4
Don Dionís ha seguido el sendero que recorre la cresta de la sierra, el mismo que utilizó Marfa para encontrarse con Alonso. Ahora puede ver la estrecha garganta que estrangula la ribera del Aqueronte, y el farallón de tintes lívidos que termina por encerrarla. Ni un árbol o planta o cualquier otro vestigio de vida, sólo ese hilo verdinegro. El aterrador lugar responde a la descripción del río negro que se precipita súbitamente en el infierno, pero su instinto de cazador no le ha avisado ni siquiera de la presencia de buitreras. Ningún animal puede habitar este paraje.
Cuando descubrió la cueva en donde se precipita el río, se planteó la hipótesis de que quizás atravesara la montaña y surgiera al otro lado descargado de limos y verdines, y sobre todo, más favorable para ser habitado por cualquier animal. Después de muchas horas de caminar y no pocas tentaciones de volver sobre sus pasos en busca de la caverna que había dejado atrás, llegó al lugar que buscaba. Justo a sus pies, la montaña se desploma en gris roca sobre una barranca en cuyo fondo brillan las aguas del río, depuradas seguramente en las entrañas de la sierra, que se abren a la luz por una amplia boca revestida de verdín y vapor.
Su intuición se ve ahora recompensada, pues por dicha cueva ve surgir una barca conducida por un hombre. Una figura humana disfrazada con plumas de buitre. Tal personaje embarranca el bote en una especie de playa y desembarca a un pobre ser vestido con una túnica negra. Reconoce a Alonso y le ve desmadejado, como desmayado. Sospechando que ha sido atacado por tan grotesco barquero, se lanza en su auxilio, ladera abajo, dando grandes gritos esperando evitar que se consume la agresión.
Zoilo no se resiste al envite del caballero, limitándose a permanecer en el suelo donde el fuerte empujón de don Dionís le ha derribado.
Éste, despreocupándose de un hipotético ataque por parte del barquero que ahora se limita a hacer pases mágicos y verbalizar en un idioma ininteligible, aunque sin perderle de vista, se dispone a atender a Alonso. Comprobó que presentaba un estado similar al del sueño profundo, con signos vitales, pero con miembros flácidos, atónicos y sin movilidad espontánea. Y sospechó que el joven había sido envenenado, pues de sus labios agrietados y secos manaba espuma amarillenta mezclada con grumos de saliva y restos vegetales.
Tomó agua limpia y le lavó cuidadosamente la boca, teniendo todavía la oportunidad de extraerle un cuerpo extraño de aspecto vegetal y color amarillento, que por su aspecto debía ser el responsable de su estado, o al menos de la suciedad que manaba de su garganta, y al introducirle los dedos para extraérselo, le produjo un intenso vómito que hubiese podido ahogarle, si no fuese porque el caballero había tomado la precaución de ponerle en decúbito lateral. Finalmente le dio unos sorbos de agua y le cerró los párpados protegiéndole frente a la fotofobia que le causaba la luz solar. El vómito y la limpieza de la boca ayudaron a Alonso a disipar el efecto tóxico y al poco empezó a gemir y a parpadear espontáneamente. Don Dionís, seguro de que ya no necesita de sus cuidados, se dirige al amansado Zoilo que permanecía tumbado en el suelo, gritando sus mensajes. Comprendió que este hombre debía ser aquel loco que dio las pistas a su contrincante acerca de dónde se encontraba la serpiente. El resto pudo adivinarlo, porque el viejo de barbas largas teñidas de azul y negro, revestido con una capelina de pluma de buitre, responde a la descripción mitológica de Caronte, un barquero que sabe muy bien que el Cancerbero, o lo que es lo mismo, la serpiente, está en la orilla de la laguna Estigia.
Le cogió del cuello y le amenazó poniéndole la hoja del cuchillo ante los ojos.
—Llévame hasta el Leviatán.
Con la mansedumbre del cordero le indicó la barca y después le señaló la boca de la cueva, los dos se embarcaron y se dirigieron hacía el interior de la montaña. Antes de desaparecer por la caverna don Dionís pudo observar que Alonso empezaba a mover los miembros.
Y al poco lo hacía todo el cuerpo, e intentaba ponerse de pie, luchando contra nauseas, inestabilidad y un intenso dolor en las partes declives de su cuerpo, traumatizadas por el tiempo que ha permanecido paralizado y en decúbito. Con las nalgas ulceradas y en carne viva, como le ocurrió a Teseo cuando fue liberado por Hércules de la parálisis que le retenía en los infiernos, y apenas sin fuerzas físicas pero animado por una extraordinaria fe, se precipitó de nuevo en la cueva, en busca del cadáver de Isabel.
Al poco llegó al lugar donde Zoilo y la serpiente habían asesinado a los confiados mistes. Si el escenario es el mismo, no lo es la escena. Don Dionís domina el estrecho espacio, y de pie, sobre las rocas, con las piernas abiertas para ampliar la base de sustentación, se enfrenta a una enorme serpiente que mantiene parte de su cuerpo sumergido en el río. Ha clavado una de sus lanzas en el suelo y esgrime la segunda valiéndose de ella como estoque, empuñándola con la mano derecha, brazo flexionado y un poco retrasado con respecto a la cabeza, y cuerpo y pierna derechas adelantados. El animal brama aire pútrido y lanza lengüetazos de muerte por sus fauces abiertas, que muestran todavía restos de carne humana entre sus dientes, posiblemente regurgitada, tras su abundante y reciente banquete. Se yergue sobre sus anillos como una mole amenazadora, intentando hipnotizarle con la mirada fija de sus ojos sin párpados intensamente amarillos y brillantes.
Evita mirarla de frente, aunque sin perder de vista la masa cimbreante de sus escamas entre las que intenta descubrir un resquicio por donde hincar su arma. Amaga un lanzazo y el ofidio culebrea su cuerpo salvando la zona en riesgo, para disparar a continuación un violento cabezazo, del que a duras penas puede salvarse el caballero sin perder el terreno que domina. No puede permitir que su enemiga saque el resto del cuerpo del agua, porque ganaría peligrosamente en capacidad de movimiento y posibilidades de ataque, de modo que tras afianzarse sobre el suelo, vuelve a tomar la delantera y ataca al animal. Se precipita cuidando de salvarse de una dentellada, y sobre todo del más peligroso y feroz abrazo. Adivina entre los anillos del cuello una grieta de carne y clava en ella su lanza, hundiéndola en la profundidad de su masa muscular, con tal violencia que se quiebra el arma, quedándose con media asta en la mano. Salta hacia atrás con gran agilidad, poniéndose a salvo de un posible contraataque y espera intentado oír los estertores de la asfixia y la muerte.
Alonso que acaba de llegar al escenario, apenas puede dar crédito a lo que ve. El animal enfurecido hasta el paroxismo por el dolor y animado por una fuerza colosal, da un rebote y logra salir de las aguas. Cree a don Dionís perdido y con un supremo esfuerzo intenta ofrecerle la inútil ayuda de sus escasas fuerzas. Pero el caballero se rehace y corre para ponerse a salvo detrás de una gran estalactita, que el animal, ciego de dolor y rabia, sangrando por el cuello, en su afán de no perder a su agresor, salva rodeándola con su cuerpo.
Tal hiciera. Es lo que esperaba don Dionís. Cuando el animal acaba de describir el giro alrededor del obstáculo, el caballero se revuelve bruscamente, y aprovechándose que mantiene su actitud de ataque con la boca abierta, hunde la astilla de la lanza en su paladar superior y maniobra para dejar el resto en posición vertical encajada en sus fauces impidiéndole cerrar las mandíbulas. Toma su espada y ahora sí, con tranquilidad y sabiendo bien donde hiere, se la hunde hasta la empuñadura en el orificio derecho de la nariz, atravesándole el cerebro y produciéndole una herida definitivamente mortal.
Ahora don Dionís extiende sus brazos al cielo y lanza un soberbio grito triunfal que estalla en la galería y se adueña del espacio, avanzando hacia el interior retumbando por las paredes.
—Ella está allí —grita Alonso—. Hay que liberarla.
Apenas le presta oídos don Dionís que inicia una danza triunfal sin dejar de lanzar a las profundidades de la sima sus gritos de gloria. Una actitud de triunfo que sólo es capaz de reprimir cuando observa que las aguas vuelven a removerse con enorme violencia.
Zoilo grita desde su rincón:
—El primero ¡ay! ha pasado.
Una vez más tiene razón el loco. La bestia no está sola y ya rompe las aguas la compañera de su actual trofeo de caza, la hembra de la serpiente, que con más ferocidad que la extinta, ataca al caballero derribándole en el suelo. Gracias a los gritos de Alonso no le pilló del todo desprevenido y pudo reaccionar y ponerse a salvo rodando sobre su cuerpo hasta llegar hasta el lugar donde había dejado su otra lanza clavada. Mientras tanto, Alonso corre hasta el cadáver de la primera; tras salvar un salvaje envite de la atacante, agarra la espada por su empuñadura y con un supremo esfuerzo, logra desclavarla. Mira al caballero. Se ha rehecho y de nuevo de pie, hace frente a su nueva enemiga, con la misma actitud que lo hizo con la primera, erguido y seguro.
—Toma. Ella me necesita —grita Alonso, lanzándole la espada.
Da espaldas a la escena y desaparece aguas arriba del río, bogando con todas sus fuerzas, despreciando la posibilidad de que una camada de las serpientes pueda surgir en algún punto y atacarle.
Ya puede ver desde lejos la planicie del templo de la Gorgona. Ya puede ver la escena que se está produciendo. Por una grieta del cielo de la cueva ha penetrando un rayo de luna que incide verticalmente sobre el espacio arado por los mistes, justo en el surco donde Graciana ha enterrado un grano de trigo.
Puede ver a don Vela, erguido en la misma piedra donde antes estuvo él sentado frente al cadáver de Isabel, pero ahora el juez la tiene sobre sus brazos. Avanza hacia el surco y ordena a Graciana que retire el sudario. La bruja suelta las cintas y retira la sábana blanca, descubriendo a la bella joven vestida con una túnica de seda también blanca. La despoja la túnica mostrando al rayo de luna el estallido de su cuerpo, la belleza de sus formas y la realidad de sus rasgos, con todos y cada uno de los detalles que antes había adivinado Alonso, incluido la imagen de la Luna Nueva en su abdomen.
No tiene casi fuerzas, pero sigue remando hasta la extenuación y ya está adentrándose en la Estigia; la distancia que le separa de la escena es un mundo que le impide evitar los acontecimientos que se anuncian, pero no el ser testigo de ellos.
Don Vela eleva el cuerpo de la joven y se lo muestra a luna, que baña complacida sus poros irisándola de destellos de nácar y plata, y después la deposita en el suelo, sobre el surco sagrado.
No puede, aunque está cerca de la orilla Alonso no puede llegar a tiempo, tiene los brazos acalambrados y los músculos de las piernas tan temblorosos que apenas pueden ayudarle a tomar el impulso que necesita para seguir remando.
Apenas puede dar crédito a lo que ve. Una breve pero intensa lucha entre Marfa y Graciana. Las dos pugnan por los ropajes de Isabel. La segunda quiere hacer valer su preeminencia en la secta. Pero Marfa ya ha sido testigo una vez de la metamorfosis de Isabel y lleva mucho tiempo queriendo ser ella, intentando captar su esencia en todo lo que ha estado en contacto con su cuerpo, y no va a renunciar a la prenda definitiva, a su sudario, las ropas que vestía en el momento que de nuevo la luna incidió sobre ella y el espíritu abandonó este cuerpo, empapando toda su envoltura.
Una certera puñalada en el corazón acabó con la vida de Graciana.
Nadie lo ha visto, ni siquiera Estefanía, rendida de cansancio y totalmente drogada, o Lupercio, entretenido en manosear la flacidez de su miembro al amparo de unas rocas.
Tampoco don Vela ha prestado atención a la escena. Toda sus potencias están dedicas a contemplar embelesado a la joven, sintiendo de nuevo las emociones que en el pasado arrasaron su corazón por primera y única vez en su vida, un sentimiento tan profundo, tan intenso, que con gusto aceptó el precio que debió pagar, la sequedad del alma a cambio de unos instantes. Acaricia con sus ojos su piel y besa su alma y después, consciente de que por su amor acaba de entregar una eternidad, despacio, saboreando cada instante, se acerca a ella, la rodea con sus brazos y la tapa con su capa, ocultando su abrazo a la mirada curiosa de la luna... y a la contemplación impotente de Alonso que desde lejos, incapaz de evitar la violación del cadáver de su amada, grita su furor, su rabia y su impotencia a las paredes de la cueva, a sus desmayados brazos, a la Santa Madre que aceptó su entrega común a los pies de su altar.
Los gritos parecen provocar ecos de respuesta en la pared de enfrente, en la cara de la Gorgona, de cuyos ojos parece que están manando violentos fogonazos, a la vez que parece surgir por su boca un ruido inmenso, como un rugido, cuyos ecos producen sobre las aguas de la laguna un oleaje tan intenso que hacen zozobrar la barca, para mayor desesperación del joven que se ve obligado a lanzarse al agua, gastando sus últimas energías en bracear hacia la ya cercana orilla. Mientras nada intenta no perder de vista a su enemigo, al que parece que el grito fantástico de la Gorgona ha detenido en su abrazo, irguiéndose alarmado e hipnotizado ante el gesto de la temible imagen.
La misma agitación que han sufrido las aguas se está produciendo en las paredes de la cueva y en las columnas de estalactitas y estalagmitas que tiemblan como si fuesen tiernos tallos verdes agitados por el viento. Ambos adivinan que se está produciendo un terremoto, un temblor formidable y enormemente peligroso porque se encuentran en un espacio cerrado en el que pueden producirse derrumbes. Una situación que explica el aparente rugido que parece surgir por la boca de la Gorgona, que se debe, sin duda, a que las galerías que desembocan en ella se están desmoronando, como amenaza con hacerlo la que conduce a la salida.
Don Vela escapa raudo por el camino que emplearon para llegar hasta el templo y al poco asciende la cuesta que lleva hasta la primera terraza, donde inicialmente desembarcaron los mistes. Corre con agilidad y, espoleado por el natural deseo de salvarse, no ha dudado en abandonar el cuerpo al que hace escasos segundos juraba tanto amor, pues sabe que acarreándola le van a faltar las fuerzas necesarias para llegar a tiempo a la salida. Finalmente toma la ribera del Aqueronte y desaparece de su vista. Instantes después lo hace también Marfa que sigue sus pasos envuelta fantasmagóricamente en el sudario de Isabel.
Atrás quedan los desmayados cuerpos de ellos dos, pues a pesar de la amenaza a la que están sometidos, Alonso se ve obligado a tomar aire antes de cogerla en sus brazos para intentar ponerse a salvo. Respira medio tumbado, apoyando sus brazos en el suelo, mirando sin ver, o sin apenas ver un objeto brillante medio oculto entre la tierra del surco sagrado. Cuando ha oxigenado sus neuronas y puede intelectualizar lo que captan sus sentidos, advierte que dicho objeto es su talismán. No necesita preguntarse cómo ha llegado de nuevo a sus manos, recuerda perfectamente los dramáticos momentos en los que se desprendió del cuello de don Vela.
De nuevo la Gorgona vuelve a rugir. Esta vez lo hace vomitando un chorro de agua; posiblemente los derrumbes han desviado algún río subterráneo hacia una salida más fácil. El violento torrente drena directamente en la Estigia que bruscamente ha subido de nivel produciéndose una violenta corriente que se dirige a la salida. Intuyendo que ahí está su salvación, la única que le permiten sus escasas fuerzas, y rogando que Dios haya permitido la victoria de don Dionís, o que la misma turbulencia de las aguas haya limpiado de animales la salida, arrastra a Isabel metiéndose los dos en las aguas, para dejarse después llevar por la corriente. Nada cogiéndola por el cuello, evitando a duras penas golpes y arañazos contra las rocas. Afortunadamente la violencia de las aguas cede cuando penetran en el túnel. Avanza nadando y sintiendo a cada paso el frío roce de las escamas de la bestia, pero no puede parase a dudar, porque oye claramente los derrumbes, e incluso ve como los temblores desprenden a su alrededor tierras y piedras.
Al pasar por el escenario donde había dejado peleando al caballero puede ver que efectivamente Dios ha permitido su victoria. Las dos serpientes yacen en el suelo, ambas han seguido una suerte similar, tienen una lanza clavada en el paladar, que impide que puedan accionar las mandíbulas, y a ambas les falta una tira de piel en el cuello. Don Dionís ha cumplido su parte en el duelo. Seguro que ha elegido la fama, aunque en su empeño haya preferido sacrificar, primeo al linaje y después... a la dama.