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-¡Qué difícil es llegar hasta esta casa, corazón! La ciudad esta llena de patrullas del orden que te vigilan continuamente. Y no digamos esta calle. No se vivía tanto ambiente de guerra ni en la misma Troya —se queja don Julianillo.
Y sigue, sin esperar respuesta:
—¡Qué lejos se está llegando con el enfrentamiento político! Algo grave va a ocurrir. Ni el mismo don Rodrigo se atreve a moverse ya, si no es con escolta.
—Tú tampoco deberías hacerlo, sobre todo llevando esa capucha con el distintivo de los Morales —contesta Isabel.
—Tienes razón, corazón, voy a desprenderme de él y desde mañana llevaré los colores de los Castejón. Al fin y al cabo soy tu caballero.
Y contempla a Marfa, que parece sorda al diálogo, eternizándose en la limpieza sublime de la habitación de Isabel.
—¡Uf! Qué mal huele esa mujer —suspira el hombrecillo—. Qué nervioso me ponen esos ojos que parecen abarcarlo todo.
—A mí tampoco me inspira demasiada confianza —responde ella, con un gesto de resignación—, pero su presencia, o la de cualquier otra mujer de la casa, es el precio que debo pagar si quiero recibirte en mi habitación.
—¡Y qué comportamiento tan extraño tiene últimamente! —continúa hablando con su amigo—. Pasa temporadas nerviosas, frotándose las manos, andando sin rumbo fijo, ajena a todo, sin ver ni oír a nadie. De pronto, un buen día desaparece, quizás como los osos, inverna en un cubil, y después vuelve calmada, sumisa y dispuesta a penar penitencia.
—Pues ahora debe estar en la época en la que acaba de surgir de la caverna, y no lo digo sólo por su aspecto lamentable —apostilla Julianillo, tapándose las narices.
—Y no es fea esta mujer, se empeña en serlo —termina el personajillo, diagnosticando con experta mirada las posibilidades de unas formas mejor cuidadas.
—Tienes razón —contesta Isabel—, parece querer enterarse de todo. No me extrañaría que...
—¿Te vigila?
—Es posible, aunque no podría decir por cuenta de quién.
—Acaso de... ese —dice el hombre señalando el patio, donde don Dionís se empeña en dominar la terquedad de su fuerte caballo de guerra, con el aplauso de los hombres.
—No lo creo, él sólo espera a que aparezca en el mirador, para mostrarme su amplio repertorio de habilidades.
—¿Eso se limita a hacer el apasionado amador que se enfrentará al Leviatán? ¿No se ha fijado en la cintilla azul que adorna tus cabellos rubios, ni en este vestido de escote cuadrado con piedrecillas de cristal que enmarca un cuello tan largo?
—No me importa que no se percate de mi ropa.
—¿Tampoco sabe hacer de trovador enamorado y cantar al pie de tu ventana, a tus cejas largas, altas y en piña o a tus orejas pequeñas?
—Nada, Julianillo, nada.
—¿Ni se ha dado cuenta de tus labios rojos, tan gordezuelos?
—No seas ganso, sabes que son finos.
—¿Ni de tus dientes tan grandotes?
—Blancos, menudos y un poco separadillos —corrige siguiendo el juego de su amigo y con el mismo tono de admiración.
—Realmente sólo uno de tus campeones te merece —recapitula don Julianillo, mostrando la bibilla que le entregó Isabel.
—Déjate de jugar a juglar enamorado y devuélveme mi prenda.
—¿No me crees capaz de defender mi apasionado amor?
—No, porque niego la mayor. ¡Dame esa cinta!
—De qué forma tan inteligente pones a cada uno en su sitio. Pero esta vez te equivocas, porque mi amor queriendo ver tan sólo tu felicidad, se limitó a tomarla en depósito hasta que el hombre al que llamas tu esposo la reclame.
—Vendrá, Julianillo, vendrá cuando se entere del reto, no tengas la menor duda.
—¡Es cierto que le amas! —afirma el hombre con asombro.
—Puedes apostar tu vida en ello.
—Ya lo hice cuando te prometí que le buscaría y que te lo traería —sigue hablando con seriedad el hombrecillo.
—¿Lo has hecho, amigo, es cierto que lo has hecho?
—Realmente yo no —y de nuevo con movimientos volatineros, voz aflautada y gesto teatral, se acerca hasta la ventana.
—¡Lo ha hecho ella! —dice señalando a Urraca que lleva toda la mañana paseando su oficio de buhonera, agitando una campanilla y gritando su mercancía.
Enviaron a Marfa a buscarla. En la calle las dos se reconocieron en silencio. Marfa, expectante de que Isabel utilice los oficios de una trotaconventos, y dispuesta a ofrecer los suyos al oro de don Vela. Urraca se limitó a sopesar en el bolsillo la piedrecita lunar que encontró entre las ropas de la tía Giba el día que la amortajó y tomó su relevo, aceptando la misión que creía tener encomendada en esta historia.
También Julianillo e Isabel hacen sus comentarios antes de que llegue Urraca.
—¿Qué te parece esta mujer? A que jurarías que es una de esas viejas que a Dios alza rosarios, gimiendo sus desgracias —comenta este.
—¡Calla cínico! Cómo iba a sospechar que eres un varón rondador de iglesias y plazuelas al olor de damas inocentes y amas en edad difícil, sirviéndote de tales mensajeras.
—Mírala, qué ladina, si inspira lástima con ese andar tan renqueante —contesta el aludido obviando la acusación—. Su ancianidad dolorida es su mejor pasaporte.
Al entrar Urraca saluda a los presentes, disimulando una rápida y experta mirada a la habitación de Isabel. Es una sala bien iluminada con un hermoso ventanal revestido por una celosía que protege la intimidad de los ocupantes. Tiene dos niveles gracias a una tarima de madera, un elemento funcional que aísla de la frialdad del suelo y deja un espacio hueco para introducir un brasero en el invierno. En el superior, donde está sentada Isabel frente a un espejo, las paredes están revestidas con un costoso cordobán, y el suelo con una alfombra granadina y numerosos cojines, lo que le da un cierto regusto morisco a la sala, o al menos carácter mixto, ya que no falta en el nivel inferior un altarcito y un reclinatorio junto a la gran cama protegida con un dosel.
Todo respira dinero y deseo de regalarse —concluye Urraca, procesando hasta el último detalle.
—¿Quién eres? —pregunta Isabel.
—Soy una pobre vieja que se sabe ganar algún pepión y hasta algún maravedí correteando las calles para ofrecer a las damas afeites, quincalla y jaculatorias contra el mal de ojo o la jaqueca. También tengo para las jóvenes golosinas con clavo, la bebida que alegra el corazón, o el excitante jengibre.
Urraca ve a través del espejo la cara de la joven, la belleza de su óvalo orlado por su larga cabellera rubia que cae en ondas sobre los hombros.
—Realmente tienen razón los que hablan de tu belleza, Isabel de Castejón —exclama con sinceridad la visitante—. Tu fama es tan acorde con la realidad que temo ofenderte ofreciéndote algo para engalanarte.
Se acerca a la tarima, toma su peine y lo desliza acariciándola con las púas. La joven se deja hacer, adormeciéndose voluptuosamente, en realidad cediendo a la visitante la iniciativa. Al poco la peinadora abre su cesta y toma una muestra de pomada que extiende sobre su cabellera.
—Me realza el color. ¿Qué es?
—La perfumera debería conservar su secreto, pero Urraca no puede negarte nada. Sirve para abrillantar el cabello. Está hecha con abejas calentadas en un recipiente de metal y trituradas con aceite hasta convertirlas en pomada.
—Ahora tu boca. ¡Qué encías tan bermejas, qué hermosos dientes!
No era para menos la exclamación de la mujer, en un tiempo en el que muy poca gente podía mostrar una dentadura tan sana, con dientes menuditos, iguales y blancos, y paletas un poco apartadillas que añadían un toque de picardía a su sonrisa.
Ofrece a Isabel una corteza de nogal hervida en agua salada para que se frote los dientes y después extiende sobre sus labios una pomada hecha con miel, jugo de remolacha, calabaza y agua de rosas.
—¡Perfecta! Sólo te falta un toque de belladona en los ojos. Enturbian la mirada, pero los llena de un brillo excitante.
—Mucho sabes de afeites, Urraca.
—Conocimientos adquiridos de la madre Ursula, a la que todo el mundo conocía como la tía Giba, que a su vez los adquirió del sabio Abolays, un viejo musulmán de ascendencia caldea, el mismo que inspiró al Alfonso X para escribir el Lapidario.
Y termina su retahíla aclarando:
—Un libro que lo han copiado en Santa María para uso de su enfermería. Según me ha dicho un joven médico que trabaja en ella.
Una vez dichas las palabras clave, dirige su mirada a Marfa, dando a entender, la desconfianza que la causa su presencia.
La citada, obedeciendo la orden de su señora abandona la habitación, pero no sin lograr antes sustraer una pequeña cantidad del cosmético utilizado para perfumar su cabellera. Una rapacería que guardará en su cubil junto a otros objetos personales conseguidos de la misma forma.
Una vez que se ha despejado el campo, continúa la conversación entre las dos mujeres.
—Dicen que vive ahí un joven de mi ciudad, de Ágreda.
—Así es, corazón, ahí vive don Alonso Caballero. Un joven que se muere por saber si su amor es compartido.
—¿Qué ha hecho para acceder a su amada?
—La casa donde vive ella es una fortaleza, pero afortunadamente encontré a este caballero, que se aprestó a facilitar tal labor —dice señalando a don Julianillo, testigo mudo desde un discreto rincón de la sala.
Isabel ya no puede controlar su aparente desinterés y pregunta a Urraca:
—Dime, tú que eres mujer, ¿cómo es él?
—Como te dicte el corazón. ¿Pero por qué quieres oír palabras de vieja si puedes satisfacer tu curiosidad cuando quieras?
—Esta casa está cerrada para Alonso Caballero.
—¿No hay portezuela para un Caballero en la casa donde vive una Castejón?
—Esta estancia es una fortaleza con paredes de cristal.
—Yo sabré encontraros un lugar...
—No, Urraca, yo no quiero un instante. Sólo le veré si él reclama toda mi vida.
—Él se afirma como tu esposo.
—Y yo como su esposa.
—¿Entonces, qué queréis que haga Urraca?
—Búscale y dale esta prenda —dice mostrándola la tirita de cuero que ya conocemos—. Es la pareja de otra que reclama don Dionís como premio si logra matar a la serpiente que asola las tierras de Almazán. Dile que don Rodrigo está dispuesto a proclamar a la persona que logre tal hazaña como el más honrado caballero. Un reconocimiento que implica la imposibilidad de negarle la mano de una hidalga.