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A mediodía Alonso se dirigió hacia el coso donde iba a celebrase la fiesta de toros sin esperar a su compañero, considerando que su apacible aspecto de trovador le permitiría moverse con libertad por el lugar sin despertar sospechas, y a buen seguro que ya lo estaría haciendo, buscando alguna puerta o lugar que sirviese para sus propósitos.

Al llegar al coso el juez de los juegos le recordó brevemente las reglas. Cada participante deberá lancear a un ejemplar en el turno que la suerte le depare, aunque obviamente, podrá enfrentarse, también por riguroso orden, al que derribe al caballero precedente. Al final del festejo, los presentes elegirán al mejor. A continuación le ofreció una bolsa que contenía los números asignando el orden de participación, y tras obtener el suyo se dispuso a esperar el momento.

Huele a sangre, a excitación y a miedo. Los espectadores, a buen resguardo sobre la barrera de carros que rodea la arena, jalean el augur a muerte esperando el encuentro del toro con el jinete. En lugar preeminente, sobre una torre erigida con andamios revestidos de tapices, la Loba, rodeada de los elementos celestiales que deben premiar cada juego, asiste a la suerte y espera también el resultado.

Alonso palmotea el cuello de su montura intentando calmar su agitación y por un instante se cruzan las miradas. La brisa juega con sus vestiduras y talla en seda el poder de sus senos que amenazan emerger a las ansias de las miradas. ¡Que bella es!, le grita su sexo mientras jalea al viento animándole a seguir jugueteando con el velo que oculta su cara y descubra el anonimato de sus labios. Cierra los ojos y se encarama sobre el caballo que le responde arqueando orgulloso su cuello. Ahora todo su ser se concentra en sentir la corriente que les convierte en un solo ser. Un nuevo grito atruena en la grada. ¡Es su momento!

Cuando todavía aventaban en el cielo las maldiciones del último jinete derribado y remueve la tierra el pataleo agónico de su montura, se arrancó al trote, valiente, retador, mirando la cara del toro y sin perderle el frente. Sólo el revuelo de las palomas rompe el silencio del drama que se adivina en el encuentro. Aguanta la arrancada violenta de la fiera que avanza hacia él levantando de la tierra pellas de sangre y miedo. Cuando apenas les separan unos metros, hinca ijares y emprende un galope poderoso dirigiéndose sin miedo hacia su enemigo. En el último instante, cuando el toro dobla la cerviz para imprimir mayor fuerza a su embestida y la gente lanza al aire un grito de angustia, provoca el quiebro al caballo, salvando con galanura el encuentro. A continuación, luciendo la doma, completa una vuelta alrededor de la arena con el toro encelado a su cola, hasta que con un nuevo quiebro se suelta del perseguidor, para dirigirse hacia la tribuna marchando al paso, y al llegar a su altura hace contonearse a su montura como si se tratase de un elegante palafrén, y se descubre ante la bella para brindarle el lanzazo de muerte. Y se arranca a rienda suelta, empuñando la lanza con la que asestó un único y mortal golpe a su enemigo, que cayó en el suelo fulminado por el rayo de la muerte.

Nadie ignora quién es el ganador del festejo. Ningún otro caballero se atreve a retarle, y los que le precedieron en la suerte y salieron de ella ilesos se descubren en señal de reconocimiento. Recorre el circo saludando su triunfo y finalmente se detiene delante de la Loba, y cuando se hace el silencio para oír la galantería que el jinete quiere dedicarle, Alonso señalando el collar que cuelga del cuello de la Loba, grita:

—El Caballero del Cisne elige la Luna Nueva.

—Eso es imposible —se apresura a intervenir el maestresala—. Ella es la señora.

No le oye, tampoco presta atención a las voces escandalizadas de algunos, las risas de otros o las protestas airadas del ignorado y ofendido marido, que manda a sus ballesteros que hagan preso al hombre que acaba de insultarle.

No hace caso a nadie ni a nada, sólo se fija en el brillo de los ojos de la mujer y sabe que su elección ha sido aceptada. Cuando la guardia jala para retirarle de la arena, Alonso vuelve a llamar la atención de los oyentes.

—¡Reclamo el derecho de todo participante de dirimir mi elección en combate!

Se hace el silencio centrándose toda la atención en el ofendido señor, cuya rabia apenas le deja hacer otra cosa que dirigir miradas de furor a Alonso y a su silenciosa e imperturbable esposa, que se limita a decir:

—¡Sea! Cúmplanse las reglas de este juego.

—Yo soy el ofendido —reclama finalmente don Lupo—, y debo dictar las condiciones del encuentro.

Contrariamente a lo que cabría esperar, se dirige hacia el jinete sonriente y sereno, y le expone sin más preámbulos sus exigencias.

—Caballero del Cisne, estáis alojados en una torre provista de dos puertas. Os propongo que sean selladas ventanas y huecos por donde pueda entrar la luz, y que cada uno de nosotros acceda por una de ellas, armados sólo con nuestras espadas, para enfrentarnos a muerte en la más estricta oscuridad.

Ante unas condiciones tan severas ninguno de los invitados quiere perderse los prolegómenos, de modo que se forma un populoso cortejo de caballeros ebrios y prostitutas vociferantes para acompañarles hasta el lugar del combate. Don Lupo llegó montando un brioso corcel blanco que llevaban a la brida dos criados vestidos con las armas de su casa, su gesto parecía sereno e insólitamente sobrio, aunque al poco, la forzada reverencia con la que invitó a los presentes a circunvalar la torre, hizo recelar a Alonso sobre sus intenciones.

Pero ya es tarde, debe seguir adelante.

—Que elija puerta mi antagonista —invita a Alonso. Desmontando del caballo y tras despojarse del manto se muestra a los presentes armado únicamente con su espada.

Alonso hace lo propio y desecha caballerosamente la propuesta de estudiar la otra puerta, eligiendo la que tiene enfrente.

—El juez del combate dará la señal para que penetremos. Luego cerrará con llave ambas puertas y sólo las volverá a abrir mañana para permitir salir al campeón. —Explica don Lupo.

A continuación se dirige a los presentes para decirles:

—Propongo a mi contrincante extremar las condiciones del duelo. Entremos con los ojos tapados, para descubrirnos cuando los candados anuncien que los dos estamos encerrados en el palenque.

—Acepto —contesta escuetamente Alonso.

Cada cual se situó frente a la entrada elegida, cegados por una banda de tela y a la señal del juez, penetraron en la torre. Cuando pudo descubrirse la venda comprobó los extremos de su reto. Nada, ni la más mínima luz entraba por una eventual rendija. Sólo la negritud y la sensación de inmensidad que produce la oscuridad. Rápidamente intenta adaptarse a la situación sin dejarse dominar por el miedo. Para evitar un punto de orientación a su enemigo toma la precaución de retirarse lo más posible de la puerta, y se desliza lateralmente, manteniendo a su espalda la referencia de la pared. Después, apenas sin atreverse a respirar, se afirma sobre el terreno, agudizando al máximo sus sentidos, en espera de alguna señal de alarma. En algún punto gotea el agua y quizás se escucha el viento. Nada. Olor a humedad y a frío. A telas de araña. Y el sonido circular del vacío.

Presiente el abismo. Un paso hacia delante puede ser mortal. Chorrea el sudor en la mano que sostiene el arma, y la tensión le agarrota toda la musculatura de su cuerpo. Posiblemente su enemigo tiene ventaja y conoce a ciegas este cuarto. No respira, no se mueve. Sólo intenta oír, traducir si el cambio en el tono de la gota del agua tiene algún significado.

Empieza a notar vértigo. No es vértigo... ¿acaso el suelo se está moviendo? Sí, ciertamente se está hundiendo. Toma una referencia a su espalda y apoya la mano desarmada en la pared, amarrándose a un saliente de la piedra. Es cierto, el suelo se desliza hacia abajo. Tranquilo, tranquilo. Tu enemigo sabía esto y te puede estar tomando ventaja. Se llena de valor y con el temor de que la taquicardia que atruena sus oídos pueda orientar a su contrario, se desliza rápidamente, sin perder la referencia del muro, estimulándose con la idea de que el otro no espera esta reacción.

Hasta que nota a la altura de la cintura el escalón del vano de la puerta contraria. Le recorre todo el cuerpo el escalofrío del miedo. Ha llegado hasta la entrada de don Lupo sin encontrarle. Sospecha que su enemigo le ha engañado y le ha hecho entrar en esta cámara que tiene un dispositivo que permite hacer descender el suelo y que seguramente él se habrá encaramado en algún lugar seguro del muro desde donde estará al acecho. ¡Si es que realmente ha entrado en esta sala!

Al poco la voz de tal personaje da respuesta a sus temores.

—¿Todavía esperas encontrarme, caballero?

El sonido efectivamente viene de lo alto, muy por encima de la cabeza, muy a salvo de enfrentamientos o encuentros.

—¡Me has engañado, cobarde!

—¿Podías esperar de un depravado el comportamiento de un caballero?

Y entre carcajadas le explica su destino:

—Seguramente que ya te has dado cuenta que estás sobre una plataforma descendente, que se ha deslizando hasta llegar al nivel de la boca de una caverna ciega. Pronto podrás comprobarlo y también conocerás nuevas gentes —ríe con cinismo—, otros caballeros que también aceptaron este combate. Adiós Alonso, recuerda que un año más el mejor de dos consigue a la dama.

Al enterarse que ha sido burlado, rompe con la norma básica del encuentro, pelear sin la ventaja de la luz. Raspa su espada contra la fábrica de piedra de las paredes de la torre, y arranca chispas de su hoja, y ahora se rasga el bajo de su sayo y repite la maniobra para intentar encender alguna fibra.

Cuando logró prenderla puede comprobar que las palabras del despreciable caballero son ciertas. Está en la boca de un túnel en el que solo se adivina silencio y soledad. También tenía razón al advertirle sobre la huella de sus antecesores, o al menos sus restos óseos, incluso la correspondiente espada con la que esperaban enfrentarse contra el infame traidor. No se entretuvo en lamentaciones. Desgarró las ropas de uno de los cadáveres y con un fémur improvisó una antorcha y bien provisto de reservas se decidió a explorar su prisión.

Cuando iluminó el interior del túnel vio que no se hallaba solo.

—¡Trovador!

—Sí, don Alonso, soy yo, los guardias de la Loba me sorprendieron curioseando alrededor de la habitación donde están alojados los muchachos. Son prisioneros, amigo, no son prostitutas voluntarias, son pobres chavales obtenidos en razzias y cabalgadas, cuando no hijos de morosos, como el que nos encontramos, que están pagando las deudas de sus familias asesinadas.

—¡Canallas!

—¿Qué vamos a hacer, Alonso?

—No lo sé, o al menos de momento. Pero no nos dejemos llevar por la desesperación y exploremos nuestra prisión antes de que nos quedemos sin luz.

Se deslizaron a lo largo del túnel, en realidad una galería excavada en un terreno de aluvión de piedras y arena fina, una deducción esperanzadora, porque esta obra humana debería obedecer a un fin concreto; posiblemente era un pasadizo secreto destinado a facilitar la comunicación estratégica entre distintas dependencias del castillo y facilitar la huida en caso necesario. Al girar un recodo tuvieron un encuentro. Un cadáver, seguramente más avisado que los demás, a juzgar por el lugar hasta donde había llegado, y más reciente, pues todavía estaba en estado de putrefacción y servía de pasto a un enjambre de ratas.

Fue una respuesta instintiva y casi refleja, saltó sobre ellas, logrando felizmente capturar a un ejemplar, mientras las demás corrían despavoridas profundizando aún más en el interior del túnel.

—¡Hay salida! —exclama señalando la dirección en que han escapado las ratas.

Sin apenas poder evitar las salvajes dentelladas que le propina su prisionera, ata alrededor de su lomo un hilo de su propia ropa y tras asegurarse de la solidez de la amarra, la libera. El animal, asustado con su reciente experiencia y por la luz de la antorcha con la que la azuzan, huye en la misma dirección que sus hermanas, deshilando los bajos del sayo de Alonso que sigue a su improvisada guía vigilando su hilo conductor. Y así es como llegaron hasta el final del túnel, o al menos así lo anunciaba un agujero en la pared de la fabrica que los animales habían perforado en un rincón, por el que finalmente escapó su ocasional guía.

Sin pararse a pensar hacia donde podría conducir, arañaron, rasparon y forzaron la estructura hasta lograr derribar un bloque, tras el cual la pared se rindió definitivamente permitiendo el paso a los prisioneros. Más allá se hallaban las cloacas y las salidas de aguas sucias de las distintas dependencias,, como lo atestiguaban los agujeros redondos del techo de madera por donde se debían evacuar las excretas, lo que les permitió deducir que estaban recorriendo el subsuelo del edificio principal, el único que merecía tal obra. Ahora la cuestión era buscar un punto para emerger.

Naturalmente, ahora se deslizan entre la inmundicia sin la luz por el temor de que pudiese alarmar a los de arriba, pero tampoco la necesitan, se filtra entre las rendijas de lo que parece ser el suelo del piso superior. Finalmente, como sospechaban, se encuentran con una puerta, seguramente la de escape de una habitación principal. No quisieron precipitarse y decidieron recorrer más terreno, y al poco advierten que la galería desemboca en el pantano que rodea el castillo. La noche facilitaba la huida.

—Escapa —invita al trovador—. Corre a mostrar a nuestros amigos la entrada a este antro de perdición.

—¿No vienes conmigo?

—No, yo debo averiguar antes por qué la Loba conoce tantas cosas de mi pasado.

Antes de que el trovador se sumerja en las aguas del pantano, Alonso le toma del brazo para preguntarle.

—Amigo, no te vayas sin antes aclararme una cuestión. ¿Quién llamó esa noche a la puerta de don Quintín?

El trovador le mira lentamente y le responde.

—¿Eres tú el que hace tal pregunta? En la puerta del hombre que todo lo ha fiado al amor sólo puede llamar la muerte.

—¿Y en la tuya, trovador? En la puerta del amante que jamás podrá satisfacer su amor ¿Quién puede llamar?

—No lo sé, amigo, prefiero que lo adivines tú, la única persona que ha sabido respetar la naturaleza de mis sentimientos.