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Un par de horas después volvía a presentarse don Jerónimo, esta vez para traerle una nueva.
—Alonso, muchacho, hemos tenido suerte, el rey está buscando un hombre que quiera llevar un correo a Tarifa. Yo me he ofrecido a hacerlo.
Aquella tarde don Alfonso había reunido su consejo para decidir su estrategia. Catorce mil lanzas deben enfrentarse contra un ejército de sesenta mil, mejor situado sobre el terreno y con el sol a su favor, por lo que es de esperar que Abu-l-Hassan, confiado en tal superioridad, aguarde a que el ataque castellano cruce el Salado para envolverlo desde su ala derecha con las tropas granadinas. La suerte está echada, le dicen al rey, la acometividad de los castellanos reclama comenzar la lid atacando el ala izquierda y el centro, mientras que el de Portugal debe hacerlo por la derecha, evitando la acción envolvente de los granadinos.
Pero don Alfonso ha observado el campo de batalla y se ha dado cuenta que existían puntos débiles en el despliegue enemigo, y propone atacar su flanco izquierdo por el lado de mar, desembarcando a los hombres de la flota, a la vez que los hombres de la Villa salgan de la ciudad y escalen las estribaciones de la sierra, para atacar por retaguardia la real de Abu-l-Hassan, que cuando vea su campamento en peligro distraerá en su socorro tropas del centro y en ese momento será acometido por los castellanos. Entonces su viejo enemigo don Juan Manuel, aduciendo que para que este plan tuviese éxito era necesario reforzar considerablemente Tarifa, propuso la idea de enviar a la villa, protegidos por las sombras de la noche, a mil caballeros y cuatro mil infantes. El plan agradó al rey y le dio su visto bueno, confiando tan arriesgada maniobra a don Pedro Ponce de León, señor de Marchena y a don Enrique Enríquez, jefe de las milicias del obispado de Jaén.
Alguien deberá avisar para que los hombres de la villa se dispongan a recibir tal ayuda sin confundirla con una maniobra enemiga hecha al amparo de la oscuridad. Naturalmente deberá conocer bien los vericuetos de la Vega para lograr esconderse y hacer un viaje de ida y vuelta, porque también en la real castellana deberán enterarse de que en Tarifa don Alfonso de Benavides ha recibido tales noticias.
Padre e hijo esperaban a la puerta de la tienda real. Casualmente, el propio rey quiso conocer a los mensajeros antes de darles el visto bueno, y así fue como Alonso pudo encontrarse con él por segunda vez.
—Adalid, eres el hombre idóneo para esta misión. Un viejo veterano que conoce el terreno pero ¿por qué se necesita un segundo hombre?
—El segundo volverá sobre sus pasos en el momento que el primero cruce las puertas de Tarifa, sin necesidad de perder más tiempo, arriesgándose a que a la vuelta le sorprendan las primeras luces del alba.
—Cierto, ¿pero por qué confiar en un hombre con tan poco aspecto guerrero?
—Soy médico, señor —se atreve a contestar, justificando así su viejo sayo marrón y sus duras abarcas serranas.
—Razón de más para asignaros unas obligaciones más acordes con vuestras aptitudes —contesta el monarca, en el que Alonso inmediatamente ve el típico gesto del que intenta reconocer en su interlocutor una cara conocida.
—Señor, me debéis esta oportunidad —se atreve a decir.
E ignorando el bufido de sorpresa de su padre y la cara enigmática del monarca, sigue hablando sin la más mínima muestra de caución.
—Fue en Soria, en el veintiocho, yo resolvía la luxación de uno de vuestros acompañantes...
—Y hablamos de cuestiones que afectan a la caballería —contesta el rey, demostrando su buena memoria, y continúa diciendo:
—Os reconozco como el antagonista de un caballero que viste ahora la Orden de la Banda y muestra en su escudo las dos serpientes que acreditan su hazaña.
—Señor, recordad que apostasteis por mí y que nuestro enfrentamiento quedó en tablas, pues mientras don Dionís me abría el paso enfrentándose con las serpientes, yo acudía al auxilio de una dama en peligro, mi amada esposa.
—Si venís reclamando la segunda oportunidad que os ofrecí, ¿por qué no lo hacéis como guerrero? —razona Alfonso XI.
Alonso se apresura a aclararle que su esposa, por causas de un desconocido veneno actuando en conjunción con un poderoso ensalmo, ha perdido la conciencia y permanece en un estado permanente de sueño profundo desde hace años.
—En el convento de Santa María de Soria, mi maestro don Tirso —señala Alonso como cita obligada para recordar el beneplácito de gente de iglesia— y yo mismo hemos llegado a la conclusión de que para poder curarse precisa del efecto de tres talismanes, el mío —dice mostrándoselo—, una corona de flores negras que he podido rescatar en el camino tras un hecho de armas del que mis compañeros podrán dar referencias, y finalmente la espada de un hombre malvado que vive Tarifa. Señor —continúa con acento emocionado Alonso—, temo que con los avatares de mañana se pueda perder la oportunidad de obtenerlo, por eso debe llegar a la ciudad antes de la batalla.
Naturalmente, oculta todo lo concerniente a su verdadero propósito de enfrentarse con uno de los héroes de la ciudad.
Don Alfonso es joven y admira las virtudes de la caballería que está intentando inculcar, entre otras formas distinguiendo a los merecedores con la Orden de la Banda; también es un hombre culto que lee relatos y hechos de armas, y aun los premia, como hizo en su tiempo con la casa de val de Ibeas, por tanto no es inapropiado concluir con que el relato de Alonso le impresionó. Como también le impresionaron las lágrimas de emoción de un hombre tan curtido como el viejo adalid, que acaba de enterarse de los avatares que han sufrido su hijo e Isabel.
—Has debido estar mucho tiempo fuera de tu casa y de tus gentes sorianas, viejo adalid —le dice con cariño el Monarca a don Jerónimo—. Te he visto demasiadas veces a mi lado en la hueste y esto te ha hecho perderte muchas cosas, incluyendo esta historia.
Alonso que se ha enfrentado en tantas ocasiones con la enfermedad y la muerte, y ha aprendido a contemplar las emociones sin que se le estremezca el corazón, sabe ocultar las suyas e ignorar las de su padre y su mirada avergonzada.
—Alonso —termina salomónicamente el rey—, en razón a la oportunidad que te debo por un hecho heroico que benefició a un segundo, irás a Tarifa a entregar mi mensaje a Benavides. Y tú, Jerónimo puesto que te has ofrecido en esta misión, serás el que vuelva para darme razón de ello. Los dos recibís satisfacción en vuestra demanda, ahora quedo yo por satisfacer. Mi mediación en la justa que te enfrentó con don Dionís es la de un juez entre hombres de armas, y vos no lo sois, Alonso.
—Señor pedidme la vida y será vuestra, a partir de mañana.
—Sólo puedo mediar en hechos de armas, en los demás casos dicto justicia.
—En ese caso, señor, seré hombre de armas y juraré vuestro pendón.
—Juraras el de Tarifa y te ligaras a él durante toda la jornada que nos espera. Después podrás atender a tu demanda.
—Señor, así se hará, después de la batalla libraré la mía personal.
Salieron de la tienda real y cruzaron toda la plaza de armas sin hablarse y cuando llegaron a la barrera de carros que formaban la barbacana del campamento, Alonso con gesto frío y voz carente de emociones, se dirige a don Jerónimo.
—Adalid yo necesito unos momentos para tomar mis armas y despedirme de mis amigos, quedemos pues en este punto dentro de media hora —y sin esperar a su respuesta se dirige hacia el lugar donde se había instalado Duruelo.
Cierra ojos, oídos y corazón mientras se viste automáticamente su gambax y la cota de malla, una loriga corta que aligera de mangas y almófar.
—Tampoco a mis hijos les toca vivir un padre con demasiada dedicación. Pero en esta vida todos tenemos nuestra función y la mía es la de recorrer este mundo con mi carro —intenta iniciar la conversación Duruelo.
Alonso con aparente sordera, dedica toda su atención a seleccionar las piezas de su equipo de guerra en el que sigue desestimando piezas defensivas, renunciando al uso de rodeletas sobre las articulaciones y de rodilleras y grebas para protegerle las piernas. De nada le servirán esta noche en la que lo prioritario es deslizarse rápida y silenciosamente.
—Sólo virtudes oirás de él —insiste Duruelo—, todo el mundo te lo confirmará en el campamento, no te dirán nada distinto de lo que tantas veces oí contar...
Yelmo abierto, lanza corta, espada al cinto y escudo colgado a la espalda.
—¿Vas a pelear como un vulgar infante?
—Los caballos pueden delatarnos y lo fundamental es llegar... como lo haces tú y como nunca lo hizo mi padre.
Duruelo imitando la actitud sorda de Alonso, contesta:
—Entonces no utilices ese escudo tan pesado. Toma esta adarga granadina —le dice entregándole un escudo bivalvo—. Está hecho de piel de antílope que tiene la virtud de que si un espadazo o lanzazo la raja, se cierra la abertura, restañándose inmediatamente, sin dejar rastro... Me recuerda a ciertas actitudes.
—¿De dónde has sacado esta pieza, si todavía no nos hemos enfrentado a ellos?
—Los comerciantes empezamos y terminamos siempre antes que los guerreros. Se lo cambié a alguien que necesitaba algo de los demás... en este caso, mío.
—Gracias amigo... por todo.
Y continúa diciéndole conciliador:
—En el caso que nos concierne convengo que el adalid —dice subrayando el título— es un hombre noble al que debo agradecer la oportunidad de solucionar mi problema actual. Deben ser ciertas esas virtudes de las que todo el mundo habla.
Abraza a Duruelo, y tras despedirse de él, se dirige al lugar donde sabe que acampan sus antiguos compañeros de viaje.
Hace lo mismo con Bernardo.
—Cuídate mañana y cuídale a él —dice señalando a don Fernando, que como siempre permanece apartado, con la única compañía de su criado—. Amigo, qué admirable corazón tienes. Responder con fidelidad al que te quita el amor.
Después se acerca al solitario caballero. No es su vasallo, pero en señal de respeto solicita sus manos para besarlas.
Don Fernando las apoya sobre sus hombros.
Alonso percibe su calor, a pesar del grueso cuero de los guantes. Y el olor de su aliento, a pesar de la máscara que cubre su cara. Y la debilidad de sus músculos, a pesar del hierro de su armadura. Y se atreve a penetrar en las aberturas por donde se insinúan los ojos, y... diría que sus ojos brillan con luces... ¿de mujer? Siente sobre su espalda las puñaladas de los ojos de Sixto. Apenas acierta a oír la voz distorsionada y aflautada del caballero, que se despide, deseándole suerte. Bernardo asiste impasible a tal escena, y Alonso, al marcharse, lo hace convencido de que todos los que se han propuesto proteger a tan vulnerable señor lo hacen sin percibir el aroma que traspira por todos sus poros, la debilidad revestida con la coraza de una enorme voluntad.