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Alonso ya ha recorrido la cuenca del Duero que conforma el perímetro de Soria, desde la junta de los ríos, en Garray, hasta la confluencia de las rutas pastoriles en Almazán, valiéndose de las indicaciones que ha logrado deducir de la verborrea alucinada del desalmado Zoilo. Desde el lugar donde se encuentra ahora, apenas le separan de la ciudad unas pocas horas de marcha y la decisión de no volver sin la piel de la serpiente, un empeño que le ayuda a soportar el cansancio y el dolor de los pies, mortificados por la grava y lacerados por los espinos del monte o la caliza desmenuzada que invade sus sandalias. La misma decisión que le insensibiliza frente al desaliento que le amenaza al final de cada jornada infructuosa, impeliéndole a seguir escudriñando cada rincón del paisaje, a trepar sobre agrestes roquedales, gritaderos de aves carroñeras, y seguir vigilando el río, esperando a que el vuelo escandaloso de las grajas, la espantada de las cabras, o cualquier otro signo de alarma, le avisen de la presencia de un animal tan sutil que se ha enseñoreado de la tierra sin dejar más huellas de su paso que los rumores que alimentan su leyenda en majadas y parideras.

Ya ha caído la tarde y se dispone a descansar. Para un hombre de la tierra no resultan tan despiadadas las noches de primeros de marzo, aunque las escarchas de la amanecida recuerdan que todavía es invierno en la extremadura soriana, por lo que se cuida de sus rigores abrazado por su manta pastoril, bajo la techumbre de un chozo hecho de ramas de pino verde, brezos y la sabiduría que generaciones de ganaderos han grabado en sus genes. Desde su actual acechadero puede ver a lo lejos las luces del campamento de Garcilaso, que debe viajar sin prisas, pues ya hace unos días que le vio llegar por los pagos de Quintana Redonda y pudo gozar de su hospitalidad. Fueron unos buenos momentos, pero ya han pasado —se dice, evitando tentarse con la añoranza de compañía.

Contempla la noche. Arriba, en el cielo, la luna está en creciente, y dentro de dos jornadas, el primer lunes de marzo, entrará en Acuario y se hará Luna Nueva. Coincidirá con el día en el que la asamblea de hombres armados de Soria debe convocarse al amparo de los muros de San Juan de Duero para celebrar el Alarde. Es el momento ideal para presentarse en la campa y mostrar a los presentes la piel de la serpiente, piensa, acogiéndose a las fantasías que le sugieren la relajación y el ensueño junto al fuego, imaginando un mundo que ha aprendido a reconocer el mérito por encima de la condición social. Una sociedad que rinde el homenaje que se merece el hombre que por el amor a su dama se enfrenta contra lo imposible, lo insólito o lo que parece ser algo inexistente. Un triunfo que sabe a reivindicación, porque rompe la frontera que no superó en su tiempo la amistad entre don Jerónimo Caballero y don Martín Castejón, ni ahora el amor entre sus hijos, pues asistirá don Rodrigo Morales a la cabeza de su linaje, y deberá cumplir con su promesa. Proclamar públicamente que el vencedor de esta justa es el más esforzado caballero. Y desde ese momento ninguna celosía se volverá a interponer entre él y su amada.

Pasea su mirada por la bóveda celeste cuajada de estrellas, hasta detenerse en el Dragón, en su estrella Thuban, la guía de los caminantes hasta que la mítica cristiana asignó tal papel a la Estrella Polar, el caballo que dirige eternamente el viaje del Carro Menor hacia el norte. Así debería ocurrir en la vida, los valores ciertos deberían superar al falso brillo de los oropeles. ¿Es él acaso el San Jorge cósmico que a caballo sobre la nueva estrella es capaz de enfrentarse al dragón y clavarle su lanza en las entrañas, hasta hacerle vomitar su vida y sus perjuicios? El avisado joven que teme que a pesar de su triunfo el esfuerzo sea insuficiente para lograr sus propósitos, consulta al cielo sus inquietudes.

La posición de los astros parece confirmar sus presagios. Marte se encuentra en uno de los momentos de brillo más bajo y sólo es visible hasta la puesta del sol, sin llegar a coincidir con Venus, el lucero del alba, que preside el amanecer desde Capricornio. En cambio Hércules, que tiene a su lado a la Corona, ve surgir a sus pies a la Serpiente, la constelación que a principios de febrero apenas asomaba su cabeza por el este, ahora parece rendirse, coronando al Héroe mitológico. Sabe que él no es el semidiós Hércules, más bien se identifica con la constelación vecina, el humilde Boyero, un pastor celestial, pero...

—Pero nuestro amor, Isabel, nos hace rebelarnos contra lo que pueda leerse en la bóveda celeste —grita a pleno pulmón a la noche, a las estrellas y al destino—. Y no aceptamos la interpretación de lo que dicen que está escrito. De lo que escribieron para ti y para mí nuestros padres, don Rodrigo y el mundo. Teníamos que volver a intentarlo algún día, Isabel. ¿Qué hago si no aquí? ¿Qué hicimos si no aquel día que nos juramos el uno para el otro? ¿Y el día en que te rapté de manos de tu padre y nos enfrentamos a las ascuas de San Juan?

El cielo sólo cuenta que la Serpiente se enfrenta a las dos constelaciones, y en este combate cósmico, el vencedor obtendrá la Corona. Alonso henchido de rebeldía, centra su mirada en las tres estrellas que conforman la cabeza de la Serpiente y lanza contra ella un venablo imaginario que se clava en un ojo, produciéndola una hemorragia en forma de lluvia de meteoritos que cruza el espacio hasta perderse en la oscuridad de la noche. Cuando la debilidad humilla a la bestia, con la ayuda de Dios, le hunde su espada en la nariz y la atraviesa el cráneo llegando hasta los sesos, tras lo cual, cae a sus pies, y entonces la remata, clavándola su espada en la boca tantas veces como sus fuerzas se lo permiten. ¡Dios!, y como le cuesta retener un grito de victoria, mientras recorre con mirada triunfal un mundo de espectadores imaginarios, saboreando lo que constituye ahora su tercer triunfo, pues es capaz de ver a su noble contrincante desvistiendo su mano del guantelete de hierro para estrechar la suya, en reconocimiento de su valor y destreza.

¿Cuántos días hace que le espera? Desde la noche en que contó a Garcilaso todos y cada uno de los sitios que había recorrido sin encontrar las huellas del animal, ofreciéndole finalmente detalle cumplido del lugar que centraba sus sospechas. Una cueva en la que se precipita un brazo del río, tan profunda que ni entra en ella la luz solar o la curiosidad de los hombres.

—¿Por qué asumís que puede estar en tal lugar la guarida? —le preguntó Garcilaso.

—Sé de un hombre que ha visto a la serpiente, un fraile que antes de renegar de su estado se dedicaba a ilustrar el Apocalipsis de San Juan. La gente dice que está endemoniado, pero yo creo que es un loco que mezcla en su mente la realidad con las imágenes fantásticas utilizadas para realizar su trabajo. ¿Conocéis los hechos que narra el Apocalipsis, cuando el Cordero desprende del Libro el sexto sello?

—Cuevas, antros o cavernas, son lo mismo, el lugar donde no llega la Luz de la palabra de Cristo —contestó Garcilaso.

—En ese pozo está la Bestia —confiesa Alonso—. Esta información debería saberla mi contrincante, pues en caso contrario no tendrá mérito mi hazaña.

—¿Acaso le estáis retando a bajar al infierno?

—Señor, Teseo ya lo hizo antes que nadie. Bajó para liberar del poder de las tinieblas a Perséfone, la hija de Ceres.

—¿Sois consciente de que Teseo quedó atrapado, víctima de su propia audacia? —advierte Garcilaso.

Alonso conoce la leyenda del héroe y sabe que participó en el banquete que le ofreció el dios del infierno y cuando al final del mismo se fue a levantar, se dio cuenta que estaba pegado al asiento, en donde se hubiese quedado atrapado hasta la consumación de los tiempos si no hubiese sido liberado por Hércules, que por mandato de Hera bajó poco después a los infiernos para capturar al Cancerbero.

No valora tal cuestión, y en cuanto a la referencia a uno de los trabajos de Hércules, puede contestar, que en este caso, él será quien logre capturar al guardián del infierno.

—El fin perseguido merece tal riesgo —dijo, autoafirmándose.

Pero cuando intenta premiar su afán, evocando a Isabel, cae en la cuenta de que apenas puede dibujar en su mente su imagen actual, y que su amor y sus recuerdos tienen como referencia una sonrisa en los labios de una niña.

Arriba, emboscada entre las ramas de un roble puede ver una lechuza; la delatan el color blanco y sus ojos grandes, redondos y brillantes, capaces de traspasar las sombras de la noche. Su presencia no le alarma, a pesar de la creencia supersticiosa de que dicho animal es la mascota de una bruja.

—¿Te manda algún poder para vigilarme? No lo creo. Sólo eres un ave nocturna que, como yo, estás lejos del calor del pajar donde vives habitualmente.

La lechuza parece darse cuenta de que Alonso le está mirando y quizás alarmada, empieza a removerse intranquila, balanceándose sobre sus bien ancladas garras, y al adaptar la posición de arrancar el vuelo, produce una ligera agitación en la rama del árbol sobre la que se apoya.

—Demasiado ruido para un cazador. Tus víctimas advertirán tu presencia.

Cuando el animal intenta sacudir las alas se da cuenta que mueve mal la derecha.

—La debes tener lastimada —dice, con el ánimo conciliador de los que comparten las largas horas de la noche—. Los dos estamos indefensos, tú vuelas mal y yo soy el único amante que no puede dulcificar su dolor evocando la imagen de su amada.

Siente que la lechuza, de vuelo renqueante a consecuencia de una herida en su lomo, le presta solidariamente su visión verde y gris, capacitándole para ver en la oscuridad y poner luz en la ceguera del alma, permitiéndole penetrar más allá de los límites impuestos por la celosía que les separó en la mañana de su reencuentro en la iglesia de Santo Domingo, más allá de esa simbólica barrera de perjuicios.

Desafiante, de los ojos azules de la niña deduce una mirada azul y en sus labios fuerza una roja sonrisa. Ya puede notar el tacto sedoso de esos cabellos rubios que se deslizan sobre los blancos hombros de la mujer. Ya aspira el aroma de las flores con las que María la morisca, la adornaba, después de empeñarse inútilmente en corregir la rebeldía de ese pequeño bucle escondido en la nuca, en ese blanco y deseado cuello que tanto le gustaría poder besar.

La negrura de la noche estalla en alegres colores, y siente que se adentra en un jardín en donde grupos de hombres vestidos con el traje de su inocencia cabalgan sobre sus sentimientos encarnados simbólicamente en insólitas criaturas, y giran alrededor de un pequeño estanque de aguas azules donde se bañan sus amadas. Tras una valla formada por arbustos en flor, se deslizan las aguas de un manso río en cuyas ondas flotan bandadas de pájaros multicolores que han sorprendido a dos amantes en el momento del abrazo. Una visión rápida del amor que da lugar a que en su cuerpo proteste su hombría, que se yergue desafiando cualquier barrera, exigiendo a la lechuza que le siga prestando su visión para llegar más allá, y vagar por el cuerpo de Isabel degustando las fresas que adivina en sus senos. Y entonces empieza lo más difícil, pues su experiencia en el sexo se limita a charlas estudiantiles o a otear el descuido de alguna beata.

Nada le ayuda a cincelar un busto y sentir la calidez de su forma redondeada. A sentir en sus dedos la suavidad de la piel jamás mostrada. A recibir en su mano el latido de su vientre. A saborear el sofoco que le invade cuando intenta perforar en el calor de su pubis, en donde la lechuza que todo lo observa y todo lo adivina, le insinúa que sobre una mar rizada emerge la imagen de la luna llena.

Cuando se derrumba humedecido sobre la dureza de la piedra, observa que el animal alza su vuelo y se pierde en la noche.

—Vuelve a tu pajar, vuela llevándote como presa todo el deseo que me mortifica. Llévatelo a la ciudad y búscala a ella.

Quiere imaginar que la lechuza le obedece y vuela hacia la casa de los Castejón, posándose sobre un granado, por ejemplo, un árbol que ha crecido en la trasera de la casa, en cuya cocina, a estas horas podría estar tomando un baño una ensoñadora Isabel que se nota penetrada, asaltada por un deseo que no intenta desechar.

A la mañana siguiente el inexperto joven se despertó avergonzado de su orgía imaginaria, consciente de que el maligno se había apoderado de su alma, trasformando el encanto de lo angélico en la muerte y la desolación que conlleva el pecado de la lujuria, puerta de entrada del resto de los pecados capitales. Lo que dejó la oruga lo devoró la langosta y lo que dejó la langosta, lo devoró el pulgón, y lo que dejó el pulgón lo devoró el saltón.

La oruga arrastra su vientre lujurioso precediendo al sobresalto de la vanagloria, a la glotonería del pulgón y la ira del saltón que todo lo incendia a su paso. En su análisis llega a la conclusión de que no puede proseguir su aventura sin antes purificar su cuerpo pecador con la disciplina de la penitencia, porque sólo con el alma limpia puede enfrentarse a la serpiente, el animal que silba contra el viento y camina sobre su pecho y su vientre... el vientre de la lujuria y la glotonería, el pecho de la soberbia y el silbido de la ira.

Se encaramó sobre la roca más alta, y como en su día hizo Roldán y en el futuro lo hará don Quijote, se desnudó para disciplinarse con el frío y confortar su alma con la penitencia. Se arrodilló sobre la dureza cortante de las esquirlas de la roca, manteniendo los brazos extendidos, lastrados por el peso de sus armas, y en esta posición lloró durante horas su pecado, hasta que notó que su alma se llenaba otra vez de la imagen de Isabel, limpia de la impureza de sus deseos, tras lo cual decidió imponerse penitencia, mortificándose con ayuno el resto de la jornada.