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Ahí fuera, las tropas castellanas abandonan su refugio del alto del Ciervo y se dirigen hacía la Vega. Alfonso de Portugal, el príncipe don Pedro y las órdenes de Calatrava y Alcántara forman el ala izquierda del despliegue. Al otro lado del Salado les espera Yussuf de Granada, tocado con un casco de oro y rodeado de una fanfarria de atabales, añafiles y trompas. Se parapeta detrás de una defensa de arqueros, desplegando nueve mil lanzas dispuestas en tres haces, y veinte mil infantes en seis almogotes bien dotados de ballestería. Junto al monarca granadino, Abu-l-Hassan ha situado a su sobrino Abu Ali el Kakaa y a su hijo Ántara, con la misión específica de enfrentarse a los hombres de las Órdenes Militares.
El luso tiene la intención de maniobrar y parte de su hueste rodeará un monte, que le oculta del enemigo, para salirles de ala, victoriosamente. En el centro esperan el grueso del ejército y el monarca, bien protegido por los hombres de la Orden de la Banda y la gente de las ciudades castellanas, incluida Soria y desde luego nuestros conocidos don Fernando de Juanes y don Jerónimo, este último muy cerca del rey, con funciones de mensajero.
Frente a ellos Abu-l-Hassan despliega sesenta mil hombres dispuestos en once haces de caballería y veinticinco almogotes de infantería. Le acompañan sus hijos Abohomar, señor de Tarudant, capital de la región meridional marroquí de Sus, Audalla, que ya ha expresado su deseo de enfrentarse contra Alfonso XI, y Abu Ali al Nasir, el tercero de ellos, que despliega su estandarte blanco.
El rey había confiado el inicio de las hostilidades a don Juan Manuel que, como sabemos, estaba situado frente a Tarifa apoyándose en la línea de la playa. Avanza hasta las márgenes del Salado, llegando hasta el puente que la noche anterior utilizaron los Caballero para llegar a Tarifa, y despliega sus tropas.
Hasta ahora todo marcha bien. Quizás un poco lento, oye decir don Jerónimo, cuya función de correo le permite estar próximo al rey y oír los comentarios de los que le rodean. Siguiendo las indicaciones tomadas la noche antes en el consejo real, manda formar a sus hombres en tropeles, apretados, con las cabezas de los caballos ayuntadas, hombro con hombro, empapándose en el sudor del compañero. Montan a la jineta, con las piernas extendidas. Las indicaciones de don Alfonso han sido tajantes, quiere utilizar su mejor arma, la fuerza de choque de su caballería pesada, lanzada como una ola arrolladora capaz de romper las formaciones enemigas y abrir importantes brechas en sus haces. Es el lance couchée, una barrera de lanzas que conjuga la fuerza de la montura lanzada al galope con la óptima sujeción del jinete cuyas piernas firmemente ancladas sobre los estribos paliarán la inercia del golpe, y cuya posición tumbada sobre el cuello de su caballo, detrás de su escudo, permite la máxima protección.
El Infante, posicionado sobre el poniente de la ribera del Salado, observa las formaciones enemigas en la orilla opuesta. Al otro lado del puente el terreno es arenoso y dificultará el avance, facilitando la labor a las varias filas de arqueros a caballo que les esperan. Son tropas veteranas de reconocida pericia y continuo entrenamiento con esta arma, capaces de disparar sus flechas con gran precisión y rapidez por encima de la cabeza de su montura lanzada al galope, y retirarse con la misma premura, después de diezmar a las filas atacantes. Dios, ensalzado sea, acordó su preferencia al arco, por encima de cualquier otra arma. Alguna vez dijo (el Profeta): Todo creyente debe aspirar a tener arco y flecha.
Conoce bien la táctica de la caballería ligera, el karr-wa-farr, o “tornafuye”. Él la ha descrito en su obra el Libro de los Estados, advirtiendo acerca de las costumbres guerreras de los musulmanes, tan distintas a las castellanas, pero tan temibles. Que tan buenos omnes de armas son et tanto saben de guerra, et tan bien la facen, que si non porque deven aver, et an, a Dios contra si...
—¿A qué espera don Juan Manuel? —se preguntan los hombres que rodean al rey.
Sobre el ambiente flota su historia de rebeldías y enfrentamientos, cuando no las veces que se ha desnaturalizado del rey de Castilla, apoyando decididamente a sus enemigos, incluido a los granadinos. Ayer en Gibraltar y hace unos años, en vida de Fernando IV, frente a estos muros de Tarifa defendidos entonces por Guzmán el Bueno.
Don Jerónimo también está pendiente de cualquier gesto del rey, y se va acercando hasta el grupo de los generales. Insinúa su presencia con la esperanza de que le envíen con un mensaje para el infante, lo que permitirá unirse con sus tropas e ir al asalto de la real enemiga en donde deben encontrarse con las tropas de Tarifa que atacarán por retaguardia, entre las que seguramente formará Alonso. ¡Dios quiera que pueda llegar antes de que haya sucedido lo inevitable!
Pero Alfonso XI permanece frío y sordo a las insinuaciones, limitándose a observar el campo enemigo e intentando entrever lo que don Juan Manuel está pensando. Puede adivinar el peligro de que se forme un tapón al intentar atravesar el puente, sobre el que se cebe la formación de arqueros, y el desorden resultante, que les convertirá en víctimas del contraataque de la caballería ligera.
—Es un cobarde y un traidor —oye decir a sus leales.
—Señor —le recuerdan—, el ataque de don Juan Manuel debe simultanearse con el de Tarifa, cuyas huestes, aprovechando que la atención se centra en esta zona, saldrán de la villa para internarse por los vericuetos de la sierra y sorprender a la retaguardia.
—Benavides estará esperando la señal y no hará ningún movimiento hasta que no lo haga el Infante.
Finalmente, los menos incisivos recuerdan al rey que el día se está echando encima y el sol se les pondrá de cara. Don Jerónimo que pertenece más bien al grupo de los impacientes, desea tomar cuanto antes contacto con su hijo, temiendo por la suerte de éste y por la de su esposa. Ha meditado acerca del problema y sabe que tiene mala solución, sea cual sea el final del lance, pues si logra vencer a su enemigo, Alonso será para toda su vida un proscrito reo de pena de muerte. Y si muere en el combate... ¡también morirá Isabel!
No existen otras soluciones si median poderes relacionados con talismanes y magia, nadie puede intervenir, pues están ligados a la persona de los protagonistas. Será como Dios lo tenga dispuesto, se dice, pero en todo caso quiere estar presente, junto a su hijo. Don Jerónimo mira al rey, y espera las órdenes del monarca.
Don Juan Manuel sigue dudando. El rey ha ordenado que los hombres ataquen hasta la exasperación, que aguanten flechas, lanzas y cuantas armas quieran lanzarles sin hacerlo con las suyas, más bien al contrario, mantenerlas hasta que se quiebren y cuando tal ocurra que desenvainen la espada y procuren sacar a su enemigo fuera de la formación contribuyendo así a agrandar los huecos que se produzcan en los distintos choques. Y ahora viene lo peor, pues buen conocedor de las tácticas enemigas, sospecha que éstos en un momento determinado cederán, y lo harán cuando más les convenga, arrastrando tras de sí a sus ciegos perseguidores, que irán a caer en una celada, la contrarréplica granadina, que puede venir por cualquier lado.
Adivina que el grupo de arqueros esta apoyado en retaguardia por una fuerte formación de infantería. Habitualmente los magrebís toman a su servicio a ifrandj o milicias europeas, frecuentemente soldados francos, acostumbrados a combatir a pie firme y a resistir, lo que proporciona mucha confianza a la caballería ligera y libertad para combatir en sucesivas oleadas de ataque y retirada. Incluso puede atacar de ala con grupos emboscados detrás de las dunas de la playa.
Ya es el momento, se dice el monarca, observando que el propio hijo de don Juan Manuel, que forma con los hombres de la Banda, se avergüenza del comportamiento del padre y mira angustiado al rey. La paciencia de Alfonso XI acabará hoy definitivamente con dos enemigos.
Decide mandar un correo al Infante reprochándole públicamente su comportamiento. Es la oportunidad de don Jerónimo, que cabalga al galope con órdenes concretas. Cuando llega ante don Juan Manuel se encuentra a un jefe sobrepasado por la responsabilidad, y al grupo de prohombres que le rodea, de más probada fidelidad que el Infante, contagiados por sus dudas y sin apostar por la forma de cruzar el río. Dos hombres oyen las órdenes reales, son los hermanos Gonzalo Ruy y Garcilaso de la Vega, hijos del difunto merino mayor de Castilla, que sin esperar las disposiciones de sus jefes, se lanzan al combate contagiando a ochocientos impacientes lanceros. Su actuación será decisiva en esta jornada, pues ellos iniciaron la batalla del Salado, arrollando a los arqueros que protegían el puente.
Su ejemplo es seguido por don Núñez de Lara y por el maestre de Santiago, que tras cruzar el río se dirigieron contra el centro de Abu-l-Hassan. Atacaron como se les había recomendado, en formación cerrada, todos a una, apretados, sin dejar espacio entre caballero y caballero. Embrazando el escudo delante del corazón y la lanza en vertical, asegurándose sobre la silla. Inicialmente al trote, y finalmente espoleando la montura para atacar al enemigo con la lanza a sobremano, apoyando parte del asta sobre el antebrazo y presionando contra el cuerpo el resto, una postura que disminuye el poder del impacto pero aumenta la movilidad del arma. Hicieron numerosas acometidas, sufriendo, como había ordenado el rey, la lluvia de flechas y lanzas con las que el enemigo les recibía y tras ellos, sin intervenir en el choque, los escuderos les esperaban con caballerías de refresco y armas nuevas para sustituir las quebradas. Los heridos o los que no podían retirarse o no podían utilizar la lanza, echaban mano a las espadas. E cuando las lanças fuesen quebradas que luego fuesen membrándose de las espadas, e que se apenasen con los moros de tal manera que les finiesen perder tierra por fuerza e bondaz de cada uno.
En un momento, la suerte parecía volverse contra las armas castellanas. Abohomar contraataca obligándoles a replegarse hasta sus líneas de salida. Don Juan Núñez de Lara, descendiente del hombre que en la jornada de las Navas de Tolosa saltó por encima de la línea de cristianos encadenados alrededor de la real de Miramamolín, emulando su ejemplo, logró encontrar un hueco en las líneas benimerinas por las que infiltró a sus portaestandartes en dirección al cerro donde se erigía la real de Abu-l-Hassan, e inmediatamente, sus hombres, obedeciendo al deber de fidelidad que les ligaba a sus enseñas, le siguieron, encaramándose cerro arriba.
Por su parte, Alonso de Benavides aprovechó el momento oportuno y salió de Tarifa, atacando con sus hombres la retaguardia musulmana que pronto cedió al empuje coaligado de Núñez de Lara y de la orden de Santiago, que ahora lo hacía por el flanco. Por dos puntos llevaban la victoria a las fuerzas coaligadas de castellanos y portugueses, pues por la izquierda el rey luso rompió las líneas granadinas gracias a la inesperada ayuda de la infantería de don Pedro Núñez de Guzmán, que por motivos todavía no aclarados, ajeno a la disciplina de combate, abandonó la retaguardia de don Alfonso para prestar su ayuda a los portugueses.
Pero esta acción tuvo inmediata consecuencia, pues el centro quedó muy desguarnecido dejando a Alfonso XI en situación desventajosa, apenas acompañado por su grupo de escolta. Los mismos benimerines se dieron cuenta de ello y atacaron al rey con renovadas fuerzas y fundadas esperanzas de romper el centro. Entre los pocos hombres que le acompañaban estaba don Fernando de Juanes, que no dudó ni un segundo y corrió con sus hombres a formar alrededor del monarca una barrera humana para protegerle de las muchas flechas que le lanzaba la caballería ligera enemiga, mientras daba tiempo a que los hombres del concejo de Córdoba con don Gonzalo de Aguilar a la cabeza viniesen a socorrerles. Dos saetas se clavan en el arzón real, hiriendo al caballo. Don Fernando no dudó ni un segundo, e inmediatamente se apeó ofreciéndole el suyo. Un caballero desmontado es hombre muerto: el peso de su arnés le priva de la necesaria agilidad, y a poco dos flechas lanzadas a placer por un enemigo cercano, vinieron a confirmar estos temores. Bernardo viendo a su señor herido se apresuró a acudir en su auxilio, pero antes llegó el fiel Sixto que inmediatamente le acogió en su regazo ofreciendo como defensa el acomodo de su pecho.
—Cumple con el rey —le increpa el criado— y déjanos a nuestra suerte. —Pero Bernardo haciendo caso omiso a Sixto se acerca al caído.
Comprueba que tiene dos flechazos, pero sólo le preocupa uno de ellos, que ha penetrado por la base del cuello, entre yelmo y gambax. Debe descubrirle la cabeza para poderle examinar la herida, pero cuando intenta retirarle el yelmo, sorprendentemente, el criado trata de evitarlo por todos los medios.
—Déjanos, te necesita más el rey.
Desoye el clamor del criado y de un fuerte golpe le derriba, procediendo después a retirar el yelmo para poder observar la herida. Inesperadamente, una vez liberada y retirado el frío hierro de la malla del almófar, queda flotando en el aire la hermosa cabellera rojiza de una bella dama.
—¡Doña Lis!
—¡Silencio, Bernardo! —le espeta el fiel Sixto—. ¡Silencio! Y olvida lo que acabas de ver. O el sacrificio de ella intentando recuperar el honor de su marido, muerto tras el combate al que se enfrentó por el de su mujer en juicio de Dios, habrá sido infructuoso.
Bernardo, sin apenas permitirse comprobar la realidad de lo que está viendo, procede a tapar la cara de la hermosa doña Lis, antes de que los demás puedan advertir su verdadera identidad. Ahí está ella, sangrando por una herida del cuello, mirándole en silencio. Y de repente lo entiende todo. Las supuestas heridas desfiguradoras del esquivo don Fernando. El sentimiento de deuda de doña Lis y la forma con la que ha querido pagarla. Y lo entiende de tal forma que, rápidamente tras asegurarse que nadie les está observando, se cubre con el aparatoso yelmo de su dama y se viste con el rondel que muestra el escudo de Troya, y tras tomar su espada vuelve junto a las tropas, dejando que el criado se cuide de retirar a la dama de la escena.
Cabalga como un poseso, sin pararse a pensar en lo vivido, sin querer recordar ni siquiera la bella cara de su dama, vestida de hierro y decisión, o sus ojos traspasados por el dolor de la herida y llenos de decisión y firmeza. Galopó hasta unirse con los hombres y arrancar de la mano de uno de ellos la enseña de la casa de Troya y encabeza la carga contra el enemigo. Atrás queda el rey rodeado por los hombres de la Banda que observan al bravo caballero que antes le ofreció su caballo y que con una nueva montura vuelve a lanzarse contra los amenazantes enemigos que les están asaeteando, arrastrando con su ejemplo a los demás. Bernardo cabalga sin ver a los hombres de don Gonzalo de Aguilar que aseguran el centro y protegen al rey. Ciego, con el pensamiento fijo en la colina de enfrente donde el moro alza su real y se defiende bravamente de los asaltos de Núñez de Lara. Cruzó los haces enemigos sin darse cuenta de que su alocada cabalgada estaba arrastrando tras de sí a los pendones de Castilla y cuantos hombres juraron por su honor. Sólo Dios sabe como logró evitar la lluvia de armas que cayeron sobre él o cómo logró su caballo tener las suficientes fuerzas para después de tan larga cabalgada ascender la ladera de la colina y llegar ileso hasta las primeras tiendas del enemigo.
El resto de los acontecimientos ya los recoge la Crónica de Castilla aunque no haga referencia específica del señor de Troya. Pero fue la garganta de Bernardo la primera que reventó con el grito de la victoria de las imparables tropas castellanas que ascendieron tras él, confluyendo con el ataque que desde retaguardia estaban lanzando las tropas de Tarifa.
Había mucho odio concentrado y muchos lamentos sin respuestas. Había muchas cuentas pendientes en meses de asedio, en las cosechas devastadas, en los campos arrasados, en el augurio del hambre, en el triste y largo invierno que ya asomaba su rostro en los vientos que empezaban a batir el Estrecho. Los hombres tumbaron las tiendas, saltaron sus defensas y penetraron en el corazón del moro para dejarlo para siempre seco de lágrimas. Primero fue Fátima la tunecina, esposa de Abu-l-Hassan: Los peones la mataron e robaron el aver. Junto a ella sus hijas Zeina, Axa y Azona, y su hermana Maimona, todas ellas forzadas y degolladas. Y quizás un aparte para el recuerdo de otra de sus esposas, que por forra e hija de chamarra que salió mala cristiana, la crónica no da ni siquiera su nombre.
Quizás fue la vista de tanta crueldad la que frenó el ímpetu loco de Bernardo. No sabe cuanto tiempo permaneció absorto de sangre y luto. Fue el propio rey, quien compartiendo con él el dolor por tanto drama, se acercó para rezar una oración y disponer honras para los muertos.
—Caballero de Troya, el rey de Castilla no os olvidará.