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En estos momentos, lejos de San Gil, y aprovechando la soledad de las calles producida por el interés que han despertado los acontecimientos narrados, Urraca cumpliendo la parte del trato hecho con Alonso, ha facilitando el encuentro de los dos enamorados en la intimidad de la iglesia de Santo Domingo.

Alonso, emboscado tras las columnas de la nave del evangelio y amparado en su claroscuro, vigila la pila del agua bendita, esperando ofrecérsela a una embozada dama, de paso quedo y mirada humilde navegando en la lacería del enlosado. Como avisado guerrero llegó a su cita antes de la hora acordada, con la intención de tomar estratégicamente la delantera a una sorprendida Isabel y espiarla a placer, antes de darse a conocer. Aún tuvo que esperar antes de que las campanas de San Gil le avisaran su complicidad, y de paso, discernir a la persona a la que ofrecer sus yemas, cosa que ya habían aceptado tres o cuatro feligresas para persignarse beatíficamente, o sentir Dios sabe qué otro tipo de sensaciones. Cuando hubo explorado inútilmente todos los rincones de la iglesia, y las pocas personas que aún permanecían en ella parecían sordas a las consecuencias de su súbito ataque de tos, se ofreció más generoso, abandonando la protección de las sombras para mostrarse, primero con humildad entre los últimos bancos, y después orgullosamente erguido en mitad del pasillo, sin perder la vista la puerta, por donde podía llegar la verdadera demandante de la humedad de su dedos, o lo que es peor, salir sin ser reconocida.

Muy cerca de él, concretamente a su espalda, oculta tras una celosía, Isabel disfruta con su impaciencia, su descaro y su falta de malicia. Otro más avisado hubiera vigilado este discreto ventanal, sabiendo que las personas de alcurnia gozan de la posibilidad de seguir los oficios ocultos de las miradas de los demás. Ahora ya puede verle a placer, porque el intranquilo mozo ha optado por recorrer la nave de la iglesia, buscando entre las presentes a la persona poseedora de una cabellera rubia y unos brillantes ojos azules con mirada de ansiedad.

El monasterio no ha agachado sus hombros, si acaso anda un poco estirado, acentuando la curvatura cóncava de su espalda, pero resulta elegante. Quizás descarado. Pobrecito —se dice con dulzura—, ¿con esas vestimentas espera camelar a una dama? Sayo marrón, cinturón de cuero y bolsa... vacía. Bracea con energía, realmente el monasterio no le ha dejado demasiada impronta —medita observando su figura nervuda y sus movimientos flexibles.

Ahora está cerca, casi apoyado en el marco de su ventana, y la llega su olor, y oye su agitación. Ahora empieza a sentir, y olvida al niño, y desea al amante, y desea que él la desee...

Alonso apenas puede pronunciar palabra cuando descubre a su dama. No acierta a saludarla, y mucho menos a declarar la catarata de sentimientos que le embarga. Tiene tantos sollozos pugnando por salir de la garganta que teme ridiculizarse ante su amada. Apenas puede murmurar:

—¿Eres tú, Isabel?

Aunque pasa el tiempo sin que conteste a su pregunta, no le alarma el silencio, adivina su emoción, y sabe que ambos están viviendo cada segundo de este encuentro.

Todo está olvidado. El pasado, la ausencia, las dudas, la precaución de asegurarse que el otro comparte los mismos sentimientos y que ambos son amantes de un solo amor. Ahora se saben sedientos uno del otro y sólo desean sentir y sentirse, que el tiempo no pase y se quede atrapado en el aquí y en el ahora. La oscuridad sólo le permite ver su silueta, y como no quiere seguir adivinando los rasgos de su amada, sediento, introduce sus dedos entre el entrecruzamiento de las maderas de la celosía, palpando sus labios, su cara, su cabello. Dejan que el aire que respiran sea el mensajero de sus besos y esperan que el otro rompa el silencio pronunciando el nombre del amado, para ser el primero en descubrir el timbre de su voz.

—Déjame que me acerque hasta el altar y me aprovisione de unas velas.

—No podemos delatar a nadie nuestra presencia.

Alonso siente que la celosía que les separa no es un hecho fortuito, es el símbolo de una realidad vital, que sólo tiene una forma de superarse.

—Tengo tu prenda, Isabel. —Dice mostrando su bibilla—. Yo lucharé y te la cambiaré por la piel de la serpiente.

—Dámela, Alonso. No necesitas pedirla para poder reclamarme, porque ya me he ido contigo. Sólo hace falta acordar cuándo y cómo.

—Cuando vuelva, amor. Ese día ninguna celosía se volverá a interponer entre nosotros. Habremos ganado ante los demás el derecho que nos concede nuestro amor.

No duró mucho tiempo la entrevista de los dos enamorados. No resulta fácil justificar la ausencia de una dama y menos si, como en este caso, no la acompaña nadie. Bueno sí, don Julianillo, que se ha conformado con guardar la puerta por la que ahora abandona la iglesia.

Cuando Alonso se quedó solo se acercó al altar y se postró de rodillas ante la Virgen. No reza, sólo medita, intenta ordenar la secuencia de los acontecimientos que han ocurrido desde la última vez en que se sintió en una situación similar. En un periodo tan corto es la segunda vez que necesita ordenar su mente. Se da cuenta que está viviendo muy rápidamente, que en muy poco tiempo ha dejado de ser físicamente un niño que se rebela ante sus superiores y ha despertado al mundo, asombrándose de su barba y afirmándose con una profesión que le iba abrir todas las puertas, y ahora descubre que no le sirve para poder optar a lo que verdaderamente desea. Tiene la impresión de que el tiempo que ha pasado tan rápidamente es un tiempo distinto al cronológico y que algo o alguien le han hecho madurar física e intelectualmente, para apoderarse de él y dirigirle hacia un fin que desconoce y es incapaz de controlar.

Ahora se sorprende rezando, lo hace presidido por el temor y el desconcierto de no saber lo que va a ocurrir, pero pidiendo su pronto desenlace. Reza a la Virgen porque se tiene por un San Jorge infantil que empuña su lanza de caña y sale en busca de su dragón, con la esperanza de que su sangre, que es una triaca universal contra toda ponzoña, sirva para liberarle del veneno de los prejuicios sociales.