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Cuando en Sevilla se recibió la noticia de la pérdida de la flota por segunda vez, surgieron voces en el propio consejo del rey instándole a llegar a una avenencia con los benimerines y entregar Tarifa, previa evacuación de sus defensores. Aunque el fantasma de Gibraltar flotó por un momento en la mente de Alfonso XI, el monarca no se amilanó. Que no le fablasse de perder Tariffa; e que mas querie el perder la cabeça con la corona de España, que le fuese verguença en la vida. Y enseguida tomó la iniciativa.
En octubre llegaba a Sevilla su suegro Alfonso IV de Portugal uniendo mil lanzas a las doce mil de Castilla; las gestiones de doña María, que supo ser reina antes que esposa despechada, dieron el fruto de la reconciliación entre los dos monarcas. Menos decisiva fue la respuesta de Pedro IV de Aragón, que se limitó a enviar unas galeras para reforzar a la maltrecha marina castellana, previo pago de tres mensualidades de alquiler. En lo sucesivo, su almirante Pedro Moncada se limitará a patrullar el Estrecho sin intervenir en acciones guerreras.
Fortalecida su moral, Alfonso XI mandó emisarios a Abu-l-Hassan y a Yussuf I de Granada haciéndoles saber su firme decisión de liberar Tarifa, retándoles en singular combate en la Vega del Salado. Seguidamente se adentró por tierras de la Frontera, cruzó el río Barbate, bordeó la laguna de la Janda ignorando los negros presagios del escenario donde siglos antes se produjo la derrota de don Rodrigo y la invasión árabe de España, y finalmente se situó frente a la ciudad.
Forman la vanguardia castellana las gentes de Sevilla y de la orden de Santiago, y como hombre más adelantado don Jerónimo Caballero, viejo libro de cicatrices y de vida sin techo. Su currículo lleno de hechos de frontera le hace justo merecedor de su título de adalid, o guardador, con la responsabilidad crucial de elegir el lugar donde aposentar a la hueste. Tan peligroso oficio se reconoce en Las Partidas, disponiéndose que el cuadrillero u hombre que hace los cuartos del botín conseguido en campaña, reserve el primero para premiar a aposentadores, escuchas, atalayas y barruntes o gentes infiltradas entre las tropas enemigas.
No se equivocó el viejo guerrero eligiendo La Peña del Ciervo, una altura desde donde se domina la Vega de Tarifa, escenario del próximo encuentro, limitado por dos ríos, el más occidental el de la Janda y en lado opuesto, el Salado, apenas un arroyo que termina su corto recorrido desembocando en la Ensenada de los Lances, a tres kilómetros al oeste de la villa. Desde este lugar puede ver las posiciones enemigas. Abu-l-Hassan después de destruir el material bélico utilizado en el asedio de Tarifa, se ha retirado al otro lado del Salado, situando su real sobre unos cerros en las estribaciones de la Sierra del Cabrito, que protege su retaguardia y desde donde domina la vega y el camino de Sevilla. En su ala derecha, se han situado los granadinos, amenazando el flanco de los cristianos si intentan pasar el río.
Al sagaz don Jerónimo no le han pasado por alto dos hechos, que pondrá en conocimiento del caudillo de la hueste, en este caso el rey: el Salado describe un meandro que estrecha la faja de comunicación entre los dos ejércitos enemigos y además, la vega se ensancha en la posición granadina, haciéndola más lábil.
Pero antes de que llegue el monarca debe cuidar del asentamiento del campamento cristiano. Marca la situación de la tienda del rey en el centro de un cuadrilátero que destinará a plaza de armas, rodeada por las de sus principales caudillos y hombres de guerra, dispuestas con las puertas mirando hacia la del monarca, para asistirle en caso de necesidad, y tan unidas entre sí que no permitirán el paso entre dos de ellas de ningún hombre, ya sea a caballo o a pie. Rodea el emplazamiento con palos agudizados, clavados en el suelo y trenzados en empalizada con cuerdas.
Teniendo en cuenta que en las próximas horas se producirá el encuentro, no dispone lugar para más tiendas, que en caso de acampadas más prolongadas deberían plantarse formando cuadros protectores del núcleo principal, respetando entre cada uno de ellos un pasillo de tránsito tanto a lo largo como a lo ancho. Finaliza su labor señalando el lugar para los carros que transportan la impedimenta con los que formará una muralla de defensa.
Y ahora se dispone a esperar la llegada de las tropas, que lo harán de forma escalonada. Primero la vanguardia, comandada por el infante don Juan Manuel y por Núñez de Lara, señor de Vizcaya y alférez mayor del rey, que se sitúan en posición, formando el ala derecha del despliegue. Don Jerónimo, que por eso de viejo y soriano es huraño, endogámico, introvertido y desconfiado, cree poco en la fe de los viejos jefes de la liga nobiliaria y confía más en las disposiciones que ha tomado el monarca, situando junto a ellos a la orden de Santiago con su comendador Alonso Méndez de Guzmán, hermano de doña Leonor, y a otros hombre de fidelidad probada, como don Ruy Gómez y su hermano Garcilaso de la Vega, hijos supervivientes de su viejo amigo el merino mayor de Castilla, muerto en Soria en las circunstancias que ya conocemos.
En el ala izquierda, frente a Yussuf de Granada, se sitúa el rey de Portugal, reforzado con los hombres del infante, el futuro Pedro I, y con los de las órdenes de Calatrava y Alcántara. El rey de Castilla y sus bastardos Enrique, Tello y Ferrando, forman el centro del despliegue, a su lado don Pedro Ruy Carrillo portando su pendón, la Orden de la Banda, la clerecía, con el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz y el de Santiago, y las gentes de las ciudades, entre las que reconoce a sus conciudadanos y a su caudillo Martín Castejón. Detrás de todos, en la retaguardia, la milicia cordobesa de don Gonzalo de Aguilar y la infantería al mando de don Pedro Núñez de Guzmán.
Finalmente llegan los aprovisionamientos y pertenencias de los guerreros, una bandada de carros y bestias, precedidos y acompañados por los gritos, insultos y alguna que otra blasfemia y agasajos con los que arrieros y carreteros acompasan el paso de sus animales de carga o tiro.
En tal escenario a don Jerónimo no le resultó insólito descubrir a Duruelo y su lenta, renqueante e inconfundible carreta. El viejo correcaminos, buhonero, transportista y compañero de tantas campañas viaja junto a un joven paisano, a juzgar por su sencillo sayo marrón, y viene flanqueado por gentes de armas, extranjeros, como lo delata el motivo de su pendón, una cabeza de caballo de madera. Todos ellos vienen a detenerse unos pasos más allá del lugar que él ocupa.
Cuando va a acercarse al grupo con la intención de saludar al carretero, ve al joven paisano saltar ágilmente del carro, recomendando al carretero que se sitúe en un sitio desde donde pueda ser visible desde cualquier punto del escenario bélico.
—¿Y cuál es ese buen sitio, donde el señor don Alonso Caballero quiere instalar su enfermería? —pregunta Duruelo, o más bien grita a pleno pulmón, escandalizando el oído de los presentes y desde luego el de don Jerónimo que juraría que lo hace dirigiéndose a él, como pidiéndole que se aleje.
—Él te lo dirá —contesta Alonso, reconociendo el oficio del desconocido que les observa.
Ambos cruzan sus miradas. Sólo don Jerónimo sabe la identidad del otro, pero como viejo veterano aguanta la tensión y muerde sus emociones, sin escupir lo que no puede tragar, aunque por primera vez se avergüenza del golpe de porra que le desdentó, del lanzazo sobre su hombro que le acortó el brazo izquierdo y del chirlo que le cruza la cara, del que con tanta suerte se libró el ojo del mismo lado. Estas cicatrices, imagen viva de su historia, ¿le justifican ante un hijo al que hace tantos años que no ha visto?
Alonso no ha esperado la contestación del aposentador y se aleja del lugar para escalar la vertiente del cerro del Ciervo y otear la ciudad de Tarifa. No le falta agilidad, ni tampoco músculos. ¡Es posible que se haya perdido un buen guerrero!, se dice don Jerónimo, recordando el momento en que cedió a los deseos de su madre.
¡Uf!, oye a su espalda refunfuñar a Duruelo, y a continuación una súplica, más que una recomendación.
—Déjele tranquilo, don Jerónimo. Ya tiene demasiados problemas.
—¿Quién eres tú, para permitirte su defensa y mi crítica? —contesta desairado.
—Se hace querer por todos los que nos acercamos a él, y yo no iba a ser menos que los demás —dice señalando a don Fernando, Bernardo y el resto de sus hombres.
—¿Ha jurado fe a un pendón extranjero? —pregunta con extrañeza y hasta con acento crítico, señalando el pendón del señor de Troya.
—Alonso Caballero en esta guerra sólo ha jurado fe a su esposa, doña Isabel de Castejón, pero todos estaríamos orgullosos de contar con un hombre con tan sobradas virtudes y sentido caballeresco —contesta don Bernardo por el carretero—, y estoy dispuesto a avalarlo de la forma que se me pida —añade con evidente acento de desafío.
—Tranquilizaos, don Bernardo —interviene Duruelo, y añade con cierta sorna—: el adalid tiene también sobrados motivos para quererlo.
Tras calmarse los ocasionales contrincantes, don Jerónimo cumpliendo con su oficio, señala al señor de Troya su lugar en el despliegue, junto a los hombres de las ciudades, por tanto junto a la hueste de Soria. Hecho esto, el viejo soldado se marcha, seguro que intentando asimilar el acumulo de imágenes del pasado que pugnan en su mente, el desgarro que provoca la conciencia del tiempo dilapidado, y el descubrimiento de un mundo en el que nadie le da derecho a entrar y hasta él mismo se lo niega.
—Isabel y Alonso casados —murmura entre dientes—, qué paradójica situación, querido consuegro don Martín. ¡Y dicen que se hace querer el condenado! —rumia para sí—. ¡Naturalmente!
Se dirigió sin pérdida de tiempo al lugar donde acampaba la hueste soriana, en busca de su caudillo don Martín Castejón. Cuando se encontraron frente a frente, Jerónimo no pudo evitar ni la emoción en sus palabras, ni el reproche en su discurso.
—Veo cabalgar muy sólo al viejo león de Ágreda.
—Si te refieres a mis hijos, su padre cabalga por ellos. Se necesitan gentes de seso y fidelidad en otros lugares del reino, o en su ciudad —contesta soberbio el prócer.
Pero como quizás la muerte acecha cualquier amanecida, si es que pasan la de mañana, y no es bueno marcharse con la maleta llena de rencores, el recuerdo del pasado y la añoranza de lo que nos perdimos de vivir quitan la mordaza a las emociones reprimidas, y don Martín, rectificando, le dice ahora:
—Si te refieres a su viejo camarada y mayoral, no hemos vuelto a cabalgar juntos, y no me preguntes por qué. La edad me ha hecho olvidar la causa por la que la vida separó a dos personas que se honraban con la amistad del otro.
—Martín Castejón, yo también hubiese olvidado viejos rencores si hubiese visto cabalgar a tu lado a tu yerno.
Ahora los dos se encuentran la mirada y desde luego la del hidalgo no refleja menos sufrimiento, decepción o amargura que la del padre. Y como hay silencios que unen más que todas las palabras, don Jerónimo se desprende definitivamente de su tono de reproche y se acerca hasta el caballo de su antiguo amigo para peguntarle:
—¿Por qué mi hijo no se ha unido a los hombres de su ciudad?
Martín Castejón desciende del caballo para ponerse a la altura del que pregunta, pero por si cabe alguna duda, descansa, más que apoya, su ahora temblorosa mano derecha sobre el hombro de su viejo amigo.
—Él cabalga a su aire. Ha heredado de su padre el orgullo y sólo da una oportunidad al que le ofende.
—Entonces no nos perdonará ni a ti tu ofensa, ni a mí su abandono.
Y para dar constancia ante los demás de que también él sabe olvidar y que también la soledad de sus noches se llena de reproches y de maldiciones por haber dejado pasar la vida sin saber elegir, apoya su brazo sobre el hombro de su antiguo amigo y patrón, resellando de nuevo esa amistad, que ya no merece la pena recordar que se perdió en un día como el de mañana en el que la muerte era la protagonista.
—Ambos debemos mantener la esperanza, amigo —responde don Martín—, también es hijo de María y seguro que ha heredado de ella las virtudes que enamoraron a mi hija.
Ahora, juntos, se dejaron perder entre la oscuridad de la atardecida, esperando del otro las respuestas a tantos acontecimientos que han sacudido a las dos familias.