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Los dos hombres apostados a la puerta de la casa disfrutan poniendo a prueba la paciencia de las mujeres que intentan acceder a la vivienda, y Marfa no fue una excepción. Llegó acompañada de otra mujer y ambas soportaron un pasatiempo de sexo, risas y desprecio, y mientras uno las cierra el acceso desplazándose hacia el lado por el que las visitantes creen tener el paso franco, el otro castiga su torpeza pellizcándolas pechos y nalgas, o hurgando descaradamente debajo de sus faldas.
Su compañera, embrutecida de deseo, se deja humillar ladrando encelada, lo que aprovecha Marfa para excusarse y colarse en la habitación.
—Dejadme pasar, que luego me lo hacéis.
En la penumbra del fondo de la estancia, la luz mortecina del hogar medio apagado deja adivinar la silueta de varias personas acurrucadas alrededor de las ascuas, donde chisporrotea un puñado de cáñamo que desprende ese olor acre y dulzón que tantas veces les ha ayudado a olvidar quiénes son y por qué han nacido.
No tardaron en aparecer los dos sátiros de la puerta reclamando lo acordado, atosigándola con toqueteos y lametones mientras desabrochaban sus ropas, aullando con el olor agrio que despiden sus encantos ocultos. Se deja hacer, mientras busca un cuenco de barro con el que recoger algún ascua y disimular que aspira el humo embrutecedor. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra descubre a Mauro, el hombre que la trajo por primera vez a esta casa a cambio de toda la información que pudiera obtener de los Castejón o los Morales. Está acostado sobre la piel de un macho cabrío negro, impúdicamente desnudo, aunque la maraña de pelo ensortijado que le cubre el cuerpo disimula su sexo, siempre tan flácido e indolente como la actitud con la que toca su flauta asistiendo a la destrucción de los que le rodean.
Mauro perteneció hace mucho tiempo a los Hijos de Sirio, pero se apartó de ellos porque a su miedo a la muerte sólo le superaba la forma de hacerlo, y en ninguno de los dos casos la esperanza en la resurrección es una garantía suficiente. Y como de la diosa, o de Dios, o de quien sea el Señor del Bien, sólo se puede esperar la bondad, procura estar a bien con el Señor del Mal que es del que puede venir el dolor y la muerte. Dos miedos que ha aprendido a tolerar, consumiendo las mismas drogas que usaban sus antiguos correligionarios para entrar en trance y contactar con la divinidad, aunque a cambio se ha quedado atrapado en un mundo de obsesión. Una vez más el bien y el mal se entrecruzan y conducen uno al otro. Ahora le siguen muchos. Los unos, como Graciana, porque sabe que con ellos se obtiene una fuente de poder. Otros como Marfa, como la mayoría, porque sienten los mismos miedos que él, o porque los ocultan o se justifican alimentando sus instintos.
Marfa tras liberarse a duras penas de sus atosigadores, se acerca a Mauro y se arrodilla para hurgarle hasta poder besarle el ano en señal de reconocimiento, sumisión a la que responde Mauro describiendo con su flauta una aureola de silbidos alrededor de su cabeza. Y sin desprenderse de ella, pregunta:
—¿Qué noticias traes?
Quizá por primera vez en su vida Marfa sonríe con gesto de superioridad, mensaje que sabe interpretar el cabrón.
—¿Sabes esperar, bruja? Pues antes de obtener tu bien debes aceptar mi castigo.
Uno de los dos hombres de la puerta, aquel que llaman el Moro, por su aspecto orondo, su piel oscura y su pelo ensortijado, la arrastra hacia un rincón, y tras terminar de desnudarla comienza a amasarle las nalgas, los labios, todo su cuerpo, mientras el segundo berrea de deseo animándole a penetrarla, esperando participar en el momento del éxtasis, sodomizándole.
Marfa se deja hacer, indolente, simulando que aspira el humo de su cuenco, mientras curiosea al resto de los presentes, figuras tambaleantes de hombres y mujeres, muchos de ellos con cuencos humeantes, otros, los más, borrachos. Entre ellas descubre a Graciana. Odia a esa mujer porque goza con el sufrimiento de los demás, y se enerva observando como se derrumba la humanidad de los que padecen la sed insaciable de sus bebedizos, el bocado del diablo que permite olvidar que son la hez social, sin más oportunidad que vivir en otra dimensión, en otro horizonte o en otro ser. Como le ocurre a ella, que vive en, o quiere ser Isabel, o como ella, tener una piel sin el estigma de los rigores de las sierras, las heladas o el hambre.
Junto a Graciana está Estefanía, una preciosa criatura que tiene escandalizada a la vecindad especulando con todo tipo de insinuaciones, pues según dicen, fue novia de un pastor llamado Lupercio, y se tenían fe desde niños. Se hubiesen casado de no haberse entrometido la otra, ganándose su voluntad. Es digna de verse la ley que se tienen las dos, regalándose y atendiéndose. Cuanto más ha crecido su amistad, más ha decrecido la que se tenían los novios, hasta llegar el momento en que ya no se aceptan ni obsequios ni regalos y ni siquiera las caricias.
Una evocación que provoca la segunda sonrisa a Marfa, que ve como Graciana engalana con una corona de flor de beleño a Estefanía, y ésta al poco, con su cara tan bonita subida de color, sus ojos llenos de brillo, suspirando, empieza a moverse como gata en celo al compás del tamboril que toca Lupercio, desnudándose lentamente.
La perra vieja no cesa de reírse del asexuado tamborilero que se conforta con la lujuria de las mujeres. Al poco ella también se desprende de sus ropas y empieza a frotarse el culo y las tetas con lengua de perro, una hierba que enrojece la piel, luego se unta los pechos con un emplasto hecho con grasa y un helecho llamado lunaria, mientras advierte a su amante:
—Espera, espera que ahora están flácidas y caídas y pronto se recogerán y se mantendrán tiesas y apiñadas.
Cuando culo y tetas se endurecieron como en cuerpo de doncella, incita a su pareja a exprimir y morder. Mientras las mujeres practican el sexo en todos los agujeros de su cuerpo, el cornudo no cesa de tocar la flauta y de beber un filtrado hecho con belargusia, agua amarilla y vino que también ofrece a su antigua novia.
—No lo bebas sin mezclar con dedalera —advierte Graciana—, o te saltará el corazón.
Al poco Estefanía cae en un profundo sueño.
Tras constatar el estado de embriaguez de los presentes, Graciana se acerca a Mauro, con el que habla sin reparos. La vigilante Marfa para oírles mejor se aparta del abrazo del insaciable Moro que, borracho o drogado, o ambas cosas, cae rodando hasta la proximidad de la lumbre.
—La vieja Giba se fue sin entregarme su ovillo, Mauro, ¿Qué puedo hacer?
—Tomárselo a su actual depositaria.
—¿Y quién es esa persona?
—Tu misma oíste decir a la tía Giba que volvería reencarnada en Afrodita. La persona que tenga en su abdomen la imagen de la Luna Nueva tendrá todos sus secretos.
—Daría todo lo que tengo por saber quién es.
—Más daría el juez don Vela, créelo.
Marfa contiene la respiración para no perder detalle de tan reveladora conversación. No cree en las historias que están contando, apenas sabe si existe un Dios creador, ni un Cristo de los milagros, pero ha sido médium con Graciana y Estefanía en ceremonias organizadas por el juez y conoce a los Hijos de Sirio, pero sobre todo ha sido testigo de un hecho insólito, un día que estaba bañando a la Isabel, coincidiendo con el que murió la vieja Giba, fue testigo de la súbita trasformación de su señora y, a la vez que se manifestaba su menarquia, le apareció un lunar en la pelvis que bien podía simular al astro de la noche.
Ahora ya es fácil hilar y saber, porque las informaciones que mejor paga el juez Vela son las relacionadas con su señora y con el joven Alonso. Ahora se sabe dueña de mucha información y empieza a preguntarse cuestiones, como ¿cuánto pagaría el juez don Vela por Isabel? ¿Y... por los dos?
Mira a su alrededor y ve a Estefanía dormida, quizás flotando en un mundo de cuentos de hadas en el que su hombre por fin la llena de sexo. Y ve al Moro, insensible al dolor y a la quemadura que le debe estar ocasionando la cercanía a las llamas.
—¿Pero es posible que con tales medios no se pueda dominar a una persona?
Odia al Moro, casi tanto como a Graciana; con esta última no puede, es la llave de las drogas que todos están reclamando, ¿pero ése? Ciertamente que debe poner a prueba la fuerza que tiene su información, y las armas con las que se puede valer, antes de poner en práctica lo que está planeando. ¿Miedo?, miedo a qué... Nada puede perder alguien que lleva mi vida —se dice.
Espera a que se retire Graciana y se acerca a Mauro.
—¿Tienes algo que contarme? —pregunta el hombre.
—Sí, Mauro, pero esta vez mi cuento vale más que un poco de esas hierbas. Dile al amo que él y yo conocemos a la persona que tiene en su vientre la imagen de la Luna Nueva y que yo se la ofrezco. Sólo yo puedo hacerlo.
Mauro la mira incrédulo, pero hay demasiada decisión en sus ojos y afirmación en su persona, y sospecha que debe oírla.
—Antes te voy a regalar un informe, Mauro. Dile que don Rodrigo ha convocado una justa para combatir por el amor de Isabel. Hay dos paladines, Don Dionís y una segunda persona, cuyo nombre no te lo voy a decir hasta que hagas algo por mí.
—Sabes que tus noticias son muy sabrosas, ¿qué quieres a cambio?
—Odio a ese hombre —dice señalando al Moro.
Mauro sin dudar ni un segundo, se agacha en busca de una banasta que guarda debajo de la cama. La abre y muestra a Marfa su contenido.
—¡Son sapos!
—Poco sabes de brujerías. Son doce sapos vivos, grandes, verrugosos y verdes. Tantos batracios como personas asisten al aquelarre. Excluyéndote a ti, puesto que sólo eres una comparsa que participa de los actos impúdicos. Cada animal es el alma de un iniciado y yo soy su pastor.
Saca de un saquito de tela un hongo seco que machaca entre sus palmas, y deposita el polvillo obtenido en un cuenco. Después coge un sapo.
—El del Moro —aclara.
Lo deposita en el cuenco y lo acerca a las ascuas, tapando previamente el recipiente para evitar la huida al animal, que al contactar con las paredes ardientes empieza a secretar por sus verrugas un líquido verdoso y maloliente, que se mezcla con el polvito del hongo formando un barro de aspecto asqueroso.
Extrae al sapo del cuenco y lo lanza a la hoguera, en donde muere abrasado.
—He arrancado su alma al Moro. Bébetela y dicta su destino.
—Moro, al igual que tu sapo, morirás abrasado —sentencia con odio Marfa. Y como sabe los efectos del preparado que ha hecho Mauro, se acomoda sobre un jergón y cubre su desnudez con una camisa que ha sacado del armario de Isabel.
Mientras espera a que llegue su viaje alucinante, atusa sus cabellos con el preparado de abejas sustraído a Urraca y empieza a hablar con Mauro.
—Me proporcionarás un poderoso hongo para administrárselo a Isabel Castejón, y cuando entre en trance y los criados estén dormidos, facilitaré a don Vela la entrada para que se apodere de ella. Díselo así. Sabe que la traición desde dentro es la única forma de penetrar en la casa. Pero antes dile mi precio. Una vivienda lejos de esta ciudad, una casa de piedra con un precioso huerto y un gallinero. Cuando me traigas su respuesta, te diré quién es y cómo puede apoderarse del otro campeón.
Estas últimas palabras las dice con el acento y la bien timbrada voz de Isabel de Castejón, una circunstancia que coincide con su entrada en trance.