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A Alonso, como al resto de los ciudadanos que no tenían mas opciones que el intentar vivir la vida, la justicia real no le molestó, ni tampoco los acontecimientos le cambiaron su ritmo vital, incluyendo las pocas aficiones que tenía o podía permitirse, entre ellas el ejercicio de las armas, una pasión que no habían logrado arrancar los largos años de abstinencia impuesta en sus tiempos de estudiante, ni tampoco los erradicó, pues ya sabemos de su práctica a escondidas o de los muchos cardenales ganados por tal causa.

Una afición heredada y estimulada en su momento por don Jerónimo Caballero, el padre que dejó de ejercer como tal el día que le depositó en la seguridad del monasterio, y del que únicamente intuye que debe ser un viejo guerrero que cura reumas y soledad en algún lugar, esperando encontrar en el hierro enemigo el atajo del largo trayecto que debe recorrer hasta llegar al lugar donde su difunta esposa, María la morisca, le estará esperando, porque aquí, en este mundo ya nadie le echa de menos, aunque Alonso muchas veces recuerde al hombre con el que recorría las majadas de la sierra y que le enseñó a soñar con días de honor y gloria.

No han tenido suerte con el amor los Caballero, sin duda, aunque mejor no decirlo en voz alta, porque ya sabemos que tienen aptitudes que les vienen de estirpe, que hay palabras que ofenden y a personas a las que es peligroso provocar. Buena fe dan de ello las gentes de esta tierra. Y dicen que al hijo le viene del padre.

No es fácil olvidar lo mamado, aunque los derroteros de la vida te lleven en otras direcciones, se dice Alonso, recordando que fue la voluntad de la madre y no los deseos del padre, o sus propias inclinaciones, los que le trajeron al monasterio, excusándose por las veces que la afición le tira, y se decide a participar en ocasiones festivas, que en Castilla conducen invariablemente a lancear toros o a cualquier otro juego de armas.

Esa tarde de 1330 Alonso acudió al palenque, en realidad una vieja era en las proximidades del hospital, útil para la práctica de las armas. Alguien había erigido una especie de castillete de madera contra el que rivalizaban los presentes intentando derribarle lanzándole bohordos, una lanza corta propia para juegos de caballeros, tan popular que los mismísimos infantes de Lara gustaban de su práctica.

No estaban solos los sorianos, también frecuentaban la arena muchos miembros de la escolta real, que a la espera de que terminase el juicio contra la ciudad por la muerte de Garcilaso, aprovechaban su tiempo libre para practicar o contemplar las virtudes de los demás, de modo que no faltaban espectadores alrededor de los lanzadores, ni apuestas acerca de quién sería el que asestara el lanzazo que logre hundir la estructura.

Alonso levanta su brazo armado hasta situarlo detrás de la oreja, sopesa la lanza. Observa de reojo a los espectadores y queriendo lucirse en el intento, se concentra en el afán. Extiende el brazo contrario y lo levanta apuntando al cielo con la mano para equilibrar el cuerpo y tomar puntería. Inclina el cuerpo y finalmente lanza con fuerza, acertando en el centro de la estructura, en donde salta astillada una de las tablas.

—¡Buen tiro! —exclamó uno de los espectadores, un joven forastero de más o menos su edad, aspecto principal, y modales educados.

Alonso responde cortésmente con una ligera inclinación de cabeza y a continuación le invita a lanzar. El visitante tras excusarse le pregunta por su nombre.

—Alonso Caballero.

—Tenéis buena aptitud para las armas. No haríais mal papel con nosotros.

Agradece el cumplido con una nueva reverencia cortés. Después ambos se separan y el forastero se une a un grupo de jóvenes escoltas reales que están practicando juegos de lanza a caballo.

Y sucedió que uno de los jinetes se lesionó en un lance y sus compañeros decidieron llevarle al hospital. Enterado de ello Alonso, se adelantó a la comitiva que acompañaba al herido para esperarles en la enfermería, que al poco era invadida por un tropel de escandalizadores, que pugnaban entre sí por explicar lo sucedido, cuando no por tomar decisiones u ordenar el cuidado que a su juicio requería. Afortunadamente el joven que antes había alabado su buen hacer con la lanza se impuso a los demás y con gesto autoritario les invitó a abandonar el lugar, para procurar espacio libre al operador y el silencio requerido para su trabajo, cosa a la que contribuyó el mismo herido que dejó de lamentarse y se sometió en silencio a los mandados.

Alonso tomó al joven por el médico del séquito y temiendo que tal dignidad no le permita los cometidos manuales propios de un cirujano inhonestum magistrum in medicina manu operari, se decide a hacerlo él.

—Suyo es el paciente, señor —le contestó el desconocido, con formas y maneras corteses, muy lejos de aquellos médicos cuyo desprecio por la práctica quirúrgica les lleva a hacer el juramento solemne de no operar cum ferro et igne.

En justa correspondencia decidió comentarle todas sus actuaciones, intercalando frecuentes pausas en el quehacer, por si en algún momento se decidía a actuar o a hacerle alguna sugerencia.

—Por su aspecto externo parece claro que se trata de una luxación escápulo humeral derecha —dice señalando la actitud del herido, con el hombro derecho levantado y el brazo del mismo lado doblado por el codo y sujeto con la mano izquierda para mantenerlo separado del tronco.

—Una lesión propia de juegos de armas —continúa exponiendo— producida por un lanzazo violento sobre el hombro, que incide en dirección frontal y ligeramente tangencial, produciendo su abducción forzada con rotación externa del brazo, y en consecuencia haciendo que la cabeza humeral salte de la cavidad glenoidea.

—¿Puede ayudarme a desnudar al paciente? —pide al desconocido.

Desnudan con movimientos ágiles al lesionado, en cuyo aspecto puede adivinarse que ha realizado un esfuerzo violento. Faz enrojecida, venas del cuello ingurgitadas y olor a sudor y a rabia, pues ahora empieza a quejarse amargamente de su mala suerte y lo inoportuno de una situación que le va a dificultar seguir de cabalgada, afirmaciones que hace sin dejar de inquirir con mirada de consideración y respeto al compañero de Alonso.

—Estaréis acostumbrado a ver peores lesiones que ésta —comenta el incauto sin hacer caso de las quejas del paciente—, ya que tenéis la oportunidad de enriqueceros con la experiencia que se puede adquirir en campaña. Pero sigamos con la exploración. El eje mayor del brazo derecho señala hacia la base del cuello y puedo palpar en la axila la cabeza del húmero desplazada debajo del pectoral. Esta es la que impide que el codo del lado lesionado pueda acercarse hasta tocar la parte lateral del tórax o que la mano derecha pueda tocar el hombro opuesto, a menos que haya una fractura asociada —explica, cerciorándose de que efectivamente no puede realizar tal maniobra y comprobando la ausencia de crepitación ósea, el sonitus ossis fracti del que tanto habla Saliceto de Salerno en sus libros.

—Ahora, si no tenéis objeción, le colocaremos boca abajo, y le colgaremos de la muñeca de la extremidad lesionada un peso de unos cinco kilos; le aliviará el espasmo doloroso, y si hay suerte la luxación se reducirá espontáneamente. En caso negativo tendremos que hacerlo nosotros, bastará con conservar la tracción y girar el hombro hacia fuera.

Toma el silencio respetuoso de su acompañante como asentimiento por las buenas prácticas de un magister physicus, categoría superior a la de barbero, que le autoriza a practicar cirugía mayor, por lo que ahora se empeña en demostrarle su titulación como doctor en artes médicas, e inicia su anamnesis.

—¿Cómo se ha hecho esta lesión? No veo estigmas que indiquen que ha recibido un lanzazo. En cambio todavía mantiene las venas del cuello ingurgitadas y el aspecto abotargado.

Tras una pausa de cortesía pregunta al enfermo:

—¿No habréis comido copiosamente antes de empezar a ejercitaros?

—Así es —afirma, en actitud de asombro y curiosidad.

—¿Si no habéis recibido ningún golpe, acaso habéis sufrido una pérdida brusca de conciencia? —vuelve a preguntarle.

—Creo que efectivamente me desmayé y me caí del caballo —contesta éste.

Aunque la expectación que advierte en el que supone médico de la escolta real no demuestra que advierta la orientación que está dando a su anamnesis, todavía mantiene su actitud cortés y sigue informándole de sus elucubraciones diagnósticas.

—Hipócrates afirma que los atletas y hombres esforzados en el ejercicio físico son propensos a sufrir síncopes cardiacos, apoplejías, rotura de vasos en el pecho, y con frecuencia muerte súbita, porque el ejercicio violento distiende los vasos y calienta la sangre, favoreciendo su estancamiento, deteniéndose los fluidos.

Y sigue exponiendo:

—Galeno, comulgando con el gran maestro, advierte que contribuyen a tales fenómenos los hábitos insanos de los atletas y sus copiosas libaciones y comidas. Bien es verdad que el ilustre tenía muy poca simpatía por ellos, sin duda por experiencia propia, porque sufrió en su juventud una lesión similar a la que ahora nos ocupa, sin duda precedida de los antecedentes citados.

Alonso tiene la oportunidad de comprobar, una vez más, los buenos resultados obtenidos si se saben seguir las recomendaciones de la escuela salernitana de Saliceto. Una buena anamnesis debe llevar a un buen diagnóstico y a conseguir un efecto psicoterapéutico, ganándose el respeto del paciente, y en este caso también el de su acompañante.

Le toma el pulso detenidamente; su correcta lectura e interpretación, junto a la uroscopia, son dos importantes armas diagnósticas que delatan la formación del médico.

Consciente del efecto que está causando sigue expresándose en voz alta:

—El movimiento de la arteria indica un pulsus magnus, su sustancia pulsus plenus. No existe mora inter arses o lapso llamativo entre dos pulsaciones, que son constantes y sin incremento, es decir aequalis y no incidens, todo ello confirma el estado de plétora —termina diciendo—. No necesitamos una uroscopia para confirmarlo.

—Alonso Caballero, habéis hecho un hermoso diagnóstico, ¿no opináis lo mismo, señor? —comenta don Tirso que en estos momentos entra en la sala—. El saber médico precisa conjugar cuatro puntos de vista, dos especulativos, sapientia y scientia y dos prácticos, prudentia y ars —explica con entusiasmo el orgulloso maestro—. Asumiendo y afirmando lo que nos enseña la sapientia, el sentido teológico de la enfermedad, Alonso Caballero ha desarrollado los dos contenidos básicos que caracterizan la medicina como scientia, la diagnosis morbi de una luxación no complicada, algo al alcance de cualquier práctico, y la diagnosis aegritudinis o de la particular manera de enfermar del individuo, la aportación que decanta el saber del médico, en este caso, la plétora sanguínea que predispone al síncope, siendo el ejercicio violento la causa desencadenante. Simplemente brillante —termina exponiendo el fraile.

—Un bello diagnóstico, a no dudar, reverendo padre —responde el desconocido a don Tirso que sin duda ya ha advertido que se trata del mismo rey y ha captado la seña con la que expresa su voluntad de seguir manteniéndose de incógnito.

Alonso halagado con las palabras de su maestro y con la actitud expectante y respetuosa del extraño, a no dudar persona muy principal, pero desde luego no médico, decide seguir con su exposición, un poco por cortesía y un mucho por autosatisfacción.

—Siguiendo el orden expuesto por don Tirso y aprendido del saber de la escuela salernitana de Arnau de Vilanova, seguiremos con los puntos prácticos que complementan el arte de curar, prudentia o reglas del buen obrar y ars secumdum artem: el diagnostico y el tratamiento. Primero atenderemos el efecto, la lesión, y después hablaremos de la causa, pues está pasando el tiempo y como las medidas propuestas no han dado resultado, debemos colocar el hombro en su sitio antes de que se enfríe.

—Muy bien, Alonso —le anima el maestro—, vas a realizar la maniobra hipocrática.

—Esto te va a doler —advierte al ahora silencioso herido.

A continuación coloca el brazo derecho lesionado por encima de su hombro, apoya su talón en el hueco axilar y seguidamente gira bruscamente el tronco del paciente hacia la derecha. Se oyen a la vez, el chasquido de la cabeza del humero al entrar en su cavidad natural, el grito del paciente, el suspiro del operador y el jaleo del maestro.

—Bien, Alonso. ¡Bien!

Ya relajado, procede a sujetar el brazo lesionado pegado al tronco y le faja con un vendaje inmovilizador. Ahora, apoderándose del ambiente, de los observadores y del paciente, procede a explicar su actitud médica.

—Más importante que la lesión traumática del hombro son las causas que la han producido.

Y dirigiéndose al paciente, continúa:

—Recordad que os he advertido contra la vida desordenada, las comidas copiosas o la bebida abundante antes de practicar las armas, porque favorecen el estancamiento de los fluidos que se provoca con el ejercicio violento. Sabed que hago mías las recomendaciones que hace el rey Sabio en las Partidas, aconsejando la continencia antes del combate.

—Señor —contesta el herido—, la sangre joven del caballero invita a lo contrario. No se nos puede exigir la virtud del fraile.

—Pues hacedlo al revés —contesta Alonso—, sabido es que es preferible pasar de la acción al reposo que del reposo a la acción.

A continuación se vuelve hacia su compañero y le comenta:

—Sería aconsejable que le vigilase el médico del campamento, pues nuestro paciente tiene mucha plétora —dice señalándole— y podría estar indicada una purga enérgica y una dieta más saludable para reestablecerle la circulación en los vasos neumónicos y en las carótidas. Y no temáis —tranquiliza al paciente sonriéndole— no os aconsejaré el uso de una fíbula en vuestras partes pudendas, como hacían muchos atletas en la antigüedad clásica, para evitar el enervamiento de sus cuerpos sometidos a penosas abstinencias sexuales.

—Realmente don Alonso, poco os puede enseñar ya este monasterio —interviene de nuevo su, para él, desconocido acompañante—. Teníais razón antes cuando nos comentabais la oportunidad que puede ofrecer la guerra para completar vuestros muchos conocimientos. Debéis inscribiros como médico en las mesnadas reales.

Y para su extrañeza termina diciendo:

—El rey os espera y os lo debe.

Y ante la mirada curiosa y asombrada del aludido, su interlocutor le aclara:

—Ciertamente, Alonso Caballero. El rey os lo debe porque conoció vuestro enfrentamiento con don Dionís de Ibeas. Puedo decir que apostó por vos, aunque se obligó con el que fue capaz de mostrar la piel del cuello de las serpientes, el trofeo que le declaraba como el más noble caballero.

Y continúa diciéndole:

—El rey no sabe lo que hubieseis podido hacer frente a la serpiente, porque un afán más noble os hizo elegir otra opción, por ello os invita a demostrar en el campo de batalla si la fuerza del brazo está a la altura de nobleza de un corazón del que vuestro propio oponente da noticias.

Alonso, como no, se sintió halagado, pero no aceptó el reto, excusándose en sus obligaciones para con su esposa, aunque aclaró que su alteza siempre podría contar con su lealtad.

—Él se acordará de Alonso Caballero ese día —le aseguró el joven al despedirse.

—Cómo puedes contestar así —le inquiere don Tirso cuando se quedaron solos—. ¿Acaso no has reconocido al rey?