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La situación del rey se hacía cada día más difícil y mandó llamar a todos los ricoshombres, caballeros y vasallos, para que le defendiesen de don Juan Manuel, sin dejar de vigilar a la iglesia, a causa del pleito con Alvar Núñez de Osorio proclive a que las órdenes militares paguen pechos.

El prior de la orden de San Juan incita a las ciudades para non acoger al rrey en estas villas fasta que quitase de la su casa e de su merced al conde Alvar Núñez.

Al mismo tiempo, éste envía a Garcilaso de la Vega, merino mayor de Castilla, a vigilar muy de cerca Lerma, capital de Núñez de Lara un importante aliado del infante. De camino a tierras de Burgos por tierras sorianas, ahí cerca, en Almazán hicieron un alto y plantaron sus tiendas en una hondonada cerca del Duero, al abrigo del viento y de los cambios de humor de estos días de inicios de marzo, en los que vaya usted a saber si tras amanecer con vocación primaveral cerrarán el ojo añorando la gelidez de enero. Relajados, creyéndose en zona amistosa, se agrupan alrededor de las hogueras alimentadas con ramas de pino seco y piñas que impregnan el aire de olor a resina y sabor a camaradería, y la noche se llena de historias en tierras extrañas, de vinos dulces, de mujeres veladas y de triunfos de espadas.

Hombres del oficio, piensa don Dionís al descubrir la enseña del rey. Efectivamente son braceros y temporeros del campo de batalla, a los que las ambiciones o los rencores del infante don Juan Manuel y de Núñez de Lara les ha traído el pan del año.

—Don Rodrigo estará advertido de esta presencia tan cercana —se dice.

Aunque Soria no se ha pronunciado a favor de los disidentes, equidista de Lerma, sede del señorío de los Núñez de Lara, y de Aragón o del obispado de Sigüenza, proclives al infante, lo que hace necesaria la presencia de destacamentos armados en disposición de intervención rápida, pero no deja de ser alarmante que se hayan acantonado tan cerca de la ciudad, sabiendo que su juez, vasallo del conde Núñez de Osorio, tiene problemas serios con la ciudadanía. ¿Es posible que también estén vigilando su evolución?

Harto de sortear matorrales por los pinares de Lubia y de recorrer las márgenes del Duero por las cañadas de la mesta, decide tentar la hospitalidad del rey y de paso recabar la información que pueda serle útil a su linaje.

En las cercanías del campamento le detuvo la guardia pidiendo su identificación.

—Soy don Dionís, hijo del señor del Valle de Ibeas, y solicito acogimiento nocturno para mí y mi caballo.

Poco después, un ballestero le daba la bienvenida en nombre del jefe del ejército, acompañándole hasta su tienda, fácil de identificar por hondear sobre ella su enseña, un campo rojo cruzado por una banda verde perfilada de oro, que contiene la leyenda “Ave María”.

—El escudo de armas del poderoso Garcilaso de la Vega, el segundo del reino, después de Núñez Osorio, su amigo personal y del propio Alfonso XI. No tendría don Vela mejor protector de sus intereses en caso de conflicto —se dice don Dionís.

Tan poderoso señor estaba reunido con su hijo y con su alférez, Arias Pérez de Quiñones, e interrumpieron su cena para dar la bienvenida al honrado caballero.

—Entrad, don Dionís. Tomad acomodo, si es que en una tienda militar es posible tal cosa. Calmad vuestra sed con un buen un trago de vino.

—Agradezco vuestra hospitalidad señor y no tengáis a mal si me conformo con un poco de agua, pues antes de salir de Soria hice votos de no beber vino ni comer carne hasta haber finalizado la misión que me propongo.

—Una noble decisión que nos obliga a todos, a vos a cumplirla y a nosotros a respetarla —responde el comprensivo huésped, preguntándole a continuación:

—¿Venís de Soria, caballero?

—En ella resido señor, pues es mi ciudad de adopción.

A continuación resumió a Garcilaso la historia que ya conocemos, desde que su padre le envió a Soria, hasta el reciente reconocimiento de su ciudadanía, teniendo el cuidado de silenciar su adhesión al linaje de los Morales, dada la relación de don Vela con Osorio y de éste con Garcilaso.

—Han llegado a este campamento rumores de disturbios...

Una pregunta en tono de comentario, que sin duda trata de profundizar, sin producir alarma, sobre la situación de la ciudad, por lo que él también elige con cuidado sus palabras y con el mismo tono, responde:

—Más que disturbios, diría desencuentros entre el juez y algunos miembros de la caballería ciudadana, quejosos porque todavía no se ha convocado el Alarde, un viejo privilegio foral.

—Mala política la de inducir al descontento por cuestiones que rezan en el fuero.

—En este negocio todos tienen su razón, señor —contemporiza don Dionís—. El juez opina que no es oportuno convocar la revista de armas, porque no pocos caballeros, empobrecidos a causa de los avatares del reino, incumplen los requisitos exigidos en el fuero local, lo que les haría perder su condición de tales.

—También es razonable esta actitud —contesta Garcilaso—. Pero dejemos que las cuestiones de política local las resuelvan los propios ciudadanos.

Una propuesta que hay que valorar en la boca del hombre que ostenta el cargo de Justicia Mayor del reino, en momentos en los que muchas de las reclamaciones en Cortes tratan de conflictos de competencia entre las distintas administraciones.

—Tomad asiento, don Dionís, y participad de nuestras viandas. Creo que unas gachas de harinas de almortas no romperán vuestros votos.

Y en amable camaradería, propia de una expedición armada, los cuatro se sentaron alrededor de una mesa de campaña, dispuestos a devorar una sartenada de este manjar. Cuando terminaron de cenar, Garcilaso padre y su alférez Arias de Quiñones se retiraron a descansar, dejando a los dos más jóvenes dispuestos a alargar la velada, lo que favorecía las intenciones de don Dionís, decidido a obtener mayor información de la inexperiencia del hijo del caballero. No tuvo que pasar mucho tiempo para que el joven Garcilaso, menos cortés o más curioso que su padre, le preguntase por el motivo de sus votos, pues como hombre de su tiempo e imbuido en el nuevo espíritu que preconizaba el monarca, presumía que tales sólo se hacen por razones que atañen a la caballería.

—Contadnos y no escamoteéis detalles de ello, si es que podéis hacerlo sin faltar a vuestros compromisos. No dudo que obedecen a una historia digna de un caballero, aunque vuestras ropas os relacionen más con el noble arte de la caza.

—Señor, bien decís. Mis ropas son más propias de un cazador, porque de ello trata mi historia, aunque en un contexto más elevado. Debéis saber que dos hombres que amamos a la misma dama, nos hemos retado a dar cuenta de una enorme serpiente que habita estas tierras y ataca sin piedad hombres y ganados, produciendo grandes daños.

Garcilaso hijo siguió con enorme expectación el relato en el que con gusto se extendió don Dionís. Cuando terminó, tras una pausa de respeto, y después de expresar su admiración, le dijo:

—Sabed don Dionís, que conocíamos la historia. No hace muchos días que vuestro contrincante, don Alonso Caballero, ocupó ese mismo asiento y nos puso al día de tal reto. Imaginaos pues la emoción con la que ahora oigo al otro protagonista. Debo deciros que he dado cumplida noticia al rey, en la seguridad de que, como joven y galante caballero, despertaría su interés. Y así ha sido. Inmediatamente nos remitió respuesta de que le mantuviéramos enterado de su evolución. ¿Qué opináis?

—Señor, os diré con franqueza que lo que yo narro como un relato local, en vuestra boca suena a aventura propia de un libro de caballería.

—Como tal ha sido calificada por el rey, y todos estamos deseosos de conocer y honrar al vencedor de esta lid. Y no es para menos, dos caballeros que por el amor de una dama se proponen matar a un endriago, es una aventura propia del mismo Amadís de Gaula —exclama, demostrando sus aficiones a la naciente literatura caballeresca.

—No lo describiría yo así, aunque dicen que tiene el cuerpo recubierto de escamas grandes y redondas como conchas, contra las que rebotan las más duras flechas.

—¿Y las alas? Las hemos visto tantas veces en los bestiarios, que no me extrañaría que las tuviese grandes y negras como el dragón de San Jorge, y de un cuero tan duro que puedan servir para hacer con ellas el más fuerte gambax.

—No tengo noticias de alas ni garras, pero si he oído hablar de sus dientes y su poderosa lengua, larga y apuntada como una lanza de caballería.

—Os envidio, don Dionís, tanto que os pediría que me dejaseis acompañaros. Como juez de vuestra hazaña —se apresura a corregir—. Lastima que el rey reclame nuestra presencia en otros lugares, pero os ruego que tan pronto finalice nos deis nuevas de su resultado y que todos sepamos quién es en esta historia, “el Caballero de la Verde Espada” que mata al endriago.

—Yo os enviaré a Soria noticias de mi victoria —contesta don Dionís, inquiriendo veladamente el destino del contingente armado.

—Mejor a Lerma, si es que la ciudad no se ha rendido antes a las tropas del rey.

La respuesta le satisface porque le libera de la obligación de detenerse en su afán para alertar a su linaje de la presencia de tropas. No obstante, insiste:

—¿Y si se han resuelto los problemas con Lerma?

—Entonces a Zamora. El prior de la orden de San Juan se ha hecho fuerte en ella y ha levantado Toro y Zamora para exigir al rey que destituya al Conde de Castilla.

Satisfecho con tales noticias siente que ya puede dedicarse de pleno a su lance de honor, si cabe con más ahínco, pues al estar interesado el propio rey se anuncia para el vencedor la gloria y la fama. Con gusto se relaja para prestar todos sus oídos al joven Garcilaso que ahora le hace otra importante revelación.

—Don Dionís, debo advertiros que hasta ahora habéis buscado vuestra presa por terreno equivocado. A juicio del propio don Alonso, la serpiente debe de morar cerca de aquí, en una cueva en la ribera del Duero. Os doy tales pistas porque él mismo me dijo que de nada os servirán si no sabéis conjugar el Apocalipsis de San Juan con la mitología clásica.

—¡Una cueva! —exclama don Dionís, recitando el momento en el que el Cordero abre el sexto sello: Todos los hombres se esconderán en las cuevas y en las peñas del monte.

—La guarida de la serpiente está en una cueva junto al río —medita en voz alta—. ¡La Cueva de la Bestia! El lugar donde no llega la luz, la Luz de la palabra de Cristo. El Infierno... ¿Señor, creéis que don Alonso me está retando a que baje al infierno?

—Él sólo me dio estos datos, don Dionís. Quizás la mitología...

—La morada de Hades y Perséfone, el lugar donde confluyen cuatro ríos. El primero el Aqueronte, el río pantanoso y pútrido que se precipita en la sima del infierno, sobre el que navegan las almas conducidas por el barquero Caronte. El Piriflegetón o corriente de fuego —sigue recitando el asombrado caballero—. El Cócitos o de los gemidos. Y finalmente el Estigio, el río del olvido, guardado por el Cancerbero, el perro de las tres cabezas. ¡Mi serpiente! —exclama asombrado.

Le admira la naturaleza de un lance tan honroso y ya entiende por qué el propio rey quiere tener noticias del mismo. ¡Sólo honor puede esperar al vencedor! Está tan fascinado que ya no duda en cual debe ser su prioridad. Agradece a Garcilaso su mediación y tiene un emocionado recuerdo para su noble contrincante que tan gentilmente le ha ofrecido la oportunidad de partir sin ventajas en esta carrera.

Absorto como está, no pudo advertir que Garcilaso de la Vega padre envía a don Vela un mensajero anunciándole que llegará a Soria el primer lunes de marzo, con la determinación de terminar con los enfrentamientos que la dividen.