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La tía Giba, que ya se ha adentrado en la ciudad, detiene su paso para contemplar como la noche obliga al sol a acurrucarse en su lecho de oro. El aire trae olores a humedad, sulfhídrico y putrefacción, desprendidos de las aguas que serpentean por los declives de la calzada arrastrando hortalizas y otros residuos, para disputa de la famélica fauna doméstica del arrabal.
—Va a cambiar la luna —se dice volviendo a iniciar su paso renqueante.
Deja atrás la concatedral de San Pedro, el barrio del Tovasol y la iglesia de San Nicolás, el santo obispo que resucitó a dos niños cocidos, cuya carne iba a ser vendida en el mercado. Asciende la cuesta en dirección hacia la Plaza Mayor y llega a la del Pozo Alvar donde se erige la iglesia de Nuestra Señora de las Cinco Villas, sede del linaje de los Morales, la casa de ellos y junto a ella la de los Castejón.
—¡Ya ha salido la luna! —exclama, mirando las ventanas del primer piso, donde adivina la silueta de una mujer joven mirando la noche, quizás soñando.
Eleva su mirada al cielo y de nuevo entona su vieja salmodia salutífera, un cántico conmemorando la victoria del Caballero Blanco sobre el Gran Rey Negro, la liberación de la bella, y el abrazo amoroso responsable de la bendición de la tierra.
La tía Giba, que es la más vieja del lugar y sabe más que nadie de leyendas y tradiciones orales, escudriña la luna y mantiene un pequeño diálogo con el astro. Después reemprende su paso cansino y dolorido, murmurando para sus adentros:
—Sí, ya ha llegado la hora.
—Es excesiva esta tarea para mis cansinos huesos, y los campos están demasiado enfermos —se confiesa la anciana, sintiéndose incapaz de seguir ejerciendo su función purificadora sobre esta tierra tan castigada por los estragos del fuego de San Antonio.
—La Madre ya lo ha dispuesto todo —añade más aliviada.
Finalmente dirige sus pasos hacia las afueras de la ciudad, hacia un lugar que llaman Casa de las Abejas por ser albergue de madres solteras y antiguas descarriadas, y llama a la puerta que da amparo a la vergüenza y la orfandad.
Graciana, una mujer de edad media, pelo hirsuto, carne suelta y nalga descarada, abre la puerta y flanquea el paso a la vieja, que entra sin saludar a la portera, más cargada de años que nunca. La chimenea ofrece ascuas y amparo y se acoge a su calor, derrumbándose sobre una silla de enea. Alza su ropa a media pierna y suspira sintiendo como el fuego le atraviesa la piel, reanimándola hueso a hueso.
Huele a retama, a sopas cocidas y a humo añejo.
Suspira y en silencio saluda con la mirada cada rincón de la cocina. El regato que conduce el agua hasta las pilastras, la encimera de piedra sobre la que tantas veces ha visto preparar los alimentos, las paredes de donde cuelgan asadores, utensilios y perolas. Ese gran fogón que ocupa el centro de la sala, y su campana que aspira humos y esconde una noche sin estrellas.
Graciana, que la nota cómo respira evocación, se pregunta, ¿cuánto habrá en esta mujer de verdad y cuánto de leyenda? Pues desde que puede hacer memoria la recuerda vieja, sentada en este rincón y testigo del paso de sucesivas generaciones de muchachas acogidas a la caridad de la casa. Y como la ve tan vieja y tan consumida, no muestra rubor en hacer la pregunta:
—¿Cuántos años tienes, madre?
—Todos. Creo que todos —contesta, señalando con la barbilla la ventana a cuyo través puede verse un granado cargado de fruta roja, una nota llamativa de color vibrante entre el apagado gris de la leña seca apilada y los plastrones verde-oscuros de hierbas y espigas degeneradas desprovistas de grano.
—Nunca había reparado en él —contesta Graciana, y continuación aclara—: Ha crecido ahí. No sé cuándo ni quién lo ha plantado.
—Nadie ha plantado el árbol que anuncia la muerte —contesta la tía Giba, sin esperar que Graciana entienda el significado simbólico de esta fruta que brotó de la sangre de Dionisios y sólo puede ofrecerse a los muertos.
Mira al cielo y señala la imagen apagada de la luna llena.
—Ya es hora de que cambie el ciclo.
Y como hace este comentario con la firmeza y la seguridad que dan el conocimiento cierto de las cosas, Graciana, sin tapujos la inquiere:
—¿Vas a morirte sin dar a nadie tu ovillo?
—¿Acaso crees que soy una bruja y que puedo traspasar mis poderes?
—Creo que eres la sabia que mejor conoce el secreto de las plantas.
Bien se adivina que la tía Giba no simpatiza con Graciana. Quizás porque se escandaliza con su cuerpo lleno de morbidez, o porque impregna todos los rincones de la casa con su olor rancio a perra en celo.
—¿Crees que puedo hacer el filtro afrodisíaco definitivo, la triaca que sana cualquier enfermedad o el elixir de la eterna juventud? Sí, eso crees —dice la anciana riendo. Después de una pausa continúa, ahora con acento severo y lleno de vigor.
—¿Y si así fuera, por qué te iba a trasmitir tales secretos? ¿Cómo ibas a emplear mis conocimientos? ¿Seguirías puteando por las eras con todos los sarnosos que apagan su sed con tus filtros y tu sexo? No me mires así, mujer, ya ves que conozco tu vida. Tampoco se me ocultan tus conciliábulos con el juez don Vela y bien sé con qué propósito. La madre lo sabe todo.
—Madre —contesta Graciana—, te conviene estar a buenas conmigo, si quieres que alguien te asista en tus últimas horas.
—Yo soy como la luna —contesta desafiante, levantándose la ropa y mostrando su abdomen tatuado con el símbolo de la noche—. Soy la Luna Llena.
Graciana lleva mucho tiempo acogida al calor de la Casa de las Abejas y ha sabido vivir con los ojos abiertos, asimilando por ósmosis, que no por escuela, algunos conocimientos de la anciana, incluyendo su idioma críptico, por lo que entiende que la abuela esta afirmando su inmortalidad y que tras el interregno del cuarto, renacerá en la luna nueva, el símbolo de la doncella.
—¿Tía, debo entender que se va a cumplir tu profecía?
—Dile a don Vela que la tía Giba sabe que tú y tus amigos sois los adoradores del macho cabrío que ha mancillado los campos y emponzoñado las semillas, y ahora sólo se producen cosechas que enferman a hombres y bestias. ¿Qué me preguntas? ¿De qué quieres informar al juez? Vete y dile a tu amo que la madre ya ha dado su talismán al joven que lleva en sus manos escrito el destino del campeón que liberará a su hija del poder del viejo rey. Díselo, él sabe que debe cumplirse lo que está previsto, y que él mismo es una de las partes fundamentales en este compromiso.
Graciana nunca se ha detenido a pensar en qué hay de verdad en todas estas cuestiones, pero en lo que coincide con la tía Giba es que don Vela paga todas ellas con buen oro de Castilla.
Cuando abre la puerta para marcharse entra en la cocina una tercera persona.
—¡Qué pasa en esta casa! ¡Qué son estos gritos! Haya paz entre vosotras.
Es una mujer no muy vieja, más cercana a los cuarenta que a los treinta, ojos pequeños y nariz que delata sus genes semitas. Viste túnica de lana parda y cubre canas con un pañuelo plegado a manera de turbante. Quién sabe los estragos físicos que producen los aires secos de la sierra y la cal de las aguas, arrancando sin piedad piezas a la boca y lajas a los huesos, pero cuando reposa en el suelo la pesada cesta que trasporta y logra estirar su cuerpo, todavía puede adivinarse un aire juncal en sus espaldas y la ausencia de crianza en su pechera.
—Pasa, Urraca. Eres la que faltaba en esta reunión de brujas, pero al menos tu presencia me espanta a esta mostrenca.
—Que te aguante quien te compre, vieja loca —contesta Graciana, que con un sonoro portazo hace bueno el saludo de la tía Giba a la recién llegada.
—No confundas al tordo culigordo con la paloma, abuela, que ella es una bruja negra y yo sólo una herbolera, una alcoholera o una buhonera.
—Y hacedora de doncellas y reparadora de virgos —contesta con cierto acento de condescendencia la abuela.
—No oculto en esta casa mi oficio. Muchas lo han requerido antes de venir aquí.
—Al menos eres sincera. Bueno, ¿qué se te ofrece?
—Busco consejo, madre. Tu consejo y tu sabiduría.
Urraca es una vieja trotaconventos que sabe manejar a mujer remilgada, varón sediento y a vieja enamorada, por ello aguanta con profesionalidad exabruptos e impertinencias. Reanima el fuego, y arrima un pucherito, y mientras espera a que empiecen a burbujear las sopas, observa que la madre mueve mal el hombro, y se interesa por su daño.
La tía Giba como cualquier anciana, aprovecha que la escuchan para contar su retahíla. Se lamenta de su castigo, de la incomprensión que lo causó y del valor de ese estudiante de Santa María, ¿cómo se llama? Sí mujer, el hijo de ese pechero de Ágreda...
Y como las ciudades de la alta extremadura son pequeñas y cercanas, o porque Urraca conoce ya mucho mundo, o porque, el caso es que lo conoce.
—¿Alonso, el chico de don Jerónimo Caballero y María la morisca?
Y así es como Urraca se enteró de que aquel descarado que se atrevió a proclamar su amor por la hija del poderoso hidalgo Castejón, era un estudiante del monasterio. Y sonríe porque la suerte le ha permitido saber de la dama que otra vez ha vuelto a Soria. Con aire muy profesional se pregunta:
—¿Quedará algo del viejo juego de niños?
—Ya no es un chico —responde la madre, ajena a los proyectos que tiene en su mente esta especialista del reencuentro y del contacto entre amantes con problemas.
—Pero, dime Urraca, qué venías a buscar —pregunta ahora la vieja.
—Nada madre, sólo entré porque oía voces y vine a poner paz. Pero ya que estoy aquí voy a pedirte consejo. Conozco una dama que languidece por un amor no correspondido, pero como es principal, ni se atiene a mis consejos, ni es amiga de prácticas de maga.
—Aconseja a esa dama que para su próxima cita se lave la cabeza con un cocimiento de mirto y azafrán de jardín; después debe espolvorearse con granitos de anís molido, que acentúan la fragancia y estimulan la lujuria. Para comer, arroz con leche y azúcar, que aumenta el esperma, y por último, un vino oloroso con manzana del paraíso, pues promueve el coito entre los amantes. ¡Pero qué te estoy diciendo a ti, todo esto lo conoces de sobra!, anda, marcha y déjame sola —termina diciendo, sin ninguna acritud.
—Sí madre, también a ti te gusta repetírmelo —contesta con ternura Urraca.
—Marcha, mujer y llévate la mejor receta. Da a la pareja la oportunidad de reunirse a solas, los labios de ella harán el resto.
Cuando por fin se quedó sola, la tía Giba se acercó al hogar para preparar un filtrado a base de dedalera y flor de Apolo, o beleño, del que se toma una generosa ración. Después se acostó a la vera del fuego, teniendo entre sus manos un ramito del granado recién florido y sobre su cabeza una corona de laurel y mirto, la misma que se pone a los difuntos durante el duelo para evitar el olor. Se dejó llevar por el ensueño de la droga hacia el viaje de la muerte, aunque antes se cuidó mucho de guardar entre sus ropas una piedra dura, de color negro, un aerolito, un trozo desprendido de la luna.
—Para la que me ponga la mortaja.
Cuando la fotofobia y la salivación empiezan a molestarla, surge el silencio y la visión coloreada del Duero, que haciendo un guiño a la colina del Mirón se contornea frente a Soria. Y ahí, frente a San Juan, en el monte de las Ánimas, refugio del cierzo, ronda de lobos y rumores de leyendas, su ser se desprende de su molesta envoltura y su alma quiere reposar al abrigo de un bosquecillo.
Entre los álamos blancos que flanquean el río, en la orquilla del más cercano a San Juan, se camufla la lechuza. Vigila la noche. Sus ojos penetran en la negrura y traducen en verde y gris las figuras, y puede ver a un sapo que abandona una charca cercana, en donde croan las ranas acuciadas de deseo.
Anda a saltos, dejando tras de sí un rastro de baba y algas que al mezclarse con el polvo forma pellas redondeadas de barro repugnante. Accede al patio de los Castejón por un descuido de la valla, busca acomodo y lo encuentra emboscándose bajo unos leños secos apilados debajo de la ventana de la cocina, un buen apostadero desde el que puede acechar lo que pasa dentro. Las nubes ocultan la luna, y el sapo hincha su carrillada lanzando contra el astro el seco sonido desafiante que nace en su garganta, tras lo cual, avanza dos saltos, abandonando parcialmente su escondite. Y la lechuza que otea vigilante, apresta los cuchillos de sus garras y salta al vacío, pero la potencia de sus alas está disminuida a resultas de una reciente herida en su lomo, por ello vuela con más lentitud, dibujando en la negrura una estela blanca que alerta al escuerzo, dándole tiempo para arrugarse en el polvo y escupir contra el cielo su lapo emponzoñado. La lechuza se retira escociéndose la piel que se está llenado de eczema. Afortunadamente, al llegar a su rama puede ver al gran sapo, salto a salto, alejándose de la casa.