente. Se puso de pie e hizo una respetuosa reverencia.
—Por supuesto, señora Trella, entiendo. Regresaré a esa hora.
Trella se había puesto de pie cuando él lo hizo y, al igual que él, hizo una reverencia, obsequiando a Korthac con una sonrisa agradable mientras éste se retiraba. Esperó a que se hubiera alejado antes de volverse a Corio y a Gatus.
—Este extranjero ha corrido un gran riesgo cruzando el desierto con mercaderías tan valiosas, y sólo con la esperanza de establecer una casa aquí en Akkad.
—Cualesquiera que sean sus razones —respondió Corio—, está aquí con sus mercaderías. Cada mercader contribuye a las riquezas de Akkad. Dejémosle establecer su casa de comercio, si es que puede pagar el impuesto de veinte monedas de oro.
—No, Corio —dijo Trella con firmeza—. Creo que no. Mañana le diremos que debe pagar cuarenta monedas de oro si quiere hacer negocios aquí.
—Por los ojos de Ishtar, Trella —juró Gatus—, Mantar se quejó durante días cuando tuvo que pagar veinte. Aseguró que se vería obligado a mendigar por las calles. Y eso fue hace apenas un mes.
—Así y todo, Mantar pagó el impuesto —dijo Trella—. Y recuerda, Korthac es un extranjero. Mantar vivió aquí toda su vida.
Mantar comerciaba con animales, sobre todo cabras y ovejas, que suministraban leche y queso. Se había quejado amargamente por el importe del impuesto, pero fue de los que abandonaron la ciudad antes de la llegada de los bárbaros, y ahora debía pagar para restablecer su comercio. Trella no tenía simpatía por quienes habían rechazado defender Akkad.
—Y dudo que Korthac se lamente tanto como lo hizo Mantar —dijo Trella—. Creo que es importante investigar todo lo posible sobre Korthac. —Se volvió a Gatus—. ¿Cuántos hombres hay en su caravana, cuántos esclavos, cuántos animales? ¿Qué clase de gente ha traído consigo? Averigua dónde se alberga y habla con el hospedero. Veamos de qué podemos enterarnos y nos volveremos a encontrar aquí a media mañana. Podremos conversar antes de volver a ver a Korthac. Me aseguraré de que Nicar también esté presente. Él ve mucho en los hombres que tal vez a nosotros se nos escape.
El noble Nicar había sido el líder de la ciudad antes de la invasión y él había confiado la defensa de la ciudad a Eskkar. Nicar también le había regalado a Eskkar una jovencita esclava de nombre Trella.
—¿Qué tiene Korthac que te preocupa tanto, señora Trella? —Corio parecía sorprendido ante su reparo—. Parece lo suficientemente educado.
Trella se encogió de hombros.
—Nada me preocupa todavía, Corio. Pero podemos permitirnos el lujo de ser cautos. ¿Y no es extraño que un mercader cruce el gran desierto, corriendo riesgos, sin asegurarse antes de qué es lo que lo aguardaba aquí? ¿Acaso no sabía que Alur Meriki estaba cruzando estas tierras, matando a todo aquel que encontrara? ¿Por qué no envió un emisario por adelantado?
Corio abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla. En los últimos meses, había aprendido a no dejar de lado las ideas de Trella.
—Piensa en ello, Corio —continuó Trella—. Y tú también, Gatus. Averigüemos todo lo que podamos. Y ahora, si me disculpáis, mi cuerpo insiste en que me ocupe de él.
Ella pasó a la primera sala; los dos guardias se pusieron en pie al verla entrar. Su amiga y compañera Annok-sur también la esperaba, y se levantó cuando Trella entró en la habitación. Las dos mujeres se encaminaron una al lado de la otra hacia la plaza y emprendieron el regreso a casa de Eskkar. Un guardia caminaba delante de ellas; el otro, detrás. Ambos hombres mantenían sus manos en las empuñaduras de las espadas y la mirada atenta.
Sólo unos meses antes uno de los enemigos de Eskkar había atacado a Trella en plena calle y casi la mató. Los hombres que intentaron asesinarla habían muerto bajo tormentos. En un ataque de furia verdaderamente bárbaro, Eskkar había amenazado con quemar la ciudad entera y matar a todos sus habitantes si eso volvía a suceder. Nadie dudaba de su palabra. Y por eso los guardias permanecían atentos y suspicaces, exactamente como habían sido instruidos por Eskkar y Gatus. No querían enfrentarse a la ira de Eskkar o a su propia vergüenza si se produjera otro atentado contra la vida de Trella.
Annok-sur, tan alerta como cualquiera de los guardias, permanecía al lado de Trella. Esposa de uno de los lugartenientes de Eskkar, Annok-sur casi doblaba en estaciones a Trella. Su esposo, Bantor, y un grupo de soldados habían dejado Akkar unos días antes de que Eskkar marchara hacia el norte. A esas alturas, las fuerzas de Bantor se habrían desplegado hacia el sur de Akkad, observando cuidadosamente el progreso de la migración bárbara en retirada y asegurándose de que no volvieran sobre sus pasos para atacar nuevamente Akkad. Los bárbaros habían sido rechazados, pero todavía contaban con muchos guerreros, y los rumores de su presencia, aun en la creciente distancia, seguían asustando a los habitantes de Akkad.
—¿Hay algo que te preocupe, Trella?
—Sí, Annok-sur, pero hablaremos de ello cuando estemos en casa.
***
Korthac regresó a la modesta posada que había elegido para sí y para sus hombres. Avanzando por las callejuelas, no prestó atención a las miradas atónitas de los pobladores. Aunque su ropa y la de su guardaespaldas provenían de aquellas tierras, el tono oscuro de la piel, intensificado aún más por los meses bajo el sol, los señalaba como forasteros y, peor aún, como extranjeros. Sin embargo, Korthac sonreía amablemente a todos los que le sostenían la mirada, ofreciendo saludos y gentiles inclinaciones de cabeza. Necesitaba ganarse a aquella gente sencilla. Ya habría tiempo de enseñarles el respeto adecuado más adelante. Entonces se arrodillarían en tierra cuando él pasara, temerosos de mirarle a los ojos, a riesgo de perder la cabeza.
Había transcurrido más de un mes desde que dejara Magabad. Había entrado en Akkad con sólo dieciséis hombres, elegidos cuidadosamente para asegurarse de que parecieran sirvientes y trabajadores más que guerreros. El resto de sus fuerzas permanecía lejos, hacia el oeste, esperando sus órdenes, mientras Ariamus recorría la comarca en busca de hombres dispuestos a pelear por oro, incluso con extranjeros a su lado.
A Korthac le había sonreído la fortuna al poner a Ariamus en su camino. Korthac no podía imaginar mejor instrumento. Ariamus conocía la ciudad y sus alrededores, conocía a la gente y sabía cómo hacerse obedecer por la chusma que pronto elevaría a Korthac al poder. Su ansia de poder y riqueza hacía que fuera fácil controlarlo. Mientras Ariamus fuera obediente y leal, continuaría siendo útil. Korthac recordó la sorpresa en los ojos de Ariamus cuando vio las bolsas con las gemas. La codicia del hombre sería un par de riendas en las firmes manos de Korthac.
Korthac había traído consigo dos bolsas con joyas, más que suficientes para establecerse en Akkad. En el plazo de unos días o de una semana pagaría a regañadientes la insignificante cantidad que le pidieran los acadios. Después de eso, se compraría una casa y establecería su base de operaciones. Iría trayendo a más de sus hombres a Akkad, de uno en uno o de dos en dos, incrementando el número mientras establecía un inocente comercio de piedras preciosas con los mercaderes locales. Sería un negocio lucrativo para los acadios, puesto que Korthac no pensaba ser muy astuto en sus negociaciones. De esa manera se granjearía muchos amigos, a la vez que establecería su reputación de mal comerciante. Y haría también otros obsequios, con los que se ganaría aún más simpatizantes.
Al mismo tiempo, Ariamus continuaría reclutando hombres. Durante las primeras conversaciones después de haberle salvado la vida a Ariamus, Korthac no estaba seguro de que su recientemente adquirido sirviente y aliado fuera capaz de conseguir el número de guerreros que había prometido. Pero a medida que viajaba acercándose a Akkad, Korthac vio por sí mismo la devastación de la campiña y la cantidad de hombres sin amo que deambulaban sin rumbo. Muchos se habían apresurado a unirse a Ariamus y a sus hombres, y su nuevo lugarteniente prometía reclutar aún más. Cuando Korthac contara con suficientes seguidores, una noche de batalla bastaría para hacerse con la ciudad.
Mañana iniciaría la campaña. Ya había comenzado por enterarse de quiénes eran los comerciantes y los mercaderes importantes, y pronto empezaría a comprar su apoyo con juiciosos y discretos sobornos. A Korthac no le importaba cuántas gemas le costaría; se aseguraría de recuperar la mayoría una vez que se hubiera apoderado de la ciudad.
A pesar de lo que le había dicho a Trella, Akkad lo había impresionado. La ciudad rebosaba de actividad. Korthac veía nuevas edificaciones o reconstrucciones en todas las calles, mientras que las nuevas cosechas florecían en los campos aledaños. Los habitantes parecían saludables, contentos y bien alimentados, con escasos indicios de enfermedades. Incluso los esclavos parecían notablemente satisfechos con su suerte. Egipto podía tener una o dos ciudades más grandes, pero ninguna igualaba a aquel lugar en energía. No, Akkad serviría perfectamente a sus propósitos. Tal vez un día contaría con un ejército lo suficientemente grande como para regresar a Egipto y aniquilar a sus enemigos.
Apartó ese pensamiento de su mente. Le llevaría años explotar Akkad completamente, y en aquel momento necesitaba concentrarse en la tarea inmediata. Había hablado con el posadero y otras personas, y se había enterado de que Eskkar había viajado hacia el norte a la vez que había enviado a otros soldados hacia el sur. Korthac apenas podía creer en su suerte. El tonto de Eskkar había dividido sus fuerzas y dejado la ciudad a cargo de su joven esclava embarazada.
Si Ariamus reclutaba a los hombres lo bastante deprisa, Korthac podría tener más que suficientes seguidores para apoderarse del control de Akkad. Podía llevarle apenas unas semanas en lugar de los meses que había previsto. Mientras que el idiota de Eskkar perseguía bandidos por toda la comarca, debilitando así sus fuerzas, Korthac protegería y aumentaría sus propias fuerzas.
Korthac llegó a la posada y entró. Saludó cortésmente al posadero y se sentó a una mesa. A excepción del dueño y su familia, sólo Korthac y sus hombres estaban hospedados allí. El posadero había invitado a los demás huéspedes a que buscaran refugio en otra parte, gracias a un generoso obsequio de Korthac. La pequeña posada no podía, en circunstancias normales, albergar a tantos viajeros, pero sus hombres podían tolerar la incomodidad de dormir hombro con hombro directamente en la tierra; después de las brutales semanas viajando por el desierto, el suelo de la posada parecía casi un lujo.
Aunque Korthac había seleccionado a sus hombres con cuidado, éstos todavía tenían dificultades para actuar como meros guardaespaldas en lugar de como guerreros adiestrados. Sólo les permitía llevar dagas de acuerdo con su cargo, y guardaba las espadas recientemente adquiridas en su cuarto. Había prometido matar al primer hombre que se peleara con cualquiera de los habitantes. Hasta el momento, se habían mostrado comedidos, sabiendo que los días de robo y saqueo llegarían pronto.
El posadero se apresuró a llegar a la mesa llevando una jarra de vino y copas, mientras su obsequiosa esposa aparecía con un cuenco de dátiles y un plato desportillado con un poco de pan fresco. Korthac se lo agradeció a los dos con una sonrisa, tratando de no fijarse en las manos mugrientas de ambos ni en los sucios utensilios. El posadero, sin duda, imaginaba que iba a conseguir una suculenta ganancia de su huésped extranjero. A Korthac, la idea de que algún día recuperaría todo lo que le daba a aquel hombre le abrió el apetito. El parvo vino olía a vinagre, pero él lo bebió agradecido, mientras mordisqueaba el pan ya algo rancio.
El encuentro del día con Trella había transcurrido mejor de lo que jamás habría soñado posible. A lo mejor el imbécil señor de Akkad conseguía que lo mataran, solucionándole así otro problema. Este Eskkar ni siquiera contaba con un heredero, aunque Korthac dudaba que muchos fueran a apoyar al hijo de un bárbaro recién llegado. Korthac sabía que se requerían años de confianza, años de obediencia a un líder antes de que la gente aceptara sin cuestionarlo el paso de la autoridad de padre a hijo.
Gatus, el gobernador provisional de la ciudad, parecía y actuaba como un simple soldado, con escasa imaginación. Y Corio no era más que un artesano a quien recientemente se le había permitido acceder a la compañía de lo que los locales llamaban los nobles. No, estos humildes pobladores no se habían reunido en torno a Eskkar por elección, sino por necesidad.
Eskkar había dejado la ciudad, llevando consigo a casi una cuarta parte de sus soldados. Aproximadamente otros sesenta se habían dirigido al sur, lo que dejaba alrededor de un centenar de hombres en Akkad, apenas suficientes para defender adecuadamente las murallas, y menos sin el apoyo de los pobladores. Si se pudiera eliminar a los soldados de la ciudad, las otras dos fuerzas, aunque se unieran, serían demasiado débiles para reconquistar la ciudad, sobre todo después de que Korthac convenciera a los pobladores para que pelearan de su lado. Bastaría con unos cuantos habitantes resentidos y deseosos de mejorar su posición en la ciudad. Al tomar un trago de vino, hizo una mueca de asco. Sabía cómo ganarse al resto de los pobladores. Despedazando a unos cuantos en el mercado resolvería el problema.
Después sólo tendría que vérselas con Trella. Ella sentiría curiosidad, e incluso puede que recelo, pero un extranjero con una docena de hombres no tendría por qué preocupar ni a ella ni a los demás. A lo mejor hasta podría ganársela, mantenerla ocupada y entretenida con historias sobre Egipto, mientras Ariamus continuaba reclutando hombres. Unas pocas joyas quizá dieran resultado.
Ariamus no había averiguado mucho sobre Trella, pero el posadero abundaba en historias sobre ella. Parecía inteligente, pero no era más que una muchacha embarazada, demasiado joven para comprender verdaderamente cómo tratar a los hombres o gobernar una ciudad. Y lo que era más importante, carecía de experiencia en la guerra, especialmente en el tipo de guerra que Korthac había llevado a cabo en Egipto. No, ella y ese Eskkar habían conseguido su posición gracias a haber sufrido una invasión bárbara, y en la confusión del momento se hicieron con la ciudad más grande de la ribera del Tigris. Korthac tendría que andar con cuidado con ella, pero se aseguraría de que Trella sólo se enterara de lo que a él le convenía. Hasta que fuera demasiado tarde. Entonces ella también se arrodillaría a sus pies.
Probó algunos dátiles y volvió a añorar las frutas de los árboles del pueblo donde transcurrió su juventud. Por alguna razón, la comida de aquel lugar no parecía tan satisfactoria como la de Egipto. Dio por hecho que se acostumbraría a ella, especialmente cuando le fuera servida en plato de oro por sus nuevos esclavos. Tomando otro trago de vino para enjuagarse la boca, pensó en Trella. No era muy hermosa, sobre todo con el cuerpo deformado por el niño que esperaba.
Tenía presencia, una cierta aura de poder, algo que Korthac disfrutaría destruyendo. Había contemplado cómo los otros le daban prioridad, aunque podía ser simplemente por miedo al bárbaro Eskkar. Tal vez ella fuera una buena esclava para el placer. Ya había sido esclava en el pasado, así que le parecía justo que volviera a su verdadero lugar en el mundo. Se la figuraba de rodillas y desnuda a sus pies, suplicando por la oportunidad de complacerlo. Sí, eso era algo que le agradaba imaginar. Casi tan agradable como la perspectiva de la ciudad entera sometiéndose a su autoridad, ansiosa por satisfacer todas sus órdenes.
Por la mañana se reuniría con el concejo, presentaría su caso y comenzaría las negociaciones para satisfacer los menesterosos impuestos que le exigieran. Mañana sería el primer día de su nueva campaña. No sería una campaña prolongada, pero cuando terminase sería el líder del lugar, y luego de toda la campiña circundante. Eskkar estaría muerto y su mujer sería esclava de Korthac, por tanto tiempo como él quisiera. O, si no, ella también moriría.