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Alonso cabalga sobre su caballo de guerra, un hermoso ejemplar de raza autóctona, famosa por su nobleza, resistencia y bravura, muy apreciada desde siempre para los fines de la caballería. Supera con mucho el listón de calidad de los ochocientos maravedíes exigidos por el rey, pero no renuncia a este símbolo de su antiguo nivel económico, señal de identidad junto al arnés de guerra que trasporta en la carreta de Duruelo de su derecho como pechero a la caballería ciudadana.

—Ahora nos toca guerrear, amigo —le dice, acariciándole el cuello—. Ahora hay que poner en práctica lo que ya hemos demostrado muchas veces en tantos juegos de armas.

—Buena fama tenéis lanceando toros —interviene Duruelo—. Que en esto y en el genio, de casta les viene a los Caballero.

Cabalga al paso renqueante y ruidoso de la bien cargada carreta, verdadero supermercado medieval, por lo que no faltan oportunidades para seguir practicando ejercicios de doma y apuntalar el binomio jinete-montura, tan necesario a la hora de exigirse al máximo en cualquier suerte. Siguen por los andurriales de la cañada soriana oriental, amenizados por un cantoral de pájaros viajeros de no sé dónde y heraldos de una primavera que está eclosionando por todos los rincones del camino con una verbena de colores y olor a verdor. Marchan descuidados, calentándose con el sol de la mañana y disfrutando de la soledad de la ruta mesteña que a estas alturas del año sólo se arriesgan a utilizar pastores aventureros, reviriegos y locales, a riesgo de ser cogidos in fraganti por alguaciles o alcaldes de la Mesta y tener que pagar las correspondientes multas o caloñas.

Duruelo tiene grabada la ruta en los genes de generaciones de paisanos oriundos de los pies del Urbión, de los que ha heredado oficio y apodo, y, hablador incansable, señala a Alonso lugares donde los labradores locales han invadido la cañada arañando surcos en las mismas vías, o donde han movido los mojones, cuando no historias de lugares, de pastores, de ganaderos de la Hermandad de la Mesta, incluyendo la de los mismos Caballero, viejos mayorales de la familia Castejón.

Por supuesto que a estas alturas del camino, muy al pesar de Alonso, ya ha repasado todos los acontecimientos biográficos que atañen a las dos familias. Ya ha hecho cumplida mención del prestigio de don Jerónimo, veterano de tres campañas, al que en el mismo campo de batalla sus compañeros de armas izaron en pavés sobre los hombros y le proclamaron a los cuatro vientos como su adalid. De nada han valido los oídos sordos que presta Alonso a los acontecimientos que rodearon la vida de un hombre del que ni siquiera sabe si todavía vive.

—¡Y ni me importa! —concluye.

Pero Duruelo, que debió ser un buen amigo, insiste en rememorar hechos y aspectos, como el respeto conseguido entre las gentes de su estamento en Ágreda.

—En detrimento del de tu suegro, don Martín Castejón, líder de los hidalgos.

—Otro igual —se dice Alonso.

Pero el incansable Duruelo insiste:

—Aunque fueron cosas de la política lo que decidió la ruptura, no se puede ignorar la siguiente historia: don Martín mandaba la hueste de Ágreda en la campaña de la Vega de Granada. En los prolegómenos de la batalla, cuando caballeros de ambos bandos aprovechan el espacio entre los ejércitos como palenque y a la vista de todos se retan a un combate a muerte, don Martín, que como te digo andaba celoso del prestigio guerrero de don Jerónimo, le entregó en ese instante la enseña de la ciudad.

—Un reconocimiento público a su mérito —contesta por fin Alonso.

—Un flaco favor que de facto le impedía, como guardián de la enseña, aprovecharse de un momento crucial para acrecentar su fama, cosa que sí hizo don Martín, que se arrancó al galope para enfrentarse con un caballero granadino al que logró vencer en combate singular. El resto de la historia ya la conoce todo el mundo, incluida su hazaña defendiendo de la ignominia el cadáver de don Juan el Tuerto, tutor del rey.

Y ahora también la conoce él, al menos la versión de un amigo, que a pesar de sus esfuerzos, no ha logrado borrar su imagen negativa, ni mucho menos, promover su perdón.

Los tramos del camino se sucedieron y el lenguaraz de Duruelo fue machacando rincones de su infancia, de la historia de la ciudad, y si hubiese querido preguntar, de toda la extremadura soriana, y en uno de esos raros instantes en que tal lengua daba tregua, cuando el sol del mediodía invitaba a un alto en el camino, divisaron un grupo de hombres armados acampados junto a un otero, al amparo de unas rocas. Nada podían hacer por impedir tal encuentro, seguro que algún vigilante encumbrado sobre la loma había avisado de su presencia, de modo que se encomendaron a Dios y a la suerte y se fueron acercando, evitando cualquier maniobra sospechosa.

La vista sagaz de Duruelo descubrió el pendón del jefe del grupo, lo que les tranquilizó, pues tal voluntad de identificación parece incongruente en una partida de bandoleros.

—Es uno de esos que dicen bandera —comenta con su compañero—, rectangular y ferpado, propio de un señor que manda diez lanzas.

No necesitó tal aclaración Alonso, que en cambio hubiese agradecido alguna referencia sobre el caballero que muestra en su enseña la cabeza de un caballo de madera en campo de gules, un motivo infrecuente en la heráldica castellana, aunque no sea insólita la presencia de caballeros extranjeros en los campos de guerra de Castilla, sobre todo ahora que franceses e ingleses empiezan a empeñarse en el torneo más largo de la historia, como se llamó románticamente a la Guerra de los Cien Años, y en periodos de paz sobran guerreros desmovilizados y mercenarios dispuestos a seguir ganándose el sustento en cualquier otro lugar, en este caso en la Campaña del Estrecho, como será bautizada la batalla del Salado y sus efectos ulteriores, a la que acudían atraídos por los beneficios espirituales de su carácter de cruzada concedidos por el Papa, y por los materiales ofrecidos por el rey.

Se acercaron y, como exige la cortesía, se identificaron al soldado que acudió a recibirles, una de las diez lanzas del grupo.

—Soy don Alonso Caballero, médico de Soria, y mi compañero, Duruelo, un comerciante de esta misma ciudad. Nos dirigimos a Sevilla para unirnos al rey.

Don Bernardo, el soldado que les salió al paso, les correspondió dándoles la bienvenida en nombre de don Fernando de Juanes, señor de Troya, y tras informarles que también se dirigían a Sevilla con el mismo objetivo, les invitó a compartir viandas y lugar de descanso.

Después de comer, reanudaron el viaje, ahora con la seguridad que supone la compañía de hombres armados, gentileza de don Fernando, al que por recomendación expresa de don Bernardo se abstuvieron de acercarse para agradecerle la oferta. Después tuvo Alonso suficientes oportunidades para comprobar y censurar in mente la misantropía y el comportamiento tan impropio de un jefe, que con la única excepción de la compañía ocasional de su viejo criado Sixto, cabalgaba en solitario.

—Míralo —comenta Duruelo—, en vanguardia, erguido, envuelto en su rondel de lana fina tan llamativamente bordado con las armas de su casa, y eternamente cubierto con ese yelmo cilíndrico, cerrado, con visor en cruz, que parece tener la doble misión de defender su cabeza de las armas enemigas y su cara de todas las miradas.

—Quizás para ocultar cualquier gesto de debilidad —contesta Alonso, que a duras penas puede disculpar a un jefe que, incluso en los momentos de descanso, permanece ajeno a todos, imbuido en su rondel que grita al cielo su apellido y le esconde de la tierra dentro de su enorme capuchón frailuno.

En lo que respecta a Alonso y Bernardo al poco de reiniciar la marcha ya departían amablemente, y como el camino era largo y las jornadas monótonas, con el diálogo surgió la amistad.

—¿Señor de Troya? —preguntó en cuanto pudo a su nuevo amigo, con la curiosidad del que conoce las aventuras de Héctor y Aquiles, así como la titularidad del señorío de Troya en el linaje de los Príamo, aunque como es natural no había leído la Crónica Troyana, recientemente traducida por orden del rey, para solaz y formación caballeresca del infante don Pedro.

—Tal es el título de mi señor —dice señalando el pendón donde ondea la cabeza de un caballo de madera, aclarándole que le fue concedido al padre de su señor por el emperador de Constantinopla Andrónico II.

A continuación se extiende en la historia del primero de los Juanes, almogávares del Pirineo que pelearon en Sicilia contra Carlos de Anjou, sentando en el trono a don Fadrique de Aragón, hermano de Jaime II, y que al finalizar la campaña se unió a Roger de Flor, vicealmirante de la flota, que estaba formando el primer ejercito mercenario que mereció tal denominación en la historia, la Gran Compañía Aragonesa, con la intención de ir a ofrecer sus servicios a Andrónico II.

El emperador acordó una paga de cuatro onzas de plata mensuales a la caballería pesada, dos a la caballería ligera y uno por infante, casi el doble de lo que cobraban sus propias tropas, lo que ilustraba la estima en que les tenía. Además cada hombre debería recibir dos pagas al volver a sus casas o cuatro por cada nueva campaña que iniciasen. Roger recibió el título de megaduque y la mano de una de las sobrinas del emperador, y sus capitanes más destacados consiguieron pronto diversos títulos, incluido el de señor de Troya para el padre de don Fernando.

No es de extrañar que Roger de Flor pueda ser justamente considerado como el padre de todos los condottieros y un ejemplo a imitar, obviando la traición de Andrónico, el asesinato de Roger, los acontecimientos que se inscriben en la historia como la Venganza Catalana y finalizaron con la conquista de los condados de Atenas y Nauplia por Aragón.

—Su hijo —continúa su relato Bernardo—, siguió tal carrera y formó su propia condotta, ofreciéndose al rey de Francia al que sirvió durante años tan a su placer, que finalmente le premió con un feudo. El año pasado, don Fernando besó la mano al monarca en señal de vasallaje, y se hizo cargo de su señorío con el mismo título que Andrónico concedió en su día a su familia.

—Una hermosa carrera —reconoce Alonso—. ¿Y tú, cómo entraste a su servicio?

—Mi destino es seguir con fidelidad a los Juanes —suspira con resignación.

—¿Es la fidelidad la que te ha traído aquí, en contra de tu voluntad? —pregunta, ya que a un hombre sensibilizado con tal experiencia, no le pasa inadvertida dicha expresión.

Bernardo duda antes contestar, y lo hace con evasivas.

—Es un buen jefe y una oportunidad para caballeros en busca de fama y fortuna.

En los días sucesivos pudo conocer más aspectos del concepto de fidelidad que liga a Bernardo, vecino y deudo de los Juanes, y como joven y buen caballero, en el sentido de la época, eternamente enamorado.

—De la más hermosa dama que podáis conocer y la más gentil del mundo. Lo digo sin faltar a la de vuestros sueños. Pero mi amor, por motivos diversos, es un amor imposible y sólo puedo servirle esperando que mis acciones lleguen a sus oídos e intuya que en todo momento las hice invocando en secreto su nombre.

Tan caballeresca afirmación sirvió para estrechar más la confianza entre los dos hombres que ya no cesaron de intercambiar confidencias y suspiros. Y como la emoción de los recuerdos provocó una nueva interrupción en el relato, Alonso haciéndose partícipe de ella, le anima a continuar:

—Si es que te consuela, y puedes hacerlo y además quieres confiarte en un amigo.

—Puedo hacerlo, amigo, pues aunque te conozco desde hace poco, sé que tienes un corazón noble, algo que tu compañero Duruelo no se cansa de proclamar. Además te lo debo en justa compensación a la confianza que me has otorgado contándome la historia de tus amores, en el fondo similar a la mía, pues ambas tienen el común denominador del imposible, aunque en tu caso, mantienes la esperanza de encontrar la solución a los males que sufre tu mujer.

—¿Decías que amabas a doña Lis? —le anima Alonso.

—Sí —afirma con intensidad pero en voz baja.

Retiene la marcha de su montura y cuando son desbordados por el resto del grupo, abre definitivamente su corazón.

—¡Amo desde siempre a doña Lis de Troya!

Dejan que el silencio conduzca las emociones.

Puede oírse la brisa meciendo al cantueso cargada de aromas de la flor de jara que explota en corolas blancas y en pistilos de oro. Un mar malva de brezo acaricia las patas de los caballos, estatuas de crin en la melancolía del atardecer del sol que se filtra entre los troncos de las encinas y los alcornoques donde duermen las torcaces del bosque extremeño.

Bernardo empieza a desmadejar los hilos de seda que envuelven el capullo de su confidencia y Alonso asiste con emoción al descubrimiento de una historia que también empezó con un juramento de amor en la niñez, pero en este caso, la fidelidad de los amantes se sometió a la debida a su señor, que al hacerse cargo de su feudo conoció a doña Lis e inmediatamente expresó su deseo de hacerla su mujer.

—Él nos separó para siempre, pero no puede impedirme que siga amándola.

—¿Don Fernando conoce estos antecedentes?

—Soy garante de la nobleza de un corazón que por encima de todo confía y proclama la honorabilidad de su mujer.

Hace un intervalo en su relato, para afirmarse en su sentencia, y continúa:

—En sus bodas, un mal amigo y un peor caballero pagó la generosidad de don Fernando deshonrando su casa y su nombre, diciendo que sabía a ciencia cierta que doña Lis mantenía tratos con un caballero anónimo. La respuesta del señor de Juanes fue instantánea, y en salvaguarda del honor de doña Lis, y sin pensar en el suyo ofendido, retó al infame en juicio de Dios.

—Sin duda la mejor respuesta —reconoce Alonso—, ningún argumento puede liberarnos de las consecuencias de la calumnia, ni lavar mejor el honor.

—Es cierto, pero nuestro rey, al igual que el vuestro, ha impuesto normas para poder llevarse a cabo los rieptos, que deberán esperar a celebrarse en su presencia y sólo tras fracasar su mediación reconciliadora entre los contrincantes. En realidad trabas dirigidas a retardarlos y poder así evitarlos. Pero el enojo de mi señor no permitía demoras, porque afirmaba que no se trataba de su honor, sino del de una dama y tal infamia requería reparación inmediata. Se celebró el combate, el injurioso murió pero don Fernando salió muy mal herido, pues su enemigo acertó a asentarle un golpeó tan fuerte en la cara que a duras penas el herrero pudo quitarle el yelmo, uno como el que ahora lleva eternamente.

Y termina diciéndole, en tono de confidencia:

—Yo creo que para ocultar sus rasgos deformados, y digo creo porque nadie ha logrado verle la cara. Afortunadamente no murió. ¿Cómo se hubiera interpretado tal resultado en ambos competidores en un juicio de Dios? Pero el desenlace no fue inocuo porque al desobedecer al rey cayó en desafecto y perdió su señorío. Y a esto se debe nuestra presencia en España. Don Fernando ha reiniciado su vieja carrera y se ha contratado con don Alfonso.

—¿Y la tuya? —pregunta quedamente Alonso.

—Yo debo mi fidelidad al hombre que lo ha perdido todo por el honor de ella, y a esa misma generosidad también se ha consagrado doña Lis.

—¿Acaso te lo ha pedido? —pregunta casi sin levantar la voz.

—Jamás se ha separado de él. Se ha mantenido incansable junto a su lecho y le habría acompañado en el destierro si se lo hubiera permitido don Fernando, que para mayor desesperación de doña Lis se ha exiliado demasiado pronto, sin haberse recuperado todavía de sus lesiones. ¡Ciertamente, no parece el mismo hombre que conocimos! Ella, consciente de esta debilidad, y acatando su decisión, nos ha conjurado a Sixto y a mí en favor del honor de don Fernando, que le exige congraciarse con el Rey y recuperar lo perdido. Después —sigue explicado Bernardo— la enérgica doña Lis, negoció con los representantes del rey de Castilla las condiciones de la condotta, acordando un servicio de armas por noventa días, debiéndose presentar en un plazo de seis semanas en Sevilla, aportando diez hombres a caballo y un arquero y un lancero por cada caballero, equipados todos a sus expensas, cobrando una soldada de diez sueldos franceses cada lanza y de cinco cada infante, con el compromiso por parte del rey, de reponer las armas y monturas dañadas durante el tiempo contratado.

Una compensación que no es baladí, pues un caballero rico, como el señor de Juanes, aporta en su equipo de guerra tres caballos, un rocín, un alazán y un caballo grande español, para más señas el más solicitado del mercado, cuyo precio no baja de doscientas ochenta libras de plata tornesas en el mercado francés, ni de ciento quince libras el del alazán, desde luego muy superiores a las treinta y cinco que valen los rocines que trasportan a los infantes.

Tales precios explican por qué el honor de la caballería se ofrecía en Castilla a todo aquel que pudiese pagar caballo y armamento, y la necesidad de mantener una dinámica continua de guerra para compensar el precio de los equipos. Sólo una loriga con sus accesorios, brafoneras, almófar y manoplas, valían unos doscientos sueldos franceses, y eso que hablamos de mallas y no se incluye el precio de las defensas de placas, ni del yelmo o del resto de las armas. También explica por qué los monarcas repartían feudos y otras donaciones, o contrataban los servicios de caballeros capaces de mantener en estado de revista y entrenamiento a una masa de hombres. Una elección más barata que organizar un ejército permanente en estado operativo.

—El contrato no excluye otros ingresos, como el derecho de todo soldado a repartirse la quinta parte del botín conseguido —concluye Bernardo.

—¿La quinta parte de cuánto? —interviene el recién incorporado Duruelo, viajante de todo, incluido de armas, por lo que sabe muy bien que cuando hay que tener dinero para pagar el precio del equipo es antes de que la guerra empiece, porque después, pierde tan rápidamente su valor que mejor sería fundirlo para convertirlo en utensilios de labor.

Al llegar la noche los hombres se acogen a las llamas de las hogueras que lamen rincones de negrura a la noche y trasforman las siluetas en escorzos difuminados de color fuego. A salvo de la mirada de todos y casi perdido en la oscuridad, don Fernando, de espaldas, se despoja del yelmo y deja bañar su caballera en el rocío de la noche.

—Una larga cabellera, suave como la de una mujer —opina el perspicaz Duruelo del único dato que logra entrever de su figura.

—Daría mi paga por ver esa cara tan destrozada —murmura alguien.

Alonso mira a su amigo esperando una explicación a tal comentario.

—¡Imagínate como ha debido quedar su cara! La esconde desde entonces.

Y como tenía experiencia de los cambios de carácter que se producen en los pacientes desfigurados, aceptó con consideración el alejamiento del señor, comprendiendo que sólo admitiese a su lado a Sixto, su viejo criado, que le cuidaba casi tanto como a sus pertenencias.