1

Una barahúnda de carros, animales cargados, bultos, sacos y cestas llenas de mercancías impregnan la atmósfera de olor a verduras frescas, a boñiga pisoteada y a bocas que alientan ajos y escupen exabruptos y juramentos.

Es la respuesta lógica al monumental atasco que a diario se viene produciendo en el puente del Duero a causa de las medidas dictadas a principios de noviembre de este año de 1327 por el juez de Soria, que con excusa de fielato exige un registro previo antes de entrar a la ciudad. Un intento de controlar posibles ayudas externas a sus enemigos políticos, dicen los malpensados. Para evitar peleas entre los distintos partidos sorianos, contestan los otros. Y aun hay terceras voces que intentan justificarle en virtud de la inseguridad del reino y de posibles ataques externos.

No le faltan razones al juez don Vela, vasallo del conde de Castilla Núñez Osorio, valido del rey, y por tanto enemigo de sus enemigos. Ya ha saltado la noticia del doble acuerdo matrimonial entre Alfonso XI y María de Portugal, por un lado, y de doña Blanca, hija del difunto tutor don Pedro, con el príncipe portugués, el futuro Pedro IV, por otro, y el traslado a Toro de Constanza, la hija del infante don Juan Manuel, confirmando su repudio.

No se ha hecho esperar la reacción del infante, que tras desertar de su cargo como adelantado de la frontera andaluza, dejando plantado al rey cuando iniciaba la campaña contra Granada, se ha atrincherado en sus estados murcianos, desde donde le ha comunicado que se considera extrañado y desnaturalizado por si e por todos sus amigos e vasallos e por todos los que le oviesen de ayudar.

La tensión en el ambiente no parece quitar el sueño al joven Alonso, que sordo al ruido y con la actitud relajada del que camina sin prisas, detuvo su caballo bajo la torre que defiende la clave del puente, esperando a que, al menos en este lugar, aclare el temporal.

Enfrente tiene la puerta de San Pedro y la muralla de la ciudad, un parapeto que encierra un perímetro de cuatro kilómetros de piedra rojiza, contra el que choca el cierzo y otros vientos menos amigables que soplan desde los reinos vecinos de Aragón y Navarra. A sus pies, el río presta a la ciudad oficio de barbacana, y en los flancos sirven de atalayas los montes del Mirón y del Castillo, este último coronado por la fortaleza real, que acoge en su falda a la aljama con su sinagoga, en una curiosa simbiosis en la que, a cambio de ronda y vela de sus muros, Fernando IV concedió a los judíos el privilegio de traer semanalmente veinte cargas de vino desde el vecino Aragón, a despecho de la producción local de un vino tan malo que mejor convenía descuajar las viñas y dedicar la tierra a otro cultivo.

Respira lentamente, saboreando el aire frío de Santana. No quiere tener ni demostrar prisas, un lujo que sabe a libertad. Se acoda sobre la balaustrada del puente y la corriente del Duero le devuelve su imagen.

¡Que distinta a la del estudiante de Santa María! La falta de la disciplina monacal se traduce en su cabello peinado a la moda, con flequillo y melena cuadrada hasta medio cuello, y el paso del verano ha secado los granos de su cara, dado paso a una barba que, naturalmente, se afeita todos los domingos y fiestas de guardar. También ha cambiado su atuendo, ahora viste un sayo marrón cortado a la altura de las rodillas, similar al que en su tiempo usaron los arévacos, los primitivos habitantes de esta región de la meseta castellana; sólo la calidad de la lana supone un elemento diferenciador, y la falta de capucha, el de modernidad. Como ya arrecian los fríos, se protege con largos y gruesos calcetines, sujetos a las piernas por las largas tiras de cuero de sus abarcas de cáñamo. Completa su atuendo con un cinturón de cuero del que cuelga una pequeña bolsa o escarcela, elemento omnipresente en el atuendo masculino, tanto más aparente cuanto más llena se la supone. Un pequeño puñal acredita su categoría, y a fe que no lo oculta, sabedor del derecho de hidalgos y pecheros a portar armas. Por lo demás, poco parece importarle la falta de una vestidura más elegante, consciente de que si es verdad que el hábito no hace al monje, la contraria sí lo es, al menos en este caso.

No le hace falta mirarse al espejo para sentirse, mejor todavía, para saberse cambiado, y aunque es cierto que no hace tanto que era un muchacho que se dolía las nalgas comiéndose los puños de rabia, el tiempo vivido desde entonces no se mide del mismo modo que el cronológico. Ya ha madurado. Ahora se siente capaz de sacar pecho frente a la adversidad y se afirma como hombre libre que ha tomado las riendas de su existencia. Ya han pasado los tiempos en que Isabel y a su madre fueron las causas de su vida, ahora aspira a cambiar la causalidad y a planificar un destino común con ella. No precisa plantearse la premisa previa, porque la sigue amando. Y como se juraron amor ante la Virgen, se afirma en la segunda, resumiendo la cuestión a cómo poder hacer suya ante los hombres la que ya lo es frente a Dios.

Pero ha aprendido algo importante. Hoy sabe que donde su padre entregó amistad, don Martín Castejón puso el límite de la hidalguía, y para que esta no se interponga entre los dos, tiene que estar a la altura de la exigencia. Acaba de poner las bases inscribiéndose en el registro pechero como vecino del barrio de Santa Cruz, gracias a la casa y el resto de su patrimonio que no ha consumido en su formación. Pronto oficializará su ciudadanía, lo hará en la fecha prefijada por la costumbre, el primer domingo después de San Juan.

En ese día, llamado domingo de calderas, desfila en romería el estado pechero, agrupados en dieciséis cuadrillas, dos por cada barrio, encabezados por jurados y cuatros, sus jerarquías estamentales. Él, como el resto de los neófitos, lo hará ostentando el título de mayordomo, llevando la tradicional caldera de carne que cada recién llegado ofrece a sus convecinos, en agradecimiento por su acogimiento.

A su condición de pechero debe añadir más méritos, porque Isabel es miembro de una minoría exigente. Adivina las posibilidades que se le abren gracias al prestigio que le da la medicina, incluida la carrera política. Él cumple las condiciones exigidas en el fuero, ser ciudadano libre con capacidad económica para mantener caballo y equipo de guerra.

El lunes primero después de Sant Ioan, el Concejo ponga cada anno, Iuez, é Alcalldes, é pesquisidores, é montanneros, é defensores, é todos los otros Oficiales...

Anualmente se renueva el concejo mediante elecciones libres, y los treinta y cinco barrios de la ciudad se emparejan para nombrar alternativamente a diecisiete alcaldes, reservándose la nominación del decimoctavo al barrio de Santa Cruz, el del linaje en el que estuvo albergado Alfonso VIII. Entre todos eligen al juez. Al concejo le corresponde la administración del patrimonio municipal; las donaciones de los monarcas lo han enriquecido, a él le corresponde el cobro de impuestos, multas o caloñas y un extenso repertorio de puestos administrativos.

No se terminan aquí sus bazas, es un buen momento para hacer carrera en el mundo de las armas. El almirante de Castilla, Jufré Tenorio, acaba de derrotar a la flota coaligada de nazaríes y benimerines del norte de África, y Alfonso XI, que avanza desde Sevilla por tierras de moros, necesita de todo aquel que le ofrezca sus servicios. No le faltan músculos o habilidades, y ahora dedica mucho tiempo al palenque, donde ya se ha ganado algún respeto.

Ensimismado en sus pensamientos se ha introducido en la ciudad, ascendiendo por el collado que lame las laderas de sus dos montes, el eje sobre el que se asientan los diferentes barrios o collaciones, un conjunto de construcciones, las más de dos pisos, con paramentos de mortero de arcilla y paja armado sobre ramas secas, sostenidos por un entramado de vigas de madera. En el centro de cada barrio una plazuela con su fuente y la iglesia parroquial que le da nombre, sin faltar la casa solar del hidalgo mostrando en su dintel el escudo familiar que da fe de su linaje. Entre barrio y barrio, tierra de labor, baldíos, plantaciones de residuos, letrinas disfrazadas y alguna que otra edificación ocupada por el desarraigo.

Deja atrás la Torre de doña Urraca, donde vivió la tal señora, y finalmente llega a la Plaza del pozo Alvar, para las malas lenguas la de los Morales, por estar en ella su casa y la iglesia de Santa María de las Cinco Villas, sede de su linaje, aunque la verdadera meta de Alonso se erige entre las dos, la casa de don Martín Castejón. A pesar de que siempre que tiene ocasión hace este recorrido esperando el regreso a Soria del hidalgo de Ágreda, ya que como cualquier ciudadano deben acreditar su residencia al menos durante seis meses al año, le sorprende las cancelas de la balconada gótica y el portón de la casa abiertos de par en par y al portero negligentemente apoyado en una de las columnas del dintel, donde dos grifos arrodillados se eternizan en su oficio de mostrar la enseña de los Castejón.

En la plazuela puede ver gente armada luciendo la enseña de los Morales, sin duda vigilan la casa de los dos hidalgos. Tal presencia indica los malos aires que se respiran en la ciudad, en la que también circulan patrullas armadas con la seña de los Vela, en ocasiones en comunión con la milicia ciudadana, asumiendo funciones que no les corresponden.

Alonso, en actitud pacífica y procurando no provocar alarma, se acerca para curiosear el interior de la casa de don Martín. Oye música, risas y voces de mujer... Y entonces, súbitamente, el aire se impregna de la presencia de Isabel. Siente, ve, imagina o quizás sueña con una hermosa joven de larga melena rubia, como la que tenía la niña a la que María la morisca peinaba a la anochecida, intentando inútilmente corregir un rizo en su nuca, quizás una gota rebelde de sangre morisca en un torrente gótico. La intensidad del cielo en sus ojos azules y la blancura del mármol en la textura de su piel. Explota en su mente el recuerdo de la primera vez que sintió su aliento y el peso de su mirada. Fue antes de que aprendieran a entrelazarse las manos bajo la mesa, o al amparo de la oscuridad, tras buscar la soledad. Cuando se tatuó con un hierro candente el brazo izquierdo con el nombre que ella le daba en su intimidad, una marca en forma de pluma en alusión a su alias, “el caballero del cisne”, el mítico sobrenombre de Godofredo de Bouillon, primer rey de Jerusalén.

Y cree verla bajo las arcadas del patio interior de la casona. Pero cuando intenta cerciorarse, el portero se interpone delante de su campo de visión.

¿Ver a quien?, pregunta su corazón desbocado. Hace tanto tiempo, hace demasiado tiempo que no se ven. ¿Y acaso sabría reconocerla? ¿Acaso ella le recuerda? ¡No puede ser de otra forma, pues entregaron su amor al amparo de la Virgen!

—¿Está el joven invitado a la fiesta? —pregunta el portero con acento desconfiado y mirando al grupo armado cercano.

No contesta, pero precavidamente se retira de la puerta para seguir curioseando la fachada de la casa.

Una mujer que quizás ha sido testigo de su agitación, se acerca solícita.

—Joven, ¿buscas a alguien?

Todavía volando en los límites de lo irreal es capaz de contestar:

—¿Sabes si vive en esta casa doña Isabel Castejón?

—¡Vive!, aunque no todo el tiempo. Quiero decir que lo hace por temporadas. Pero en lo que respecta a ahora, ayer la vi cuando salía a la iglesia.

Urraca, pues de ella se trata, mira al joven con el descaro de la adultez y la suficiencia del que se sabe poseedor de algo deseable.

—¡Y qué guapa que iba! —insiste la taimada—. No me extraña que haya jóvenes enamorados vigilando su puerta. Pero a lo que vamos, si eres amigo de la familia, es fácil satisfacer tu curiosidad. Acércate y pregunta. No te estará vedado el paso.

—No tengo tiempo —se disculpa Alonso.

Y cuando intentaba marcharse le detiene una cancioncilla que entona Urraca: Si a la mujer encuentra un haragán cobarde, dice luego entre dientes ¡Fuera, que se hace tarde!

—¿Qué dices, mujer?

—Nada, joven, recitaba una coplilla de un viejo amigo, arcipreste de Hita, que hace referencia a gentes perezosas que cortejan a la mujer y que, por supuesto, fracasan, pues por pereza se pierde mujer de gran valía.

—No está mal el consejo —disimula Alonso.

—Pues te daré otro por el mismo precio, otra coplilla de ese viejo amigo, escucha: Si el trigo está en el molino, quien antes llega, antes muele.

—¿Qué quieres decir? —exclama Alonso, temiéndose lo peor—. ¿Acaso ronda alguien a doña Isabel?

¿No conoce el joven Alonso lo que le ocurrió al cazador que no persiguió la pieza que rastreaba?

Alza Pedro la Liebre, la saca del cubil,

Más, si no la persigue, es un cazador vil;

Otro Pedro la sigue, la corre más sutil

Y la toma: esto pasa a cazadores mil

La cara compungida del joven anima a Urraca a ir un paso más allá.

—Te conozco, eres Alonso Caballero, el joven de Santa María que ayudó a la madre y por ello, te estoy obligada.

—¿Tienes acceso a la casa? ¿Puedes acercarte a doña Isabel?

—Soy una vieja herbolera que recorre calles e iglesias ofreciendo mis polvos, afeites y alcoholes, y a la que me lo pide, también mi consejo. Mi oficio me permite acercarme a cualquier dama... y puedo abrir portillo donde no hay puerta.

Alonso, que a pesar de su escasa experiencia mundana ha oído hablar de esas pavas ladinas que esconden su verdadero oficio de embajadoras y recaderas, se anima.

—Poco puedo ofrecerte. Quizás esta joya —dice, sacando de su pecho el talismán de la tía Giba.

—Nada me debes Alonso. Tú ayudaste a la madre Giba y yo te ayudo a ti. Siento que ella me lo ha encomendado —dice Urraca, palpando en su faltriquera el trozo de piedra lunar que encontró entre sus ropas el día que la amortajó.

—Te pondré en contacto con Isabel. Espera mis noticias, pero... sé más cauto y no vayas enseñando a todo el mundo ese talismán que tan poco valoras.

Tras esta conversación, ambos siguen su camino. Él, cuesta arriba hacia el final del Collado, en dirección a la Puerta Rabanera. La emoción de la promesa de un encuentro le embarga, aunque todavía no acierta a discriminar lo ocurrido o a qué se ha comprometido.

Al otro lado de la muralla puede verse el trasiego de los carreteros que descargan vehículos y ganados en la dehesa boyar, y al fondo, recortándose en el paisaje, la quilla invertida del navío del Pico Frentes, a cuyos pies se extiende la dehesa de Valonsadero, ambas regalo de Alfonso XI a la ciudad. Por aquí y por allá el cereal se asoma tímidamente en las “tierras de pan llevar” y por todos los lados, pastos comunales, en donde desde mayo a San Juan se puede acotar y cercar un prado, aunque los caballeros guerreros, por fuero, pueden reservarse el terreno suficiente para la manutención de su caballo para todo el año.

Deja a su izquierda la iglesia de San Francisco y asciende por la claustrilla hacia una loma coronada por el convento de santo Tomé y la iglesia de santo Domingo. Al llegar se dispone a esperar a que llegue la milicia ciudadana y le entreguen, para confiar a la caridad de Santa María, a un pobre loco, cuyo estado no le exime de pagar sus deudas con la justicia y ser azotado en el Calaverón, una campa extramuros que acoge mercado de ganados y escenario para ajusticiados.