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En la casa del barrio de la Fuente Albar se han reunido los hombres de los linajes, a nadie se le oculta que los acontecimientos se les han escapado de las manos.

—La ciudad se ha amotinado. ¿Quién va a parar ahora a las turbas enfurecidas? —se preguntan los presentes.

Santacruz se limita a entretener su nerviosismo mirando la luna y olisqueando en la noche el olor a humo y sedición ciudadana. A don Rodrigo Morales no le hace falta pasar lista para advertir que el número de los presentes ha ido disminuyendo.

—Quizás no han llegado todavía —le dice alguien.

—Quizás se han dejado llevar por la riada humana y están junto a las brasas de las casas de los enemigos, tratando de evitar... ¡naturalmente!

Por fin alguien pone el dedo en la llaga y comenta:

—Es posible que el juez haya enviado otros mensajes como éste —dice, mostrando a los presentes el que ha traído el Manco.

—Tú eres ahora el juez, Rodrigo. Te toca decidir.

¿Acaso están diluyéndose las responsabilidades? Nota en la mente de todos la preocupación por las consecuencias que pueden acarrear los acontecimientos. Garcilaso es el íntimo amigo del Conde de Castilla y protege sus intereses y los de sus vasallos, como don Vela.

—Interpretarán algo más que una revolución contra su juez —advierte don Rodrigo.

—Garcilaso asumirá que la ciudad se ha decantado por don Juan Manuel y que se ha levantado contra el Conde —afirma Santacruz.

—Señores —advierte Salvador—, ha llegado la hora de tomar una decisión, no nos quepa la menor duda de que mañana Garcilaso intentará restaurar el orden y actuará contra los instigadores de los acontecimientos: contra nosotros.

—Los que vamos quedando y los ausentes —advierte don Rodrigo, en referencia a los que antes acampaban junto al Duero y ahora han ido desapareciendo.

Sigue hablando Salvador:

—Quiero recordaros que hace pocos días esta ciudad se inclinaba a favor de don Juan Manuel, considerándole como el mejor garante de nuestra autonomía, contrariamente al Conde de Castilla, cuyas ambiciones y ansias de poder están llevando al reino a la ruina.

—La ciudad de Lerma no está lejos —insinúa alguien.

Las palabras clave ya flotan sobre el ambiente, ya se tiene conciencia plena de que Garcilaso castigará a Soria y que la rápida adscripción al bando de don Juan Manuel puede librarles. Ya se ha citado la necesidad de enviar gentes a Lerma para reclamar la ayuda de Núñez de Lara, el principal aliado del infante. Pero, ¿qué hacer hasta mañana? Mañana Garcilaso llegará a la ciudad. Debemos estar preparados. ¿Seremos capaces de ello?

El resto de lo que pasó en las horas siguientes se cuenta en la Crónica de Castilla, que afirma que serían sobre las ocho de la mañana cuando Garcilaso llegó a Soria. Las campanas de San Francisco llamaban a los fieles a misa y el noble señor se aprestó a asistir al sacrificio, quizás ignorando el olor a humo de la ciudad, o a pesar de ello, preparándose para una ardua jornada en la que a juzgar por los indicios de violencia que advertía, tendría que utilizar de su oficio como merino mayor de Castilla.

Y al poco corría por la ciudad la voz de que Garcilaso, íntimo amigo del conde de Castilla y valedor de su vasallo, el juez don Vela, había acudido a vengarle. La situación se desbocó y ya nadie pudo frenar a las masas. Entraron con sigilo en la iglesia y cayeron sobre el señor, su hijo, el joven Garcilaso, y su alférez, Arias Pérez de Quiñones, y les dieron muerte. En los acontecimientos murieron hasta veintidós caballeros que acompañaban a Garcilaso, y el resto se salvó tras esconderse en el convento disfrazados con el hábito de San Francisco.