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Los años van trascurriendo, y la vida en ese rincón castellano fue adquiriendo su propia dinámica, encerrándoles a uno en el otro, o al menos así lo quiere creer Alonso, que cada anochecer, al final de su jornada, se recoge en su pequeño feudo, junto a su mujer, queriendo vivir con ella el pan nuestro de cada día y en voz alta, por si la enfermedad va evolucionando positivamente e Isabel empieza a recuperar los sentidos, o simplemente para hacerla participe de sus experiencias le resume la crónica de cualquier suceso o acontecimiento, en un monólogo que quiere ser diálogo.
¿Y qué acontecimiento más importante en aquel año del señor de 1332?
El noble rey aquel día
su corona fue tomar
la reina doña María
y la fizo coronar.
Antes, en uno de sus viajes a Andalucía, Alfonso XI conoció a doña Leonor de Guzmán, posiblemente la verdadera reina de Castilla, y desde luego la dueña del corazón del monarca. No debía ser muy impopular esta relación, pues no en vano el mismo poeta que escribía los versos anteriores dedicó los siguientes a la dama:
E Dios, por su piedad,
le dio muy noble fegura,
e complióla de bondad
e de muy gran hermosura.
Afirmando además que:
E diole seso e sabencia
e de razón la conplió.
Virtudes que explican que muchos grandes sopesasen su opinión y consejo, para decremento de la reina doña María, que contemplaba, con cierta resignación, cómo la dama se unía al monarca sin separarse de él en ningún momento del día, ni por supuesto de noche, pues le parió once hijos, mientras que doña María sólo uno, Pedro I llamado el Cruel, que finalmente vengará a su madre, pero siguiendo los mismos derroteros que su padre, abandonará a la reina doña Blanca por doña María de Padilla.
Comadreos y cotilleos que también comenta con Isabel.
—Eres una Castejón, y tu opinión se sopesará en tu linaje en su día, de modo que no puedes quedarte ajena.
Y tras este paréntesis sigue con la crónica, sin olvidar que el rey, antes de la coronación, peregrinó a Santiago para hacerse armar caballero por el apóstol.
—Para la ceremonia se armó con todo su equipo, gambax, loriga, quijotes, canilleras y zapatos de hierro.
El cronista hace hincapié en tal descripción resaltando el hecho de que Alfonso XI está introduciendo una substancial modificación en el armamento defensivo de su ejército, hasta ahora limitado a las defensas de malla, si acaso reforzadas con placas de hierro o fojas, cosidas a la loriga, al que ahora está añadiendo acero destinado a proteger las piernas del caballero, la parte corporal más expuesta, lo que no deja de encarecer el arnés de guerra.
Lamentablemente el tiempo está dando la razón a don Vela, cuando se negaba a convocar el Alarde con la excusa de que muchos caballeros no tendría su equipo ajustado a las nuevas exigencias militares.
Pero sigamos el relato.
—Una vez que el rey terminó su peregrinación en el Camino, veló sus armas en la capilla del Santo. No se sabe si esa misma noche, u en otra, se hizo tatuar el brazo con la enseña de su mote, como suelen hacer otros caballeros.
¿Te acuerdas, mi amor? Un guiño a su memoria, a un secreto compartido, a los tiempos de la niñez en su Ágreda natal, cuando ella le concedió la orden de caballería y le tatuó en el brazo la imagen de una pluma, en memoria de su alias de guerra, el Caballero del Cisne, el mismo que el de Godofredo de Bouillon, conquistador de Jerusalén.
—Después el rey vino a Burgos para hacerse coronar, reuniendo en la ciudad a todos los ricoshombres, infanzones e hijosdalgo de Castilla. Bueno, a todos no, corazón, Faltaron los dos de siempre, el infante don Juan Manuel y su aliado Núñez de Lara.
—...
—Entiendo, Isabel, pero esta noche olvida tu pronóstico de sangre y miseria, y entretengámonos comentando la crónica galante.
—...
—Ciertamente, ambos vestían paños labrados con castillos y leones en oro y plata, pero doña María lucía ricas labores hechas con esmeraldas, rubíes y zafiros. Don Alfonso cabalgaba sobre un caballo de mucho precio, enjaezado con una silla del más fino cuero cordobés y faldas y cabezadas hiladas con oro y plata.
—...
—Tu pregunta es importante, pero no puedo contestarte a quién le cupo el honor de calzarle las espuelas, sólo sé que fueron dos miembros de las más rancias familias de Castilla. Pero sigamos: guardaban sus personas los más prestigiosos caballeros del reino, todos ellos miembros de la recién fundada Orden de la Banda, que cabalgaban en fila de a uno a cada lado del rey, encabezados por su portaestandarte. ¿Adivinas quién iba en la escolta? —continúa con su diálogo sui generis.
A continuación cita una serie de nombres, interrumpiendo su listado de vez en cuando para seguir haciendo la misma pregunta, ¿adivinas quién más iba en ella?
Hasta que finalmente hace una pausa y exclama:
—¡Ciertamente!, don Rodrigo Morales, tu padre, uno de los pocos hidalgos de estas tierras que no han sido castigados por el rey. Pero no me refiero sólo a él —sigue pensando.
—...
—¡Exacto!, nuestro viejo conocido don Dionís, al que el rey ha premiado con la merced de agregar a las armas de su casa la imagen de dos serpientes con las cabezas enfrentadas mordiendo un tronco rugoso, en recuerdo de una hazaña que todos los juglares de Castilla ya han extendiendo por el reino.
Una pausa, un instante, un recuerdo.
—Él ganó el lance, pero yo me llevé el premio.
Y sigue narrando.
—La ceremonia de la coronación fue oficiada por el arzobispo don Juan de Limia que desnudó el hombro derecho del rey y le ungió con los santos óleos. A continuación Alfonso subió al altar y tomó su corona bendecida.
—...
—Cierto, Isabel. Nadie le ha coronado. Todos han sido testigos de que el rey se coronó a sí mismo y que hizo lo mismo con la reina. Dios me lo ha dado, sólo Él me lo puede quitar. Exactamente, amor. ¿Pero no te he comentado los bellos paños que vestía la reina? Seda granadina tejida en el propio Tiraz del monarca nazarí y bordada con oropel, el fino hilo hecho con oro rojo del Darro obtenido en el puente del Cadí, al pie de la Alhambra. Dicen que están trenzados por manos jóvenes, tan ágiles que parece que sus dedos se mueven entre hilos como el pensamiento en el poema de amor —recita mientras acaricia el cabello a Isabel.
—El bordado reproducía la azulejería del Patio de los Arrayanes, dibujando sobre un fondo verde y granate aliceres de lados curvos bordados en oro, dispuestos de tal manera que cada tres de ellos forman un óvalo que contiene figuras de palmetas y hexágonos y dentro de estos últimos, estrellas de seis puntas hechas con pétalos verdes.
En esta rutina de mañanas de trabajo y veladas de encuentro fueron pasando los años, en su soledad, en su pequeño mundo de intimidad ininterrumpida por nadie.
—Ni nadie ha llegado a intentarlo —se dice lamentándolo.
—Tú eres una Castejón y los de tu sangre aunque no vengan por aquí no te pueden olvidar —le dice cuando su corazón estalla de soledad.
Finalmente, los años treinta fueron de prueba para todos.
Para el hombre que juguetea con el cabello de su amada como el tejedor cuyos dedos juegan con la lanzadera en la urdimbre, como los días con la esperanza.
Para el reino entero. Tras el corto interregno de Mamud IV ascendía al trono de Granada Yussuf I, el hombre que embelleció la Alhambra con la Torre de la Cautiva y la madraza nasrí, y uno de los pocos emires que logró morir en su cama. Suave corazón de carácter sufí... pero cuando se presta al combate es fuerte y hace llorar las cabezas por la sonrisa de las espadas.
Su alianza con los benimerines de Adb al Malik se hizo más firme y juntos atacaron Gibraltar, que terminó cediendo ante tal empuje, con lo que el Estrecho quedó gravemente amenazado por los enemigos de África. Sólo quedaba Tarifa para resistir tal envite, y tal capacidad dependía de la acción de contención de la flota castellana del almirante Jufré Tenorio. En tan agobiante situación de nuevo la liga nobiliaria se puso en movimiento, don Juan Manuel aprovechó la ocasión para declarar sin ambages su pretensión de ser independiente dentro del reino, Núñez de Lara se alzó reclamando el señorío de Vizcaya, y aquí mismo, en Soria, don Juan Alfonso Díaz de Haro, señor de Cameros y miembro de la Orden de la Banda, intentó ampliar sus estados a expensas de la tierra de Ágreda, y recorrió Castilla quemando o robando, tras autoproclamarse, paradójicamente, recaudador de los impuestos destinados a sufragar los gastos de la campaña de Gibraltar.
Al mismo tiempo, Alfonso IV de Portugal, harto de las humillaciones que sufría su hija María, despechada por los públicos amores reales con doña Leonor de Guzmán, invadió Badajoz y Galicia. Hasta el año 1338 no logró el rey imponer su autoridad. Y por fin en el año cuarenta era el rey indiscutible en Castilla.
¡Pero a qué precio!, se dice Alonso, hurtando su mirada de los ojos de los humillados, de la languidez de los hambrientos y de los suspiros de los ofendidos.
No queda un rincón en la hospedería del monasterio que no esté ocupado por un pobre o un sufriente, ni una cama en la enfermería que no invada la enfermedad del hambre disfrazada de cualquier fiebre.
—¿Si apenas se consiguen legumbres o pan para atender tantas necesidades, de dónde vamos a sacar carnes y caldos para los enfermos? —le dice el custus pauperum, viejo hospedero que completa tal oficio con el de enfermero, sin dejar de mirar al cielo esperanzado con la lluvia de mana bíblico.
—Al menos no visitarán la enfermería los hermanos que se dejan tentar por el pecado de la gula —contesta Alonso, en alusión a la limitación estricta del consumo de carnes a los hermanos no enfermos—, pues la gula es puerta para la concupiscencia.
—Bien vamos a cumplir la regla, bien —dice el hospedero, resignándose con la collatio reglamentaria, pan, frutas y verduras—. Y gracias sean dadas a Dios que todavía llega para el cuartillo de vino diario y el par de peces a la semana.
Alonso continúa su ronda sin oír las lamentaciones del que tiene más que los demás. Tiene prisa porque antes de retirarse quiere visitar a don Tirso, obligado a descansar en su celda después de haberse sometido a la perceptiva minutio, una de las cuatro sangrías anuales, destinadas a evitar las tentaciones de la carne.
No es muy exigente la regla con los que trabajan duro, los enfermos o los ancianos, pero don Tirso quiere ascéticamente compensar su privilegio de gozar de una celda, en razón de su cargo, y evitar las habladurías o murmuraciones de los que duermen en el dormitorio comunal y celan de tales aislamientos, tan dados al libertinaje y las deshonestidades. Sólo el bien de la intimidad marca la diferencia entre el ajuar de don Tirso y el de cualquier otro hermano del monasterio, limitándose a un crucifijo y un catre provisto de estera, una sábana, una manta gruesa y la almohada, de modo que Alonso tuvo que sostener de pie su entrevista con el maestro que, como es natural, comenzó girando alrededor de las graves noticias que recorren el reino.
Jufré Tenorio ha muerto en el Estrecho y la flota castellana ha sido destruida. El monarca benimerín Abu-l-Hassan, tras apoderarse de Ceuta y Tánger, ha desembarcado frente a Tarifa con un potente ejercito de doscientos mil hombres y la clara intención de conquistar al-Andalus. El rey intenta recomponer la flota y ha enviado a doña María a pactar con su padre Alfonso de Portugal a la vez que ha alquilado a Génova una flota de quince galeras pagando por cada una ocho mil florines mensuales y mil quinientos al almirante Bocanegra. Además ha reunido en Burgos a los nobles para cerrar un firme acuerdo de paz y perdón mutuo que obliga a todos bajo pena de destierro, y tras este acuerdo, ha convocado a la hueste a sus vasallos, a las milicias ciudadanas de la frontera andaluza y a las órdenes militares. Finalmente está recabando medios extraordinarios para pagar los estipendios militares de esta campaña. Con tal fin, ha solicitado del Papa la declaración de cruzada y el uso del diezmo eclesiástico y a las cortes que autoricen el pecho forero, el cobro en concepto de impuesto del quince por ciento de los bienes de todos los ciudadanos incluidos en el censo, lo que excluye a los caballeros y a la gente de iglesia.
Hace una pausa en su exposición, mira al monje y espera su intervención.
—¡Cuánta hambre le espera a Castilla! ¡En fin!, ¿cuál es la parte que nos afecta en tales nuevas? —pregunta don Tirso.
—El perdón no alcanza a Soria —concluye Alonso—. Los que se açertaron en la muerte de Garcilaso no á lugar de fazer nos perdon.