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El final del otoño también ha traído a la ciudad a don Rodrigo Morales. Mucho han transformado los mentideros del poder al viejo león cuarentón, pues vuelve metamorfoseado. Ha cambiado su severo ropaje largo, a modo de sotana, por una sobrevesta con vueltas de zorro, sin mangas, estrecha por arriba y muy ancha por abajo, ajustada a la cintura por un cinturón del que cuelga la limosnera bordada con el escudo de su linaje, y el omnipresente puñal. En realidad, corrigen las viejas comadres, hace tiempo que se le veía raro. Cara recién rasurada, melena recortada a la altura del cuello y cubierto con una muceta o birrete de terciopelo, prenda de calidad, reservada a reyes y caballeros.
El aludido ignora con displicencia a estas gentes de lenguas largas y cortas miras, que han acertado a intuir que a estas alturas de su vida ha redescubierto que el espejo es un objeto indispensable, un interlocutor válido y el cómplice que le anima a superar la insatisfactoria experiencia de su doble viudedad, tras sendos matrimonios destinados a asentar su preeminencia social, y a asegurar la perpetuidad de su estirpe con una amplia progenie, a ser posible, de varones.
Por la balconada del primer piso se asoma al patio, una vieja cuadra reconvertida, disfrazada con un pórtico de arcos de medio punto y macetones de regusto mozárabe, que al igual que este viejo granero, engalanado en habitación principal con muebles, tapices y amplios ventanales, son la respuesta de una vieja casa de labor a las necesidades sociales crecientes de la burguesía ciudadana.
A su lado, el dueño de la casa, don Martín Castejón, con su silencio respeta el suyo, y ambos parecen entretenidos contemplando la fiesta que se está celebrando abajo. Al poco se les une don Dionís de Ibeas, con la excusa de felicitar a don Martín por la oportunidad de hacer coincidir la celebración del cumpleaños de Isabel con esta reunión política. «Despista a nuestros enemigos», comenta. En la sala también están presentes don Nuño Fernández, don Rodríguez Yánez de Barrionuevo y don Lorenzo López, miembros de otros linajes y viejos aliados, comprometidos con las Hermandades de Castilla desde las cortes de Burgos de 1315. Departen con dos eclesiásticos, don Abdón, deán de la concatedral de Soria y antiguo exorcista que acude de motu propio, aunque autorizado por el cabildo, y don Patronio, conocido consejero del infante don Juan Manuel.
Tales presencias ilustran la línea política de los Morales, que apuestan decididamente por una política de fortalecimiento del linaje, integrando a gentes de otras áreas o ciudades, como en su momento hicieron con los Castejón de Ágreda, y ahora con los de Ibeas, y a juzgar por el currículo de estos últimos, bien puede adivinarse la misión que se les reserva. Efectivamente no es ajeno don Dionís al ambiente hostil que se respira en la ciudad, ya que, eufemísticamente, el alférez de los Morales no puede o no sabe evitar enfrentamientos y algaradas entre sus gentes y los de don Vela. Una importante misión que precisa el reconocimiento del derecho de hidalguía de don Dionís, para lo que han presentado al concejo de Soria la correspondiente demanda, y que concluirá con su matrimonio con Isabel, aunque esta última parte del contrato todavía está en fase secreta de negociación.
Don Dionís se acerca a don Rodrigo y se permite la licencia de apoyar la mano en su codo para recordarle que debe atender a los asistentes. Don Rodrigo parece no prestar oído al caballero y mantiene su atención centrada en el patio, bajo cuyas arcadas se ha montado una mesa, engalanada con mantel de seda brillante color azafrán, bordado con granadas enmarcadas entre ramilletes de hojas de acanto, sobre el que se ha desplegado una lujosa vajilla de loza vidriada. Manufacturas nazaríes que ilustran el poderío de la casa y las épicas cabalgadas de don Martín por tierras del al-Andalus. Finalmente contesta:
—Dejémosles, don Dionís, démosles tiempo para que departan entre ellos, y sobre todo con Patronio, el verdadero protagonista de esta reunión, a él le corresponde convencernos de las verdaderas intenciones de su señor.
—¡Tiene tanto que ofrecer para tentarnos! —insiste, sin retirar la vista del patio.
Detrás de la gran mesa, una silla de alto respaldo indica el lugar de la reina de la fiesta y diversos taburetes el de sus invitados, todos ellos vacíos, pues sus ocupantes han acudido a llamada del laúd, la vihuela y las flautas, y damas jóvenes y amas recién casadas se aprestan a bailar, las más de ellas ignorando o ignoradas por sus acompañantes masculinos, que en círculo aparte, hablan de caballos, armas, quizás de cosechas, y cuando la situación lo permite, intercambian confidencias y risotadas.
—Sois joven, don Dionís, ¿no os gustaría estar abajo?
—También soy el alférez de vuestro linaje, don Rodrigo.
El hidalgo sonríe ante tal afirmación de fe, la misma que él se exigió años atrás, anteponiendo su lealtad al linaje a cualquier otra consideración. ¿Estaría hoy dispuesto a hacer las mismas renuncias que ayer? Sin mirar al patio nota la presencia de Isabel de Castejón. Siente el aire que respira preñado con su perfume a juventud y a rosas. Puede adivinar la expresión de su cara, su actitud, o el aparente descuido del escote bajo el que tiembla la carne. Incluso nota... quiere notar en su palma la tersura de su seno; el rubor que le produce tal sensación se extiende desde su sensibilizada mano al resto del cuerpo.
¿Sería hoy capaz de anteponer algo a estos sentimientos? ¿Se la merecería un hombre que confesara otras prioridades? A él le compete tal decisión. Los Castejón son y piensan como hidalgos, y aceptarían... aceptarán cualquier proposición ventajosa para su apellido, incluso la que a su corazón le gustaría dictar. No considera inapropiados sus sentimientos, pero le avergüenza imaginar que se llegara a descubrir que su sensibilidad no es correspondida, y como todavía quiere creer que tiene posibilidades con ella, espera antes de tomar decisiones.
Abajo sigue la danza. Don Julianillo que acapara sonrisas condescendientes y quizás envidias, se ha rodeado del mundo femenino entre el que se encuentra como pez en el agua, inmune a las influencias de esta rinconada del reino que no ha logrado impregnarle del toque de rusticidad capaz de modular el tono aflautado de sus gritos, o los movimientos volatineros con los que intenta dirigir la danza, y asignar el turno en el que cada participante debe abandonar el corro y adelantarse al centro para lucir sus habilidades moviéndose al compás de la música.
Isabel de Castejón no necesitó la seña de don Julianillo para adivinar la presencia del hidalgo tras los arcos de la balconada; hace mucho tiempo que intenta ignorar el peso de su mirada sobre sus hombros desnudos, quizás desde aquel largo invierno en el que la telarquia acababa de confundir su anatomía y la naturaleza empezaba a recordarla periódicamente su función. Entonces el miedo y el rubor la llenaron de confusión, hasta que un día se descubrió vistiendo ropajes nuevos, y sorteando las manos de los mismos amigos que antes la hacían rabiar tirándola pellizcos. Entonces también descubrió su fuerza, porque esa misma mirada que se complacía en su figura, siempre en la distancia, ponía más lejos todavía a aspirantes que pugnaban por su blanca mano o su posición social. ¿Acaso una sabia distribución de su encanto, mezclando atracción con lejanía? Nunca una promesa, tampoco un desplante, y cuando siente que empieza a subir el tono, pues eso, una sonrisa que trasmita infantilidad y amor filial.
Hoy no está solo don Rodrigo, le acompaña un joven forastero; ambos la miran sin disimulo y parecen hablar de ella.
—Es don Dionís —dice don Julianillo—, el caballero que conocí en mi último viaje.
Aunque mejor debería haber dicho, en aquel famoso viaje, ya que desde que la puso en antecedentes de la existencia de Alonso y su presencia en Santa María ¡cuanto ha cambiado Isabel!
—¿El hijo del de Ibeas? —Después de un silencio, una nueva cuestión—: ¿Con qué tipo de alianzas se intentan reforzar los Morales?
Ahora la que hace la pregunta no es una dama, sino la hija de un hidalgo, un miembro adulto del linaje de los Castejón, que acierta a adivinar cual es el papel que la reservan en el mundo de la política.
—Bien sabes de lo que se está tratando ahí arriba, niña.
—No lo conseguirán, amigo —contesta con firmeza.
Una conversación que precedió a la intencionada invitación del personajillo para que Isabel participara del baile, a la que ella contesta con una graciosa reverencia antes de adelantarse al centro del círculo, armada con un pandero.
Sólo don Julianillo vio su mirada decidida y desafiante cuando alzó sus ojos hacia el balcón, parando el tiempo en los corazones de los dos hombres que la observan y volvió a repetir con asombro:
—¡Cuánto has cambiado! ¿Se merece ese recuerdo que le preserves tu corazón?
Isabel ya no le oye, ya no ve ni oye a nadie, solo siente. Se concentra mentalmente y cuando ni la luz, el sonido o cualquier otro estímulo pueden entretener su capacidad de evocación, centra todas sus potencias en los recuerdos del ayer y, súbitamente, toda su sensibilidad se llena con la imagen de un joven, sin adivinar que ahora mismo, afuera, en la calle... él está pronunciando su nombre.
Su recuerdo es él, su imagen es la de él.
Puede oírle que pregunta.
—¿Cómo eres ahora, Isabel?
Ignorando la realidad del muro y la angustia de la prisión, lanza al aire su respuesta.
—Soy como tú quieres que sea, Alonso, mi esposo.
Escorza el torso, tensa el arco de su espalda, y el esplendor de su juventud pone a prueba la resistencia de un broche, garante de la máxima permisibilidad del escote que circunda sus hombros.
—Para ti, óyeme. Siénteme.
Alza los brazos al cielo, azotando el aire con las bibillas de sus mangas y azuleando con la mirada el atardecer, se deja empapar del sentido de la música, mientras que la brisa, aliada con el apresto de la seda, se complace en la anatomía de sus muslos. El temblor de sus caderas se acompasa al de los platillos del pandero, y finalmente se desliza al son de la flauta y la vihuela, y al hacerlo el borde del vestido abanica sus tobillos provocando suspiros de polvo al adoquinado.
Está tan bella que el propio don Julianillo se estremece con su maldad. Está tan bella que el propio don Rodrigo se vuelve a permitir soñar.
—¿Para mí, tiemblas para mí, o simplemente está ocurriendo ajeno a mi deseo?
El viejo caballero quiere interpretar todo acto, todo transcurrir, como un hecho intencionalmente dirigido a llamar su atención, espera algo que le confirme la pérdida del equilibrio entre lo insinuado y lo meramente casual. Conoce sus brazos sin acariciarlos, su pecho sin estrujarlo o su corazón sin compartirlo. Y de nuevo vuelve a decirse ¿es cierto que podríamos serlo? O sólo es cierto que se trata de una añagaza, que como el velo de Penélope se teje por el día con arreglo a sus pretensiones, y por la noche se deshace para aparecer en la cruda realidad.
Martín Castejón oye que a su lado don Dionís suspira con energía, con profundidad, dominando sus propias sensaciones. Tampoco es ajeno al brillo de los ojos de don Rodrigo y se dice, respirando con fuerza, que quizás sea el momento de revisar los pormenores de su mutua alianza. Toma a Morales por el brazo y se dirige hacia el centro de la habitación.
—Unámonos a la discusión. Tenemos que controlar más de cerca a ese exaltado don Abdón que no parece tener muy claros los límites entre el púlpito y la tribuna.