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Padre e hijo aprovechan las sombras de la noche para llegar hasta Tarifa. Para salvarse del posible encuentro con patrullas enemigas evitan el puente del Salado y cruzan el río desviándose hacia la derecha. Después se adentraron en los arenales que bordean la línea de la playa, y volaron, más que corrieron, siguiendo su linde, evitando que la claridad de las arenas delatase sus siluetas.

Sólo al llegar a las inmediaciones de la muralla se miraron. El gesto es el mensajero de las palabras que fluyen en el alma y que la garganta se niega a pronunciar, pero ambos saben que unas horas de intensidad no sirven para paliar la sed de toda una vida. Finalmente habla el más herido.

—Adiós, adalid.

Pero don Jerónimo que es el que más quiere insistir, lo intenta, tocando la fibra sensible de su hijo, y le pregunta:

—¿Qué será de Isabel si no logras tu propósito?

—Tendré que seguir confiando en los cuidados de don Tirso.

Ya es tarde para arrepentirse y contestar la verdad: que ahora necesita de todo y de todos, y en el caso de que él no volviese, ¿quién sería capaz de dar a Isabel algo más que caridad?

Don Jerónimo ve la cara de duda de Alonso e insiste por otro frente:

—¿Quién es tu enemigo?

Y ante su silencio continúa insistiendo:

—Tu confidencia asegurará el que uno de los dos reúna los tres objetos y pueda llevárselos a don Tirso.

Alonso sopesa la propuesta y aunque es consciente de sus necesidades, no puede evitar que la soberbia se imponga sobre el sentido común.

—Adalid, sólo intervendrás si te enteras de que he muerto, pues con su vida o con la mía se saldará este duelo. Sólo entonces intentarás obtener la espada de mi enemigo. No precisarás buscar el resto de los objetos, estarán en manos del superviviente.

Y como don Jerónimo también sabe ser soberbio, contesta:

—No agradezcáis mi oferta, don Alonso, cualquier caballero que conociese vuestra historia se habría ofrecido. Y ahora marchémonos, ambos tenemos propósitos que cumplir.

—Adalid, sois sin duda ese caballero. ¡Lástima no haberos conocido antes!

Se perdieron en las sombras de la noche y, aunque ninguno de los dos fue capaz de volver la cabeza, ambos guardaron celosamente estas palabras en su interior.

Poco después Alonso llegaba a Tarifa y se anunciaba como correo del rey.

Rápidamente le condujeron hasta la casa de don Alfonso de Benavides, al que encontró reunido con sus capitanes, discutiendo las previsiones para la jornada que se avecinaba, por lo que fue recibido inmediatamente.

—Señor —explica a Benavides— el rey enviará en la noche a la ciudad un importante refuerzo de mil jinetes y cuatro mil infantes, con el fin de atacar mañana la retaguardia enemiga.

—Señores, el rey cuenta con nosotros para la jornada de mañana —exclama el destinatario de la misiva—. Nos pide que procedamos con el mayor sigilo para seguir manteniendo el elemento sorpresa, evitando acciones que puedan alertar al enemigo.

—¿Sabéis qué camino utilizarán las tropas, mensajero? —pregunta a Alonso.

—He venido recorriendo la linde de playa de los Lances acompañado por un experto adalid cuya misión es volver al campamento para informar del éxito de mi misión y de la seguridad de la ruta.

—¿Podrán seguir este mismo recorrido tantos hombres sin ser oídos? —pregunta uno de los presentes.

—Tendrán que hacerlo —contesta Benavides—. Ya no hay tiempo para otra opción. Tampoco podemos mandar ningún destacamento en su ayuda sin arriesgar más el sigilo de la operación. Opino también que debemos limitarnos a esperar que la suerte les permita llegar por el camino de la playa sin alarmar a las avanzadillas enemigas.

El mensajero aprovecha el momento para estudiar cada cara y cada enseña en las ropas o armas de los presentes, intentando descubrir, infructuosamente, a su enemigo, que ahora dice llamarse don Marcelo, hasta que Benavides le pide que se retire.

—Mensajero, podéis marcharos a descansar.

—Señor —contesta—, el mensaje debería terminar con una nota concerniente al mensajero. Pedí al rey que me permitiese pelear con vos en esta jornada.

Benavides, a quien parece normal tal petición, accede diciéndole:

—Elegid el lugar vos mismo.

—Me gustaría hacerlo en uno de los puntos que más se ha distinguido en la defensa de la plaza. En la torre albarrana.

—No está presente el señor que la defiende, pero acudid mañana a la misa de armas que se celebrará en la plaza mayor y ahí podréis uniros a él.

La suerte está echada, ya no es hora de aclarar dudas y debo enfrentarme a la verdad, se dice Alonso al salir de casa de Benavides, dirigiéndose con paso decidido hacia la torre, aunque al poco, las necesarias medidas de seguridad dispuestas le impiden el acceso, obligándole a calmar su ímpetu y a conformarse con espiar sus luces esperando las de la amanecida. Pero en la soledad su estado de ánimo se resiente. Al principio fue sólo un fino temblor de manos y un nudo de angustia en la garganta. Pero al poco, las sombras de la duda... del miedo a no poder... o no saber... o ser incapaz de lograr... Y a pesar de lo avanzado del mes de octubre y del relente de la noche y de la brisa del mar, nota sus ropas sudadas y quizás el vello erizado.

—¿Y si todo es falso? ¿Y si el tal don Marcelo no es don Vela? ¿En qué realidad tangible baso mi acción?

Y ya puestos a dudar de todo, se pregunta cómo ha llegado a aceptar la hipótesis de don Tirso, esa loca, o mejor dicho, esa posiblemente herética doctrina de los tres componentes del hombre y la función de la esencia en la unión del cuerpo con el alma. Y ante el miedo al enfrentarse con el peligro, y a las consecuencias que tiene que asumir al hacerlo con el negro pronóstico que se augura, añade: ¡Si al menos estuviese seguro del bien de Isabel!

Un cosquilleo le recorre las piernas produciéndole tal debilidad que se siente incapaz de mantenerse de pie sin valerse de un punto de apoyo. El corazón le late tan fuerte, tan rápido, que apenas le permite respirar. ¿Qué será de ella si él muere? De pronto siente la necesidad de correr. Debe correr. ¡Escapar!

Frente a él hay un estrecho pasillo que recorre la muralla sumergiéndose en un túnel de oscuridad. Un imperativo mental le obliga a anclarse férreamente en el suelo, a pesar de que todo su ser le muestra el acogedor silencio que se abre enfrente, invitándole a correr y refugiarse en las sombras, confundido entre las almenas, sin hacer caso a nada ni a nadie, ni siquiera al peligro de un paso mal dado, ignorando la oscuridad, los obstáculos del material de defensa esparcido en su camino, la amenazadora actitud de los guardias que le observan, el temor a que le tomen por loco, o lo que es peor, de que adivinen su terror, un estado contagioso que debe atajarse.

Afortunadamente se abrió un claro de luz en el cielo, hasta ahora oculto por un manto de nubes, y la luna aclaró la oscuridad sonriendo de plata. Presiente un rayo que entra en su cerebro insinuando fugazmente una imagen que no logra captar. Es una vieja conocida, recuerda que ya ha tenido esta sensación en otros momentos, en otras situaciones difíciles. —Ya tengo experiencia de ti. Ya ha vivido estos instantes—. Cree saber de qué se trata. Es la presencia de Isabel. Quiere creer que es ella. La necesita. Quiere identificarse con ella y arrebatarse con su recuerdo, con los momentos sublimes en los que cree que cada uno ha penetrado en el otro. Necesita revivirla y revivirse. Comunicarse en su amor. Sentir de nuevo las pasiones prometidas. Representar en su mente, hasta la saciedad, las imágenes que prevé en el asombro del encuentro. Recrearse en el instante en el que ambos descubran la carne y ella le abra los labios para emborracharse con la saliva del otro. En el momento en que entre en ella haciéndose ambos uno, mientras su semilla recorre el camino de sus entrañas para secar las lágrimas de sangre de su útero baldío.

Los rayos de la luna iluminan la mole de la torre y la imagen del mástil: un impúdico falo que quiere preñarla con los colores de una bandera, se dice con rabia, la bandera de don Marcelo, de... ¡don Vela! El corazón se desacelera y él logra afirmarse enérgicamente en el suelo. Muerde con rabia el cuero de la cinta de su yelmo y la saliva le sabe a tensión y a decisión.

Antes de la amanecida llegaron las milicias de Marchena dirigidas por don Pedro Ponce de León y las del obispado de Jaén mandadas a su vez por don Enrique Enríquez. Sólo al atravesar el río Salado tropezaron con una avanzadilla benimerín, pero forzaron su escasa resistencia y llegaron a la ciudad. La crónica completa esta historia: hoy sabemos que tuvieron que agradecer a la suerte que las guardias moras, temerosas del castigo del sultán, resolvieran cortar la cabeza a los castellanos caídos y se las presentaron informándole, para su entera satisfacción y futura perdición, que habían rechazado una intentona enemiga.

A la mañana siguiente, lunes veintiocho, el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz celebra una misa de campaña pidiendo la protección del cielo para que estos hombres puedan enfrentarse con éxito contra un ejército infiel diez veces más numeroso. Al final de la ceremonia el arzobispo hizo avanzar hasta el altar a los hombres que portarán los pendones, encabezados por el real de Castilla enarbolado por Pedro Ruy Carrillo, y por el del Papa, por el carácter de cruzada de la jornada, portado por un caballero francés, los bendijo y después a la mesnada, que agrupada por señoríos, concejos, obispados y maestrazgos, con sus respectivos capitanes a la cabeza, juraron fidelidad a las enseñas, ligando su suerte a la de su pendón.

En ese mismo instante en Tarifa, en una ceremonia similar, la milicia ciudadana convocada al redoble de los tambores se agrupa en la plaza mayor por barrios, profesiones o linajes, y todos ello, incluidas las tropas de refuerzo, renuevan sus lazos de lealtad desfilando bajo las banderas. Alonso debe seguir el ejemplo de los demás y prestar su juramento a la del hombre que lidera la defensa de la torre albarrana. Allí, en el improvisado altar florido de estandartes y pendones, debe estar don Vela. Todavía no puede reconocerlo, pero cree adivinarle en un enjuto soldado hecho de hierro y nervios que oculta su rostro tras las defensas faciales de un yelmo coronado... ¡con la cabeza de un león!

Es él, tiene que serlo. Así se lo advierten todas sus potencias en estado de máximo tensión y el esfuerzo de todos sus sentidos que intentan dar fe acerca de la identidad de ese guerrero... que se cubre con la piel del león.

Debería ser cauto y seguir el ejemplo del contrario, ocultando su identidad, pero prefiere perder la ventaja de la sorpresa y superar la angustia de la duda, de modo que opta por mostrarse a su enemigo, esperando que ambos se reconozcan. Ya está cerca del altar, el que supone que es don Vela permanece silencioso, erguido, inmóvil, con la vista al frente, sin ofrecer brecha acerca de su identidad. Hurga en sus recuerdos, en la imagen del hombre que le entregó al pobre Zoilo frente a la iglesia de Santo Domingo, en su figura altanera, en su forma de respirar. Su espada. Ahora puede distinguir en el puño el arraiz curvado en media luna, su pomo en forma de... ¿manzana? ¡No! Es un elemento ovoide de marfil... ¡Es exactamente un huevo! ¿Pero no es el huevo el símbolo de la inmortalidad, del renacimiento en una nueva vida? Quiere recordar, necesita bucear en las imágenes que se han quedado perennemente grabadas en su mente. ¡Aquella escena! Isabel coronada de flores negras, junto a la boca de la Gorgona. Don Vela revestido con su armadura blanca. El brillo de esa hoja sobre su cabeza...

Pero el estado de emoción con el que está viviendo el reencuentro, no se lo permite. Hasta que de nuevo ese rayo... una chispa de luz que atraviesa su cabeza profundizando en su alma, y la advertencia de que se está enfrentando con algo que ya conoce...

¡Ya le ha reconocido! Ya no necesita indagar más. Ya tiene la convicción de que se trata de don Vela. Y no, no es verdad que esté ajeno o ausente de lo que está ocurriendo a su alrededor. Don Vela está en estado de máxima alerta. ¡Don Vela también le ha descubierto! Ahora se miran. La ansiedad de Alonso contrasta con la actitud sosegada de él, de un hombre que sabe lo que hay y a lo que se enfrenta. No hacen falta más gestos o palabras. La próxima vez hablarán los hechos.

Don Vela le ofrece el pendón y Alonso lo besa, jurándole fidelidad.