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Esta noche del domingo veintiocho de octubre la Luna Nueva muestra su cara antes de declinar en el cuarto al día siguiente; la casualidad hará coincidir la amanecida con la aparición del hasta ahora invisible Marte, que pasará rozándola.
Alonso quiere personalizar el augurio del encuentro del astro guerrero con la luna, y el roce del talismán sobre su piel le hace revivir la promesa de la tía Giba. En el cielo ella, en un guiño de complicidad, se niega a ocultarse tras un velo de nubes y dibuja sobre el mar una estela de plata iluminando la ensenada de los Lances, donde la marea bosteza ondas que acarician los roquedales sobre los que se asienta la muralla de Tarifa, un perfil gris plomo a sólo dos leguas de distancia. Una poderosa fortaleza con su castillo califal defendido por una muralla preñada de torres, reforzada en tiempo de los almohades con una barbacana, que en caso de ser superada, encerrará a los atacantes en un estrecho pasillo, causando su perdición.
—Una meta tan cercana y tan difícil de alcanzar —se lamenta dialogando con el disco lunar, en donde ya se ha acostumbrado a adivinar la cara de Isabel.
La luna, como siempre, parece no querer oír sus lamentaciones y se limita a recordarle las recomendaciones de la vieja trotaconventos: «Erigido sobre la roca contra la que chocan los vientos que vienen de África».
—Allí está don Vela. ¿Puedes sentirle? —Cree oír a Isabel murmurándole al oído.
Esa torre albarrana es la de Guzmán el Bueno. Robusta cabeza hexagonal de una larga coracha, apéndice de piedra de su barbacana y nido de hierro y flechas que protege la ensenada por donde los defensores pueden todavía esperar socorro del mar.
—¿Y en el caso de que triunfen las armas cristianas? —vuelve a susurrarle Isabel.
—Puedo adivinarlo, «el hombre envuelto en la piel del león», la bandera del rey de Castilla, se habrá ganado tanta fama y honor que será imposible retarle. Pero no importa. Acepto un futuro de proscrito a cambio de la vida y la espada de don Vela, imprescindibles para devolverte a mí, Isabel.
La estela lunar ilumina tan insistentemente la torre donde don Vela defiende la bandera de Castilla que ya no puede seguir meditando racionalmente, y se deja dominar por el infrenable deseo de llegar allí antes de que lo hagan los demás, sean quienes sean.
—¡Puedo hacerlo!
O más bien debe hacerlo, por tierra o por mar, pero debe encontrar el medio para enfrentarse a su enemigo antes del desenlace de la jornada de mañana.
Vuelve al campamento con su decisión tomada. Sólo necesita a alguien que conozca el terreno y le indique la mejor forma de llegar a Tarifa. La suerte le sonríe, cuando llega al lugar reservado en el despliegue para los médicos de la hueste ve al viejo adalid. Ahí esta, hablando con Duruelo. El carretero en su ausencia ha construido con la lona de su carreta una especie de tienda destinada a puesto de socorro donde ha colocado su material médico. También puede ver que la carreta está vacía, mejor dicho, ha sustituido su carga por unos fardos de heno.
Cuando pregunta a Duruelo por qué ha hecho tal cosa, este contesta:
—¿Por qué? El heno simboliza la inutilidad de todos los bienes mundanos.
Y a continuación, con más seriedad:
—He cambiado de oficio y he vendido el vino que traía, para hacerme ahora tu ayudante. Si mañana ganan los moros no perdonaran al que transporta vino y cualquiera respetará a un sanitario.
—Bien hecho, hará falta mucho heno para acomodar a los heridos —interviene don Jerónimo Caballero.
—Y tú ¿quién eres?
—Es el aposentador —contesta Duruelo por él—. No se preocupe señor —dice al adalid advirtiendo su mirada severa—, yo ya me marchaba.
—Conocí a su padre —empieza la conversación éste, cuando se quedaron solos.
—No me extraña, también recorre los campos de batalla —responde Alonso, observando las heridas y deformidades del veterano Jerónimo y sin esperar a aclarar lo que él supone casual encuentro, se decide por ir directamente a solucionar su problema.
—Como adalid de los aposentadores conocerás bien esta zona.
—Ciertamente, tal es el cometido de mi oficio.
Alonso le mira directamente a los ojos intentando encontrar en ellos la suficiente sinceridad como para contarle su problema. Finalmente decide confiarse.
—Adalid, por causas que no puedo contarte necesito entrar en Tarifa antes de mañana, ¿puedes indicarme cómo hacerlo?
—¿Cuál es la poderosa causa por la que un soldado quiere desertar y arriesgar de esa manera su vida?
—Jamás mancharía mi honor con una deserción, por eso no soy soldado, soy médico y practico mi arte sin obediencia a disciplina o pendón.
—Perdóname, ignoraba tu situación. Supuse que te habías movilizado con la milicia de tu ciudad, o con algún señor.
—Adalid, salí de mi ciudad con un propósito concreto, para el cual debo conservar mi independencia, aunque te aclararé que este fin no conculca ni mi obediencia ni mi respeto al rey, si es lo que te preocupa.
—Joven médico, no necesito preguntarte si tus motivos son honorables. Confiaré en ti como un padre lo haría con su hijo —contesta con acento emocionado—, e intentaré ayudarte como él lo haría.
—Amigo, en pago a tu ayuda y para tu tranquilidad te aclaro que es mi esposa la que nos necesita, su vida depende de que un hombre me entregue un poderoso antídoto para tratar su mal y temo que pueda morir antes de hacerlo.
—Hijo —responde emocionado don Jerónimo—, perdona que por mi edad me permita darte ese título. No hace falta que me sigas explicando tus motivos, con lo dicho me vale. Espérame aquí y a la amanecida iré contigo a Tarifa, conozco la ciudad, y podría serte útil en ella, aunque sólo sea como guardaespaldas.
—Gracias amigo adalid, pero hay cosas que un hombre debe hacer a solas.
Después de una pausa añade:
—Me hubiese gustado tener un padre tan merecedor de mi confianza como has resultado ser tú.