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La hueste soriana abandonó la ciudad a primeros de enero con el fin de reunirse en Sevilla con el ejército real a mediados de marzo, sin excusa o tardanza. La proclama real advertía al remolón con una sanción de dos días extra de servicio sin sueldo por cada uno de retraso, extensible a tres en caso de que éste sea superior a ocho días, siempre y cuando el rey no se haya adentrado en tierra enemiga, porque en tal caso, el retraso acarreará la pena capital sin posibilidad de perdón.
Ellos dos, Alonso y Duruelo lo hicieron más tarde, sin acuciarse con las prisas de los guerreros pues no les alcanzaban las disposiciones. Ascienden por el collado que discurre entre el Monte del Castillo y el del Mirón, lo hacen lentamente, al paso cansino y estridente de la carreta de Duruelo, cargada con impedimenta guerrera y los pocos bultos de Alonso, que cabalga a su lado, saboreando los aires de la mañana y saludando al sol que insinúa sus rayos en el naciente.
A hora tan temprana nadie les ve marcharse, pero cuando salen por la puerta Rabanera y enfilan hacia Guadalajara, la vieja Urraca les sale al paso.
—Veo que te has decidido, muchacho —le dice a manera de saludo.
—Así es, Urraca, cabalgo hacia mi destino, sin saber dónde ni cuánto tiempo. ¿Acaso tú puedes aclarármelo?
—Yo, pobre mujer, ¡qué voy a decir al caballero!
—Tu consejo, mujer.
—Puesto que lo pides, ahí va. Viaja hacia el sur y busca la gran roca batida por los vientos, sobre ella se sienta un hombre que viste la piel del león. Te pedirá que le beses los pies en señal de sumisión, y cuando te agaches para hacerlo, cógele y tírale al mar.
Nada más pudo obtener de Urraca. La vieja hizo oídos sordos a su exigencia de aclarar tal historia y desapareció entre las rocas. Su idioma iniciático y críptico no le perturba, aunque sabe que le está anunciando un trabajo, una condición que debe satisfacer para que ellos puedan encontrarse en este mundo tangible; no le asustan tales augurios, ahora tiene fe y sabe que alguien está mediando en este final.
También sabe que ya no volverá a estar solo, siente a Isabel a su lado. Quizás como dice don Tirso, su alma desligada del cuerpo, a falta del elemento de unión, está flotando en el éter a la espera de volver a integrarse cuando reúna los tres elementos mágicos, y ahora, desde que se ha colgado de nuevo del cuello el talismán de la tía Giba, en momentos de vivencias intensas logra atravesar las fronteras de su mundo e insinuarse en sus pensamientos. No quiere filosofar más acerca de esa relación con el mundo intangible gracias a la potencia que prestan elementos terrenales mágicos, como su talismán. No requiere validar esta teoría. Ni siquiera se plantea si está dentro de la ortodoxia cristiana. Simplemente cree en ella y actúa bajo los dictados de esa nueva creencia, aceptando que todas sus acciones tienen ahora un fin predeterminado.
Aquel mismo día don Tirso visitaba a su viejo amigo don Apolinar, el místico exegeta de la Biblia y pertinaz explorador celestial, al que conoció hace muchos años en el monasterio de Santa María, discutiendo acerca de la etiología del mal de San Antonio.
El viejo sacerdote confirmó sus sospechas.
—Se anuncia la triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte, bajo el signo húmedo de Acuario, precedidos de un eclipse de la luna. Mala cosa es —le dijo.
Y continúa:
—La conjunción de Saturno y Júpiter se produce cada veinte años, acompañándose de grandes cambios en política y religión. No será extraño que se engendre mortandad y desastre, pero la de éste con Marte es más rara y genera pestilencia, y todo ello, teniendo en cuenta que han sido precedidos por un eclipse de luna.
—¿Qué anuncias, amigo? —pregunta angustiado don Tirso.
—Infirmitates magnas et interfectiones in mundo. Puedo ver la corrupción miasmática del aire respirada por el cuerpo humano que al infiltrase en su interior, se irradiará a todo él, para depositarse en sus órganos vitales.
No hubiese hecho mucho caso a tal agorero si no fuese porque ha recibido noticias acerca de la eminencia de un gran terremoto, un fenómeno temible que dependiendo de su intensidad puede liberar las putrefacciones que se acumulan en el centro de la tierra y mezclarse con el aire provocando su corrupción. Todo indica el advenimiento de un gran contagio, una epidemia que al envenenar el neuma afectará a los pulmones volviendo a los hombre negros.