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Semejaba una fiera endiabladamente sucia y maloliente, de cabeza leonada y cara emboscada detrás de una maraña de pelos, entre los que podía descubrirse su expresión perdida y una boca séptica y carente de piezas dentarias, de la que manaba un manantial de babas, de sonidos siseantes entremezclados con rugidos y no pocas maldiciones. Y como eran conocidos sus antecedentes como fraile extrañado por su comunidad de San Andrés del Arrollo, el vulgo le tenía por endemoniado, aunque para don Tirso, y por ello, para Alonso, sólo se trataba de un desgraciado de nombre Zoilo, que había perdido la fe inicialmente y después la razón.
Tal fiera, cazada entre los cañaverales del río, en pagos de Garray, a la vera de la vieja Numancia, fue traída a Soria por la milicia concejil y entregada al juez don Vela, quien dispuso, con buen criterio, su puesta al cuidado del señor abad de Santa María, y de rechazo al de su hospital, previo pago de sus desmanes en huertos, gallineros y tenadas, con sus correspondientes azotes. A resguardo en una jaula, con el cuerpo escocido de verdugones y los pies descalzos cosidos de costras y roña, fue entregado a la caridad del monasterio en la persona de Alonso, que acostumbrado a ver semejantes guiñapos no prestó oídos a su discurso alucinado, mezcla de insultos, sonidos guturales y palabras más o menos inteligibles, dirigidas a un mundo imaginario al que advertía:
—¡He visto al Leviatán con su gran boca abierta sedienta de almas!
Alguien, haciéndose el gracioso, se acerca al carro y le pregunta por el tal.
El endemoniado interrumpe su extenso repertorio de resoplidos y de contorsiones de brazos y dedos con los que hace señas y pases mágicos con la intención de alejar algún mal, y de forma aparentemente lúcida, señalando en dirección al Duero, responde:
—Ahí, donde el río de fuego se une a la corriente del olvido, la gran serpiente espera a todo aquel que no desprecie el poder de los nicolaítas.
Y como la locura alucinada y salvaje despierta más fascinación que temor, uno de los guardias, temeroso de la atención que está provocando, o quizás queriendo ocultar su propio miedo, le golpea con el astil de su lanza, mandándole callar.
—Deja hablar al loco —pide a gritos un pastor, para explicar a continuación a los que quieren oírle, que no todo es alucinación.
—Todos los que recorremos la sierra hemos oído hablar de la existencia de una serpiente monstruosa en tierras de Almazán.
—Es cierto —apostilla un segundo—. La gente que hace la trashumancia evita pasar el Duero por esta villa y prefiere desviarse por la cañada Galiana.
Otro se acerca a Zoilo y le inquiere:
—¿Qué sabes tú del Leviatán?
Este se enfrenta a la concurrencia y responde:
—Abbadón surgió del abismo, y no venía solo porque detrás tiene otros dos.
—¿Qué estas diciendo? ¿Qué sabes de esa maldita serpiente?
—Dejadle tranquilo —interviene Alonso, temiendo que la curiosidad excite más a su paciente—. ¿No veis que sólo es verborrea fantástica? Está recitando pasajes del Apocalipsis de San Juan.
—Tiene razón maese el barbero —oye a alguien a sus espaldas. Y a continuación con voz enérgica ordena:
—¡Llevaos a este monje loco, y vuelva cada uno a su quehacer!
Al girar la cabeza ve al que acaba de hablar. Es el propio don Vela.
No intenta pasar inadvertido el juez, pues viste el manto grana del poder, ampliamente bordado con el escudo de su apellido, una lisonja de plata sobre campo azul y dentro de ella un águila negra y en los cuatro vacíos de las esquinas una vela de plata con la luz de oro. Aunque ambos se han encontrado por primera vez, se miran sabiéndose enemigos. Alonso por lealtad al linaje de Isabel. Don Vela porque a tenor de los informes de Graciana, sabe que él es el actual portador del talismán de la tía Giba.
Ninguno de los dos presta ahora oídos a Zoilo, que les grita a pleno pulmón:
—Dijo el Ángel de Éfeso, el que tenga oídos oiga. Al vencedor le daré de comer del árbol de la vida.
Y ahora dirigiéndose al público que ya está optando por marcharse, espeta:
—El primer ángel derramó su copa sobre la tierra, y sobrevino una ulcera maligna y perniciosa a los hombres que llevaban el nombre de la bestia y adoraban su imagen.
Los ojos de Alonso se llenan de desafío, don Vela en cambio es más sutil, no trasciende sensaciones, pero analiza cada poro de su piel y cada arruga de su expresión. Su pupila estrecha el campo de visión, que se va limitando progresivamente, hasta conseguir enmarcar la cara de su enemigo, como si fuera la de una moneda, en la puerta románica de Santo Domingo. Todo desaparece a su alrededor. Sólo percibe la cabeza de Alonso coronada por las arquivoltas. Una aureola de piedra rojiza tallada con la mano del Creador bendiciendo la tierra y la armonía de la creación representada por los maestros que tañen sus instrumentos musicales. En la arcada inferior soldados vestidos de hierro siembran la muerte entre los hijos de Belén, bajo la mirada complaciente de Herodes, que como Kronos quiere evitar que se cumpla lo que está escrito. Ser destronado por el nuevo rey. Finalmente se fija en el cuello de Alonso adornado con una gruesa cadena metálica, y adivinando de lo que se trata, tira de ella, descubriendo el talismán de los Hijos de Sirio. La cabeza de la serpiente enmarcada en un círculo de oro, con las tres piedras preciosas dotadas de virtudes que únicamente los miembros de la secta conocen. Sólo pudo verlo un instante, antes de que su dueño se lo arrebatase con un enérgico manotazo. Tan brusco e insólito que sus escoltas no aciertan a evitar y castigar tal agresión.
—No ofende quien defiende su derecho —les dice el juez, contemporizando.
Después se dirige al joven:
—No os falta arrogancia, algo impropio de quien a juzgar por su indumentaria, sólo es un barbero.
—Pero conozco mis derechos. Soy pechero, hijo de pechero y médico adscrito a Santa María, en espera sólo de mi licencia —contesta, avergonzándose por primera vez de esas ropas que antes le llenaban de sensación de libertad.
—No discutamos entonces, si habéis hecho constar vuestro derecho en el registro de pecheros estaréis reconocido como decís. Por lo demás, creo saber quien sois, ¿acaso el hijo de don Jerónimo Caballero? Conocí a vuestro padre, un honrado pechero que defendió el honor de la familia real evitando que el cadáver de don Juan el tutor cayera en manos nazaríes en la jornada de la Vega de Granada, cuando derrotado el ejercito de Castilla y muertos los dos tutores del rey, sus tíos Pedro y Juan, el cadáver del primero fue exhibido y escarnecido, colgado en la Puerta de la Vela de Granada. Su hijo, don Juan llamado El Tuerto, le quiso compensar con el título de caballero, pero él no accedió.
Y ahora, más contemporizador, continúa diciéndole:
—Podemos arreglar la historia. Inscribiros en el registro de un linaje. Vuestra situación económica lo permite, y quién sabe hasta dónde se puede llegar. ¡Qué lástima que vuestro padre perdiera la oportunidad para sí y para su descendencia!
—Mi padre quiso seguir siendo un hombre libre y no rendir homenaje a más señor que al rey. Una decisión soberbia pero acertada, habida cuenta del final de don Juan el Tuerto, declarado traidor y ejecutado en Toro.
—Está bien, joven médico. Os entrego este hombre, un monje excomulgado de San Miguel del Arroyo; dicen que perdió la fe, y el que antes era un magnifico ilustrador de manuscritos pasó a ser mi porquerizo, hasta que terminó por perder su ser. Cuando vuelva ser alguien reenviármelo, sólo yo soy capaz de acogerlo.