4

Don Martín Castejón, el padre de Isabel, es el gran ganador en esta crisis. Señor de su propio linaje en Ágreda, miembro del de los Morales en Soria y voz de los exiliados, ha logrado encumbrarse hasta ser uno de los seis regidores perpetuos del concejo, cargo de nominación real directa, una vez abolido el fuero. Este amigo de todos pidió al concejo que reclamara el viejo derecho de salir en campaña sólo cuando lo hace el rey, formando su guardia; conseguido este objetivo se ha convocado a la hueste a la milicia ciudadana, excusando sólo a los que disfrutan la fonsadera. Se espera que se incorporen los emigrados, don Rodrigo Morales y otros muchos cabezas de linaje, de momento de incógnito, sin mostrar sus enseñas, esperando ganarse el perdón real y hasta quién sabe si también el restablecimiento de los fueros.

De nuevo el silencio. La experiencia de don Tirso le invita a esperar a que Alonso empiece a exponer el verdadero motivo de su visita.

—Don Martín Castejón me recuerda que soy el esposo de Isabel —dice con cierto acento irónico—. Opina que estoy obligado a marchar con el pendón de los Castejón.

—Bien sabes que no te exige nada que no sea lógico o usual.

—Yo sólo estoy obligado con Isabel.

No le sirvió esta conversación para tranquilizar su conciencia o para ayudarle a tomar decisiones, no obstante, y a partir de ese día, empezó a ir asiduamente a la campa del Alarde donde habitualmente se reunían las gentes armadas de Soria. Allí, al amparo de los muros del monasterio de San Juan, todo era olor a cuero, a sudor de caballos y al calor despedido en las fraguas. De nuevo surgieron a la orilla del río las multicolores tiendas, los fuegos nocturnos, las historias de cabalgadas y los juramentos renovados de viejos camaradas. En el centro de la campa se ha erigido la tienda del jefe de la milicia, reconocible por mostrar en su mástil la enseña de la ciudad, un estandarte cuadrado y ferpado en cabo, de forma similar al que se reserva para órdenes militares y para los caballeros que aportan a la hueste cien o más lanzas.

No es banal la forma de las enseñas, sólo hay dos denominadas legalmente mayores, la citada y la enseña real, de forma cuadrada no ferpada; el resto son enseñas menores o pendones. Uno largo y partido en dos ramos identifica al caballero que trae con él hasta cinco hombres a caballo. Un pendón rectangular, más largo que ancho, al que algunos llaman bandera, identifica al que aporta de diez a cincuenta hombres a caballo, y finalmente, los llamados posaderos, anchos contra el asta y agudos hacia los cabos, propios de los maestres de las Órdenes de caballería o en su caso de sus comendadores, y del hombre que aporta mas de cincuenta caballeros.

Todo lo ha logrado, pues, don Martín Castejón, ¡pero a qué precio!, se dice ahora el caballero. ¡Al de la soledad!

Al de la soledad, amigo Jerónimo Caballero, se dice, recordando los tiempos de Ágreda, cuando no dudó en hacerles a él y a María, padrinos de Isabel, encargándoles de su educación al morir su esposa. Entonces consideró digno que viviera bajo su techo, pero después no consintió cruzar las sangres. Al de la soledad, Alonso. Del que se ha servido para guardar su honra, sin reconocerle nunca su hombría de honor. Quiere y puede pensar que todo lo que ha conseguido lo puede repartir entre los suyos, desde el reconocimiento a las responsabilidades. Sus hijos varones ya disfrutan de sus propias zonas de influencia, mas aquí, en Soria, sólo queda beneficiar a su hija. Pero Alonso, ni antes ni ahora ha utilizado su nombre, su persona o su ascendencia. Ni siquiera ha reclamado la herencia de la madre de Isabel. Es preferible no pensar, se dice decidido a ocupar su mente en las exigencias de la movilización.

Tiene razones el prócer para preocuparse por este último aspecto, el rey ha sido muy estricto y ha establecido que cada vasallo que percibe soldada o disfruta de prestimonio, invierta un tercio de éste en su arnés y caballo, y que los otros dos tercios sirvan para que por cada mil cien maravedíes percibidos, se aporte un hombre a caballo y dos infantes, un piquero y un ballestero. Pero los homes buenos que han pendones por cada diez hombres a caballo aportarán uno adicional armado y a caballo.

No servirán esta vez, como ocurrió en la campaña de Gibraltar, excusas o intentos de engaños, pues si el vasallo no acudiese a la hueste o no aporta el número de hombres al que está obligado, pagará por cada caballero que falte el doble de lo percibido en concepto de soldada y por cada infante doscientos maravedíes. Cualquier hombre que abandone al rey antes de concluir el tiempo de servicio, pagará con la vida.

Don Martín sopesa su responsabilidad y a tenor de lo legislado en Las Partidas necesita de hombres sabidores que jurasen por Dios guardar el derecho de cada uno, hombres de su confianza, y no sólo para que los arneses y equipos de guerra cumplan las condiciones exigidas, sino también para valorar las endechas o enmiendas que los hombres o sus equipos deben percibir por los daños que reciban en la guerra, a cuenta del botín conseguido, evitando agravios propios o a los demás, si lo demandado es más de lo que valiese lo perdido.

En esta responsabilidad quiere implicar a Alonso, pues su certificado profesional es válido, para compensar los daños recibidos en campaña, desde el pago por pérdida de la vida, ciento cincuenta maravedíes por caballero y setenta y cinco por infante, a las indemnizaciones por heridas recibidas, valoradas según el grado de incapacidad residual producida.

El propio don Martín, viejo y experto hombre de guerra, pasa detenidamente revista a la hueste y apunta el estado de caballos y equipos, haciéndose acompañar por un grupo de herreros y tasadores expertos. Para ejemplo de los demás, monta un caballo valorado en mucho más de ochocientos maravedíes, el mínimo exigido en la ordenanza, y no muestra ningún remordimiento en confiscar para el rey todo caballo que no cumpla con este mínimo precepto de calidad. Hoy además, por estar ya muy cerca el día en que deben partir, pasa revista de arneses de guerra, comprobando que cada caballero aporta lo exigido, loriga, gambax, capelina, fojas, gorgera y, por supuesto, casco o yelmo, el tocado reservado al hidalgo. El total del equipo de un caballero supera con mucho los mil trescientos maravedíes que el rey pagará como estipendio militar, se dice el hidalgo, el reparto del botín deberá compensar el resto.

Cuando estaba terminando la revista ve a Alonso; su aspecto o sus ropas desde luego no son las esperables, y se dirige hacia él, con aires de evidente enojo.

—Alonso Caballero, el censo pechero de esta ciudad te tiene inscrito como hombre capaz de mantener caballo y arnés de guerra. ¡No veo tu equipo!

Alonso observa detenidamente a su suegro y escucha sin pestañear su recriminación. Las primeras palabras que le ha oído en mucho tiempo. Le mira fijamente aguantando su mirada; ya no le acobarda ningún hombre ni ningún nombre.

—No verás mi equipo, no pienso ir a la frontera bajo tu pendón.

Ahora sí, ahora la soberbia le ha facilitado la toma de decisiones. Irá a la guerra de motu propio, sin cabalgar bajo bandera. Irá como lo que es, como médico.