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Cuando las que inicialmente tomó por Keres se despojaron de sus máscaras, se mostraron seres tan terrenales como el pastor Lupercio, su mujer Estefanía, Graciana, la vieja enemiga de la tía Giba, y finalmente Marfa, su captora, aunque a esta última le costó un poco reconocerla, pues ahora lucía una hermosa cabellera rubia y aparecía con la piel limpia, brillante, e incluso diría que tonificada.

Un desmitificador encuentro que le confirma sus actuales sospechas. Está bajo los efectos de alguna droga que le mantiene paralizado, no sabe muy bien con qué fin, y si es un efecto prodrómico que anuncia la muerte. No intenta encontrar un objetivo a los acontecimientos, ahora sólo desea que el veneno obre definitivamente y sobrevenga el final de esta terrible experiencia, y reza para que la Virgen tenga en cuenta que desea cumplir su parte en el juramento y tome su alma.

También Zoilo ha reconocido a Graciana, y desde lejos, desde su apartado lugar en la ribera del río pestilente, la señala haciéndola el cuerno con los dedos de la mano izquierda, chillando a pleno pulmón.

—¡Te conozco, Jezabel! ¡Ay de los que te siguen! —dice señalando con el dedo acusador a los torturados mistes—. El que tenga oídos que escuche, pues se acerca la hora de la bestia.

Sólo Alonso presta atención a sus gritos, el loco es el puente que le devuelve al mundo tangible, previsible y experimentado. ¿Es posible que vaya a ser la víctima de un ceremonial que termine...? Un descubrimiento que le causa escalofríos, pues conociendo el contenido argumental de su delirio, adivina el final. De alguna forma intervendrá... su serpiente.

Protesta la parte heroica del hombre y desde lo más profundo de él grita. Dios quiera que siga recuperando fuerzas y pueda enfrentarme a ella. En pocos segundos se ha producido un cambio diametral en su actitud, ahora por fin se puede rebelar contra algo e incluso quiere encontrar un contra alguien.

—¿Es para esto para lo que me habéis tomado? —protesta enérgicamente al responsable de su estado, al que lo sea.

—¿Me mantenéis paralizado, para que no me pueda defender? —dice, retador.

Una sombra de sospecha involucra a don Dionís, aunque pronto la desecha, confiado en el carácter caballeroso de su rival.

Él mismo capta el cambio en su actitud mental y de nuevo agradece a la Virgen que le haya permitido la comunicación emocional con el alma de su amada. Ahora ha tomado conciencia de una nueva realidad, de la capacidad de intelectualizar sus emociones y plantearse una estrategia; de momento limitada a observar todo y a todos, hasta recuperar el control de su cuerpo.

Mientras tanto, las mujeres y el tal Lupercio, ajenos a los aspavientos de Zoilo, acarrean los bultos que han transportado y los disponen sobre las piedras al alcance de sus manos. Son dos cestas de mimbres de distinto tamaño y una serie de vasijas.

—Cuidado que es lerda esta mujer —oye comentar a Graciana señalando a Marfa—. ¿Quieres despertar de una vez y darme el kikeon?

El nombre le resulta conocido a Alonso. Según don Tirso el licor que preparaban las ménades antes de iniciar sus danzas orgiásticas para ponerse en contacto con la divinidad. Vino mezclado con queso, harina, menta, miel y un cocimiento de agua amarillenta hecho con componentes secretos.

La citada, una irreconocible Marfa, obedece la orden con sonrisa irónica y actitud ajena a todo lo que está sucediendo, incluso al recipiente que contiene el brebaje bautizado con tal nombre, algo inconcebible en otros momentos similares, en los que hubiese actuado con la sumisión del cordero. Vierte el contenido de una de las vasijas en un tazón de loza y se lo entrega a Graciana, que bebe lentamente, creyendo disfrutar con el síndrome de abstinencia de la acolita. Después para prolongar el tormento, entrega el tazón a la dulce Estefanía que espera sonriente la invitación de la matrona. Una vez más Marfa tiene que oír las eternas amenazas e insultos que habitualmente preceden al acceso a su dosis. En silencio reparte a los partícipes unos toscos cuencos de barro cocido que contienen un barro de color marrón, hecho con flores de cáñamo hembra, resinas y alcaloides de belladona. Mira el fondo de la vasija que se ha reservado, ahí están los que antes eran los deseados posos de agua verdinegra. Ahora se permite contemplarlos con la suficiencia del experto y la superioridad del que se ha liberado de ellos.

Alonso, que no pierde de vista la escena, observa que está disimulando la ingesta y que lo que realmente la interesa es el cadáver amortajado de Isabel, al que no pierde de vista ni un instante. Estefanía mientras tanto, por indicación de Graciana rebusca en la kalatos, la cesta más grande de las dos que han traído, y saca de ella la kirke, una especie de pan.

Demasiadas coincidencias, se dice Alonso, recordando las alucinaciones del Moro, el paciente que murió con síntomas de envenenamiento, cantando la letanía de los Misterios de Eleusis, deduciendo así que estaban preparando lo que hasta ahora le parecían actos de locos. Lo que explica la presencia de estos seres que se mueren a chorros —se dice, en referencia a los mistes.

¿Pero que tienen que ver con la serpiente? ¿Cuál es el nexo de unión? ¿Qué hace el cadáver de Isabel aquí? ¿Acaso lo han robado y piensan que pueden resucitarla?

Los acontecimientos se precipitan y no le dan tiempo a meditar, temiéndose que quieran profanar el cuerpo de su amada. En este momento, todos los presentes se sientan en círculo alrededor de las tres mujeres contemplando, más que participando, un extraño y simple ceremonial que consiste en probar el kirke y depositar después sus restos en la cesta grande, la denominada kalatos. Hablan entre ellas algo, que no puede oír, y tras una pausa repiten la maniobra, pero echando los restos ahora en la cesta más pequeña, la kiste. Finalmente ofrecen una ración a Lupercio, que inmediatamente después de catarlo, empieza a tocar la flauta acompañándose con el redoble que arranca de su tamborcito.

Ellas se acompasan con el balanceo constante y monótono de la cabeza y del tronco sobre la cintura, mientras que el resto de los presentes las acompañan con las palmas, y el que puede, imita los movimientos. Poco a poco el ritmo de la música se va apoderando de los sentidos, y los participantes siguen moviéndose y palmoteando incluso durante las pausas que intercalan las mujeres, que de nuevo vuelven a repetir las maniobras realizadas con el contenido de los dos cestos, hasta que los terminan.

La paradosis, o cena iniciática, continúa con una pausa de silencio dedicada a la meditación, al cabo de la cual las mujeres piden a los mistes que prendan fuego al contenido de sus cuencos y que aspiren con fuerza el humo que se desprende, procurando retenerlo el mayor tiempo posible en los pulmones, soportando el tísico su tos, el cardiaco su asfixia y todos la irritación ocular. Los vapores se expanden por la marchita sangre de los dolientes y, cuando llegan al cerebro, cuando invaden sus neuronas, se convierten en una explosión de luz que tiñe su visión con ráfagas de colores, mariposas centelleantes y un inmenso arco iris del que se desprende una lluvia de pétalos azules, amarillos y fuego.

Lupercio hace sonar la música y los presentes, con mirada estupefacta y ausente, gesto cansino y movimientos lentos, entonan una letanía monótona. He ayunado, he bebido el kikeon, he tomado de la kiste, y tras haber probado, he dejado en el kalatos, y he vuelto a coger del kalatos para poner en la kiste.

Momento en que la Gorgona vomita... y surge por la boca de la máscara don Vela vestido con traje de guerra, botas, yelmo, malla y gambax de cuero, todos de un puro y brillante color blanco.

Alonso puede ver que el Guerrero Blanco luce en el pecho el talismán de la Madre y lleva en su mano el corazón todavía palpitante de un recental recién victimado, que muestra a todos los presentes, anunciando a gritos:

—¡Iackchos!

Resuenan los panderos con un atronador y martilleante ruido, produciendo múltiples ecos que se alejan rebotando por las paredes de la cueva, a la vez que Lupercio arranca de su dulzaina trepidantes ráfagas de agudos. Las notas penetran en las mentes de los mistes, y sus neuronas trastornadas por los efectos de las drogas aspiradas las traducen en la vivencia alucinada de una tormenta. Las tres mujeres, metamorfoseadas en ninfas del fresno, hijas de la sangre que manó de los testículos de Urano, castrado por su hijo Kronos, recorren el circulo de los mistes, cabalgando sobre varas de fresno, emitiendo ruidos guturales a manera de truenos, a la vez que chasquean con sus lenguas la saliva, imitando el sonido de la lluvia chispeando sobre la tierra.

Todos juntos, mistes alucinados y ninfas drogadas, arañan sobre el suelo unos surcos. En el central Graciana dibuja un círculo y dentro deposita un montoncito de cal blanca o polvo de mármol molido donde entierra un grano de trigo. Lo riega con su orina. Hace una pasta de barro. Y unge la cabeza de los iniciados.

La droga les ha borrado el sufrimiento de la asfixia, de la tos o el dolor, y asisten a la ceremonia en analgesia, con gesto impersonal y mirada idiotizada, alucinando imágenes de su próxima resurrección. Al poco se suman al grito del sacerdote:

—¡Iackchos! ¡Iackchos!

Con el que se aproximan al lugar donde están sentados Alonso e Isabel. Don Vela saca de su bolsa una cajita de marfil tallada con la imagen de Sirio. La abre y muestra su contenido al joven. Es un cordón umbilical enterrado en polvo de marfil.

—Tómalo, es el tuyo —le dice colgándole la caja al cuello.

Después, le insinúa al oído unas palabras:

—Nada tengo contra ti, muchacho. Pero la existencia se mueve en una constante dualidad en donde la muerte es la fuente de la vida.

Alonso que ya ha perdido la esperanza de salir de su parálisis, recibe con serenidad el mensaje; ya sabe que no proviene de un mundo de ultratumba. Tiene la tranquilidad del que comprende todo y está preparado para todo. Conoce los Misterios de Eleusis y el juez le ha confirmado que su muerte debe servir para dar vida a alguien. Quisiera morir mirando a Isabel.

Don Vela le toma con fuerza la mano y con un violento tirón le arranca del lugar donde estaba sentado, derribándole en el suelo. Saca su arma. La iza sobre los hombros para poder descargarla con fuerza. Y la hoja corta el aire silbando en busca del cuello de Alonso.

Lo último que vio, antes de cerrar los ojos de forma refleja, fue un objeto brillante que salía despedido del cuello de su agresor. En su mente se dibuja claramente el talismán de la Madre volando en el aire hasta caer en el suelo, sin que don Vela se haya dado cuenta de ello.

Los presentes asisten al acto con silencio expectante, sacro.

Todos han visto la escena. Ha sido una breve pero intensa acción de lucha, con un claro significado.

El Caballero Blanco ha vuelto a triunfar sobre el Negro.

El destronamiento del viejo rey significa el final de un ciclo y el comienzo del siguiente. Para dar constancia de ello, don Vela sube al lugar donde antes se sentaba Alonso, allí está Isabel revestida con el sudario blanco, la toma en sus brazos y se la muestra a los mistes que gritan hasta el paroxismo de sus fuerzas:

—¡Afrodita! ¡Afrodita!

Los mistes, que no pueden ser testigos de la parte de la ceremonia en la que el Caballero Blanco conduce a la ninfa al surco nupcial, se disponen a consumir las últimas fuerzas de sus anestesiados cuerpos, y cogen en brazos al depuesto Rey Negro, lo deposita sobre las andas y se lo cargan sobre los hombros, recorriendo en procesión toda el espacio que se abre delante de la Gorgona, gritando:

—¡Iackchos! ¡Iackchos!

Un grito que sabe a final, a que todo ha terminado. Un grito que atruena en el desesperado corazón del joven, que llora el martirio de asistir a esta profanación con la imposibilidad del paralítico.

Encabeza la procesión el más viejo de todos ellos, portando sobre sus palmas el corazón palpitante del recental blanco, simbólicamente el único resto que logró encontrar Júpiter del hijo que tuvo con Perséfone y del que renacerá Zaqueo, al que algunos llaman también, Baco.

—¡Iackchos!

Un grito que sabe a esperanza.

Finalizan su periplo en el improvisado embarcadero donde les espera Zoilo. Colocan las andas del Viejo Rey en el centro de la barca. Y después el loco ayuda a acomodarse a los rendidos procesionarios, que a cambio de sus buenos oficios le compensan con un maravedí. La mayoría de ellos caen en el fondo de la nave, rendidos, drogados o quizás muertos, mientras que ésta, animada por la boga de Zoilo, se aleja corriente abajo, internándose en la Estigia.

Al llegar al centro de la laguna, Zoilo paró un momento la barca y recogió un poco de liquido para que los viajeros puedan lavarse y beber las aguas azules del olvido, la condición sine qua non para poder resucitar, ajenos al dolor que dejan detrás. Reinicia la navegación con boga poderosa y a cada golpe de remo que da, Alonso le oye murmurar las palabras del ángel a la iglesia de Sardes: Tengo contra vosotros que permitisteis a Jezabel.

Salieron de la Laguna Estigia siguiendo la corriente del río del mismo nombre, para internarse en una nueva galería, dejando atrás el escenario previo en donde los Hijos de Sirio habían celebrado los Misterios de Eleusis. El sentido de la corriente ayuda a la barca a deslizarse suavemente, por lo que el barquero no tiene que realizar demasiado esfuerzo. No necesitan antorchas para iluminarse, pues al poco, al tomar un recodo aparece súbitamente la luz natural insinuándose al final del túnel. Antes de llegar a la boca, Zoilo embarranca su barca en una especie de playa y ordena a sus viajeros que se apeen.

A duras penas es obedecido por unos pocos, los menos, pero el barquero no se anda con remilgos con los drogados, dormidos, asfixiados o cadáveres que no quieren obedecerle o no pueden hacerlo. Súbitamente desparece su mansedumbre y haciendo gala de una fuerza hercúlea, impensable en él, agarra a los reticentes por brazos y piernas y los tira como fardos en la arena de la orilla.

—Os lo advertí. Os dije: «el que tenga oídos que me oiga». Pero vosotros, los hombres marcados por el ángel con una úlcera perniciosa, desoísteis los consejos y os dedicasteis a adorar a Jezabel.

Y ahora los maltratados mistes pudieron saber a que se refería el furioso Zoilo.

Súbitamente se abrieron las aguas y emergió una monstruosa cabeza. ¡La serpiente! Su serpiente.

No exageraban las personas que la habían descrito. Gruesa como un roble y cubierta de sólidas escamas que dibujan sobre su interminable lomo la imagen de una escalera. Se deslizó rápidamente sobre los cuerpos de los postrados, aplastando a los cadáveres y a los desgraciados que no podían moverse. No pierde mucho tiempo con ellos, se limita a palparlos con su larga lengua y adivinar las piezas seguras, por lo que dirige toda su capacidad agresiva a los que parecen querer escaparse intentando encaramarse en la barca.

Zoilo, absolutamente identificado con su papel de Caronte, remo en mano, rechaza a golpes a las aterrorizadas víctimas, mientras grita a pleno pulmón:

—¡Él es Leviatán y espera a todos aquellos que no despreciaron a los nicolaítas!

El Cancerbero con sus terribles fauces abiertas, remata a los expulsados de la barca con un feroz mordisco en el cuello. Cuando todos los mistes perecieron, se irguió sobre sus anillos enfrentándose a Zoilo, esperando recibir el último bocado.

El metamorfoseado Caronte toma el cuerpo inmóvil de Alonso y lo iza del fondo de la barca sin apenas esfuerzo. Lo sienta en el banco de boga para poder cogerlo con comodidad por brazos y piernas. Antes de satisfacer al feroz Cancerbero encargado de evitar el regreso de las almas que han surcado la Estigia, decide descubrir la identidad del encapuchado y le destapa el rostro.

Duda antes de tomar una decisión. Quizás se pregunta qué hace entre esta gente. Finalmente recuerda su estancia en el hospital y a su médico, al que le dirige las palabras del Ángel de Éfeso: Al vencedor le daré de comer el árbol de la vida.

Deposita de nuevo a Alonso en el fondo de la barca y con golpes poderosos de remo conduce la embarcación hacia la boca de la cueva, en donde encuentra una playa donde atracar. Le desembarca y le acomoda en la orilla.