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Volvió sobre sus pasos dispuesto a entrar en el castillo por la estancia que habían dejado atrás. No se extrañó al comprobar que la puerta no estaba atrancada y podía abrirse fácilmente. Ascendió por una escalera de caracol y al poco se encontró con una segunda puerta, la empujó suavemente y tampoco se extrañó cuando se abrió sin oposición. Accedió a una estancia, el dormitorio de una dama. ¡Estaba ahí!

Desnuda, sentada de espaldas, confortándose con el calor de unos troncos que ardían en una chimenea y contemplándose en el espejo mientras se cepillaba lenta y suavemente su rubia cabellera. Y se volvió lentamente, para encararse con Alonso. Piel blanca tersa, pechos duros, temblorosos, y en el borde superior de su pubis, emergiendo de una mar rubia, un tatuaje en forma de luna nueva. ¡Isabel!, todo ella era... es Isabel. Sólo le traiciona el color de sus ojos negros.

Los dos se miran frente a frente. Alonso intentando reconocer a esa mujer que tanto empeño había puesto en parecerse a...

—¡Marfa!

—No querido —contesta con la seguridad de la persona que tiene en sus manos todos los triunfos—. Esa mujer murió en una cueva de Soria.

Sinuosamente se le acerca con andares encelados y mirada de gata y le empuja suavemente acariciándole los hombros, llenándole con su mirada húmeda, excitante, conduciéndole hacia una enorme tina rebosante de espuma perfumada. Le despoja los restos de su maltrecha ropa y le invita al baño. Más que hablar susurra, desmaya sus palabras. Cree oírla que es la Luna Nueva, el premio para el Caballero Blanco, el vencedor que ha sabido encontrar la salida de la trampa superando la prueba donde otros han fracasado.

Ahí está su cama, como la de Isabel, con el mismo dosel, con la misma ropa bordada que usaba ella. Su mismo baño, sus mismos jabones. Sus mismos perfumes. Deja que sus manos hagan. Las siente estrangulando la dureza de su pene que grita de dolor lágrimas de su esencia. Las siente guiándole hacia sus labios que revientan en suspiros, enderezando sus pezones, deslizándose por su abdomen, sus ingles. La siente lamiendo su olor a masculinidad, invitándole a verterse en el calor de su aliento. Le estallan las sienes, y le vibran las entrañas con las sensaciones que explotan en la base de su bajo vientre. Y ahora ella se introduce en la tina y le abraza encerrándole entre la trampa mortal de sus muslos.

—Todo, todo es tuyo, mi hermoso Caballero.

Huele a abejas, a crema de abejas, como el pelo de Isabel.

—Isabel, Isabel —repite perdido en el placer, abrumado por la tentación.

Sus labios saben a miel y agua de rosas. Y sus dientes, ¡hay sus dientes! mordisqueándole los labios, la barbilla, las orejas. Ya no ve, tiene los ojos empañados de lágrimas de placer y en su boca estalla el aire acumulado tras tantos años de continencia. Sus uñas le agarrotan arrancándole gritos de placer, aunque todavía acierta a oír maullar a Isabel, con la voz de Isabel y el acento de Isabel.

—Cómo hemos tardado tanto tiempo, mi amor.

Ella se remueve en el agua, frota tentadora vientre contra vientre, sin dejar de hacerle sentir el peso de sus senos, hasta que cierra la presión del abrazo de sus muslos anunciándole el momento de hacerle suyo y penetrarse hasta el fondo, hasta donde debería arder su sexo... y en realidad esconde su furor, su frustración y su odio.

—Entra en Isabel —le invita—. Lléname de ti y los dos alcanzaremos la eternidad —le tienta, susurrándole una historia de tiempos lejanos, de tierras extrañas, donde un caballero llena a su dama con la espuma de su semilla bendiciendo la tierra.

—A mí, tú en mí, los dos nos hemos elegido. ¿Quién crees que te ha facilitado la salida del túnel, por qué has encontrado abierto un hueco en el muro que tapiaba la salida?

Un instante de gracia, apenas un segundo. Suficiente para descubrir sobre su cama las ropas que vestía antes de que entrara en la habitación. ¡Sus ropas blancas! ¿Es posible que se trate del sudario que la envolvía? Alonso se llena de la visión de Isabel. De don Vela intentando abrazarla. De sus vestiduras, del momento que las cogió Marfa... De sangre, de Isabel sin corona y del grito de la Gorgona.

El ardor desaparece bruscamente, pero no la alarma. Se deja chupar, morder, profanar, pero no participa, por tanto no peca, no se entrega a la mujer que sus sentidos confundieron con Isabel.

Mira a su alrededor buscando el elemento definitivo, la corona de flores negras, la flor de Hécate.

Tiene la seguridad de que debe ser así. Ella lo tiene todo, todo lo que llevaba Isabel en el momento que la esencia la abandonaba impregnado todo lo que la envolvía. Ahí está, junto a ellos, a mano. En la cajita de la que Marfa extrae las sales para perfumar el agua. Una hermosa cajita de marfil tallada con una escena mitológica, Teseo rodeado de los delfines que le ayudaron a sacar del mar la corona que las nereidas fabricaron como regalo de bodas para Afrodita. No puede ser más evocador el estuche de la corona de Isabel. Seguramente para poder extraerla y coronarse en el momento del orgasmo, se dice, tras adivinar los motivos por los que Marfa quiere ser Isabel.

Intenta abrirla con disimulo, pero ya es tarde, la experta Marfa ha notado la pérdida del hombre y el estado de alerta del enemigo y no ha dejado de seguir el viaje de sus ojos por toda la habitación. Dando por perdido todo su afán, se levanta rápidamente y coge presta la cajita y despechada de rabia y frustración, la tira al fuego.

—Ni para ella, ni para mí, para ninguna de las dos.

Y mientras Alonso intenta salvarla de las llamas, la mujer huye por la puerta que antes le había servido de entrada.

En su desesperación por salvar la corona de flores negras del pasto de las llamas no oye el griterío que viene de afuera, ni el ruido de las armas. Del estuche de marfil se desprenden lenguas de fuego de color azulado que abrasan inmisericordes sus dedos, sus muñecas, su piel. Afuera, apenas merece comentario la resistencia de los moradores, inermes al ataque bajo el efecto de las drogas, la borrachera o el sexo. Las hojas de las espadas de los hombres del señor de Troya dieron rápida cuenta de los invitados que sin apenas exhalar quejido, pasaron a serlo de la mesa del infierno. De un infierno distinto al que los Hijos de Sirio sitúan el centro de la tierra y de la germinación, en donde crecen las flores negras de Hécate.....Inermes a las llamas